Dicen que en Santiago del Estero se han extinguido los
tigres, las corzuelas y los pumas. Sin embargo, en octubre
último el doctor
Jorge Morello (profesor titular de Ecología
de la Facultad de Ciencias de Buenos Aires) iba,
completamente desarmado, por las 30.000 hectáreas que, para
experimentación posee la Universidad en la provincia, cuando
se vio frente a frente con un puma. "Nunca lo descubrí
tan grande ni tan cerca", comenta Morello. "Por suerte, él
también debe haberse asustado, porque dio tres saltos y
desapareció...". Es que hasta la fauna nativa se ha
multiplicado en las "clausuras", además de lograrse
pastizales de calidad sin precedente en la zona semiárida
argentina.
El país tras Buenos Aires
Desde hace un lustro se encuentra preocupado Morello por el
problema. Investigador joven (38 años) y muy sensible a los
problemas del interior argentino. ("Nací en un pequeño
Pueblito de Santa Fe y viví 8 años en Tucumán. Después de
esa experiencia uno no sólo llega a amar a esa Argentina que
empieza detrás de Buenos Aires, sino que gusta de la
chacarera, toca el bongó y aprende algo de quechua").
Comprendió el drama del centro semiárido del país: el de
casi todo Santiago del Estero, parte de Salta, Oeste del
Chaco y Formosa y Norte de Córdoba. Por ser el corazón de
esa zona, Santiago del Estero encarna el ejemplo más
sangrante de la Argentina olvidada. A 800 kilómetros del
confort porteño, una provincia más grande que Santa Fe o
Entre Ríos sólo consigue mantener en su seno a 500.000 de
sus hijos, mientras otro medio millón emprende el camino del
exilio. De los que se quedan, 200.000 practican una suerte
de trashumancia temporaria: en las épocas apropiadas,
participan de la zafra de Tucumán, Salta y Jujuy, de las
cosechas finas del Litoral o del levantamiento del algodón
en el Chaco. Además, están viviendo en situaciones que un
porteño consideraría inicuas (y lo son): • Los hacheros
de los quebrachales mueren a los 35 años, víctimas de la
tuberculosis, el llamado "mal del obraje" que diezma la
provincia entera. • El mal de Chagas, propalado por la
vinchuca, y la fiebre de Malta, que transmiten las cabras,
son plagas corrientes entre los santiagueños, que casi sin
excepción sufren además de amebiasis por beber aguas
estancadas con deyecciones de ganado. • El nivel de vida
del hachero es uno de los más bajos de la República; son
superexplotados por obrajeros sin escrúpulos; todavía
reciben su paga en "vales" o "bonos" canjeables en
determinados "boliches", y su alimentación consiste en un
pan primitivo de harina y grasa, sin amasar (el chipaco), un
poco de maíz tostado, mate cocido y un kilo de carne cada
quince días. • Hay poblaciones donde han desaparecido los
jóvenes: ellos están en los obrajes, y ellas vienen a
colocarse como sirvientas al Litoral. • Las familias con
más iniciativas emigran a villas miserias de Córdoba y
Buenos Aires (según una encuesta en 7 villas metropolitanas,
el 46 % de la población provenía del Noroeste). • En la
Capital Federal, un vagabundo puede obtener luz bajo un foco
de alumbrado público y calor, durmiendo en un subterráneo;
en Santiago del Estero, luz y calor son privilegios que sólo
tienen los ricos (dice Morello). ¿Cómo se ha arribado a
un panorama tan desalentador? Tanto Morello como su amigo
René Santucho
(estudioso de los obrajes bajo todos sus
aspectos) aluden a causas históricas y económicas. El puerto
de Buenos Aires hace mucho que arruinó las otrora
florecientes industrias textiles del Norte santiagueño —a
sus pobladores aún se los llama plantilanas— y como quedan
pocas esperanzas de que se realice alguna vez el Canal del
Bermejo, sólo hay agua en las márgenes de los ríos Salado y
Dulce. El 80 por ciento del territorio carece de riego, y en
cinco meses dramáticos, de mayo a octubre, la seca es total.
