Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


CONGRESO:
renovación o muerte
Revista Panorama
julio 1963

Los argentinos mayores de 45 años evocan con nostalgia "los parlamentos de antes" y hablan con admiración casi religiosa de hombres que ya se han incorporado a la historia o que, si viven, pertenecen a la leyenda: Carlos Pellegrini, Pedro Goyena, Marco Avellaneda, Joaquín V. González, Indalecio Gómez, Lisandro de la Torre, Juan B. Justo, Matías Sánchez Sorondo, Rodolfo Moreno, Nicolás Repetto, Alfredo Palacios, son unos pocos de los puntos de referencia de una época de oro que, como el paraíso terrenal, se perdió para siempre.
Los jóvenes podrán sospechar que esa actitud es una manifestación más de la inveterada tendencia de "los viejos" a sobrevalorar el mundo de antaño.
Sin embargo, en este caso la realidad parece confirmar que el Congreso argentino, en los últimos tiempos, ha perdido dignidad y jerarquía intelectual y moral; que no cumple con las funciones esenciales que le asigna la Constitución; que se halla, en suma, en una peligrosa espiral de decadencia.
Solo así se explica que el órgano de nuestra democracia más directamente representativo del pueblo de la Nación haya actuado en medio de la más extendida orfandad de calor popular. El Congreso tiene una gran parte de la responsabilidad —y es, a la vez, en parte, víctima— de la crisis de confianza y de fe que afecta a toda la democracia argentina. Así se explica también que, salvo los legisladores directamente afectados, nadie se inmutara cuando el 19 de mayo de 1962 se declaró por decreto el "receso" permanente del Congreso.

Síntomas de una crisis
El 1º de mayo de 1958 se inauguró —según la casi unanimidad de las opiniones— el Congreso de más bajo nivel técnico e intelectual que registra la historia del país. Ese día estrenaron sus bancas 229 legisladores, de los cuales 227 eran radicales, si bien estaban separados por un aditamento. La Unión Cívica Radical Intransigente, triunfante en todos los distritos electorales del país, contaba con la unanimidad del Senado —46 miembros— y los dos tercios de la Cámara de Diputados —130 diputados—El resto — 52 diputados — pertenecía a la Unión Cívica Radical del Pueblo, salvo dos diputados del Partido Liberal, de Corrientes.
La primera característica de ese congreso fue la falta de iniciativa propia. Los senadores y diputados de la UCRI, que como mayoría tenían la responsabilidad de la promoción legislativa, se limitaron a aguardar pasivamente la llegada a las Cámaras de los proyectos de leyes preparados por el Poder Ejecutivo, que en su casi totalidad fueron apoyados sin examen crítico. Los bloques mayoritarios de legisladores se adaptaron una y otra vez a los vaivenes de la política oficial, sinuosa y contradictoria. Las pocas leyes importantes sancionadas por iniciativa del Congreso, como las de jubilaciones y pensiones y el Estatuto del Docente, no fueron aplicadas por el Poder Ejecutivo, aduciendo falta de recursos. Cuando a fines de 1958 el presidente de la Nación inauguró una línea política, social y económica diferente de la contenida en la plataforma electoral que lo había llevado al triunfo, los legisladores de la UCRI lo acompañaron sin mayores protestas. Quedaron sancionadas así las leyes represivas de las actividades peronistas, comunistas y gremiales, el estado de sitio por tiempo indeterminado, la nacionalización del petróleo (que quitó a las provincias derechos constitucionales sobre los yacimientos de hidrocarburos), los convenios con CADE y CEP (que dieron nacimiento a SEGBA), la ratificación de los compromisos con el Fondo Monetario Internacional, la ley de energía,
etc. Cuando en algunos casos se generaban focos de rebeldía en los bloques de diputados o senadores, el presidente Frondizi los reunía y les hablaba de las "razones de Estado" que inspiraban su política. Los legisladores salían invariablemente convencidos de esas reuniones. Esta actitud de obediencia ciega registró excepciones. Los diputados Horacio Flavio Cuelmo, de Río Negro, y Nélida Baigorri, de la Capital Federal, se separaron del bloque de la UCRI, cuando este sancionó el estado de sitio por tiempo indeterminado, en diciembre de 1958. Un año después, el Poder Ejecutivo solicitó la sanción de la ley de energía, que vulneraba derechos de las provincias y delegaba en manos de aquél facultades privativas del congreso. Entonces, siete diputados de la UCRI (Cuevas, Rosario Díaz, Espina, Marchini, Rosenkrantz, Santoni y Spangenberg) se negaron a apoyar esa ley y, proclamándose disidentes, constituyeron el nuevo bloque "radical nacional y popular".
Entre 1958 y 1962, el congreso admitió, en medio de las protestas estériles de las minorías, que el Ejecutivo mantuviera casi con exclusividad la promoción legislativa y declinó ante el poder presidencial numerosos derechos y atribuciones que le eran propios.
La "política del amén" con relación a los hechos producidos por el Ejecutivo —así la denominó un ingenioso dirigente conservador— fue el rasgo dominante de esta etapa parlamentaria. A ella contribuyó la férrea disciplina de bloques, que coartó la iniciativa individual de los legisladores y en ocasiones no se detuvo ni ante escrúpulos de conciencia.

