Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Isidoro Miguel Graiver
Mis 45 horas secuestrado
Revista Gente y la Actualidad
24.08.1972

Intensos bombardeos a 48 kilómetros de Vietnam. Lucha de extremistas en Uruguay. En Egipto se estudia una ley que castigará con cárcel a todo infundio o rumor que haga peligrar la unidad nacional. Demiddi se muestra preocupado por su responsabilidad. Despidieron al resto de las delegaciones que viajan a Munich para las olimpíadas. Monzón se prepara para el combate del sábado. . .; 20.30 en todo el territorio nacional. Martes 15 de agosto. El automóvil Fiat 1600 que conduce Isidoro Graiver se acerca a La Plata. A su lado viaja su mujer, Lidia, y su hijo mayor, Pablo (4 años). En el asiento de atrás dormita Diego (23 meses), cuidado por Graciela, una chica que trabaja en la casa. Los flashes informativos de la radio del coche dan cuenta de la situación en Rawson y el itinerario del avión secuestrado a la compañía Austral. Falta poco para llegar. Allá espera la comida, el baño, las pantuflas, el televisor. La tranquilidad del hogar. Hace años que se vive en La Plata. Digamos que se vivió siempre. Es un alivio volver. Los negocios cada vez son más, las preocupaciones también. Hay compromisos que cumplir, pero siempre se vuelve a calle 5 a la altura del 1200. A la puerta blanca del garaje. A la entrada con precaución (adentro está el coche Falcon del viejo Juan. De Juan Graiver. De papá, piensa Isidoro) y cuidando de no rayar el coche. Diego se despierta y en su media lengua pregunta cuánto falta mientras que Isidoro Graiver, argentino, 27 años, apaga la radio de su coche. Abre la puerta del garaje y entra. Baja su mujer y la chica, bajan sus hijos. Entran. Se oyen unos gritos e Isidoro, que se dirigía a cerrar la puerta del garaje, se da vuelta para ver un hombre que le apunta con un revólver. En silencio. Mirándolo con tranquilidad desde sus ojos y desde la negra boca del revólver. Son las 21.15 del martes y para Isidoro comienza un largo monólogo con la desesperación, el miedo y una tranquilidad que no siente, pero que sabe que debe representar. Un monólogo cortado con interjecciones, gestos, sobreentendidos. Una larga revisación de la vida, hecha de apuros, de zozobras. Una conversación seca y solapada con el destino. Es ésta.

Fui raptado el día martes 15 a las 21.15 aproximadamente. No sé por qué, no sé por quién. No tengo actividad política; tal vez mi hermano, por su vinculación con el Ministerio de Bienestar Social (era el subsecretario general del Ministerio), o mi padre, por sus actividades comerciales (presidente del Banco Comercial de La Plata), pero a mi. . . en fin, no sé la causa Yo llegaba a mi casa desde Buenos Aires y después de entrar el coche me vuelvo para cerrar la puerta del garaje y siento gritos. Entonces giro y veo un tipo, no sé si alto o bajo, creo que de mi estatura, pero no podría reconocerlo. Un poco porque estaba oscuro y otro poco porque la sorpresa me quitó ese tipo de discernimiento. El tipo me apunta con un revólver. Yo pregunto qué pasa, de qué se trata. Me acerco y el tipo me deja pasar a su lado. Claro, vos te preguntarás por qué me dejó pasar. Sucede que del otro lado de la puerta estaba un segundo tipo, también con revólver. Yo sigo preguntando qué pasa, pero ya voy entendiendo. Estoy entre dos tipos con revólver que me piden que me quede tranquilo, que no va a pasar nada. Como entre sueños los oigo. Igual que cuando se te tapan los oídos. Sobre la escalera un tercer tipo mantiene boca abajo a Graciela, la chica que trabaja en la casa. Y del primer piso llegan gritos. Entonces les pido, cortésmente, que me dejen subir para ver qué pasa, porque a lo mejor yo puedo arreglarlo más fácil. Me dejan subir. Allá está el cuarto tipo. Pienso que me dejaron moverme tranquilo porque estamos a media cuadra de la comisaría novena. No les convenían los gritos ni el barullo. Entonces comienzan las subidas y bajadas para tranquilizar a todos. No se cuántas veces subí y bajé. No me acuerdo qué hablé, poco, seguro, pero hablé. Pedí que dejaran tranquilos a mis hijos y a mi señora y que me explicaran qué querían, que todo se podía arreglar. Trataba de no perder la calma, te lo aseguro. Pero estaba muy nervioso, más