Revista Gente y la
Actualidad
26.11.1970 |
GERMOGEN LILICOVICH, 77 AÑOS, NACIO EN UCRANIA Y HACE 22
AÑOS QUE ESTA EN ARGENTINA; ES DENTISTA DIPLOMADO Y SIN
EMBARGO TRABAJA COMO FOTOGRAFO DE PLAZA FRENTE A LA TORRE DE
LOS INGLESES, EN RETIRO.
EI doctor terminó de acomodar a su "paciente", le dijo
"quédese quieto" y volviéndose se escondió detrás de una
máquina infernal, de aspecto antediluviano.
Lo apuntó, dijo "no se mueva", hubo un click. . .
Entonces, el profesional, emergiendo desde atrás del
aparato, aclaró: "Ya está. Ahora tiene que esperar unos
minutos".
Esa ceremonia la repite hasta el infinito, en su
"consultorio" emplazado junto a la Torre de los Ingleses,
frente a la estación Retiro. Porque el doctor Germogen
Lilicovich, que de él se trata, gana el pan suyo de cada
noche trabajando como fotógrafo de plaza.
Tiene 77 años y hace 22 que está en nuestro país. Su memoria
de más de quince lustros le ayuda a olvidar las fechas. Por
eso, cuando se siente parlanchín, cuenta su vida
dividiéndola por épocas, mientras esconde sus ojos claros
como mil primaveras entre los surcos que el tiempo aró en su
cara, con la ayuda del sudor echado por cien soles.
Germogen Lilicovich es ucranio, es odontólogo y está casado
con una italiana de nombre María y apellido remoto. Tiene
dos hijas, cuatro nietos y una máquina de cajón.
Ese es todo su capital.
Un capital que le redituó la alegría de estar junto a los
suyos, la felicidad de vivir en una tierra pacífica y la
tranquilidad de comer todos los días.
"Me casé —cuenta— por la época en que los alemanes tomaron
Hungría. Por ese entonces nació, también, Beatriz, mi
primera hija que ahora tiene cincuenta años y nos ayuda
mucho."
En esa época él se recibió de dentista y trabajó en el
ministerio de Salud ucranio.
—Pero después vino la guerra y debí separarme de mi esposa.
Ella tuvo que irse a Italia, porque la expulsaron, con las
dos chicas. La segunda, Beatriz, era recién nacida.
Cuando lo recuerda sus ojos se achican. Se cierran como para
no dejar escapar la tristeza.
—Estuvimos cinco años separados. Pero aunque me quedé en
Ucrania no salí a pelear. Todos los años me llamaban a
revisión en la oficina de reclutamiento. Después me
devolvían a casa porque tenían miedo.
Cuando lo recuerda, la sonrisa se le escapa por el espacio
que le dejaron los dientes, caídos seguramente por el
cansancio de acompañarlo en sus idas y venidas.
—Me tenían miedo —sigue— porque como estaba casado con una
italiana decían que yo podía ser fascista. Entonces no me
daban fusil.
—Y eso le daba rabia. ..
—¡Má! Qué rabia. Mejor para mí. Sí hubiese estado en la
güera seguramente sería morto. Cuando ellos me despedían
volvía a casa y decía "a vivir otro año". Claro que al año
siguiente volvían a llamarme. Cinco años pasé así. Después
un amigo que trabajaba en el ministerio me consiguió el
pasaporte y me escapé a Trieste.
Germogen Lilicovich, ese doctor de setenta y siete gastados
años, no se da tiempo para la tristeza. Él es optimista. Lo
demuestra cuando habla mirando a sus posibles clientes y
muchas veces nos deja para acercarse al interesado. Como se
acercó a esa pareja de mieleros que había llegado de
Castelli, que se hizo fotografiar con el fondo de la famosa
torre, y que luego se alejó escuchando vaya a saber qué con
las orejas pegadas a la radio a transistores. Y oyendo
—quizás— la voz lejana del viejo fotógrafo, que les deseaba
mucha dicha, mucha vida y muchos hijos.
—Me escapé a Trieste —prosigue—, donde por muchos años
trabajé como dentista. Pero las cosas volvieron a ponerse
feas. Entonces vine a la Argentina. ¿Por qué la Argentina?
Porque me daba lo mismo. Para mí este país era tan
desconocido como Norteamérica o el Uruguay. Pero vine acá.
Fue por la época (otra vez las épocas) de Perón. Llegué y me
nacionalicé. Ahora no me iría más. Aquí se está muy
tranquilo.
El doctor Germogen Lilicovich, que trabaja como fotógrafo de
plaza, sigue sin darle tregua a la sonrisa. Como si hubiese
olvidado que es un profesional. Quizás no lo quiera
recordar. Quizá le parece que es lo mismo esto que revisar
dientes. Evidentemente no tiene problemas de status.
—Aquí estoy muy tranquilo, pero no vaya a creer que tenemos
plata. Eso sí que nunca me alcanza. Por ejemplo, nunca
salimos de vacaciones y ahora tengo que operar a María de un
ojo. Pero todo es tan caro...
El doctor Lilicovich nos deja. Por un momento no más. Ahora
son dos pibitas las que van a "perpetuarse" junto a la Torre
de los Ingleses y frente a su máquina.
El fotógrafo Lilicovich vuelve a la carga. Ahora nos cuenta
que a los 55 años (la edad que tenía a su arribo) era muy
difícil rendir equivalencias, que le costó mucho aprender
nuestro idioma y que urgencias económicas le impidieron
dedicarse a ello.
Por eso es fotógrafo de plaza. Pero no está resignado,
aunque se le hayan oxidado todos los instrumentos de tanto
esperar la rentrée. Es feliz aunque con la vieja cámara sólo
tenga para pucherear.
Don Germogen ridiculiza la guerra, la violencia y las
huelgas. El ama la paz que respira. Goza de nuestro suelo,
aun cuando sus únicas vacaciones sean la prolongación del
viaje aquel que iniciara allá por el 48; cuando las cosas
empezaron a ponerse feas en Trieste. Cuando se arriesgó a
zambullirse en un país que quién sabe, sólo alguna vez, de
casualidad, lo había visto antes en el mapa.
El doctor Lilicovich es una lección de fe. Fe en todo. Fe en
la paz, en el inasible pajarito que todas las tardes se le
escapa un montón de veces para desperezarse en la rama de
algún árbol cercano. Fe en la fe.
Es que Germogen Lilicovich aprendió a envolver su nostalgia
en el papel de chocolatines que arrojan los chicos en la
plaza. O cerca de su casa. Ese refugio que alquila por
veinte pesos y donde lo espera María, todas las noches,
sentada en alguna sillita baja, para compartir la sopa y la
vida. Para brindar juntos por el viejo día y la noche nueva.
Por eso quizá sonríe siempre, mientras su traje marrón, su
camisa marrón y su cara marrón se arrugan esperando los
clientes que le mostrarán, sí, los dientes, como en su
Ucrania natal. Pero esta vez para que los grabe en el papel
de una fotografía con el fondo de la Torre de los Ingleses.
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