¡Revelación!
La historia única de la entrevista Guevara -Frondizi

¿Puedo ver a mi madre?
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Che Guevara

Un mito surgido de una vieja familia argentina ingresa definitivamente en el mundo de leyenda. La última vez que pisó suelo argentino —por lo menos públicamente— fue hace seis años, cuando dejó Punta del Este, sede de una Conferencia que expulsaría a Cuba de la OEA, para visitar a Arturo Frondizi en escandalosa "escapada". Esta es la historia secreta de aquel episodio.

"La desaparición de Ernesto Guevara implica un rudo golpe para el movimiento comunista en América. Nadie como él reunía la tenacidad que lo caracterizó, el fanatismo de sus convicciones y su valentía personal. Pero de ninguna manera significa la eliminación de la acción subversiva. Otros Guevara aparecerán. . . Su muerte fue tan suya como su personalidad. Hace dos años, en medio del asombro general, vaticinó que Guevara no estaba muerto. Se fue de Cuba, desilusionado ..." Así se confesó ante EXTRA, el Dr. Julio Amoedo, ex embajador argentino en La Habana, y amigo personal de Fidel Castro en los primeros pasos de la Revolución Cubana.

"¡CLARO que podemos lograr un acuerdo!" exclamó Richard Goodwin, representante de John Fitzgerald Kennedy, con un gesto de impaciencia.
—No perdamos tiempo, entonces —respondió Ernesto Guevara— Creo que hay que llevar lo conversado al más alto nivel y encargar la mediación a Arturo Frondizi.
—¿Frondizi? ¿El presidente argentino?
La conversación transcurría, tensa, en los lujosos recintos del Hotel San Rafael. Un funcionario argentino, adscripto al Ministerio de Relaciones Exteriores, era permanente e informal testigo de las deliberaciones entre Goodwin y Guevara. Kennedy —se sabía— pretendía lograr un statu-quo con Cuba; que el régimen castrista amenguara su beligerancia, y él sofrenaría los intentos intervencionistas del Pentágono y los sectores más derechistas de la Unión.
"Estoy dispuesto a recibir a Guevara. Por supuesto, me hago responsable de su vida. Yo corro un tremendo peligro político y él puede perder el pellejo. De modo que esto se hará, pero con el más absoluto secreto".
Estas fueron las condiciones de Frondizi, que Guevara aceptó inmediatamente. Todo quedó en manos del presidente argentino.
Una noche, Frondizi llamó a un edecán y le encargó, con gran serenidad, una misión para la mañana siguiente.
—Mañana a las ocho —dijo— Ud. debe trasladarse a Don Torcuato, con dos coches dotados de todas las seguridades. En un Cessna que yo he enviado llegará un señor alto, Joven, vestido con un uniforme verde oliva, con una larga cabellera negra y barba muy rala. Lo cargará Ud. en uno de los autos y me lo traerá a Olivos. Quiero que la operación se haga en forma rápida y muy discreta... ¿De acuerdo?
—De acuerdo, señor presidente.
De camino hacia su casa, el edecán pensaba, furioso: "¿Qué diablos significará esta maniobra de Frondizi? O yo estoy loco, o mañana llegará Guevara en un Cessna... ¿Por qué no me lo dice directamente? ¿O es que me cree un imbécil? ¿Vendrá realmente Guevara?".
A estas alturas, los medios militares se encontraban enredados por las hábiles jugadas de Arturo Frondizi, pero ya eran presa de una indignación que pronto costaría el fin del gobierno constitucional.
Eran exactamente las nueve horas del 18 de agosto de 1961 cuando Ernesto Guevara Lynch descendió del Cessna presidencial. A las diez en punto, la puerta del despacho del Dr. Frondizi se abrió para dar paso a ese argentino errante.
"¡Dios mío!... —se dijo Frondizi— No me lo imaginaba así. Cuando a uno le dicen 'viene el campeón de los peso pesado' se abre la puerta y entra un boxeador. Cuando a uno le dicen 'viene Fidel Castro', se abre la puerta y entra un gigante alegre, un jefe. Pero esto no lo esperaba.
Se encontraba ante un muchacho tímido y lampiño. Que hablaba en voz muy baja, sin dejar de llamarlo nunca Doctor.
—Estoy muy interesado en el proceso de construcción del desarrollo en Cuba...
—Yo le voy a explicar, doctor. Tenemos un problema. En cada comuna de la isla, los jefes son los jefes revolucionarios. Es decir, los que hicieron la revolución. Por lo tanto, son los más valientes, los que mejor tiran y los que más resisten. Ahora se inicia nuestro proceso de construcción económica, y en cada comuna tratamos de elegir la gente más capaz para esta etapa. Pero los jefes "militares" se niegan a entregar el poder a esta nueva camada...
— ¡Dígame, Guevara! ¿Usted ha estudiado el marxismo?
— ¡No, doctor! Me considero marxista, y he leído un poco de aquí y de allá, pero mi cultura ideológica es bastante pobre. Tengo una cultura más bien práctica en materia de agitación revolucionaria. Siempre he sido un condottiero...
Así, la conversación fue transcurriendo con cierta placidez, a pesar de que muy cerca de ahí la noticia de la visita secreta llegaba a oídos militares y comenzaba a generar tensiones. Guevara, firme y coherente pero no muy brillante, planteó a Frondizi su vieja tesis: la guerrilla, única solución para toda América Latina. No la planteaba como un creador, como un teórico talentoso, sino más bien como un hombre de acción inteligente que —como todos los hombres de acción— sigue líneas de pensamiento demasiado rígidas y directas.
Frondizi respondió con su teoría —también clásica— del desarrollo por medios pacíficos, de la revolución sin violencia.
Por fin, concordaron en que América Latina se beneficiaría con un statu quo pacifico entre Estados Unidos y Cuba. A partir de ese instante, Frondizi cumpliría una silenciosa tarea de apaciguamiento y mediación de trascendencia enorme y desconocida.
—Bueno, ya son las doce. No debemos perder más tiempo. Creo que lo voy a mandar para Don Torcuato...
—¡No, doctor! antes le voy a pedir un favor. ¿Puedo ver a mi madre? .
Con alguna contrariedad, Frondizi aceptó el pedido y mandó llamar un auto. Inmediatamente se volvió a Guevara y le dijo:
—Yo debo dejarlo, me esperan en la Casa Rosada. Dentro de media hora un auto lo llevará donde su madre. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo!
La despedida fue bastante fría, entre dos hombres que se respetaban sin apreciarse demasiado. La señora Elena Faggionato de Frondizi se quedó con el "Che" para atenderlo.
—Todavía falta un rato para que llegue su auto, Guevara. ¿No quiere comer algo? Desde la mañana está en ayunas...
—Es cierto, señora. Sueño con comer un bife...
A los pocos minutos, un humeante "baby-beef" criollo era devorado por el revolucionarlo, ante la mirada un poco sorprendida de la Sra. de Frondizi.
Así, Guevara dejó la Residencia Presidencial de Olivos, vio a su madre y, hacia las 14, se encontraba rumbo a Punta del Este. En ese mismo instante, Arturo Frondizi llamó a todos sus ministros: primero Defensa, luego Interior, luego los secretarios militares. En su típico estilo, notificó lo irrevocable: "El Che Guevara ha venido a visitarme esta mañana. Hemos conversado dos horas y ahora se encuentra de regreso en el Uruguay ...".
Por la tarde un torbellino de planteos azotaba al gobierno frondizista. Ese muchacho tímido, como siempre, había dejado una tormenta detrás de si.


