Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


La campaña en televisión
Revista Redacción
marzo de 1973

Mientras los cortos publicitarios intentaban vender una imagen recomendable de los candidatos, las agrias polémicas de televisión los mostraron tal cual son, con sus defectos y virtudes. Y la gente los prefirió así, en actitudes más espontáneas, diciendo lo que piensan, actuando con autenticidad. Se los vio pelear en defensa de sus ideas, confrontar posiciones ideológicas, refutar acusaciones y asumir responsabilidades históricas. Ese apasionamiento resultó para ellos mucho más efectivo que la escasa imaginación de sus asesores publicitarios. Cuando las cámaras cinematográficas fueron hasta sus hogares para descubrir la intimidad, los candidatos revelaron su otra condición humana: la ternura. El periodismo político —siempre que fue ejercido en televisión por profesionales de reconocida capacidad en los medios gráficos— también brindó un importante aporte en la difusión del proceso electoral; ayudó, además, a recoger nuevos testimonios sobre episodios de la historia política argentina y posibilitó debates que sirvieron para aclarar posiciones personales. Cada elector tuvo esta vez la oportunidad de conocer —sentado cómodamente en su casa— la verdadera personalidad del candidato que elegirá para la Presidencia de la República.

LA CAMPAÑA EN TELEVISION
DE los nueve candidatos presidenciales, cinco han recurrido esta vez a la televisión para popularizar sus slogans electorales y difundir masivamente sus imágenes. Son ellos: Cámpora, Balbín, Manrique, Chamizo y Martínez. Los cuatro restantes (Alende, Ghioldi, Ramos y Coral) no pudieron hacerlo por falta de fondos; tampoco pegaron demasiados carteles, y los que hicieron no tenían sus fotografías impresas.
Sin embargo, todos (con la sola excepción de Cámpora) participaron de programas periodísticos televisivos donde se les hicieron toda clase de preguntas y en los que tuvieron oportunidad de decir libremente lo que piensan. En este sentido —y a pesar de las limitaciones comerciales y técnicas que el medio suele imponer— la televisión cumplió un rol importantísimo: mostrar a los candidatos tal como son, con sus defectos y sus virtudes, con sus reacciones intempestivas y sus rasgos de humor. Cada elector pudo ver desde su casa, sin más esfuerzo que el de apretar un botón, los interrogatorios a que fueron sometidos. De ese modo se llega ahora a las elecciones sin que nadie desconozca a los nueve candidatos.
Tal vez los programas periodísticos —en donde las reglas del juego desestiman toda posibilidad de acuerdo previo entre las partes— hayan sido el aporte más auténtico. Y de esas pruebas de fuego surgió unas veces la solidez doctrinaria, el aplomo o la ironía, y otras la inseguridad, la improvisación, el resentimiento o la ingenuidad. Cada uno ganó o perdió su batalla frente a las cámaras según la óptica del espectador, quien por lo general cuando se interesa por esos programas es porque tiene posición tomada de antemano. Lo importante es que se hayan dicho cosas que ayudan a promover los debates familiares en torno a cuestiones más trascendentales que las propuestas generalmente por los teleteatros y las series policiales.
El punto más débil de la utilización electoral de la televisión fue sin duda la propaganda directa. El puntapié inicial que dio Nueva Fuerza hace más de un año, con el propósito de "introducir una marca nueva en el mercado" —como reconocen sus propios dirigentes—, derivó en una campaña proselitista tan exagerada que sus efectos fueron contraproducentes. No hubo reportaje a los candidatos neofuercistas en donde no se les preguntara "de dónde sacan la plata". La imagen de un partido político subvencionado por empresarios y vinculado a las grandes corporaciones internacionales no pudo ser evitada. De poco sirvieron los cortometrajes con obreros que se abrían el pecho para exhibir emblemas, taxistas que saludaban y amas de casa que prometían votar por Nueva Fuerza: la sobresaturación de jingles y malambos partidarios ratificaba cada vez más la idea de un derroche millonario. Simultáneamente, los otros partidos se mantuvieron en silencio hasta el momento de la gran largada. Cuando ésta se produjo, en seguida Balbín y Manrique comenzaron a explotar el terreno abonado por los neofuercistas e inundaron los espacios con marchitas e imágenes repetidas. Después aparecieron Cámpora y Solano Lima alzando los brazos en un balcón y recorriendo el país con fotos de Perón sobreimpresas. La saturación se produjo apenas el brigadier Martínez comenzó a vender su sonrisa y a exhibir sus elegantes conjuntos de sport. Para ese entonces, los movimientos estudiados y las frases pausadas para Chamizo resultaban un libreto repetido y poco convincente.
El uso de los medios técnicos que ofrece ahora la publicidad no fueron correctamente adaptados a la idiosincrasia argentina en esta campaña electoral. Faltó imaginación para crear films que ayudaran a los candidatos, que exaltaran sus virtudes personales en lugar de deshumanizarlos con pantallazos reiterativos. Faltó la sobriedad que suelen administrar correctamente nuestros creadores publicitarios cuando lanzan masivamente — y con verdadero ingenio artístico— un nuevo producto al mercado. En algunos casos esto fue culpa de aquellos dirigentes que siguen, desconfiando de las técnicas modernas de comunicación masiva; en otros, la responsabilidad fue de los profesionales que aún confunden al partido político con un detergente.
Una prueba del escaso talento aplicado en esta campaña fue la utilización de un mismo autor para las marchas de distintas candidaturas. Y por supuesto, del más económico: Rodolfo Sciammarella.
La diversidad de rubros que insumen un presupuesto electoral (carteles murales, letreros iluminados, plataformas impresas, folletos, frases radiales y principalmente la confección de boletas electorales en todo el país) es lo único que explica ciertos ahorros injustificables en la propaganda televisiva. En un país de gran extensión territorial como la Argentina, donde los candidatos deben vivir continuamente en el avión para poder cubrir los puntos principales del interior, no hay excusa valedera para perdonar errores en los partidos con mayor cantidad de recursos. Sobre todo si quienes manejan las campañas son expertos de cuya competencia nadie duda.
El otro error (computable a los partidos más nuevos) consiste en haber pretendido fabricar candidatos de un día para otro, confiando únicamente en las técnicas publicitarias y en la resignación de sus elegidos para someterse al maquillaje. Chamizo y Martínez, por ejemplo, eran totalmente desconocidos para la ciudadanía; jamás produjeron un hecho político. Esto despierta más desconfianza todavía que la designación de figuras repetidas y gastadas, sobre todo si no hay detrás de ellos una fuerza electoral reconocida.
La televisión por sí sola jamás impondrá un candidato si el pueblo no está espiritualmente dispuesto a aceptarlo. En cambio, sirve para que se lo conozca; y si tiene virtudes el pueblo las advertirá.
Horacio V. Luro

 

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