Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Odiseas
La invasión de las Malvinas
Revista Primera Plana
04.10.1966

CARTA AL LECTOR
En la cantina de Fort Stanley (o Puerto Rivero, como querían llamar al pueblo los pasajeros del avión invasor), medio centenar de aburridos kelper, nativos de las Malvinas, dejaron de comentar la racha de divorcios que aquejaba a sus vecinos y se quedaron hasta las diez de la noche para preguntarse qué harían con los visitantes. Habían aterrizado esa mañana, la del miércoles 28, junto a la casa del Gobernador de las islas, y se negaban a bajar del avión. Afuera de la cantina, a una temperatura de 4 grados, 18 de los 45 pasajeros del vuelo AR 648 montaban guardia: eran los responsables de la operación comando que intentaba tomar las Malvinas por asalto y devolverlas a la Nación. Ya el jueves por la tarde, algunas noticias sobre la situación de los invasores llegaron a Primera Plana a través de las conversaciones que mantenía un radioaficionado chileno con Jee Booth, operador de las Malvinas. Así pudo reconstruirse la historia que se vivía en las propias islas, mientras en los círculos oficiales y sindicales de la Argentina se desataban algunos chaparrones. Impertérrito, Felipe de Edimburgo seguía jugando al polo. Todos esos vaivenes —algunos de los cuales no divulgó la prensa local— son narrados en las páginas 19 a 21.

Odiseas
La invasión de las Malvinas

El miércoles pasado, cuando una docena y media de guerrilleros nacionalistas forzó el aterrizaje en las Malvinas de un Douglas DC4 de Aerolíneas Argentinas, el Gobierno nacional se encontró de improviso ante la alternativa más compleja y azarosa de sus tres meses de gestión: o bien aprobaba con reticencias formales la actitud del piquete (y se colocaba en una posición nacionalista), o bien la condenaba, en cuyo caso pasaba a integrar la galería donde el nacionalismo suele colocar a los cipayos.
La coyuntura lo indujo a buscar una salida agresiva: un comunicado presidencial reivindicó para sí, esa noche, la prerrogativa de ejercitar "los derechos que la Nación Argentina mantiene [sobre las islas] en forma constante y enérgica ante los organismos internacionales y en negociaciones diplomáticas". Pero también motejó a los aventureros de "facciosos" y anunció que tanto ellos "como sus instigadores serán sometidos a la Justicia para que proceda con todo el rigor de la ley".
Cuando el Presidente tomó esa posición, juzgada como antipática por el sentimentalismo popular, todo el país estaba convulsionado: las 62 Organizaciones (vandorismo) se habían pronunciado a favor de la invasión. "Tengan los integrantes de la Operación Cóndor —decía un comunicado—, la seguridad de que los trabajadores argentinos los acompañan en esta patriótica acción." Miles de volantes impresos cuidadosamente fueron arrojados por las 62 en todo Buenos Aires, doce horas después de la partida del avión. Más aún: los gremios de Portuarios, Molineros, Petroleros y de la Carne (vandoristas) y la Confederación de Trabajadores del Transporte (con mayoría vandorista) apoyaron al unísono la gira aérea.