En tales condiciones, no extraña que los habitantes carezcan
de estabilidad y que sus finanzas sean paupérrimas: El 75 %
de la economía provincial es sostenido por la industria
maderera del desvalorizado quebracho colorado santiagueño,
sin tanino. Después de algunos intentos por plantar
nuevas especies, los agrónomos se retiraron y los botánicos
(afirma Morello) "siguen viaje hasta Tucumán, el vergel de
la República, sin interesarse por los quebrachales que
dan por perdidos". Es verdad que, tras haber servido para
durmientes ferroviarios, con las nuevas técnicas de
tratamiento para la madera, el quebracho y otras maderas
duras vieron restringirse su mercado. Sin embargo, siguen
siendo irreemplazables para la industria pesada: los altos
hornos de Zapla se alimentan con carbón de quebracho.
Santiago: zona arrasada Siendo
profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, Jorge
Morello (especialista en el equilibrio biológico entre las
especies y las maneras de modificarlo para hacer más fértil
la tierra) hizo en 1957 un estudio previo en Santiago del
Estero que le confirmó sus peores sospechas: • Poco feraces por naturaleza, los
suelos de la zona semiárida estaban siendo agotados por una
explotación irracional. • Los obrajes practican una
política de "tala rasa" (el administrador de la compañía
británica "La Forestal" le dijo una vez: "Nosotros sacamos
hasta que no haya más; entonces, nos vamos a otra parte...")
y el obrajero está convencido de que el quebrachal, "cuando
desaparece, no vuelve". • La producción maderera suele
alternarse con ganadería, a pesar de que la vaca sin pasto,
durante la sequía, devora complacida los brotes verdes del
quebracho (al quitarle un ápice, se desarrolla otro al lado
y el tronco no crece recto; si la amputación es total, el
árbol queda enano). • Peor que el vacuno (y más común) es
el caprino, que muestra irresistible predilección por el
follaje de leñosas; además, la cabra vuelve todas las noches
al redil, su radio de locomoción es más pequeño que el de la
vaca y, por lo tanto, el daño está más localizado. • El
conjunto de estos factores arruina la zona. Una experiencia
demostró que si no hubiera sido sometido a sobreexplotación,
el suelo que hoy da 100 gramos de pasto por metro cuadrado y
por año, estaría dando más de un kilo. Morello hizo estas
observaciones sin ayuda de ninguna clase y corriendo él con
los gastos de sus estudios. En 1959 (habiendo, conseguido un
millón de pesos del gobierno provincial y tierras donadas o
crestadas por particulares) inició su primer trabajo
continuo y sistemático. A mediados de 1961, el investigador
pasó a depender de la Universidad de Buenos Aires, cuya
Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales adquirió
30.000 hectáreas más y no opuso reparos en sostener personal
rentado: un capataz, un meteorólogo y otros dos empleados
observadores. Pero, además del aporte económico, la
Capital Federal representó para Morello la ayuda inestimable
de un buen equipo de colaboradores: Tres biólogos
egresados que están haciendo su tesis para el doctorado en
la orientación "ecología vegetal" (Guillermo Sarmiento,
Dina
Foguelman y
Armando Okada) y un grupo de alumnos que van
a cumplir prácticas.
Hay que traer
incendiarios ¿Qué hizo Morello? En primer lugar,
erigió "clausuras": terrenos cercados en forma de eliminar
el factor de disturbio que estaba estudiando. Para ello,
tendió empalizadas contra vacas y cabras No sabía cómo
impedir el ingreso de roedores, pero se lo explicaron en un
zoológico: basta poner un alambrado "chanchero" de cincuenta
centímetros, ingeniosamente doblado en ángulo. Al hallar un
obstáculo vertical de 25 centímetros, vizcachas y liebres
intentan cavar pero chocan con la red de alambre horizontal.
