Revista Panorama
agosto 1963 |
Las ideas políticas del Dr. Arturo Illia y el programa
político de su partido son ampliamente conocidos. El hombre
Illia lo es mucho menos. Illia es un hombre unánimemente
considerado bueno, y muchas veces la bondad se confunde con
debilidad. Este diálogo con Panorama, salpicado de recuerdos
y anécdotas, narrados con su colorido y sencillo lenguaje de
provinciano, parece demostrar que Illia no ha tenido una
vida fácil y que su capacidad de armonizar opiniones
divergentes deriva de sólidos principios morales y humanos.
"No me gustan las complicaciones, sino las simplificaciones"
dice este hombre, que ha leído mil veces el Quijote y sabe
ir con el pensamiento al pasado, cuando apremian los
problemas del presente y del porvenir.
—¿Es cierto que el origen de su familia es italiano?
—Sí. Mi padre, que murió en 1948, a los 90 años, era
lombardo, de Samonaco, un pueblito cerca del Lago de Como,
próximo al límite con Suiza. Llegó al país hace casi un
siglo, cuando tenía seis años, con mi abuelo, que tenía
treinta o treinta y cinco. Llegaron a Buenos Aires en un
barco de vela, y aquí tomaron la "galera" que en 15 días los
llevó al Tandil, que era una especie de fortín, con muchos
criollos, muchos indios, algunos militares y muy pocos
extranjeros. Todo era pampa, con hacienda sin dueño.
Imagínese a esos dos italianos, ¡qué sabían de enlazar y
bolear!...
Hicieron un corral, encerraron algunas vacas y fueron los
primeros lecheros de Tandil. Todos los días mi padre iba al
pueblo y llevaba seis o siete litros de leche, que repartía
a los pocos, muy pocos, que tomaban leche en ese entonces,
porque la mayor parte solo comía carne y tomaba vino...
Cuando mi padre tenía ocho o nueve años, un buen día se
sublevaron los criollos, dirigidos por un curandero llamado
Tata-Dios, y decidieron matar a todos los extranjeros. Y
efectivamente, los mataron a casi todos... Habrán sido diez
o quince. Mi abuelo vivía un poco alejado del pueblo;
alguien le avisó, y con mi padre se fue a las sierras. Mi
abuelo, después de este episodio, decidió volver a Italia, y
allí se quedó. Pero mi padre, al cumplir 16 años, volvió
solo a la Argentina. Empezó a trabajar como peón en la
construcción de los ferrocarriles, ganando un peso por día.
Con los centavos que pudo ahorrar, compró un campito en
Pergamino, la ciudad donde Yo nací. Poco a poco, tuvo vacas,
fue sembrando trigo, y de todo... Allí nacimos todos.
—¿Cuántos hermanos son?
—Éramos trece. Ahora viven diez. Tres han muerto hace pocos
años, todos de cáncer. —¿Y usted los atendió?
—Sí. Yo los llevé a Córdoba. Estuvieron conmigo en Córdoba
cuando estaban enfermos. Después los traje a la casa paterna
de Pergamino; y allí murieron.
Una infancia maravillosa
—Cuénteme algo más de su infancia.
—Todos los hermanos trabajábamos en la chacra. Íbamos a pie
a la escuela, que quedaba más o menos a una legua.
Mi padre nos despertaba a las cinco diciendo: "Está por
salir el sol." Ordeñábamos las vacas, hacíamos otros
trabajos, y aún nos alcanzaba el tiempo para llegar antes
que nadie a la escuela. Por supuesto, a las ocho de la noche
ya habíamos cenado y estábamos en la cama. Ésta era nuestra
vida. Toda mi infancia la pasé así. Una maravillosa
infancia...
En mi casa se hacía todo. Todo, No se compraba nada. Se
hacía el pan, teníamos leche, queso, manteca, verduras,
vinos de nuestra viña. En la enorme casona, constituida por
ocho o nueve piezas inmensas, teníamos la despensa, siempre
repleta de alimentos. En invierno, se carneaban los cerdos,
y se hacían jamones, chorizos, salames... Era una vida muy
sana.