Trabajo a desgano
Por otra parte, los legisladores, en una estimable proporción mayoritaria, carecieron de responsabilidad, de seriedad v de voluntad de trabajo. Las dificultades para obtener número se transformaron en cosa ordinaria. El bloque mayoritario de la Cámara de Diputados, con holgado quorum propio —130 sobre 95 diputados necesarios—, dependió casi siempre de la presencia de la minoría para que el cuerpo pudiera deliberar. Las sesiones comenzaban sistemáticamente una, dos, cuatro o más horas después de lo que fijaba la citación. El ausentismo tuvo manifestaciones extremas: el diputado Antonio Tortora, de la UCRP de la Capital, faltó a más del 90 % de las sesiones, y el diputado Juan Carlos Cárdenas, representante de la UCRI de Tucumán, no estuvo aproximadamente en el 80 % de las reuniones. A ninguno de los dos se les aplicó nunca la disposición reglamentaria que establece el descuento proporcional de dietas por inasistencias. Es cierto que, a modo de compensación, hubo casos de perfecta asiduidad, entre los que descolló el diputado Antulio Pozzio, de la UCRP de Buenos Aires, quien, además de no faltar a casi ninguna sesión, batió verdaderos records de permanencia en el recinto y de constante atención a los debates.
Las reuniones de las comisiones —laboratorios naturales del trabajo propiamente legislativo— corrieron una suerte similar. Puede estimarse que alrededor del 50 % de ellas no se realizaron o se postergaron una o más veces. Era un episodio corriente ver a los empleados de las comisiones perseguir a los legisladores por las dependencias del Congreso para conseguir que pusieran sus firmas en despachos en cuya redacción no habían participado y que ni siquiera conocían. En las sesiones de las Cámaras se incluían, para ser tratados, proyectos sin estudio previo. Así fue como se sancionaron leyes que al poco tiempo requerían la sanción de otras, complementarias, interpretativas o aclaratorias, porque contenían disposiciones irracionales o contradictorias. Así fue como, en una misma ley, como la de alquileres, se fijaron dos fechas diferentes para su vigencia.

Función político-legislativa
El Congreso tiene, junto a su función legislativa específica, una función política propia derivada del hecho de ser el órgano más directamente representativo del pueblo; en cuanto tal, es la vía de comunicación natural entre pueblo y gobierno.
Ante la declinación de la función legislativa sustancial, se produjo una hipertrofia de la función política. Interminables debates y agresivas polémicas ocuparon durante largas horas la atención de los diputados, sin arrojar mayor luz sobre los problemas. A su término, todo quedaba como al principio: la mayoría, en la defensa incondicional de la política del Ejecutivo, cualquiera que ella fuese; y la minoría, en una actitud de oposición sistemática. Como tarea anexa a esa preocupación meramente política, los legisladores demostraron una cuidadosa susceptibilidad, que hacía proliferar las cuestiones de privilegio. El comentario de un diario, el descomedimiento de algún funcionario, la más leve insinuación de crítica al Parlamento, daban motivo para el planteamiento en cadena de cuestiones personales "en defensa del honor y los fueron legislativos".
La insuficiencia del trabajo de las comisiones y de las Cámaras acumulaba esa tarea para los últimos días del período legislativo, durante los cuales se aprobaban leyes en serie, sin discusión, mientras la gran mayoría de los legisladores ignoraba lo que se votaba. Algunas cifras son ilustrativas: en 1958 se sancionaron 368 leyes; 259 de ellas fueron aprobadas durante los dos últimos días de sesión. En 1959, las leyes sancionadas alcanzaron a 474, de las cuales se votaron 270 durante los dos últimos días del período ordinario. Es verdad que muchas de ellas son pensiones graciables o esas numerosas "pequeñas leyes" que disponen la realización de diversas obras públicas (caminos, escuelas, tendidos de líneas telefónicas o telegráficas, instalaciones de sucursales de correos o de teléfonos, puentes, etc.). La sanción de estas disposiciones representa una concesión del Parlamento, como cuerpo, a la vanidad personal (¿o a la demagogia?) de los legisladores. Al iniciarse el receso anual, cada senador y diputado regresaba a su provincia o a su pueblo con el trofeo de la obra pública lugareña aprobada en el papel, y lo exhibía como éxito de su labor. Pero todos sabían de antemano que la gran mayoría de esas leyes jamás se cumpliría, porque en conjunto totalizan sumas cuyas disponibilidad no había sido prevista.