En cambio, las antivandoristas Organizaciones De Pie juzgaron: "La actitud en sí nos merece simpatía, sin entrar en los demás detalles que no queremos comentar para no empañar lo que fue intención de un grupo de muchachos argentinos que quiso crearnos la ilusión de que con esa acción queda reconquistado lo que ya es nuestro". En Rosario, el Consulado inglés fue ocupado durante quince minutos; en la esquina de Florida y Corrientes, Buenos Aires, una bandera británica era quemada; casi al mismo tiempo, dos ráfagas de balas, disparadas desde sendos automóviles, destrozaban las ventanas de la Embajada Británica y afligían a los funcionarios del Foreign Office mucho más que la invasión.
A esas horas, los provocadores de tanto ruido montaban guardia junto al DC4, en Puerto Stanley. El frío de las islas era glacial.
Todo había empezado a las once de la noche del martes, en el Aeroparque de Buenos Aires. Entonces, 18 de los 45 pasajeros del vuelo 648, divididos en parejas, conversaban en el vestíbulo, simulando no conocerse. Una cuarta parte de ellos eran obreros metalúrgicos; el jefe del grupo, Dardo Manuel Cabo, de 25 años, acaudilla el Movimiento de la Nueva Argentina, una organización paramilitar que, por lo menos en sus comienzos, sintió el calor de la Unión Obrera Metalúrgica. Según La Nación, Cabo y la polígrafa María Cristina Verrier, su lugarteniente de 27 años, habían retirado esa noche, de la sede del sindicato vandorista, un gran valijón donde "llevaban alrededor de 25 pistolas, varias cargas de gelinita y otros explosivos". El aparato de Aerolíneas decoló a la 0.30.
El miércoles 28, a las 6 de la mañana, cuando el DC4 cruzaba San Julián, provincia de Santa Cruz, los jefes del golpe ocuparon la cabina del piloto y lo obligaron a variar su rumbo normal, hacia Ushuaia, en unos 105 grados. La meta del avión, ahora, era el villorrio de Puerto Stanley.
Eran las 8 cuando el grupo avistó las Malvinas. En tierra, los peones de las estancias, acostumbrados sólo a la silueta de los hidroaviones, pasaron por
teléfono la noticia de que "una máquina con ruedas volaba hacia el Este". A las 6 y media, 25 minutos antes de que el DC4 aterrizara, los 1.057 pobladores de la capital malvinense sabían que algo desusado estaba por ocurrir. Ya se había difundido en Buenos Aires, a esas horas, un comunicado del llamado Comando de Inteligencia de la Operación Cóndor. Decía: "El Operativo Cóndor pone sus pies en las Islas Malvinas para plantar el pabellón nacional en territorio argentino, comprometiéndose a defender la enseña azul y blanca hasta sus últimas consecuencias en cumplimiento de la misión histórica de la Patria."