bien con un miedo loco. Finalmente me dijeron "vamos". . . y fui. Se sientan en mi auto. Dos adelante y los otros dos rodeándome, en el asiento trasero. Así salimos de casa. Yo pensé tantas cosas cuando me sacaron así. Pero siempre pensé en volver, no sé por qué, pero presentía que todo se iba a terminar en poco tiempo, y bien. Me pidieron que me agachara, y me agaché. Después me encapucharon. Así anduvimos como quince minutos en auto. Después me sacaron del auto y empezaron a gritarme "está mamado, está mamado", para pasarme a una pickup. Me figuro que gritaban eso porque era en un lugar público y querrían disimular. Me di cuenta que era una pickup porque tuve que subir. Una pickup cubierta. Dos tipos subieron conmigo. Me imagino que los otros ¡rían adelante. Y ahora el tiempo se me pierde, ya no estoy tan seguro. Calculo que seria una hora a una hora y media el tiempo que anduvimos. Finalmente llegamos a una casa. Pienso que sería una casa por el tipo de construcción. "Metete en esa pieza", me dijeron. Yo me metí. Me sacaron el reloj, todos los documentos, los zapatos y el cinturón. También el saco. Había una bolsa de dormir en la pieza. Me ataron las piernas y los brazos. Los brazos después me los desatarían por horas, porque se me hinchaban. Y comencé a esperar. Los oía caminar por la pieza vecina. Tomaban café, y yo les pedía. A veces escuchaba el sorbido que hace el mate cuando se acaba, ese crujido particular que sólo produce el mate. Y yo les pedía. Siempre me daban. Eso sí, cuando entraban yo bajaba la vista y trataba de no mirarlos, sabía que en eso me iba la vida. Conseguí mi propósito. No podría reconocer ningún rostro. De cualquier manera ellos entraban con una linterna y me encandilaban dirigiéndola a mis ojos Así pasaban las horas. Escuchaba música en una radio que se oía a lo lejos, y pensaba. Pensaba en todas las cosas pequeñas que pasaron en mi vida. No en los grandes acontecimientos. Me acordaba de una sonrisa de mi hijo, de algún gesto de mi mujer. De la última curva antes de entrar en La Plata, de cómo tomarla. Creo que, en el fondo, trataba de evadirme del momento. De no encontrar referencias a la situación. Capturado, raptado, secuestrado por cuatro tipos desconocidos que no tienen que tener el más mínimo respeto por mi vida, por mi integridad, por mi honor. Sin embargo, justo es reconocerlo, se portaban bien conmigo. Eran, si se puede decir, profesionales que hacían su trabajo . Así lo entendía yo, así me consolaba yo. Un solo momento estuve nervioso, porque ellos estuvieron nerviosos. Fue el miércoles a la tarde, cuando no llegaba el "contacto" que esperaba. Allí fumé más cigarrillos de la cuenta. Pidiéndoselos y tratando de mostrarme calmo. Perdí la relación con el tiempo, pero preguntaba, y me respondían. Yo no sé si a otros secuestrados, que estén más tiempo en cautiverio, les pasa lo que a mi. Nada de sueño, nada de apetito. Tan sólo ansiedad. Ni al baño fui. No paseaba, por los pies atados, pero me friccionaba las manos y las piernas. No sentía frío. Sólo trabajaba mi cabeza para tratar de mantenerme sereno. En un momento ellos me dijeron que me quedara tranquilo, que todo iba a salir bien; yo les contesté que se mantuvieran tranquilos ellos, que eso era más importante. Pensaba en mi hermano David, en mi padre. Pensaba en toda mi gente y cómo estarían ellos. Seguro que peor que yo. La tensión mía era interna, mucha, pero soportable. Ayudaba la soledad. Ellos estarían con la angustia compartida y multiplicada en cada uno de mis seres queridos. Con periodistas, policías, gente que venía a verlos. Curiosos. Casi que veía todo ese movimiento. Y yo solo, solo en ese cuarto húmedo y viejo. Con paredes que parecían grises. Comunicado por llamadas con esa gente que en la otra pieza también esperaba. Corriendo juntos el riesgo de la policía, que podía llegar. De los enlaces que podían fallar. De los nervios. Pero había detalles que me tranquilizaban. No había drogas, no había alcohol. No había discusiones ideológicas. Si esta gente era extremista lo disimulaba muy bien. Frases comunes sobre el tiempo, sobre fútbol. Gente que estaba realizando un trabajo, creo que ya lo dije, pero ésa era la impresión que me causaban. Hasta que en determinado momento me