Revista Siete Días Ilustrados
14.06.1971 |
En tanto los delegados políticos y gremiales rinden sus
informes, el líder medita sobre las negociaciones con el
gobierno argentino. En un clima de aparente tranquilidad,
Perón insiste: "Hemos ganado todas las batallas y estamos a
punto de ganar la guerra".
Vestía saco azul, una camisa deportiva y lucía amplia
sonrisa cuando salió a recibirlos. Junto a él, su esposa,
Isabelita, saludó con gentileza. Mientras cruzaban
lentamente los 50 metros de jardín que separan la verja de
hierro de la casa y subían las escaleras de piedra del
zaguán, hablaron de los últimos flecos de lluvia con los que
se aterra a Madrid el más prolongado de los inviernos del
siglo. Pasaron a la sala, adornada con sillones rococó, en
la que un gran retrato de Isabelita se duplica en un espejo
dorado. Perón se sentó en su rincón favorito, junto a una
Biblia encuadernada en piel y una fotografía similar a la
que inmortaliza a Evita en miles de hogares argentinos. Eran
las 18.15 cuando comenzó el plenario del Consejo Superior
del Movimiento Justicialista, que por primera vez se reúne
en Madrid. Estaban los diez miembros: Isabel Martínez,
vicepresidente, a la derecha de Perón; Jorge Paladino a la
izquierda.
"No traigo ofertas concretas del gobierno", salió al paso el
delegado personal al llegar a Barajas. La prensa madrileña,
más mesurada que en el viaje anterior, había publicado las
supuestas promesas del presidente Lanusse para un acuerdo:
entrega del pasaporte, liquidación de los haberes del ex
presidente (89 millones de pesos viejos), colocación de su
busto en la Casa Rosada, devolución de los restos de Eva
Duarte. A cambio, una condena expresa de Perón a los grupos
de subversión y la supresión de las "formaciones
especiales". Ese mismo día llegó a manos de Perón un informe
de tres carillas de Lorenzo Miguel, en el que se pedía diera
un ultimátum a los grupos izquierdistas.
"Con devolverme el pasaporte y pagarme los haberes no hacen
sino entregarme lo que es mío. En cuanto al busto. . . ¿qué
se creen, que a mí me compran con un busto? ¡Vamos!",
comentó al leer la noticia en los diarios. Otros fueron los
términos, pero igual el fondo, con que aludió a esas
informaciones en la reunión del Consejo Superior. Fue una
reunión extraordinariamente cordial, que culminó cuando
Isabelita hizo los honores de ama de casa, invitándolos a un
té con masas. Paladino expuso los hechos positivos
realizados por el gobierno en las últimas cinco semanas: la
reorganización de los partidos políticos, el compromiso de
consultarlos para fijar la fecha electoral y ajustar los
plazos, las últimas declaraciones de Lanusse que comprometen
a las Fuerzas Armadas a jugar todas las instancias para la
normalización del país.
Al día siguiente, en el hotel Gran Vía, uno de los miembros
del Consejo Superior —que mataba el tiempo viendo la
televisión— comentó: "A esta altura del proceso, el diálogo
debe realizarse directamente entre Perón y Lanusse. Ha
llegado el momento de hablar directamente con el dueño de
casa". Era una aceptación de que las decisiones ya no están
en manos del Consejo Superior.
Se comprende si se piensa que el lunes por la mañana, poco
después del arribo, Perón fue informado de que todos los
miembros del Consejo ponían en sus manos la renuncia. De
este modo superaban las dificultades que habían surgido en
Buenos Aires ante el desacuerdo de tres de los miembros
respecto de la política seguida por Paladino. Para
manifestarlo, habían decidido renunciar individualmente y no
viajar a Madrid. Paladino los convenció de lo contrario y de
que las renuncias formales se generalizarían, eliminándose
así las diferencias.
FINTAS Y AMAGOS
Esa misma mañana fueron entregados a Perón 14 informes de
trabajo. Al pie de cada uno firmaban todos los integrantes
del Consejo Superior, con una hasta ahora inédita
característica: algunos de ellos lo hacían en disidencia.
Una fórmula que muestra la habilidad de Paladino para
superar los obstáculos.
Los dirigentes gremiales, encabezados por José Rucci, fueron
recibidos al día siguiente. El secretario general de la CGT
fue a las 10 de la mañana al hotel Monte Real a buscar a
Paladino y luego juntos caminaron los 300 metros que separan
el hotel de la quinta 17 de Octubre. Los fotógrafos pudieron
así registrar la cordialidad existente entre ambos líderes.
Los otros representantes gremiales —el ferroviario José
Oscar Zalabrini, el portuario Genaro Ayala, los metalúrgicos
Luis Guerrero y Héctor Datteo, el abogado Luis Longhi y B.