Convencidas de que el lugar es impenetrable, abandonan.
Las "clausuras" se hallan en el departamento santiagueño de
Choyas, zona servida por el ferrocarril Belgrano desde 1876
y, por lo tanto, la que tiene el suelo más desgastado. Es
notable —cuenta Morello— ver cómo el mero hecho de cercar
durante unos meses, sin que se haga nada más, mejora la
productividad Pero los investigadores no se contentaron con
tan poco. Ensayaron varios métodos que estuviesen dentro
de las posibilidades (mínimas) del productor santiagueño Por
ejemplo, el fuego, que elimina la materia leñosa y deja al
descubierto la verde o "fresca". En la depuración de
pastizales resultó ser un auxiliar formidable. Cuidadosos
estudios con pirómetros a control remoto (nunca se habían
usado para tal fin) y recuentos pacientes de sucesivas
"muestras" probaron que era muy útil. Entre otras cosas,
mata los arbustos y la microfauna, destruye las "vainas"
leñosas que tapaban la superficie formadora de materia y el
pasto crece después con asombroso vigor. Condición
imprescindible: que no se suelten animales allí antes de
tres meses (las plantas quedan desguarnecidas para las
mandíbulas de las vacas y cabras). ¿Es posible la
coexistencia de ganado y quebrachales? Sólo cuando los
árboles tienen más de un metro cincuenta de altura y su
follaje está fuera del alcance de los vacunos. Empero, por
su habilidad trepadora, la cabra es siempre incompatible con
la industria maderera. No hay rama a las que no llegue. El
ideal sería acabar con el caprino, pero no se puede por
razones económicas: es "la vaca del pobre", puede
carneársela rápidamente sin temor a que el excedente se
pudra (una familia la consume en poco tiempo), brinda leche,
quesillo... y fiebre de Malta. Además, los hoteleros de Río
Hondo consumen grandes cantidades de chivitos durante la
temporada.
La última posibilidad
El equipo de Morello aconseja, entonces, que las cabras sean
mantenidas encerradas y que, en todo caso, el Estado
distribuya forraje durante la sequía. Sería una buena
inversión económica, calculando la madera que puede
salvarse. En los últimos cuatro años, aparte de sus
observaciones en las "clausuras", los biólogos llevaron a
cabo un interesante relevamiento fito-geográfico de la zona
y dieron consejos elementales a los ganaderos, que los
veterinarios oficiales no les habían transmitido, como la necesidad de distribuir placas de
sal: destruye parásitos del vacuno. "Es que los veterinarios
generalmente son también corredores de medicamentos y otros
productos comerciales; la salud no les conviene", reveló
Morello. En suma, han logrado elevar tanto la
productividad del suelo, que sus pastizales son aptos para
alimentar doce veces más vacas que el resto de la provincia.
¿Una solución para los santiagueños? Es verdad que la
ganadería ocupa poca gente, pero si se logra mantener a los
animales encerrados —utilizando, si no cercos, al menos
pozos o "trincheras"— podría enviárselos a los centros de
consumo durante todo el año y no sólo durante la sequía,
como hasta ahora. Los precios serían mejores y el trabajo
resultaría continuo. "Los agrónomos —observa Morello— ya
cubren lo que se refiere a cultivos. A los técnicos en
ecología vegetal nos queda una labor menos brillante:
mejorar la producción natural, lo que no se planta. Para
grandes zonas del país, ésa es la única posibilidad de
progreso... Se trata de una tarea a veces ingrata, hay que
luchar contra el fatalismo de los propios pobladores. Pero
yo tengo un buen remedio contra los escépticos: Vaya a ver
las «clausuras», les digo. Y se convencen." Revista
Primera Plana 22.01.1969
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