Revista Siete Día
Ilustrados
29.08.1975 |
Por primera vez, la celebración no contó con una presencia
fundamental: la de su madre. Cómo trascurrió el escritor esa
jornada. Quiénes lo visitaron. Qué confidencia deslizó
El viernes 22 Norberto Firpo me encargó realizar una nota
sobre el cumpleaños de Jorge Luis Borges, el mayor escritor
argentino viviente y una figura clave de la cultura de
nuestro tiempo (y esto es así, objetivamente, sin el menor
asomo de exaltación retórica). Borges, nacido en pleno
centro de Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, cumplía dos
días después setenta y seis años. Por primera vez su madre,
doña Leonor Acevedo, no estaría a su lado. El año pasado,
para idéntica fecha, Emecé distribuyó los tres mil
ejemplares de la primera edición de sus Obras completas,
dedicadas a "Madre, que desde la niñez me has dado tantas
cosas"; aunque ya no era necesaria la conmovedora confesión,
a un tiempo "íntima y general", para corroborar ese
entrañable amor.
¿Qué recuerdos le traería entonces la repetida fecha? ¿Se
prestaría Borges a evocarlos? ¿Cómo festejaría ese día? Y en
.tal sentido, ¿permitiría la quizá perturbadora intromisión
del periodismo? Un par de horas después, en su casa, había
obtenido su categórica respuesta.
Las perspectivas no eran precisamente halagüeñas; sin medias
tintas Borges me había espetado un rotundo "No".
CASI UN CUENTO
Son las seis de la tarde de ese viernes y estoy en la casa
del escritor, un departamento de tres ambientes en la
porteña esquina de Maipú y Marcelo T. de Alvear, donde ahora
vive sin otra compañía que la de Fanny, su fiel servidora
desde hace años, y la de quienes lo visitan (que no son
pocos). Le comento primero una propuesta que le hacen por mi
intermedio para que prologue una antología de obras de
Leopoldo Lugones en una colección venezolana; de inmediato
acepta la propuesta, sugiere la inclusión del cuento Yzur, y
la emprende con ese escritor que "de algún modo resume toda
la literatura argentina"'.
Hablamos luego de Los orilleros, un guión que escribiera con
Adolfo Bioy Casares, cuya reedición por la Editorial Losada
ha de ser simultánea con el estreno del film dirigido por
Ricardo Luna. "Espero que esta vez no se olviden de mandarme
entradas", agrega, en obvia referencia a un comentado lapsus
de los productores de 'El muerto', film de Héctor Olivera
basado sobre un cuento de Borges que se ha estrenado el día
anterior. Hablamos también de los avatares y alternativas
del Primer Certamen Latinoamericano de Cuentos Policiales,
organizado por Siete Días (ver recuadro, página 18) y de
cuyo jurado forma parte junto con Marco Denevi y Augusto Roa
Bastos. Por último, le manifiesto el motivo concreto de mi
visita: cubrir una nota acerca de su próximo cumpleaños.
En forma circunstancial conozco a Borges desde hace años, y
lo he tratado con relativa asiduidad en estos últimos
tiempos. Lo he visto alegre, triste —muy triste, cuando
murió su madre—, temeroso en contados momentos, lapidario
bajo el énfasis ingenuo, sutil en la ironía, conversador
paciente y admirable, siempre dispuesto a someterse a los
trajines del recuerdo, rara vez fastidiado. . . Nunca, como
el viernes pasado, lo vi tan sensiblemente alterado.
"No quiero saber nada de este asunto —me ataja en seguida y
en voz muy alta—; ese día no voy a estar; me voy a ir a
cualquier parte, como hacíamos con mi madre. Pero, ¿por qué
se les ha ocurrido semejante idea?" Trato de apaciguarlo.
Apenas un poco menos exaltado, prosigue: "Es que no tiene
ningún sentido. ¿Para qué recordarme esa fecha? Mejor
olvidarla. Borrarla", Le explico que en un programa radial
acaba de levantarse la perdiz; que él es un hombre público,
una figura célebre, y que tal vez a su pesar deba resignarse
a ver frustrados sus propósitos de olvido y anonimato.
Recién entonces —aunque dudo que por la eficacia de mi
discurso— comienza a recobrar su fisonomía habitual. "El
domingo no voy a abrir la puerta ni atender el teléfono. ¿No
le parece? Además, hace poco murió mi madre y no estoy para
festejos".
