Después de 5 años los generales Pascual Pistarini y Julio
Alsogaray revelan para Siete Días por primera vez los
entretelones del golpe militar que derrocó al gobierno de la
UCRP
Al amanecer del 28 de junio de 1966 los argentinos
se encontraron de pronto, aunque sin sorpresa, con un nuevo
gobierno: había sido derrocado el presidente Arturo Illia y una
junta militar compuesta por los comandantes en jefe de las tres
armas estaba en posesión del mando en forma provisional hasta
tanto se entregara el poder al general Juan Carlos Onganía.
Trascurrido un lustro, los dos protagonistas principales de
aquella ofensiva castrense —generales Pascual Pistarini y Julio
Alsogaray— aceptaron dar su testimonio a SIETE DIAS sobre los
detalles del golpe militar, como un aporte a la reconstrucción
de la crónica histórica.
TESTIMONIO DEL GENERAL ALSOGARAY
Ya en abril de 1964, entonces como director de Gendarmería,
había mantenido conversaciones con militares retirados y en
actividad, y con un grupo de civiles. En esas reuniones
cuestionábamos el futuro incierto del país ante la ineficacia en
todos los órdenes puesta de manifiesto por el gobierno radical.
La realidad nos mostraba un desorden generalizado: huelgas,
inquietud universitaria, acentuado deterioro de la economía,
situaciones críticas en regiones explosivas como Tucumán y, como
corolario, el auge del comunismo. Recuerdo que esto me llevó
a exteriorizarle nuestras inquietudes al entonces comandante en
jefe del Ejército, general Onganía, no con una intención
conspirativa sino con el propósito de alertarlo de lo que,
inevitablemente, sobrevendría y poder así prevenir hechos que
iban a recaer, sin duda, sobre la responsabilidad de las
Fuerzas Armadas. Onganía escuchó con atención, pero me advirtió
que no concretáramos nada por el momento y que mantuviéramos
nuestra actividad al margen de las Fuerzas Armadas, de manera
que continuamos las reuniones siempre en casa de civiles, como
por ejemplo la de mi hermano Álvaro, o a veces en la mía. Nos
asesoraban abogados y otros civiles que compartían nuestras
ideas, personas a las que no quiero nombrar (nunca lo he hecho,
porque algunos desempeñan ahora cargos de importancia), pero
puedo nombrar en cambio militares en retiro como los generales
Francisco Imaz y Eduardo Señorans. En 1965 la situación que
habíamos previsto cobraba realidad día a día, y la perspectiva
de elecciones (creo que de gobernadores) obscurecía aún más el
panorama: ante la imposibilidad de tolerar más proscripciones,
era inevitable la vuelta del peronismo con su secuela de
enfrentamientos y revanchismos que trabarían, más aún, la ya
vacilante marcha del gobierno. Entonces nuestros preparativos se
aceleraron, y ya con la participación activa del general
Onganía, que había renunciado a su cargo de comandante en jefe,
las reuniones tomaron un cariz decididamente conspirativo. El
general Pistarini, su reemplazante en la comandancia del
Ejército, estaba con nosotros, y tanto él como los comandantes
de las otras armas trataron repetidamente de presionar al
presidente Illia para que tomara medidas capaces de frenar el
caos, sobre todo en el campo económico y gremial; pero siempre
respondía con evasivas que nunca cumplía. Los hechos se
precipitaron al advertirse el inminente relevo del general
Pistarini por el entonces secretario de Guerra, general Eduardo
Castro Sánchez quien, a pesar de coincidir en "la necesidad de
tomar medidas drásticas que modificaran el rumbo del gobierno,
era partidario de respetar el orden constitucional a cualquier
precio. Llegamos entonces al decisivo 27 de junio de 1966, fecha
en que el general Pistarini releva de su cargo al general Carlos
Augusto Caro, el candidato posiblemente elegido por el
secretario de Guerra para reemplazarlo. Esta medida torna la
situación insostenible y pone en marcha la revolución, cuando
aún faltaba por lo menos un mes de preparativos: recién habíamos
empezado a buscar los hombres que integrarían el gabinete, y
sólo contábamos con el doctor Néstor Salimei como candidato a
Economía. Este, propuesto por el general Onganía, se
constituyó, precisamente, en el primer indicio de divergencias,
ya que no era considerado el hombre indicado por muchos de
nosotros. Onganía era, en ese momento, el jefe obligado de la
revolución por sus antecedentes intachables y su categórico
consenso en el seno de las Fuerzas Armadas. Por otra parte, si
bien era un hombre introvertido, casi hermético, nunca había
criticado nuestras ideas de una economía libre y desestatizada,
ni expresado su concepción corporativista. Era tozudo, "cabeza
dura", pero esas posibles limitaciones no pesaban en razón de su
rectitud y de sus innegables condiciones para el mando y la
dirección, tan necesarias en ese momento. Otro no hubiera
logrado un consenso inmediato y suponer qué habría pasado si se
hubiera sacrificado el consenso a cambio de un jefe más
definidamente identificado con las ideas iniciales de la
revolución, no pasa de ser ahora sólo eso: una mera suposición.