La guerra de los mundos
Hacia el anochecer del jueves, Guasch, un radioaficionado chileno que opera desde Punta Arenas, consiguió establecer contacto con Joe Booth, en Puerto Stanley. Durante el diálogo, un corresponsal de Primera Plana pudo tomar nota de lo que ambos hombres, con la voz seca, calmosa, sin modulaciones, fueron comunicándose.
—No quieren bajarse del avión —informó Booth—. Los hemos invitado a venir con nosotros a la cantina, para calentarse un poco, pero no quieren. Le dije a mi mujer que prepare algunas raciones extra de cordero, por si los argentinos comían en nuestra casa. No aceptan nada, eso es lo malo, no aceptan nada.
—¿Qué actitud van a tomar si los atacan? —preguntó Guasch—. ¿Ustedes saben que están armados?
—No van a atacarnos —contestó Booth—. Parecen un poco asustados. Y por lo que podemos ver, no se llevan muy de acuerdo entre ellos. Hubo una discusión entre dos hombres esta mañana [la del jueves].
Algo interfirió el diálogo. Sólo en la madrugada del viernes, Guasch y Booth pudieron recomenzarlo.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el chileno.
—Ellos han clavado banderas argentinas en la pista —dijo Booth—. Nuestros infantes de Marina están de guardia frente a la casa del Gobernador, por si pasa algo. Les hemos tocado la Marcha de la Reina, para animarlos. Creo que los argentinos quieren irse ya. Están cansados, sin comida. Yo mismo fui a hacerles señas para que bajen. Han contestado que no con la cabeza. Mi mujer no sabe ahora qué hacer con tanto cordero."
Para la gente de Stanley, la llegada del DC4 debió parecerse un poco a la Navidad. Nunca nacen historias nuevas en las islas, donde la tierra es dura, de turba, y los nacimientos y divorcios son el único tema de conversación en la cantina. La villa se despereza apenas sobre cuatro calles asfaltadas, paralelas a la bahía. En un extremo, la detiene el cementerio; en el otro, la casa del Gobernador, Cosme Asckard, queda flanqueada entre el aeropuerto y la cancha de fútbol.
Hace tres décadas, en mayo de 1938, llegaron de Londres algunos billetes de 10 chelines, una libra y cinco libras, con el retrato de Jorge VI y el sello de las Falkland Islands. Esos papeles circulan todavía; se canjean por los abrigos, las arvejas, los roperos y las botellas de whisky que arriban desde Inglaterra, una vez al mes, puntualmente, a bordo del Darwin. Fuera de esa llegada, nada puede distraer a los 2.072 kelpers (algas), como se llaman a sí mismos los nativos de las islas. Nada, fuera de los brindis con cerveza en la cantina, las compras en la Kelper Store, el trabajo en el Ayuntamiento o en los galpones de las Falkland Islands Co., una empresa que posee el 75 por ciento de las tierras isleñas, y que regentea todos los negocios de la región, incluidos los viajes de su barco, el Darwin.
El miércoles, cuando los invasores argentinos tiritaban en el avión, poco más de un centenar de personas silbaba, en la salita cinematográfica de la catedral anglicana, la aparición de Winston Churchill ante el número 10 de la calle Downing, en Londres, mientras el locutor anunciaba: El Primer Ministro hizo una visita de cortesía a la Reina... Joe Booth, que estaba manejando el proyector, suspiró aliviado cuando el viejo film de noticias terminó y el público aguardó alborozado que empezara a exhibirse Bomba, el hijo de Tarzán. El otro cine de Puerto Stanley, que funciona en el Ayuntamiento, tenía que esperar hasta el sábado a la noche para ofrecer, en su única función semanal, un noticiero más remozado, en el que se narraba el triunfo de Lyndon Johnson ante Goldwater, en las elecciones presidenciales de USA.
—¿Qué tal si los transforman en argentinos? —preguntó Guasch.
—Tendríamos problemas —dijo Joe Booth, al otro lado de la línea—. Aquí los peones ganan 150 libras por mes [unos 90 mil pesos argentinos] y los obreros especializados 250. Una vez cada cinco años nos pagan las vacaciones en Inglaterra, a nosotros y a nuestras familias. Si el Gobierno argentino no nos quita nada de eso, si nos permite seguir bebiendo whisky a 2 libras la botella, supongo que nadie tendría inconveniente en cambiar de país.
—¿Hasta qué horas se quedaron hoy en la cantina?
—Hasta las diez de la noche, como siempre —informó Booth—. Tocaron la Marcha de la Reina y nos fuimos a dormir. Sólo siguen en pie unos siete hombres, para acompañar a los infantes que montan guardia.

