Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Cuevas de Buenos Aires
La balada de los fantasmas

Revista Siete Días Ilustrados
23.05.1967

En los húmedos sótanos de Buenos Aires, con claraboyas a ras de la vereda, decenas de artistas buenos y malos protagonizan una epopeya subterránea
Todas las noches las musas bajan a los sótanos de viejos cafés porteños. Cantantes líricos desconocidos, bailarines pobres, orquestas típicas de bailes suburbanos, actores oscuros, jazzmaníacos, émulos de Ringo Star, pagan 100 módicos pesos por alquilar durante una hora las húmedas salas de ensayos. Claro que se quedan mucho más: todo empieza a las 7 de la tarde y los últimos clientes emergen a la dureza hostil de la realidad a la 1 de la madrugada. Al otro día volverán a ser cadetes de oficina, vendedores de sifones, abogados, modistas, mozos de grill. Pero sólo se sentirán vivir cuando reinicien, al anochecer, su verdadera vida, en esas cuevas húmedas con claraboyas que dan exactamente al nivel de la vereda. Espiar la vida de estos sótanos (que reportan una ganancia diaria promedio de 3.000 pesos) es toda una aventura: el descubrimiento de un mundo tierno, subterráneo y melancólico.

"CELESTE AIDA"
El viejo fuma negros, usa anteojos que eran el último grito en 1930 y sobrelleva dignamente sus 78 años. "Fue el segundo de Toscanini —apunta el barman en un susurro— hace muchos años. Aquí no lo conoce nadie. . . ¿Se da cuenta qué injusticia?".
—Cesare Metelli, piacere —se presenta con una suave reverencia, y después explica en su dulce cocoliche: —Todo el mundo me conoce, en Montevideo. Vea, un recorte de "La Mañana": César Metelli, director de Opera. Creador de la lírica nacional del SODRE, año 32. Año 36, creador de la Cultural Lírica de Rosario con cantantes como la Baigorri, Zanin, que canta en el Colón, y otros muy famosos.
Guarda cuidadoso el recorte arrugado, pero en seguida hunde las manos en los bolsillos y las saca llenas de tarjetas, recortes, cartas. También un larguísimo programa del Teatro Marconi: "Compañía Lírica Italiana, domingo 4 de abril de 1948, despedida de la compañía, dos últimas funciones. Por la noche, función extraordinaria en honor del maestro César Metelli, director y concertador de orquesta". —
—¿Se da cuenta? ¡Treinta profesores de orquesta, treinta coristas de ambos sexos! ¡Ah, el Marconi! Hace 20 años, la platea baja costaba cinco pesos.
Don César se queda pensando, con el semblante muy sereno, entre los espejos y los revestimientos de madera del viejo Liceo. Y mientras unas alumnas lo distraen, su esposa Tina, una viejita muy rubia, de 70 años, con ojos muy verdes que seguro hicieron furor en su tiempo, hace aletear sus manos, con grandes anillos de perlas y uñas muy rojas.
—En 1909 el maestro fue sustituto de Toscanini en la Scala. ¡Entonces el mundo era tan feliz!. . . Hasta hace poco teníamos un gran conservatorio. Yo, en mis tiempos, era soprano lírica ligera. Ahora perdimos la casa, el conservatorio, todo. Queremos jubilarnos, ir a Italia, descansar. . .
No le gusta ningún cantante menor de 70. El maestro baja a! sótano y ella lo sigue mientras revela su arte poético:
—Fíjese bien. Yo canto con el diafragma. Hay que cuidar mucho la respiración. Porque todo lo que canta es el diafragma. Los cantantes nuevos no saben nada de eso—. El maestro se sienta a un piano de teclas desniveladas y Tina posa para el fotógrafo "sin abrir mucho la boca porque me falta la dentadura". Con los ojos más expresivos del mundo asume gestos trágicos, absurdos, tiernos. El maestro empieza a tararear y ella es de nuevo Carmen o la Micaela y el área de Celeste Aída revive en esa voz áspera, temblorosa. Tina cierra los ojos y canta con todo, con ese fervor que sólo tienen los artistas de raza.