Con respecto al momento culminante de la destitución del doctor
tilia, la misión de informársela personalmente recayó en mí,
entonces comandante del Primer Cuerpo de Ejército, en razón de
detectarse la presencia, en el interior de la Casa de Gobierno,
de numerosos civiles, algunos de ellos armados, que podían
provocar hechos imprevisibles. La presencia de los comandantes
en jefe, responsables públicos y directos de la revolución,
hubiera sido un factor innecesariamente irritativo. Yo la acepté
como subalterno consciente de mi responsabilidad, y volvería a
hacerlo en una situación semejante; es decir, considerando lo
que significaba entonces la Revolución Argentina, al margen de
lo que haya sucedido con ésta posteriormente. Me puse, pues,
en comunicación con mi amigo, el coronel D'Elía, jefe en ese
momento del Regimiento de Granaderos a Caballo, y le pedí, en su
carácter de encargado de la custodia presidencial, que
desalojara a los civiles. Este objetivo, si bien se realizaría
por medio de efectivos policiales (hay un cuerpo permanente en
el interior de la Casa Rosada), lo mismo se cumplió bajo la
responsabilidad del coronel D'Elía. Informado del cumplimiento
de la medida, me dirigí desarmado y con uniforme, en compañía de
los coroneles Premoli y Perlinger, hacia el despacho del
presidente, y al abrirse la puerta en medio de una gran tensión,
éste se hallaba junto con sus hijos, su yerno y numerosos
colaboradores, entregado a la tarea de autografiar fotos suyas
para repartirlas entre ellos. Entonces me acerqué y le dije:
"Doctor Illia, suspenda un momento, por favor". Pero como
simulara no escucharme tomé la pila de fotografías; lo mismo
hizo el doctor Illia, lo que provocó un breve forcejeo. Yo
retrocedí porque no me encontraba allí para protagonizar una
escena de pugilato, y le espeté: "Doctor Illia, le vengo a pedir
su renuncia en nombre de los comandantes en jefe". El
presidente se sentó y hablando con su habitual lentitud, aunque
con gran emoción, respondió: "Pero general, usted no puede hacer
esto; el pueblo les confía las armas para que ustedes protejan a
las instituciones y garanticen su libertad, y van a traicionarlo
una vez más, ¿me comprende?" Le respondí que podía comprenderlo
y lo insté a que terminara su exposición, pero que, de cualquier
manera, debía darme una respuesta. Tenía que abandonar
inmediatamente la Casa de Gobierno. "¿Desea trasladarse usted a
la residencia de Olivos —le dije— o a otro lado?" Illia
insistió: "Pero general, ¿cómo me puede decir esto? A ustedes no
los asiste ningún derecho. ¿Qué me puede importar dónde voy a
ir? Lo que me importa es el pueblo". Y continuó hablando en un
tono cada vez más alto. "Doctor Illia —insistí—, usted me obliga
entonces a emplear otro medio que no deseaba de ninguna manera;
lo lamento sinceramente." Cuando me retiraba, el yerno del
presidente, doctor Gustavo Soler, se me aproximó, agresivamente,
con los puños en ristre y entonces intervino el coronel
Perlinger para que la cosa no pasara a mayores. Ordené
enseguida el desalojo a la policía por dos motivos: el
regimiento de Granaderos, como custodia del presidente, estaba
éticamente impedido para cumplirlo; por otra parte, el soldado
no es —por razones de formación— eficiente en ese tipo de
funciones; está preparado para disparar sus armas, no para los
forcejeos. Los hombres de la policía, en cambio, tienen práctica
en ese sentido. De manera que le hablé al flamante jefe de
Policía, general Fonseca, y le dije: "Mirá Negro, me tenés que
enviar un destacamento bien pertrechado porque hay que desalojar
la Presidencia". Pocos instantes después penetraban esos
policías en uniforme de fajina, codo con codo, algunos portando
pistolas lanzagases y otros bastones. Avanzaron decididamente,
no sin que el doctor Illia alcanzara a apostrofarles: "¡Ustedes
son unos vendidos, sirven a cualquier dictadura y no son capaces
de defender a un gobierno democrático!" Segundos más tarde, el
presidente y sus acompañantes fueron presionados tumultuosamente
hacia una salida lateral, en medio de empujones, insultos y
frases declamatorias.