Réprobos y elegidos
Las versiones arreciaban, mientras tanto, sobre Buenos Aires. Algunos grupos vinculados al peronismo informaban que la Operación Cóndor venía preparándose desde principios de año; otros, aseguraban que los aprestos llevaron tres meses, a lo sumo. El entrenamiento de los 18 conjurados se hizo en la zona de Chascomús y no incluyó preparación militar; consistió apenas en inyectarles una mística que los aliviase de estallidos neuróticos durante el vuelo y que los convenciese de que "no era posible hacer barbaridades" en las Malvinas. Los guerrilleros oyeron misa y comulgaron antes de partir; el oficiante fue un sacerdote salesiano, sancionado por su militancia política en el nacionalismo.
En el Aeroparque de la Ciudad de Buenos Aires, un fotógrafo de la revista
mensual Panorama —editada por las empresas Time-Life, de USA, y Abril, de la Argentina— registraba los escozores previos a la partida. Avisada a tiempo, Panorama pudo lanzar a la calle, en la noche del viernes 30, una edición especial sobre el Operativo Cóndor. Pero el Director de la Inspección General de la Comuna, comisario retirado Luis Margaride, ordenó suspender la pegatina de afiches de la revista, cuando ya se habían aplicado 800, sobre los 10 mil previstos. Juzgó que esa publicidad implicaba una forma de acción psicológica.
La suposición de que Panorama había pagado algunos pasajes a cambio de la primicia en la información e, inclusive, facilitando mochilas a los expedicionarios (una conseja diseminada por algunos adictos al alonsismo), parecía desatinada, a esa altura. Mucho más, la sospecha de que Cabo y María Cristina Verrier ya habían reclamado la complicidad y el apoyo económico de aquella revista a principios de año, cuando Cabo era el persistente guardaespaldas de Isabel Perón en Buenos Aires y Verrier investigaba para Panorama el destino del cadáver de Eva Duarte.
El viernes, una versión diferente se unió al alud de rumores: sugería que los pasajes (cuyo monto completo ascendió a los 360 mil pesos) fueron pagados por Eustaquio Tolosa, del Sindicato de Portuarios, un franco aliado de Vandor.
Pero las consecuencias de la invasión fueron más graves que la invasión misma. Los siete militantes de la agrupación Tacuara que destrozaron retratos de Isabel II, el Príncipe Felipe y Winston Churchill, en el Consulado inglés de Rosario, luego de arrancar de su mástil una bandera, sólo mellaron el pellejo de los británicos. En cambio, las ráfagas de metralla que rebotaron contra la Embajada, junto a la plaza Mitre de Buenos Aires, pudieron (por azar) haber herido al Príncipe Consorte. No es fácil prever los contratiempos que habría afrontado la Argentina en tal caso.
Medio gabinete nacional estaba en los Estados Unidos entonces: el Canciller Costa Méndez se veía obligado a añadir, el mismo miércoles, una alusión a "ciertas actitudes individuales" en su discurso ante las Naciones Unidas. El Ministro de Economía, Salimei, estaba demasiado ocupado en disimular su tardía llegada a la reunión de gobernadores del Banco Mundial como para prestar atención a la aventura. La noticia ancló en Nueva York a las nueve de la mañana del 28. A esa hora, un funcionario de prensa de la Embajada argentina distribuía la versión inglesa del discurso que Costa Méndez iba a pronunciar tres horas más tarde. Enterado por un cable de United Press, el funcionario llamó al Canciller por teléfono para darle la noticia. Con el tiempo contado, Costa Méndez conferenció en su suite del hotel Plaza con el consejero Gabriel Figueroa; el Embajador ante la OEA, Eduardo Roca, y el representante ante la Junta Interamericana de Defensa, general Jorge Shaw.
Salieron juntos en un modesto Ford de color gris claro, rumbo al encristalado edificio de la UN. El corresponsal de Primera Plana. Antonio Muiño, cuenta que en el camino se cruzaron con el Rolls Royce verde del Embajador británico, Lord Caradon, sin alcanzar a verse. Cuando Costa Méndez entró en el salón de la Asamblea, parecía algo cohibido, abrumado por la confusa noticia sobre la invasión. Pero soslayó ese embarazo al hablar. Sólo quienes disponían de la versión mimeografiada se percataron de que había agregado un párrafo menor, de pura circunstancias.
Esa tarde, en Buenos Aires, el discurso de Costa Méndez fue relegado a las páginas interiores de La Razón (que le dedicó una llamada en la primera plana) y de Crónica. Los detalles de la aventura nacionalista cubrían el resto del espacio, en un día casi desierto de toda otra noticia que no fuesen las visitas protocolares efectuadas por el Príncipe Felipe.
La Razón insistió, durante tres días, en agotar todos los pormenores sensacionalistas de la excursión. Crónica, en cambio, tildó de héroes a los conjurados, celebró su arrojo y se convirtió en el único vocero ideológico (junto al bi-semanario Así, miembro de la misma editorial) de la invasión nacionalista.
