HASTA un tiempo después de su nacimiento como juego de
importación, el fútbol estaba regido más que por leyes
ortodoxas por principios intelectivos que no admitían otra
variación que la de exuberancia física en el instante del
esparcimiento. Después vino la invención. Al purrete porteño
le dolía su condición de pájaro enjaulado en cánones
estrictos, en ropajes engolados. Y entonces inundó las
canchas con ese olor a potrero y zapatilla, que era como la
primera contraseña para que se supiera que estaba naciendo
una generación espontánea de jugadores. Y entonces vinieron
la picardía y la imaginación. Apareció Ohaco para culminar
el proceso con los dos nortes máximos de Ochoíta. el único,
y Seoane, el impagable. Después pareció poco, y hubo que ir
adosando la inspiración y la gracia, porque el jugador
quería convertir al juego en un esquema de su personalidad.
Así vienen Pedernera y Moreno, Labruna y De la Mata. Entre
ellos, en los límites que puedan establecer los matices de
esa forma de convertir al juego en una forma estética de
manifestarse, está la magia. La magia se llama Félix
Loustau. Para que mejor se lo comprenda, para que mejor
se comprenda hasta qué punto de exactitud y penetración
psicológica llega la poderosa imaginación, del hincha,
bastaría recordar que a Loustau lo bautizó con el nombre de
esa otra poderosa personalidad que es Chaplin. Para e]
hincha de la tribuna rumorosa, para el hincha del canto y la
bandera, Loustau es Chaplin. Así es de cierta su definición
también. Porque detrás de cada jugada de Loustau hay como
un resorte metafórico que va -a mover la risa detrás de la
lágrima o la lágrima detrás de la algazara de pasar y
repasar por los costados de sus custodios sin que sepa por
arte de qué sortilegio, por qué inéditos vericuetos pudo
eludir la vigilancia. Loustau es para el defensor lo que
Carlitos para los vigilantes malhumorados de esta sociedad
que no admite carcajadas. Y como Carlitos, Loustau lo
resuelve todo por la pirueta, por la contorsión, el salto.
Viene del País del Nunca Jamás y acaso cuando se vaya
definitivamente de nuestras canchas pensemos con tristeza
que se va uno de los últimos pedazos de esa ilusión de pampa
que había en los potreros de aquellos tiempos, cuando no
sabíamos de la espera de los Reyes Magos, porque siempre
pasaban de largo frente a nuestros botines, pero ni aun así
éramos tristes ni odiábamos a nadie. Todo eso que nos
faltaba, todo eso que deseábamos y no teníamos, lo
expresábamos en la gambeta, en el potrero. Por eso
escribiríamos una historia de dos centavos con el pasado de
Loustau y acaso venga robándole tiempo a las pequeñas
historias de un nuevo Dickens. Pero Loustau lo llevó
mucho más allá de nuestras posibilidades, porque Loustau lo
convirtió en magia. Magia de su gambeta y de su ubicación,
magia de sus pases, magia de sus shots imposibles, magia de
su velocidad, magia de sus invenciones para frustrar la
intentona del defensor. Quizá viva un poco pegado a la
existencia de Labruna, porque con Labruna inventaron la otra
cara de nuestro fútbol. Pero es sólo en cuanto se lo puede
ubicar por lo que sabe. Labruna es la invención. Loustau
es la magia.
Y allí está otra vez campeón con su
equipo de campeones. Sin que el tiempo lo pueda hacer a un
lado. Y porque sabemos que cuando se vaya, él se irá alegre,
con un taquito al pasado como lo hizo Carlitos en el final
de "El circo", y seremos nosotros los que nos quedaremos
tristes porque en las canchas habrá un vacío de silla que
ahora nadie ocupa...
Mundo Deportivo 31.12.1956
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