"Lo que natura non da..."
Si pasamos revista al desempeño individual de legisladores nacionales que pasaron por el Congreso durante los últimos cuatro años, nos encontramos con unos pocos que, por su capacidad intelectual, sus dotes oratorias o su erudición —rara vez por todo eso reunido—, toleran un principio de comparación con los grandes parlamentarios del pasado.
En un bloque de diputados de la UCRI que se inició en 1958 con 130 miembros, sobresalieron Horacio Domingorena, Ricardo González, Héctor Gómez Machado, Jorge W. Ferreira, Rodolfo Carrera y Héctor García Solás. Otros 40 diputados de la UCRI tuvieron intervenciones en diferentes niveles, informaron despachos de comisiones o participaron en debates de alguna importancia. De los 85 restantes, no hay memoria de que hayan protagonizado alguna intervención activa de relevancia. Hubo legisladores de la mayoría, como Rómulo Vinciguerra, Domingo Condulucci o Alfredo Villar, que solo hicieron oír su voz para apostrofar a la bancada adversaria. De otros, como Martín Ponce de León, Daniel Errea o José María Gutiérrez, entre varios más, no se tuvo la suerte de conocer el timbre de su voz en el recinto de sesiones.
En el radicalismo del pueblo se destacaron 9 diputados: Jorge W. Perkins, Carlos Becerra, Carlos Contín, Luis A. León, Anselmo Marini, Carlos H. Perette, Antulio F. Pozzio, Agustín Rodríguez Araya, Emir Mercader, Ernesto Sammartino y Nerio Rojas. Alrededor de otros 10 los acompañaron en los debates importantes y en la actividad legislativa de fondo, y unos 30 vegetaron en actitud pasiva. El diputado Tortora no habló en ninguna de las poquísimas sesiones a las que asistió, y el diputado Marconato, ejemplo de asiduidad, no intervino en ninguna de la casi totalidad le sesiones a que concurrió. Junto a ellos, a los diputados Julio P. Longhi, Luis Conté y Arón Zadoff, entre otros, tampoco se los escuchó casi nunca.
Los diputados Aguinaga y Jofre, conservadores, y la diputada Baigorria, radical disidente, completan la exigua nómina digna de mención.
En la Cámara alta, los senadores García, Weidman, Juárez, Melani y Dávila representaron lo mejor, hasta la incorporación de Alfredo Palacios y Adolfo Vicchi, sobrevivientes, entre la medianía vigente, de mejores épocas parlamentarias.

¿Parlamento o comité?
Otro gran déficit del último congreso radica en la hipertrofia y la desnaturalización de su estructura técnico-administrativa. A partir de 1958 se produjo un alud de nombramientos que tuvo por objeto cubrir los múltiples compromisos políticos de los legisladores. Los nuevos empleados se incorporaron a cargos superiores a los de los antiguos funcionarios de carrera, con la consiguiente desmoralización de estos últimos. Comisiones que funcionaban normalmente con tres o cuatro empleados, fueron dotadas de siete u ocho. Cada nuevo agente posee su padrino político en algún diputado o senador, que lo protege contra dificultades emergentes de inasistencias o incumplimiento de las obligaciones del cargo. Los secretarios técnicos de las Cámaras, que reglamentariamente deben proponer a la presidencia los nombres para llenar vacantes, han sido sistemáticamente desconocidos en esa facultad. El plantel actual de empleados administrativos permanentes y supernumerarios de la Cámara de Diputados solamente, sin contar el personal de maestranza, alcanza a alrededor de 1.000 agentes. Hacia fines de 1961 había en Diputados un 80 % de empleados nuevos, en su gran mayoría sin experiencia ni idoneidad, y un 20 % de funcionarios antiguos, de carrera, postergados por aquéllos en sus ascensos. Fue en ese momento cuando se sancionó, como "un homenaje al personal del Congreso", un Estatuto que le daba estabilidad y disponía, para el futuro, que los ingresos debían efectuarse por el cargo inferior. Esta norma, que cristalizó la situación existente, no había sido ni siquiera pensada durante los tres años anteriores. De paso, el nuevo Estatuto dispuso la jubilación de oficio de antiguos funcionarios, cuyos servicios eran de gran utilidad.
Hay ejemplos típicos de nombramientos, promociones y permanencias arbitrarias en cargos. El ayudante personal del presidente Frondizi revistaba en 1958 como auxiliar en la Cámara de Diputados. Posteriormente fue ascendido a subdirector, saltando más de 10 categorías, y luego se jubiló con el cargo de director. Desde el 1º de mayo de 1958 hasta su jubilación, no prestó servicios en la Cámara. Por lo menos 15 legisladores han hecho nombrar, en diferentes cargos, a parientes cercanos: hijos, hermanos, cónyuges, sobrinos, primos, etc.
Amparándose en la estabilidad, permanecen actualmente en sus cargos todos los empleados que por el carácter eminentemente político de sus funciones deberían haber cesado en ellas con la clausura del Congreso. Vale la pena subrayar dos excepciones: la señorita Baigorria, hermana y secretaria de la diputada homónima, v el señor Murcia, del bloque de la UCRI, renunciaron apenas se clausuró el congreso.
Pocos días antes de esa clausura, el entonces presidente de la Cámara de Diputados, diputado Olegario Becerra, dispuso la creación de una nueva oficina: la "División Técnica, Informativa y de Relaciones Públicas e Interparlamentarias". Allí fueron destinados todos los empleados que habían colaborado con el anterior presidente de la Cámara, Federico Fernández de Monjardín. Los funcionarios antiguos del congreso dudan de la necesidad de una tal división, máxime en pleno receso obligado, y afirman que sus funciones se superponen con las de otras secciones existentes.
Dentro de este cuadro nada alentador, asumen el carácter de verdaderas "islas" las oficinas de Información Parlamentaria y de Taquígrafos, a cargo, respectivamente, del señor Enrique Bonatti y del doctor Isauro Arguello. Ambas se rigen por estatutos y escalafones especiales, escrupulosamente respetados, y los ingresos se producen por riguroso concurso.

