Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


ACONCAGUA
LA EXTRAÑA MUERTE DE JEANETTE JOHNSON
Revista Siete Días Ilustrados
27.02.1975

EL ANDINISTA QUE DESCUBRIO EL CADAVER NARRA SU EXPERIENCIA Y TEJE UNA HIPÓTESIS DEL MISTERIOSO CASO
¿Accidente o asesinato? El reciente hallazgo del cuerpo de la deportista norteamericana desaparecida hace dos años en la Cordillera renueva el enigma. Pero una serie de anormalidades incrementa la sospecha de que su deceso fue provocado intencionalmente.

Semioculto por la nieve y a sólo 20 metros del lugar en que, a fines de 1973. fueran descubiertos los restos del estadounidense John Cooper, el pasado domingo 9 de febrero fue localizado el cadáver de la maestra norteamericana Jeanette Johnson (29), integrantes ambos de una expedición de montañistas que hace exactamente dos años intentó ascender el Aconcagua. El hecho es realmente sugestivo, sobre todo si se tienen en cuenta los pormenores que rodean a las dos muertes. En primer lugar, cabe recordar que las causas del deceso de Cooper fueron atribuidas a una caída, durante la cual se incrustó su piqueta en el abdomen. Testigo de ese episodio fue el policía William Bill Zeller —también integrante de la expedición— quien, además, fue la última persona que vio con vida a la Johnson.
Entonces, la piqueta con la que presuntamente se mató Cooper no fue encontrada y el fajo de dólares que llevaba en sus bolsillos, tampoco. Es más, el hallazgo del cadáver de Jeanette Johnson permitió observar una serie de irregularidades, amén de que su cuerpo evidenciaba inconfundibles signos de haber sido golpeado, y no precisamente por la naturaleza circundante. De allí que el enigma que afloró en el 73 vuelva a reavivarse. ¿cuál fue la verdadera causa de sus muertes?
Al respecto, el andinista porteño Guillermo Vieiro (30, casado), quien junto a Ernesto y Alberto Colombero descubrieron los restos de Jeannette Johnson) tiene su teoría. La misma, junto con los detalles más trascendentes del hallazgo, fue esbozada la semana pasada a Siete Días. Su relato se transcribe a continuación:
Mi primer contacto con Jeanette Johnson y John Cooper se produjo en Puente del Inca, Mendoza, en 1973. Ellos iban en una expedición compuesta por siete norteamericanos, incluidos ellos dos, que intentaba ascender el Aconcagua por el denominado Glaciar Polaco. Una ruta bastante difícil pero no tan riesgosa como la Pared Sur, por donde ascenderíamos nosotros. Durante dos jornadas estuvimos en contacto indirecto con ellos. Sin embargo, a pesar del poco tiempo que permanecimos cerca de! grupo me di cuenta de que algo raro sucedía entre sus componentes. Me pareció que no se llevaban bien entre sí, que no existía espíritu de colaboración. Por eso, la noticia de la muerte de Cooper y la desaparición de Johnson no me tomó de sorpresa.
A pesar de que ya transcurrieron dos años desde la última vez que estuve con Jeanette Johnson, aún la recuerdo como si la estuviese viendo. Inmensamente alta, robusta, con un peso superior a los 100 kilogramos, su voluminosa humanidad fue la primera imagen que vino a mi mente cuando en enero da este año junto con los Colombero llegamos a Puente del Inca. Quizá era una premonición de lo que luego iba a suceder. Pero en ese momento ni me imaginé que en nuestro periplo hasta la cima del Aconcagua nos íbamos a encontrar con sus restos.
El 29 de enero iniciamos el ascenso. Junto conmigo, además de los Colombero, iban Carlos Sachetto y Giulio Varoli; estos últimos integraron la expedición hasta el campo base en la quebrada de Los Relinchos y después tuvieron que regresar por falta de tiempo. Así, seguimos con Ernesto y Alberto Colombero hasta que el día 9 de febrero, encontrándonos a una altura de 6.200 metros, decidimos regresar a consecuencia de que ellos no se sentían del todo bien. El viento soplaba con fuerza y el clima era tormentoso. Por eso, dada mi experiencia (tres veces había ascendido a la cumbre del Aconcagua), decidí regresar por una zona menos peligrosa para el descenso. Para entretenernos, conversábamos sobre mi anterior experiencia, hace cuatro años, en el Everest, y sobre el proyecto, preparado por el mayor Cativa, que unas semanas atrás habíamos presentado en la Secretaría de Deportes y Turismo, con el propósito de que el Gobierno nos auspicie un nuevo intento para escalar la montaña nepalí. Pero de pronto nuestra charla se interrumpió: a unos doscientos metros de distancia divisamos un bulto rojo. Enseguida presumí que era el cuerpo de la Johnson. Es que el año pasado, cuando ascendíamos la Pared Sur, encontré sobre el filo del glaciar una piqueta que dada la información con que contaba, podría ser la de Cooper, y mi teoría era que la mujer debería encontrarse cerca. En realidad, no estaba equivocado.