Cuando terminé sexto grado, vine a un colegio salesiano de
Buenos Aires. Concluí el bachillerato en 1918, y en 1919
ingresé en la Facultad de Medicina. Mi padre me mandaba
algunos pesos; no muchos... Fue él quien quiso que
estudiáramos. Yo quería quedarme en el campo, pero él me
dijo: "No, no tenés que ser como yo. El que estudia siempre
tiene más posibilidades."
—¿Y usted qué ambiciona para sus hijos?
—Lo mismo.
—¿Ha notado en sus hijos, últimamente, el complejo del
"padre presidente"?
—No, absolutamente. Un amigo de Martín, mi chico mayor, que
tiene 22
años y estudia medicina y trabaja al mismo tiempo para
costearse los estudios, me ha contado que Martin le dijo:
"Ahora tengo que hacer mucho mejor las cosas. Tengo más
obligación, ahora que mi padre..."
Especialista en todo
—¿Y su hija?
—Mi hija tiene 24 años, es la mayor. Estudia derecho, y
seguirá estudiando. Yo les he dado bastante independencia a
todos. Nos llevamos muy bien, pero he tenido que luchar
bastante. Porque uno aprecia las cosas cuando ha tenido que
luchar. Por ejemplo, cuando a los 43 años dejé la
vicegobernación de la provincia de Córdoba, me encontré peor
que cuando tenía 18 años; con dos hijos, debía mantener una
familia, y no tenía casa ni un solo centavo. Había dejado la
carrera de médico durante los siete años que fui senador y
vicegobernador, y me había olvidado de la medicina. Entonces
entré como practicante en un hospital, hice guardias, y
volví a estudiar medicina. Después de tres años, empecé a
trabajar de nuevo.
—En el campo profesional, ¿se considera usted un "médico a
la antigua"?
—Mire, me recibí de médico en el año 27, y por segunda vez
empecé en el año 46. Fui especialista en todo; por supuesto,
improvisado. Iba a un rancho a atender a una mujer que daba
a luz, o se me presentaba un hombre con una herida en un
ojo, o una fractura...
Las comunicaciones no eran fáciles. Yo me ponía a estudiar
cada caso, y algunas veces las cosas me iban bien, y otras
veces mal. Era un campo de acción que, para un joven, era
apasionante. No existía la posibilidad de consultar, de
buscar auxilio, o de encargar análisis. Uno tenía que
hacerlo todo a ojo de buen cubero.
—¿Tendrá los mismos problemas en su gobierno?
—No, porque ahora hay especialistas
Ejemplos y caricaturas
—¿Cómo empezó su carrera política?
—Yo siempre he sido radical. Mi padre sentía simpatía hacia
el partido. Ya a los diez o doce años yo hablaba de política
con los otros chicos de la escuela. Ha sido una disposición
natural.
Al ser electo senador, en 1935, me dijeron en el pueblo:
"Usted, doctor, tendrá que salir al campo, jugar a la taba,
tomar vino; tendrá que emborracharse con la gente." Yo les
contesté: "No voy a hacer eso. No voy a jugar a la taba ni
me voy a emborrachar. Voy a hacer la política del agua, no
la política del vino." Sí, porque allí no tenían agua ni
para lavarse la cara. No había ríos, ni agua para cultivar
la tierra. Yo empecé a insistir para que se hiciera el dique
que ahora da agua y ha transformado toda la región. ¿Sabe
usted que cuando estudiaba en el colegio salesiano, mi padre
y los maestros querían que yo fuera ingeniero? Porque era
muy bueno , sobresaliente, en matemáticas. Allí, en La
Rioja, apareció en mí el ingeniero que hubiera podido ser.
—¿Por qué no quiso ser ingeniero?
—Me gustaba más la medicina...