Los matutinos observaron una política más cauta. La Nación lanzó el viernes 30 un editorial que aprobaba la actitud condenatoria del Gobierno; La Prensa minimizó la aventura al tamaño de 4 columnas en su primera página, con un título escueto, casi burlón: "Un avión comercial fue desviado y aterrizó en las Islas Malvinas"; el Buenos Aires Herald, único diario de lengua inglesa que se edita en Buenos Aires, observó una prolija flema: habló de invasión, mencionó a las islas como Malvinas en vez de Falkland (como era su costumbre) y señaló que los comandos necesitaban combustible para volver.
Ya todo estaba terminado al amanecer del sábado 1º. El Gobierno argentino no había tropezado con ninguna resistencia inglesa para que su transporte de guerra, el Bahía Buen Suceso, pusiese proa a las Malvinas, desde Ushuaia. La única condición exigida por el Foreign Office establecía que los incursores, quienes capitularon el viernes por la tarde, no fuesen recibidos triunfalmente en la costa argentina, sino tratados como piratas, de acuerdo con las leyes penales.
En Londres, los petardos y los viva la patria desgranados por las calles de Buenos Aires, La Plata y Rosario eran tomados como efusiones de muchachos. Muchos más estallidos de risa hubo en las tabernas cuando los obreros 'cockney' leyeron en el Daily Mail que los ex Presidentes Aramburu y Frondizi habían cursado telegramas de felicitación a las familias de los comandos. El buen humor se borró de sus caras (y ennegreció las de los diplomáticos) al cundir la versión de que Felipe, el Consorte de la Reina, pudo caer asesinado en la capital argentina.
El Gobierno de Onganía acaba de afrontar su peor conflicto desde el 29 de julio, cuando la policía arremetió en las Facultades porteñas al son de sus bastones. Obligado a elegir entre una presunta pérdida de popularidad doméstica y un descrédito internacional (si apoyaba la cruzada nacionalista), el Presidente optó por el primer riesgo. "De otro modo, quizá las Naciones Unidas nunca hubiesen confiado las Malvinas a un país con tanta capacidad de adolescencia, con tanto déficit de sentido común", suspiró un vocero oficial.
No lo entendieron así los gremios. La CGT expresó el viernes su "desagrado" por la posición gubernamental; las 62 Organizaciones fueron más lejos al solicitar al Poder Ejecutivo que no aplicara sanciones a los 18 montoneros. Era evidente que el episodio de las Malvinas terminaba de enfriar las nunca demasiado cálidas relaciones entre el Gobierno y los sindicatos vandoristas.
A esa altura, las especulaciones que adjudicaban a aquellos sindicatos la autoría del operativo, comenzaban a ser abonadas por la realidad. Otra especulación tendía, también, a transformarse en certeza: la invasión de las islas fue un ataque indirecto de un sector laboral contra la Casa Rosada, un intento por mellar el principio de autoridad que el general Onganía custodia con celo tenaz. A fines de semana, los más antojadizos augurios llovían sobre los medios gremiales: la proximidad de una huelga general como repudio a la decisión del Gobierno, una peregrinación masiva al lugar de desembarco de los complotados.
En la Casa Rosada se tomaba el pulso de esa eventual tormenta y se trazaba un balance de la aventura. El Canciller Costa Méndez, desde Washington, deploraba el incidente. Sus pares del gabinete coincidían en que la solución lograda era, al menos en términos diplomáticos, satisfactoria. El desenlace llegó tras un cambio de ofertas; primero, el Foreign Office propuso dividir a los "justos" de los "pecadores": barcos ingleses llevarían a Montevideo a las personas no vinculadas con la invasión; y a los guerrilleros, a un puerto del sur. La Argentina no aceptó esa división, porque entrañaba un decaimiento de su soberanía, y propuso que una nave de su Marina trasladara a todos.
Londres accedió y retiró su demanda segregacionista. No obstante, logró una leve victoria: el Bahía Buen Suceso anclaría fuera de las "aguas jurisdiccionales" de las islas, aunque esas aguas, para la nave, son argentinas. Según ciertas opiniones, la Argentina misma preparó el camino de esa victoria al hacer intervenir a la Cancillería. Lo correcto, arguyen, era que actuara el Ministerio del Interior, ya que se trataba de un "hecho policial". Pero también en este terreno, el de las interpretaciones legales, la polémica recién empezaba.
En la tarde del sábado, personalidades vinculadas con el Gobierno —entre las que se contarían oficiales de las Fuerzas Armadas— gestionaban ante la Presidencia una actitud menos severa para con los expedicionarios. Esta ofensiva no trataba de apaciguar a los gremios; sólo se preocupaba por evitar que la imagen del Gobierno quedase deteriorada ante una opinión pública hechizada por la aventura.

 

Ir Arriba


Invasión de las Malvinas
Invasión de las Malvinas
Invasión de las Malvinas


 

 

Invasión de las Malvinas