OPINION
Ernesto Guevara no tuvo compasión. Tampoco la pidió. Un argentino, de 39 años, asfixiado de angustia y de asma, tendido de un balazo en la yerma tierra de una sierra boliviana que, hasta esa sangre, era anónima. Transformó su aventura en una idealidad. Creyó que la razón de una causa se prueba de una manera feroz: Quiso cambiar el mundo de un tajo. Pero no hizo como muchos que viven del sistema, y luchan contra él Guevara salió; desafió la rutina. Cambió su poder en Cuba por la fiebre y la malaria de Solivia.
No comulgamos ni con su ideología ni con su método. Somos apasionados creyentes de la evolución. El hombre ve en su redor; se informa; luego, piensa. En consecuencia tiene lucidez suficiente para el cambio. Si no lo produce, se suicida. La "guerrilla" es la otra cara; es la desesperación emboscada. Ernesto Guevara creyó más en la violencia que en la conversión. Y la practicó místicamente. En su mochila había algo extraño para 1967: heroicidad. Pero también muerte. La propia y la ajena. Sus ideales se mojaron de sangre. Provocó a la vida y una bala destruyó
su estrategia última. A nadie alegró su muerte. Si toda la fuerza de sus ideales hubiera estado de este lado de la democracia y no enfrente, se hubiera constituido en un líder del mundo que despreció. No quiso... o no pudo.
Guevara se instaló en una misión no cómoda. El tiempo le dará su justa perspectiva y la historia no podrá evitarlo.
Revista Extra
02.11.1967

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