TESTIMONIO DEL GENERAL PISTARINI
A cinco años de la Revolución Argentina, y a través de un
análisis retrospectivo de las causas que la promovieron, surge
claramente el carácter de inevitabilidad de esa determinación
histórica, que las Fuerzas Armadas produjeron interpretando el
sentir de la inmensa mayoría del pueblo argentino, que, en su
momento, reconoció como doloroso pero único medio de recuperar
para el país el camino que lo condujera hacia su plena
realización, tanto en el orden de su desarrollo material como en
el prioritario y fundamental aspecto de la afirmación de sus
valores espirituales. Un mes antes de concretarse en hechos
la Revolución Argentina, expresé en oportunidad de conmemorarse
el Día del Ejército: "En un mundo abrumado de angustias y
necesidades, la libertad es el ámbito cabal de la dignidad
humana, no un fin en sí misma, sino el medio eficiente para la
realización física y espiritual del ser humano. No teoría sino
práctica, que se ejecuta diariamente con el sacrificio, la
energía, la lucidez y la obstinación del esfuerzo. Libertad que
implica, asimismo, un armónico juego de obligaciones y derechos.
No es solamente la afirmación de una filosofía, sino también,
fundamentalmente, el ejercicio responsable de la autoridad sin
la cual el derecho es ilusorio, las garantías inexistentes, el
bienestar inalcanzable. En un estado cualquiera no existe
libertad cuando no se proporciona a los hombres las
posibilidades mínimas de lograr su destino trascendente, sea
porque la ineficacia no provee los instrumentos y las
oportunidades necesarias, sea porque la ausencia de autoridad
haya abierto el camino a la inseguridad, al sobresalto y la
desintegración. La libertad también es ámbito de verdad y
responsabilidad, porque el hombre libre tiene el privilegio de
la fe y de la esperanza. Por ello se vulnera la libertad cuando
por conveniencia se postergan decisiones, alentando la
persistencia de mitos totalitarios perimidos, burlando la fe de
algunos, provocando la incertidumbre de otros y originando
enfrentamientos estériles, inútiles derramamientos de sangre, el
descrédito de las instituciones que generan por igual el
desaliento y la frustración de todos". Estoy persuadido de la
inmutable vigencia de tales conceptos, que están inspirados,
substancialmente, en el respeto que se debe al hombre argentino,
que sólo es posible materializar cuando se le brindan las
condiciones necesarias para que, a través de su inteligencia y
de su reconocida capacidad en todo orden de actividades, pueda
constituirse en activo y principal elemento de una nación que
teniéndolo todo ve postergado, sin solución de continuidad, su
justiciero anhelo de grandeza. Ustedes me preguntan si
existen razones de autocrítica. Yo les respondo que el análisis
desapasionado y sincero de nuestros actos, cuando los juzgamos
con la perspectiva que nos otorga el tiempo, siempre hallará
razones para advertir errores, pero nada resulta más sencillo
que ponderar nuestras actitudes pretéritas luego que el devenir
de acontecimientos imprevisibles nos proporciona elementos de
juicio de los que carecíamos en oportunidad en que debimos
adoptar una decisión. Bajo las mismas circunstancias, puedo
asegurarles que mis decisiones serían exactamente las mismas, y
aunque algunas de ellas, en su momento, hubiesen estado
motivadas por la inquietud de una duda, en todos los casos
respondieron al único impulso que las alentó; quiero decir con
esto, al deseo de ser útil a mi patria, desechando toda
tendencia personal que pudiera obstruir o limitar el cabal
cumplimiento de ese único y obstinado propósito. Siempre
tengo presente que quienes echaron los cimientos de nuestra
nacionalidad, nunca tuvieron necesidad —o les faltó tiempo— para
teorizar extensamente sobre problemas que ahora nos abruman.
Simplemente se entregaron a la tarea de construir un país que no
es solamente una dimensión física y una organización social,
económica y política, sino también, y primordialmente, un
sentimiento que debe vivirse con apasionada intensidad y que,
como todas las virtudes del espíritu, fructifica y se expande
sólo a través del ejemplo, especialmente de aquellos que tienen
la responsabilidad histórica de la conducción en todas las
actividades del quehacer nacional.