Ya más tranquilo, proseguimos hablando de otros temas y, un
rato después, acordamos continuar la lectura de los cuentos
policiales del concurso el mismísimo domingo a la mañana.
Fijamos una hora y, al despedirme, le pregunto bromeando:
"¿Debo traerle un regalo?" Me responde sin titubear: "Si me
trae un regalo, salen disparados usted y el regalo".
El domingo 24, con perspectivas tan poco promisorias y con
medio centenar de relatos
policiales bajo el brazo, me dirijo a la cita. Son las 10.25
cuando oprimo el timbre en el departamento B del sexto piso,
frente a una pequeña chapa que dice "Borges". La muchacha me
había informado que "el señor habitualmente se levanta
alrededor de las 9" y, luego de desayunar con suma
frugalidad, estará listo para trabajar. Al trasponer el hall
me inquieta ver a una joven interrogando al Maestro,
grabador en mano. Habiendo averiguado que sólo se trata de
una audición radial, me apoltrono en un sillón del
living-comedor a esperar. Mientras observo detenidamente los
objetos que nos rodean escucho retazos de una historia que
no desconozco.
DE CARRIEGO, QUINTILIANO Y CHESTERTON
Estoy sentado en un sillón grande, de espaldas al ventanal y
flanqueado por dos bibliotecas de un cuerpo empotradas.
Frente a mí hay tres sillones y hacia la pared de la
izquierda un pequeño escritorio con una lámpara. En el
ambiente, bastante amplio, traza la divisoria un enorme
dressoir, con algunos objetos de platería peruana traídos
por el bisabuelo de Borges, el coronel Isidoro Suárez al
regresar de la campaña libertadora; por encima de este mueble se destaca La anunciación, uno de los cuadros más
famosos de Norah Borges, pintado hacia 1945; en las paredes
del cuarto hay también varios retratos de familia y dos
grabados de Giovanni-Battista Piranesi. En el otro sector,
bajo una lámpara de caireles, se extiende una mesa grande
con varias sillas, al lado de una biblioteca en esquina
dominada por la Encyclopaedia Britannica y las ediciones
inglesas del siglo pasado, principalmente, y paralela a un
chiffoniere Imperio.
"Carriego era de escasa estatura —escucho grabar a Borges— y
tenía una vivacidad febril. Solía concurrir a casa de mis
padres, en Serrano y Guatemala, todos los domingos después
del hipódromo. Él vivía cerca, en Honduras y Coronel: en esa
época había menos militares y por eso a la calle Coronel
Díaz se la llamaba simplemente Coronel. Por casa venían
también Marcelo del Mazo, Charles de Soussens, mi primo
Alvaro Melián Lafinur, Macedonio Fernández, Alfredo Palacios
y Múscari, un poeta que ha desaparecido del todo y que
escribía versos de corte modernista. A Carriego yo le debo
haber descubierto que la poesía es un fuego, una pasión. De
su boca escuché los versos del único poeta genial que hemos
tenido, Almafuerte, autor de los mejores y de los peores
versos de la literatura argentina (para escribir los
mejores, tal vez sea necesario incurrir en los peores). Más
que por su obra en sí misma, Carriego tiene un gran valor
porque descubrió las posibilidades literarias de las orillas
(entonces no se decía suburbio ni arrabal). Y las orillas
eran también Palermo. Por ejemplo, Palermo Chico era
entonces el Barrio de los Tachos. Recuerdo que cuando
Victoria Ocampo inauguró allí su casa, yo le dije: Pero
caramba, Victoria, usted se ha venido abajo; mire que
venirse al Barrio de los Tachos."
A las 11 me instalo en la mesa para comenzar la lectura de
los cuentos policiales. Tarea casi imposible, al menos en el
día de hoy. Tocan el timbre y un joven estudiante se
presenta aduciendo que ha venido según una cita previamente
concertada. Borges le pide disculpas, le dice que carece de
agenda, que suele cometer esos errores, que está ciego y, en
un discurso cuyo tono patético se va acentuando hacia el
final, concluye: "Yo soy una ruina humana". Azorado y
murmurando frases ininteligibles, el joven parte. Borges
entonces me comenta que Quintiliano, en sus lecciones de
retórica, aconseja persuadir con todos los medios posibles,
pero sin llegar nunca a arrojarse a los pies. "Llamándome
ruina humana, creo que desoí el consejo de Quintiliano",
sonríe.