LA EMPERATRIZ
—Las órdenes las da Irene.
Estamos en otro sótano y la mujer que se parece a Gloria Swanson no admite competidores en su imperio. Ni siquiera al fotógrafo que entonces le pide: —¿Me permite sacar esa figura coreográfica, señora?
La emperatriz asiente. En el escenario, dos muchachas hacen de niños dormidos y una tercera vuela casi como un hada.
—Me llamo Irene Dodal, no tengo marido, ni amante, ni admiradores, ni hogar. Ellos son todo lo que tengo.
La emperatriz sonríe sin mucha amargura.
—Vine a la Argentina con un auto, tres equipos de cine y 27 mil dólares y ahora todo se hizo humo.
Se niega explicar cómo hace para sobrevivir. Empieza a ensayar. La troupe canta canciones infantiles un poco tiernas y otro poco sosas (Si todos los hombres del mundo un día la mano se dan / todos los hombres del mundo felices danzarán").
Después recitan con estilo grandilocuente, antiguo, de gran guiñol. Afuera, sobre Sarmiento y Paraná, llueve. Irene cuenta sobre espectáculos ante 20 mil niños y un teatro experimental con el que presentó a Claudel. La prensa nunca hablará de los ensayos de Irene. Pero ellos seguirán a pesar de todo, con una pasión tan conmovedora como el talento. Una batería enloquecida atruena al lado y tapa, de vez en cuando, las órdenes de la emperatriz.

RAYUELA BEAT
En la enorme batería un letrero presuntuoso: "The Rolling Stones". Detrás un chico de camisa floreada que aporrea los platillos. Se llama Miguel.
—No estudio ni trabajo. Tengo 15 años y una madre que "labura" en el ministerio.
El humo de cigarrillo hace toser y tres guitarras eléctricas suenan frenéticas para dos amplificadores. Al fondo, una rubia de pantalones (simula tener 25 arios y un nombre increíble: Nurimar) afirma: —Soy la representante.
Se conocieron todos en una parroquia de Congreso. La rubia es la hermana de Osito, el más tierno de estos aprendices de Beatles. Es evidente que su función es cuidar que todos se porten bien.
Preguntamos por el nombre del conjunto.
—¡Los Inútiles! —grita Jimmy el Eléctrico.
—¿Estás loco? —contesta Conejo.
—¿Lo votamos? —dice Jimmy. Juegan a cantar, a tocar, a pelearse, a votar. Casi todos trabajan. El padre de Jimmy tiene una pizzería en Lomas de Zamora. Jimmy es, realmente, eléctrico. También empleado de una casa de fotografía. Se tira al piso, se revuelca, delira, inventa una rayuela invisible y llega al paraíso en tres brincos.
—¡Adoro a Mick Jagger! ¡Quiero ser como él! —grita Miguel. Jagger, el millonario cantante de los Rolling Stones, nunca se enterará de este hincha que tiene en un oscuro sótano de Bs. As. "Los inútiles" nunca actuaron. El batifondo crece tanto que huimos. ¿Qué otro remedio?

NEW ORLEANS EN BUENOS AIRES
Lunes y viernes, bajo el bar de film de Antonioni (vidrio y acero) en que fue convertido el café Callao 11, estallan todos los blues. Junto a un salón de billares, hay una sala donde ensaya la Guardia Vieja Jazz Band. Es un rito exclusivo, cálido, hondo, que reúne a una docena de muchachos. Y no sabemos si esto es 1967, o es Memphis, o Saint Louis, 1917. Bajamos en un barco de ruedas por el Missisipi, una noche de verano y Satchmo toca sobre cubierta.
—Somos la única orquesta del mundo que toca al estilo New Orleans —afirma Guillermo Forn y Puig, director.
Son puritanos del jazz que reverencian el pasado y tocan como si ellos no fueran ellos sino los negros de las orquestas de Jelly Roll Morton, o de Kid Ory, o del primer Ellington. El baterista Lauricella, empleado de Aerolíneas, 27 años, usa la batería en el estricto estilo del mítico Baby Dotts. Cada uno de los muchachos de la Guardia Vieja son médiums que reviven espectros legendarios. Por el banjo de Furlong —contador— llega Johny Saint Cyr y el trombón de Kid Ory se encarna en los labios de Hugo Borgnia, bancario. Y así estallan mil veces los blues y parece que todo el bar y los billares y la ciudad entera rompiera amarras y navegara por la noche empujada por las trompetas como un planeta absorto.
Lástima que este ritual desbordante de talento no sea más conocido. La Guardia Vieja toca tres o cuatro veces por año. Para ellos mismos y algunos pocos más.
Del maestro César Metelli hasta Jimmy el Eléctrico, de Irene-Swanson hasta la Guardia Vieja, bajo las claraboyas que dan a la vereda, en sótanos húmedos, decenas de artistas, buenos y malos, protagonizan noche tras noche una epopeya subterránea, una rebelión ignorada, un desafío. Que triunfen o no, eso no parece importarles demasiado. A fin de cuentas, hasta sepultados, los artistas son el corazón del mundo.

 

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