LOS RADICALES LA
LLAMAN "LA NOCHE DE LOS CUCHILLOSSORTOS La "noche de los
cuchillos cortos" —según los radicales— tuvo entre sus
protagonistas a un grupo de civiles, que integraban la
denominada "Joven Guardia" del Radicalismo. Uno de sus líderes
era el doctor Francisco Pancho Martini, por entonces jefe de
relaciones públicas y prensa de Ferrocarriles Argentinos, amigo
personal y hombre de confianza del titular de la empresa,
contador Casado Bianco. Pancho Martini se enroló en el
radicalismo a los 14 años y en tiempos de Perón estuvo varias
veces detenido. Convertido ahora en titular de una empresa de
fumigación, desratización y sanidad, Martini refrescó sus
recuerdos ante SIETE DIAS. Esta es su versión: El 27 de junio
de 1966 llegué temprano a mi despacho, en el quinto piso de EFA,
avenida Ramos Mejía 1302 (Leandro N, Alem y Maipú). Estábamos
enfrascados en la preparación de un tren-exposición, que
recorrería el país con motivo del sesquicentenario. Yo integraba
la subcomisión de festejos, junto con el coronel Helbling, el
capitán de navío (hoy almirante) Imposti y el entonces
vicecomodoro Folladori. Nos reuníamos periódicamente en la Casa
de Gobierno. Ya lista la formación ferroviaria, habíamos
invitado al ministro del Interior, Juan Palmero, a recorrer el
tren, detenido en la plataforma 8 de la estación Retiro. La cita
era para las 12. A esa hora me llamó la atención la ausencia de
Folladori. Pregunté qué había pasado al capitán Imposti. —No
va a venir porque está en el fragote —me dijo. —¿Qué fragote?
—El que estalla dentro de un rato... Naturalmente, yo sabía
que el ambiente estaba algo espeso. Los rumores andaban a la
orden del día, pero nosotros, los radicales, no podíamos
creerlo. Nos habían dicho que diez generales en actividad,
convocados por el propio Illia y Leopoldo Suárez, habían firmado
un acta, por la cual se comprometían a respetar el orden
constitucional. Un golpe de estado nos parecía imposible...
En eso llegó Palmero. Lo vi sereno y sonriente. Me dije: "Son
todas fantasías. Si existiera una amenaza el ministro del
Interior debería conocerla". ¡Qué equivocado estaba! Pues bien:
a la una nos reunimos en el Salón Azul del restaurante San
Martin, del Ferrocarril Mitre. Comentamos la próxima partida del
tren-exposición, que se haría al sábado siguiente, paciendo de
la estación Suipacha (cerca de Chivilcoy) del Ferrocarril
Sarmiento. En eso se acercó Imposti y dijo: "Yo tengo un campito
cerca de Suipacha. ¿Qué les parece si el sábado nos reunimos
para un asadito? Por supuesto, queda invitado el doctor
Palmero..." Yo, todavía picado por la alusión al fragote, le
dije a Imposti delante de Palmero: "¿Cómo invitás si esta noche
se arma y nos zumban a todos?". Imposti se rió: "No hagas estas
bromas, que el sábado tenemos que comer los choricitos A las
cuatro de la tarde me fui a casa. El teléfono parecía
enloquecido: todos mis amigos tenían versiones, a cual más
tremenda. El panorama se agravaba con dos comunicaciones del
exterior. Se trataba de amigos míos, asignados a las embajadas
de México y Colombia. "¿Qué pasa en Buenos Aires? —preguntaban—;
en el mundo diplomático se anuncia un golpe." Exactamente a
las siete me llamaron de la Casa Rosada: "Venite urgente, que la
mano viene mal", fue todo el mensaje. Salí a la disparada. La
Casa de Gobierno estaba convertida en un avispero. El golpe
estaba cantado. Había conciliábulos y corridas en los pasillos.