Leo en voz alta algunos cuentos. Borges escucha atentamente
y, a menudo, introduce tanto observaciones estilísticas como
acotaciones al margen, casi siempre humorísticas (a un
cuento descartable lo clasifica en la segunda categoría
fijada por Chesterton, y aclara que éste alguna vez dividió
a los cuentos policiales en dos categorías: los del cuarto
amarillo y los del peligro amarillo).
SALUTACIONES,
PAUSA GASTRONOMICA Y FINAL
Pero las interrupciones se suceden: brevemente lo saluda el
profesor norteamericano Mark Mirsky, con quien arregla una
cita para el día martes; el teléfono, por su parte, suena
cada cinco minutos. Borges agradece los augurios e
invariablemente repite: "Mejor sería no recordar esta fecha;
ahora estoy trabajando en un concurso de cuentos". La
segunda frase produce una situación cómica: luego de
habérselo dicho a una tal Mariana, ésta vuelve a llamarlo
enojada, porque "sucede lo de siempre, un concurso de
cuentos y no se le ha informado a mi hermana Adela, que
podía ganarlo". Por suerte, el adjetivo "policial" zanja la
cuestión.
Hacia el mediodía llega el fotógrafo de Siete Días, Gerardo
Horovitz (se lo presento y le aclaro que, si no se opone,
nos sacará algunas fotos mientras trabajamos; Borges
concede, no sé si resignado o gustoso); poco después se hace
presente la pintora Norah Borges, un año y medio menor que
su hermano Jorge Luis, viuda del crítico español Guillermo
de Torre (Norah es absolutamente remisa a cualquier tipo de
publicidad y lo demuestra una vez más huyendo de las cámaras
de Horovitz).
A las 12.30 lo visita Luis de Torre, su sobrino mayor, que
se dedica a ordenar algunos papeles y revisar documentos,
pues es el abogado de la familia. Llama por teléfono Carlos
Frías, uno de los directores de Emecé. Llega Miguel de
Torre, su otro sobrino —igualmente devoto del tenis y de las
obras de arte—, acompañado de su hijo Gonzalo, que le
entrega a Borges unos pañuelos de regalo; en seguida lo
saludarán Babo, la mujer de Miguel, y la pequeña hijo de
ambos. Poco antes de las 13, todos ellos se han retirado.
Invito entonces a Borges a comer afuera, pero declina, pues
Fanny ya le ha preparado el almuerzo. Lamenta que la comida
sea poca y no pueda invitarnos a compartir la mesa, aunque
no tiene ningún inconveniente en que nos quedemos
conversando. El menú consiste en una sopa de sémola;
ravioles a la manteca ("¡Qué felicidad! —se relame—, la
comida italiana es la que más me gusta"); y un postre que no
sé si es yoghurt o una crema liviana; todo esto acompañado
por sólo medio vaso de agua y unas rodajas de pan con dos
trocitos de gruyere. Le pregunto como puede comer ese queso
picante sin vino. "Jamás he bebido —responde— sólo alguna copita
de grapa en El Fénix para darme ánimo antes de mis primeras
conferencias; en Inglaterra me hicieron probar un poco de
cerveza caliente". Desde luego, Borges tampoco fuma.
Otros temas se desgranan en la prolongada sobremesa: por
ejemplo, el de los negros, acerca del cual Borges tiene
ideas incompartibles; la narrativa de Jack London; un ciclo
de diez conferencias que ha titulado "Preferencias" y otros
proyectos de trabajo; algunas ciudades bonaerenses que supo
amar (Adrogué, La Plata); el recuerdo conmovido de su madre
("Siento su ausencia en todo momento, pero muy
particular-.mente al entrar de la calle, entonces me
pregunto por qué sigo viviendo. . .")
Son casi las 16 cuando me retiro. Tal vez Borges no podrá
dormir su acostumbrada siesta, pues dentro de media hora
comenzarán a llegar los cinco o seis fieles con los cuales
estudia anglosajón antiguo, escandinavo y otros idiomas
remotos. Más tarde lo pasará a buscar un íntimo amigo que
acaba de regresar de Europa ("El señor Adolfito", como me
aclara Fanny; o Adolfo Bioy Casares, como no es difícil
deducir).