Carranza, de la Federación de Empleados de Comercio—
llegaron media hora más tarde. La reunión se amplió a las
11.30, cuando arribaron —llamados personalmente por Perón—
el dirigente de los sectores juveniles Héctor Tristán, y los
dirigentes de barrio de Buenos Aires, Carlos Oscar Morales y
Carlos Guarino.
Rucci mostró a Perón un voluminoso álbum de fotos del acto
del Luna Park, un tema que había tratado con Paladino en el
vuelo desde Buenos Aires. Para ello hubo de trasladarse de
la clase turista a la primera, donde el delegado viajaba
solitario. Paladino le devolvió la visita poco antes de que
tocara tierra en el aeropuerto de Barajas. Las espléndidas
fotos mostraban un pueblo enfervorizado y un local
rebosante. Lo que Rucci ignoraba es que aquella misma
mañana, Perón había recibido un informe que daba ciertos
detalles que las fotografías no reflejaban: los asistentes
—decía el informe— no llegaron a 18 mil, en un local con
capacidad para 25 mil personas. Los tacuaristas —añadía—
coparon el acto, en el que apenas se pudo escuchar lo que
decían los oradores, a causa del incesante ruido de los
bombos: "Parece, general, que algunos están tratando de
reemplazar las ideas con los bombos", comentaba.
Después del optimista balance de la reunión del Luna Park,
los gremialistas plantearon algunos temas específicos y hubo
fintas y estocadas que parecían dirigidas a Paladino, allí
presente. Tampoco en este orden, las fotografías tomadas
poco antes, en el camino del hotel a la quinta, reflejaban
exactamente los hechos.
De nuevo Isabelita hizo los honores de la casa, sirviendo
café. Perón, como siempre, lo tomó tranquilo, seguro, y como
si estuviera analizando un episodio de la historia clásica,
repitió algunas opiniones de la víspera: "Todos presionan
para que me defina, pero yo ya estoy bien definido. Los que
se tienen que definir son los otros. No hay que apurarse.
Hemos ganado todas las batallas y estamos a punto de ganar
la guerra. Lo que hace falta ahora es no perder en la mesa
de negociaciones. Y en esa mesa me sentaré cuando yo quiera,
no cuando quieran los otros".
Después de dos horas de conversación, salieron al jardín.
Fue el momento de los abrazos y las fotografías. Juntos
volvieron al centro de la capital. En la residencia sólo
quedó Paladino, con el general e Isabelita.
El problema es llenar las horas, las largas esperas que
impone el juego de las alternativas: los gremialistas los
días pares; el Comando Superior los impares. Hay tiempo para
ver la televisión en las tardes lluviosas de un Madrid
desapacible, para visitar los restaurantes del Barrio Viejo
y probar las excelencias de la paella, las anguilas y los
mariscos, para comprar souvenirs, para incursionar por los
tablaos flamencos o las boites de la yanquizada Costa
Fleming, el barrio residencial de Madrid. Y para visitar los
alrededores: Roberto Ares eligió el Escorial y el Valle de
los Caídos; Juanita Larrauri, Toledo; Eloy Camus se interesó
por Avila; Luis Oscar Ratti por Segovia. Algunos
gremialistas aprovecharon el miércoles para viajar a Cuenca
y ver el paisaje picassiano de sus casas colgantes sobre la
barranca apocalíptica por la que se desliza el río Jucar,
200 metros abajo. Otros viajaron el jueves a Toledo, a ver
la famosa procesión del Corpus Christi.
En Madrid, Perón siguió tejiendo y destejiendo, inalterable,
mientras se tendía un arco iris entre Buenos Aires y Madrid,
e hizo algunos movimientos para que todos pudieran meditar
sobre la fragilidad del destino, mientras veían las doradas
piedras de la vieja España. La víspera de la llegada de los
delegados políticos y gremiales mantuvo una entrevista con
el ex metalúrgico Héctor Tristán, un duro dirigente de los
jóvenes de la Guardia de Hierro. Era la tercera en el curso
de una semana. Recibió a Roberto Grabois (28 años),
representante de la Federación Nacional de Estudiantes y del
Movimiento de Bases Peronistas. Pidió a Tristán que siguiera
a su lado y encomendó a Grabois —que el mes pasado había
realizado una misión en Chile— que volviera una vez
cumplidas ciertas gestiones en Italia. Habló con Héctor Villalón
y con Jorge Antonio, que el domingo regresó de París. Desde
allí, ciertas informaciones llegadas a Madrid aludían
contactos y reuniones de argentinos, entre los que
figurarían algunos militares.
Perón seguía tejiendo y destejiendo sin apuro. En el fondo,
un esquema que responde a una vieja fórmula} dos pasos
adelante, un paso atrás.
Armando R. Puente
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Perón e Isabel
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Paladino y Rucci
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