Poco a poco fuimos divisando su voluminoso cuerpo. Estaba colocado en posición decúbito dorsal, acostado sobre el hielo y con los pies más bajos, situado en una pequeña pendiente. Llevaba dos anoraks, uno rojo y otro color naranja. Su ropa no era la adecuada para este tipo de expedición. Una de sus botas exhibía un solo grampón (especie de pinche que va adherido a las suelas de los zapatos) mal colocado sobre el talón. En su rostro, sobre el parietal derecho, una profunda herida y diversas manchas de sangre indicaban que un golpe con algo muy aguzado había sido la causa de su deceso. El hueso estaba a la vista, al igual que otras dos lesiones en la barbilla y en la nariz. Pero lo que más me llamó la atención fue la expresión de su rostro. Generalmente, cuando una persona muere congelada, su cara evidencia una pasividad somnolienta. En cambio, en el caso de Jeanette, su rostro denotaba una mueca de terror. Tampoco sus manos presentaban la rigidez característica de los congelados: estaban crispadas al costado del cuerpo, como si antes de fallecer hubiese intentado defenderse de algo o de alguien.
Pero esos no fueron los únicos detalles curiosos que pudimos observar. La soga, por ejemplo, estaba enredada entre sus piernas; una de las slingas (cordones de seguridad a los cuales se prenden los mosquetones por donde se ata la soga) estaba extremadamente ajustada, mientras la otra, totalmente floja, no se hallaba en su lugar. El nudo de ajuste de la soga no estaba hecho en el mosqueton, como corresponde, sino en una de las slingas. En verdad, no entendíamos nada. Con Ernesto Colombero, que también tiene experiencia en estas lides, no lográbamos explicarnos semejante descalabro. ¿Cómo un montañista podía haber salido en una expedición en estas condiciones? ¿Por qué nadie le había indicado cómo tenía que colocarse sus implementos? Y esa expresión de su rostro realmente nos desconcertaba. Además, ¿cómo había hecho para darse semejante golpe
en la cabeza si el lugar es semiplano? No obtuvimos respuesta. Tampoco pudieron comprender lo que había sucedido los integrantes de una expedición de norteamericanos que se acercaron al lugar para ayudarnos a desenterrar el cadáver.
Durante los dos días que nos demoramos en el lugar, prácticamente no hicimos otra cosa que charlar del tema. No sé si por la confusión de ideas que tenía o por las distintas teorías que cada uno de nosotros expuso, en un primer momento no pude conformar un panorama claro del asunto. El lunes 11, cuando las condiciones climáticas fueron favorables, emprendimos el retorno a la ciudad de Mendoza. Antes de partir, le entregué al jefe de la expedición americana un anillo de oro con una piedra semipreciosa de un color marrón claro que le había sacado a la Johnson de uno de sus dedos. Le dije que si podía ubicar a uno de sus familiares en Estados Unidos se lo entregara.
Apenas llegamos a la ciudad hicimos la correspondiente denuncia. Recién entonces, algo más tranquilo, pude hacer un frío análisis del asunto.
Pero por más vueltas que le daba siempre llegaba a la misma conclusión: la muerte por accidente en esas latitudes era realmente improbable.
Mi hipótesis se basa, fundamentalmente, en que la topografía del lugar en que hallamos el cadáver es de las más seguras, donde los accidentes son prácticamente imposibles: en las partes más sinuosas, la zona tiene apenas diez grados de pendiente; por lo tanto, el piso es casi plano. Por eso considero más que improbable que una caída haya provocado la muerte de Jeanette y muchos menos después de observar el tremendo golpe que tiene en la frente. Otro elemento sospechoso es que la cuerda estaba atada al cuerpo con nudos aparentemente hechos por inexpertos. Y cualquier andinista sabe que en el momento de ascender una montaña, más del cincuenta por ciento de probabilidades de salir con vida de la aventura depende de la seguridad con la que está ligado a sus demás compañeros. También las slingas presentan irregularidades: una de ellas está muy ligada al cuerpo, la otra demasiado suelta, como si alguien hubiese estado tironeado. Además, supongo que cuando la abandonaron sus compañeros ella seguramente estaba muy mal herida o muerta y por lo tanto nunca pudo haber dicho: "Estoy bien, sólo cansada; descansaré un rato y luego los sigo", como refirió Zeller en 1973. Otro detalle significativo es el de las cuerdas, pues difícilmente en su caída, si es que la hubo, pueden enredarse entre las piernas.
En síntesis, yo pienso que pudo haber ocurrido algo así: Cooper fue muerto, ya sea para robarle o por alguna cuestión personal. Jeanette pudo haber sido testigo de ese episodio, no quedándole al homicida más remedio que deshacerse de ella más tarde. Pero mi imaginación no va más allá: soy andinista y no detective. Como ve, las sospechas no son caprichosas, las evidencias existen. Ahora sólo falta que se expida la Justicia.

 

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Jeanette Johnson
La hipótesis de que Jeanette Johnson pudo haber sido asesinada
Jeanette Johnson
Guillermo Vieiro (izq.) "en ese lugar, la muerte por accidente es muy improbable"