Mientras encamino mis pasos nacía la plaza San Martín, bajo
la pertinaz llovizna que no ha cesado, pienso en Borges. con
tristeza, con admiración, con afecto. ■
Fotos: GERARDO HOROVITZ
Al margen
Cuentos Policiales
El enigma se devela el 6
Los lectores de la revista merecen una explicación, y
seguramente la esperan con ansiedad quienes han participado
en el Primer Certamen Latinoamericano de Cuentos Policiales
Siete Días 1975. En el número 427 se afirmaba que, de no
mediar inconvenientes, el lunes 25 de agosto el jurado haría
llegar su veredicto a esta Redacción. Obviamente. a partir
del día indicado arreciaron las llamadas telefónicas, por
mas que en el mismo numero de la revista se manifestaba que,
hasta el momento de hacerse público ese dictamen, "no se
brindará ninguna otra información con respecto a este
concurso". Para evitar aquellos inconvenientes (en un
momento, las seis líneas telefónicas de la revista fueron
prácticamente monopolizadas por voces que solicitaban la
nómina de los cinco ganadores), tanto como para tranquilidad
de todos los participantes, se hace necesario aclarar ahora
que esa nómina y la de eventuales recomendaciones del jurado
serán dadas a conocer en el número 431 de Siete Días.
No se trata de utilizar un recurso típico del género
policial —crear suspenso—, sino simplemente de ofrecer el
máximo de garantías posible. Con premura y cierta ligereza
se hubiese podido cumplir con el plazo estipulado en el
décimo punto de las bases ("el jurado emitirá su veredicto
45 días corridos después del cierre definitivo de recepción
de trabajos"); pero ante la amable solicitud de los tres
jueces, y la responsabilidad profesional que ella entraña,
se ha preferido acordarles otros doce días, o sea que el
plazo para la entrega del dictamen vencerá el sábado 6 de
septiembre próximo.
Pero hay que poner las cartas sobre la mesa: el quid del
asunto no es otro que el enorme éxito alcanzado por el
concurso. Este éxito, superior a todas las previsiones, se
trasuntó no sólo en la abrumadora cantidad de originales
remitidos, sino también en las frecuentes consultas
telefónicas.
Las cartas de los lectores (algunas de ellas se publicaron
en el Correo de los últimos números), los ofrecimientos de
tres importantes editoriales, la repercusión en diversos
medios e incluso las polémicas que suscitó.
En cuanto al primer punto, quizá sea conveniente explicitar
que .os originales leídos por los jurados fueron exactamente
945; es decir, aquellos cuya nómina completa se brindó en
las sucesivas listas de Siete Días (números 423 a 427), más
cuatro de los observados que presentaron los datos o
elementos faltantes a término (se trata de los cuentos que
responden a los seudónimos de Amatus, Taxos, María Sugasti y
Félix Campa; Ixión figuraba ya con el Nº 235).
Si bien en varias audiciones radiales y en los diarios La
Nación, Clarín y La Opinión se comentó favorablemente la
iniciativa del concurso, hubo algunos hechos —en particular
las declaraciones de los jurados acerca del género policial
(ver nota Los detectives de la literatura, Nº 420)— que
concitaron la discusión pública (así, por ejemplo, las dos
notas críticas aparecidas en La Opinión, firmadas por Aníbal
Miguel Vinelli, y en Dinamis, anónima). No es el caso de
dirimir aquí la cuestión, pero la solvencia profesional de
Jorge Luis Borges, Marco Denevi y Augusto Roa Bastos está
sin duda más allá de todo vendaval polémico Tampoco es
imposible pensar que algunos de esos suspicaces críticos han
abierto el paraguas antes de tiempo; más claramente bien
podrían ser emboscados concursantes que, desde ya, elaboran
las defensas para el caso de que sus originales no
resultasen premiados. Pero no hay mal que por bien no venga.
Tales quisquillosidades han extremado el celo de los
jurados: habiendo leído la totalidad de los cuentos, están
sometiendo a un examen atento los setenta relatos que han
surgido de la preselección; entre ellos están los futuros
viajeros de Air France.
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Jorge Borges y Jorge Lafforgue
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Jorge Luis Borges
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