Hacia un parlamento funcional
Lo que antecede es una descripción cruda, pero realista, del congreso argentino en los últimos cuatro años. ¿Dónde radica el origen de este cuadro negativo?
La primera punta del hilo la encontraremos en viejos métodos y prácticas históricamente superados, que aún imperan entre las agrupaciones políticas
argentinas. Otro dato importante debe buscarse en la supervivencia de un sistema electoral —el de mayoría y mi-noria— que ya no se compagina con la realidad nacional. Y, por último, un índice de la reciente encuesta de Gallup (v. Panorama nº 1) nos ha de dar la clave de un tercer factor explicativo de tanta mediocridad: solamente el 5 % de los argentinos está afiliado o toma parte activa en la vida de los partidos.
En cuanto a la primera cuestión que dejamos planteada, mientras la postulación de un candidato continúe dependiendo del número de afiliados que "arrastre" o "le responda" en las elecciones internas, y este número siga estando en función de la cantidad de "gauchadas" con que pueda pagar esas adhesiones, las listas de los partidos permanecerán plagadas de mediocres, porque no hay ninguna relación lógica entre la capacidad para distribuir favores y la aptitud para representar al pueblo en un parlamento.
El régimen de elección proporcional actuará en gran medida, por sí solo, como correctivo de las representaciones parlamentarias mediocres. Por una parte, limitará el acceso masivo de las listas mayoritarias; por otra, favorecerá el acceso de los hombres más representativos y capaces de las fuerzas minoritarias; creará, en suma, un clima de sana emulación y competencia que estimulará la selección natural de los mejores.
Trascendencia más profunda tiene la indiferencia política de los argentinos. Las tan repetidas frases: "La política es sucia", "Todos los políticos son unos sinvergüenzas", "A mi los políticos no me dan de comer", son versiones de otro imperativo, genuinamente criollo: "No te metás". Esas afirmaciones serán menos verdaderas en la medida en que todos los ciudadanos bien intencionados se resuelvan a hacer valer sus decisiones en todos los niveles de la vida política. Es claro que para eso deberán convencerse previamente de que es muy posible que de la actuación de los políticos dependa que ellos tengan más o menos comida, bienes, salud o cultura.
Pero estas modificaciones de costumbres políticas, de sistemas electorales y de actitudes mentales no constituyen en nuestra Argentina de 1963, por sí solas, soluciones completas a la crisis del Congreso argentino. Deberán estar acompañadas por una reforma estructural del Parlamento, que lo ubique a la altura de los tiempos. Resulta obsoleto un congreso que no cuente con grupos técnicos de información y asesoramiento y con una organización funcional ágil y dinámica, tal como existe en las demócratas más avanzadas del mundo.
La crisis del Parlamento argentino consiste, en definitiva, en la insuficiencia de un instrumento pensado para un país mucho más simple que el actual.
El próximo congreso nacional estará en inmejorables condiciones de emprender esa reforma, una de las tantas que requiere este país joven para ponerse a tono con el ritmo del mundo moderno.
IGNACIO PALACIOS VIDELA

 

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Rodríguez, el comisario espera

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Vendrán días mejores. Ahora se vigila en soledad