dijeron que me parara y que me pusiera de espaldas a la pared, que me quedara tranquilo, que ya todo había terminado. Que todo había terminado. Eso significaba dos cosas: una buena, la otra no la quería ni pensar, ni preguntar. Me desataron los pies. Me devolvieron la ropa de los chicos, que había quedado en el Fiat y que ellos trajeron. La olí, confieso que olí la ropa de Pablo y Diego. Era su ropa. Era su olor. El que diga que no puede imaginarse la vida con los olores yo lo invito a que pase un trance como el mío. En esos pantaloncitos estaba la risa, la cara, la vida de mis hijos. Después me devolvieron el reloj, los documentos, el saco. Los zapatos, mis zapatos que estaban fríos, pero que me reconocieron. Mocasines comunes, pero míos, portando mis pies nuevamente. Caminé por la pieza. Me dijeron que agarrara el otro pantalón que había en mi auto y me lo pusiera de capucha, que íbamos a viajar. Yo pregunté si todo había terminado bien, me animé y lo pregunté. Me dijeron que sí. Que no había problemas, me dijeron que me tranquilizara. Creo que esa palabra, tranquilidad, la oí tantas, tantas veces, que la siento como el pan. Tranquilidad, tranquilidad. Con tranquilidad subí, encapuchado, a la parte de atrás de una pickup, no puedo decirte si es la misma que me trajo porque no la vi, no vi el color, ni la patente. Y viajamos, medio a los saltos, viajamos como cuarenta y cinco minutos. Entonces me dijeron que íbamos a llegar a un lugar donde yo tenia que abrir la puerta trasera y sentarme con las piernas para afuera, después saltar y no darme vuelta para nada. Que en ese lugar habría taxis que me llevarían a mi casa, que eso era todo. Eso hice. Salté. Caminé. Miré la hora: 17.15. Había restos de lluvia en las calles, había restos de lluvia en Avda. Calchaquí. Paré un taxi y le dije: "A La Plata", y me desplomé en el asiento. No había terminado todo, algo faltaba. A la altura de Avda. Calchaquí y 12 de Octubre nos detiene un operativo rastrillo. Me bajé y le dije al agente que no buscaran más, que yo era el raptado. Me llevaron al Cuartel Central Caminero y después a mi casa. A hundirme en abrazos, en saludos, en llantos. No sé para qué ocultarlo: lloré. No sé si por tensión, por descarga nerviosa, pero lloré. Cuando sentado en una silla pude mirar la hora eran exactamente las 18.30 del jueves. Ahora si: todo había terminado.
Tranquilo, reposado, atusándose lentamente el bigote desvaído, Isidoro Graiver me contó su historia. Repitiéndome que no es una historia conmovedora, que ni siquiera es dramática. Que fue una cosa simple. Que la falta de tiros, de muertes, de acciones espectaculares torna insulso su rapto. Puede ser. Después de todo el final feliz es el más deseado, siempre, pero pocas veces puede vérselo como en ésta: total. Estuvimos con Isidoro Graiver, "El raptado", en los amplios sillones de su casa. Compartimos el café con él, con su hermano (que organizó el operativo rescate), y ante la pregunta sobre cuánto se pagó por su libertad recibimos la respuesta que transcribimos, textualmente.
—¿Pagaron doscientos millones?
—No, ni locos, ¿de dónde sacaste eso?
—¿Entonces ciento cincuenta...?
—No, muchísimo menos.
—Cien tal vez. . .
—Tal vez menos.
Quedan computados, en el haber de la familia Graiver, algunos cientos de millones en
"especies", en gestos, en actitudes que se valoran, que ellos valoran mucho. Como la carta de La Pampa, de un señor que se ofertaba como rehén. Como las distintas personas que con un modesto paquete bajo el brazo se acercaban a la casa diciendo "éstos son nuestros ahorros, tómelos, le hacen falta". Como la simple actitud de uno, de todos los agentes de policía que colaboraron. Como los llamados telefónicos de las autoridades oficiales, en todos les niveles, que se ofrecieron, en cada caso, para acompañarlos. Compartimos ese café y compartimos la trastienda de una historia, de un caso que, de este lado de la calle (el contrario al que ocupó Isidoro) registra diez llamadas telefónicas y una entrega en efectivo para salvar una vida. La de un hermano, un hijo, un ser humano como tantos. Victima de una transacción comercial indigna, pero felizmente resuelta.
RAUL ACOSTA
Fotos: Juan Mesticheli

 

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