Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Una semana con dos personajes inesperados
Revista Confirmado
21.05.1965

Presidente Illia

El día del arribo a Buenos Aires de la pareja imperial del Irán, circuló en medios políticos opositores una insidiosa versión. El presidente de la Nación le habría dicho al shah: "Mire, shah, qué casualidad, usted llega a la Argentina justo cuando están dando una película de su señora, la emperatriz Soraya".
Pero cuando el intendente municipal de la ciudad de Buenos Aires, Francisco Rabanal, aludió en el discurso de bienvenida a la indisoluble amistad de los pueblos argentino y 'uranio', quedó en claro la inutilidad de aquel esfuerzo previo de imaginación: la realidad superaba en forma evidente cualquier fantasía.
De todos modos, durante ocho días la República intentó revivir sus días de esplendor, el mundo doméstico oficial se conmocionó y las casas que alquilan trajes de etiqueta y vestidos de gala incrementaron saludablemente sus ganancias.
Sin embargo, esta agitación desusada no logró disimular la presencia en Buenos Aires de Millie Small, una jamaicana de 17 años, bautizada rápidamente como la Rita Pavone negra, cuyas reiteradas exhibiciones de vitalidad y picardía fueron minuciosamente consignadas por la prensa porteña. La hazaña máxima de Millie estuvo a punto de provocar un serio conflicto entre su representante para América latina, Arturo Soler, y la empresa del hotel Claridge: la escurridiza muchacha dedicó una tarde íntegra a llenar de azúcar todos los saleros, y de sal todas las azucareras del hotel.
Mientras Millie se dedicaba a despertar las iras de los muy serios pasajeros del Claridge, Arturo Illia agasajaba a Reza Pahlevi con un menú compuesto por locro norteño, costilla a la brasa, cigarros de chala y ginebra. Entretanto, Silvia Martorell ofrecía a Farah Diba un almuerzo más protocolar que tuvo como corolario una inesperada exhibición de animalitos presidenciales de la que no pudo participar el perro familiar de Cruz del Eje: apresuradamente había sido remitido a Córdoba después de haberse almorzado dos cisnes del estanque de la quinta presidencial.
Cuando la emperatriz acarició amablemente el hocico del caballo Tabaré, orgullo de la primera dama, la señora de Illia musitó complacida: "Estas son las pequeñas satisfacciones de la vida." Y luego ensayó una titubeante disculpa: "La quinta es chica, pero ya era así cuando nosotros llegamos".
Esta apreciación no era, sin embargo, compartida por el embajador de Irán en la Argentina: alentado por la actitud del gobierno brasileño, que alojó al shah en el antiguo palacio presidencial, el diplomático rechazó la residencia de Juan Manuel Acevedo que se le ofreció oficialmente para recibir a los soberanos persas. La encontró excesivamente pequeña y solicitó en cambio la quinta presidencial de Olivos. Finalmente, la diferencia se zanjó con la provisión de treinta habitaciones preparadas especialmente en el Plaza Hotel.
Se supo, además, que en Brasil la cancillería se esmeró para servir el banquete oficial con la legendaria vajilla de vermeil, del señor Raimundo Castro Maia, exhumando todas las pompas del antiguo imperio. El esfuerzo protocolar fue recordado días después en Buenos Aires: la recepción oficial en el Concejo Deliberante fue servida con cubiertos de acero inoxidable, mientras los mozos, un tanto apurados, se abrían paso entre los elegantes invitados, ofreciendo democráticos sandwiches de miga.
Levantada la mesa, el presidente Illia se retiró con el emperador a la biblioteca del Concejo. Allí comenzó una trabajosa explicación sobre el funcionamiento de las municipalidades. Después de no pocos esfuerzos, el presidente argentino interrumpió su didáctica disertación, palmeó afectuosamente al shah y le dijo: "Yo le estoy contando todo esto y seguro que ustedes, en Irán, tendrán algo parecido".
Entretanto, y ajena completamente a los actos de agasajo a las altezas imperiales, Millie Small provocaba una explosión de histeria colectiva cantando acostada en un baile de La Escala Musical, sin preocuparse por las espesas capas de polvo que del escenario pasaban a su estampado traje-pijama. La diminuta jamaicana no estaba dispuesta a resignar su cuota de notoriedad.
Empero, todas las exóticas sugerencias que pueden emanar de la sola mención del imperio persa terminaron por relegarla en la batalla por la opinión pública. Así, mientras la fastuosidad de entrecasa era subrayada por los tropezones que sufrían de cuando en cuando algunas de las damas a las que la austeridad republicana no había cultivado en el uso de vestidos de largo, con imperial sencillez Farah Diba visitaba entidades de beneficencia.
Finalmente, en la recepción organizada por la embajada del Irán en el Plaza Hotel, antes de dirigirse a Bariloche, donde Reza Pahlevi se dedicó a la caza del famoso ciervo colorado y Farah Diba se extasió ante los bosques de arrayanes, la pareja imperial obsequió a Silvia Martorell dos notables alfombras, naturalmente, persas. La primera dama palpó el fino tejido con ojos y dedos de entendida, sonrió emocionada y terminó demostrando su agradecimiento con un sonoro beso en la mejilla de la azorada emperatriz.

 

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Millie Small