—¿O no será porque le interesan más los hombres que las
cosas?
—Sí. Seguramente.
—Usted conoce bien el país. ¿Y el extranjero?
—Estuve un año en Europa, en 1934. Visité casi todos los
países. En Italia —era la época del fascismo—, conversando
con los obreros me di cuenta de que, en masa, el pueblo
manifestaba una adhesión espontánea y total hacia Mussolini;
pero cuando un obrero hablaba solo y podía expresarse en su
intimidad, no parecía estar convencido. En cambio, en
Alemania el pueblo era fanático. Era tremendo. Recuerdo que
vi con tanta claridad el problema, que le dije a mi
compañero de viaje: "Esto va a la destrucción, fatalmente.
Los alemanes no van a poder sobrevivir con este espíritu
hegemónico. No van a poder dirigir a la humanidad, y la
humanidad los aplastará". Allí pude apreciar hasta dónde
puede llegar el hombre cuando está desesperado y
enloquecido, cuando se le hace creer que hay que "vivir
peligrosamente". Me impresioné mucho cuando una noche, en un
gran bar de Munich, donde había cuatro o cinco mil personas,
alegres y bailando, la orquesta empezó a tocar una marcha.
Se pararon todos de golpe, y levantaron la mano, en el
saludo nazi. Todos. Yo jamás levanté la mano. En Italia era
otra cosa: "aquí se saluda a la romana", me decían, pero si
no lo hacía no pasaba nada. En Alemania era distinto. Mi
compañero me decía: "¡Levanta la mano! ¡Te van pegar un
tiro!" Pero yo hubiera preferido morir antes que levantar la
mano. Tuve suerte. Preví tan bien como agorero el fin del
nazismo... Un día vi una cruz pintada sobre la puerta de un
negocio judío. "¿Qué es eso?", pregunté. Me enteré así de lo
que recién comenzaba: la lucha contra los judíos. La dueña
de mi hotel era judía, una señora joven; yo le dije: "Venda
el hotel y váyase." "¿Cómo?, ¿por qué?" "Porque los van a
liquidar a todos ustedes, ¿no entiende?" Se rió: "¿Pero por
qué? ¿A nosotros? Si somos más alemanes que el señor
Hitler." No quería ver la verdad. No me escuchó, por
supuesto. Y no sé cómo habrá acabado la pobre, en algún
campo de concentración.
Después de Alemania visité los países escandinavos,
organizados de una manera tan magnífica, casi sin clases,
suprimidas dentro de un sistema democrático. Este tipo de
organización sería ideal para la Argentina. Allí me convencí
definitivamente de que con un régimen democrático serio, es
posible realizar una sociedad de justicia. Por eso, cuando
llegó acá la época de Perón, que hacía todas estas
tonterías, a mí no me molestó en lo más mínimo. Porque yo,
que había visto de cerca el nazismo, que era un gobierno
totalitario vi que Perón era un gobierno
caricatura, un imitador: era medio nazi al principio y
después se puso la careta democrática. A mí eso no me
asombró.
Limpieza para una alergia
—iCree usted que en la Argentina si puede llegar a ciertos
extremos como a un antisemitismo violento?
—¡Jamás! ¡Jamás! Conociendo lo que es este pueblo argentino,
que tiene tanto de aborigen, sumado a la cultura española
medievalista y más bien de tipo humanista, y a la
inmigración que es fundamentalmente italiana y española,
esto no puede ocurrir acá. Este pueblo no tiene las
características para ser conducido de una manera violenta.
Como problema de emergencia, puede acá subsistir un
dictadorzuelo o cierto chauvinismo, pero en realidad nuestro
pueblo es apacible, tranquilo, con sentido humanista; es un
pueblo bueno.
—¿No le parece un prejuicio la idea de que los capitales
extranjeros son un peligro?