Iban y venían militares, correligionarios, choferes y
periodistas, en una barahúnda total. El doctor Illia recibía a
sus allegados y había consternación en todos los rostros,
desánimo. A las 9, el secretario Castro dio lectura al decreto
que destituía a Pistarini y designaba en su lugar al general
Caro. Y cada vez más militares, guardias armados con
ametralladoras, gritos, órdenes y desconcierto, Illia reunió a
su gabinete. Poco después apareció frente a su despacho, con el
rostro demudado. Nosotros —los jóvenes radicales— estábamos
dispuestos a cualquier cosa, incluso a la violencia. Me
indicaron que tomara contacto con los máximos dirigentes y me
fui al comité nacional, donde la expectativa se había convertido
en amargura. Corrí luego al restaurante El Tropezón. Allí
encontré al doctor Justo Páez Molina, gobernador de Córdoba, que
no sabía nada. "¡Es imposible!", me dijo, y tiró los cubiertos y
salió para la Rosada. Lo seguí en un taxi. A medianoche hizo
su arribo el general Julio Alsogaray. Lo recibimos frente al
despacho can gritos y palabras bastante agresivas. Nos ignoró
¿Qué podíamos hacer, sin armas, copados por militares armados
hasta los dientes? Se nos ocurrían los planes más extraños. Fue
entonces que el presidente Illia despidió con un apretón de
manos del coronel D'Elía, jefe de Granaderos. D'Elía le había
expresado la lealtad del cuerpo. "No quiero derramamientos de
sangre", le indicó, y todo se vino abajo. Nos quedaba la
protesta, es decir, la palabra. La usamos ¡y de qué manera!. Los
intrusos nos miraban torvamente, pero se las aguantaban. Los
golpes, forcejeos y patadas vinieron después; sobre la explanada
que da a Rivadavia, en momentos en que se retiraba el último
presidente civil. Éramos unos doscientos jóvenes rodeando a
Illia, flanqueados por un bosque de fusiles. Cuando se alejó y
cesó el tumulto, muchos lloraban. Unos de rabia e impotencia.
Otros por los gases lacrimógenos que arrojó la policía para
dispersarnos. Amanecía con bastante frío en aquel 28 de
junio. Llegué a mi casa exhausto, pero no tenía ganas de dormir.
Recordé, como una imagen fija, la bruma envolviendo el edificio
del Congreso, también rodeado por camiones blindados; las tropas
desplegadas en posición de combate, los curiosos que iban a dar
contra la pared, con las manos en alto, para que los cachearan.
Pero ese mismo día, en mi casa, ocurrió algo muy gracioso. Fue
cerca del mediodía. Sonó el teléfono y una voz cortante dijo:
"Por favor, llame usted al coronel Hornos, de parte del general
Lanusse". La confusión se explica porque yo habitaba el
departamento que era del coronel Hornos, a quien acababa de
comprárselo. Le dije que estaba equivocado y además le canté
cuatro frescas, porque para entonces Radio Nacional, en cadena,
informaba al país del derrocamiento y la gente comentaba los
episodios en voz baja. Fue un día interminable. Nos costaba
comprender que todo estaba perdido. Pensé, entonces, que en una
casa de la calle Prilidiano Pueyrredón, de Martínez, se
encontraba un hombre a quien le debíamos un último acto de
solidaridad: el presidente de la Nación. Costó trabajo abrirse
paso porque la manzana estaba rodeada de fuerzas policiales. El
doctor Illia, junto a sus familiares y amigos, se mantenía
impertérrito. Estaban los doctores Juan Carlos Pugliese y
Alfredo Concepción, Miguel Ángel Zavala Ortiz, Alberto Day,
Leopoldo Suárez y muchos otros. Illia, viendo muy compungido a
Silvano Santander, lo abrazó y le dijo: "¡Qué vas a hacer, las
cosas vinieron mal!". Me abrí paso entre la pequeña multitud y
le di la mano. Era la primera vez, desde que había comenzado su
gestión presidencial, que charlaba con él mano a mano. Me
impresionó su mesura. Nada de odios ni protestas. De pronto se
detuvo frente a la casa una camioneta militar. Dos individuos
arrojaron sobre la vereda cuatro bultos y entonces se
desparramaron sobre el asfalto los papeles personales y los
libros del doctor Illia, aquellos que él había ubicado en su
despacho de la Casa de Gobierno. Cuando corrimos para
recogerlos, recuerdo que levanté un volumen titulado Tratado de
Patología Médica, de Pedro Pons. Lo abrí y encontré muchos
párrafos subrayados. Después, la tarde se hizo más larga y fría
que nunca. Cerca de la estación Martínez me encontré con el
doctor Palmero: "Nos quedamos sin los choricitos de Suipacha",
fue su único comentario. Revista Siete Días Ilustrados 28
de junio de 1971
Ir Arriba
|
|
Pistarini
Alsogaray
Francisco Martini |
|
|
|