—No hay ningún peligro: el mundo se va achicando y todos nos
necesitamos unos a otros. Lo que ocurre, y entiéndalo bien y
definitivamente, es que se ha hecho del problema del
petróleo algo de importancia fundamental. Pareciera que si
no rescatamos el petróleo no vamos a poder sobrevivir. No es
este el problema. El problema hay que ponerlo en su
verdadero nivel. Hemos manejado nuestro petróleo, desde que
fue descubierto, a través de YPF, que, durante 60 años,
demostró ser idónea y capacitada para explorar, explotar,
industrializar y comercializar el petróleo. Es muy
importante que el petróleo siga en manos de una empresa que
ha demostrado que sabe manejarlo. Si acá existe una
experiencia industrial, es casualmente sobre el petróleo. En
cuanto a los contratos, es evidente que no han sido hechos
con limpieza, porque se hicieron a puertas cerradas. No se
dieron a conocer, no se mandaron al Parlamento. no intervino
la dirección de YPF. Esto es lo que no debe hacerse.
—Es decir, usted está en contra de los métodos que se
emplearon en la negociación de los contratos, pero no en
contra del hecho en sí...
—Sí, es evidente. Si viene una compañía y actúa de acuerdo
con YPF, con un contrato de locación y obras, manejando
nuestra entidad todos los problemas, ¿qué importancia tiene?
Por otra parte, el pueblo sospecha que convenios firmados de
esa manera pueden entorpecer, más adelante, la propia
independencia de YPF, que ellos sean una primera
interferencia. Hay una gran sensibilidad popular sobre el
tema del petróleo. El pueblo está con un poco de alergia
hacia este problema. Pero la irritación no es contra el
capital extranjero. Al contrario. Nosotros necesitamos que
vengan al país inversores de capital extranjero. Aquí no hay
ninguna posición agresiva del gobierno contra capitales
extranjeros. Queremos mantener nuestras relaciones
internacionales en un terreno de cordialidad y amistad, pero
también de igualdad. Nosotros vamos a dar todas las
garantías para que los capitales extranjeros vengan a
trabajar de acuerdo con el interés nacional. Aquí hay un
nacionalismo sano, no un nacionalismo extremista.
Justicia, justicia
—Este deseo de inversiones extranjeras, ¿tornará la forma
positiva de facilidades, garantías, etc.?
—Nada de eso. No se necesita nada de eso. Lo único que se
necesita es la estabilidad institucional, la seguridad de
que el capital extranjero va a ser respetado; después, una
Corte Suprema de Justicia y una justicia irreprochables; que
sean garantía para cualquiera de que sus intereses puedan
ser defendidos. Y que se haga justicia en este país. Es
decir, que haya justicia y que los derechos sean
respetados.
—Pero, ¿en caso de establecerse un control de cambios...?
—No somos muy partidarios de ello. Podría ser,
temporariamente. Pero no vamos a cerrar puertas a la gente
de afuera. Las garantías no se pueden dar por una ley o por
un decreto en un país donde las cosas son cambiantes. La
estabilidad se demuestra con los hechos, a lo largo del
tiempo.
—En otro orden de cosas, doctor, ¿ha dado usted educación
religiosa a sus hijos? ¿Es religioso usted mismo?
—Voy poco a la iglesia, pero soy cristiano y soy católico.
Si mañana tengo que hacer el juramento constitucional, lo
haré por Dios. Mis hijos, como toda la juventud de esta
época, tienen cierta independencia; tienen esos períodos
lógicos de rebelión que después se van asentando. Estamos
contra todo dogmatismo y sectarismo, pero yo personalmente
tengo una vinculación muy amistosa con la Iglesia, y un gran
sentido de tolerancia.
—Así que estará de acuerdo con el nuevo sentido social
impreso a la Iglesia por el papa Juan XXIII.
—¡Pero si casi podría decir que hemos incorporado a nuestra
plataforma electoral las encíclicas del Papa!... Creo que
ellas son lo más extraordinario que se ha dicho en los
últimos tiempos.
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Illía |
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Arturo Illía |
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