Revista Siete Días
Ilustrados
18.10.1971 |
Obedeciendo a consignas que el gobierno calificó de
ultraderechistas, dos unidades militares propiciaron, desde
el centro de la provincia de Buenos Aires, un levantamiento
en cadena. Las alternativas de ese fracaso fueron seguidas
de cerca por tres enviados de SIETE DIAS
Según Osvaldo Néstor Legarreta, operador de radio Azul,
había sobrados motivos para suponer que algo importante
estaba por ocurrir. Es que en sus 19 años de trabajo nunca
había oído tantas críticas al gobierno como las que, en ese
momento, a través de un noticiero, estaban efectuando los
jefes de la guarnición local. Eran las 9 de la mañana del
viernes 8 —es decir, seis horas antes del comienzo de la
asonada—, pero Legarreta ya estaba sospechando: "Esto me
huele mal —le dijo al agente de policía que custodia la
emisora—, creo que hoy vamos a tener revuelta".
Su intuición no lo engañaba. No habían pasado 15 minutos
cuando, a través de un ventanal, se cruzó con el severo
rostro de un oficial del Ejército. Venía a tomar la radio.
El levantamiento planeado por el jefe de la unidad, el
coronel Manuel Alejandro García —en esos momentos en Buenos
Aires—, fue puesto en marcha por el segundo jefe, el
teniente coronel Fernando Amadeo de Baldrich. Unas horas
después salían al aire las primeras proclamas. Esa
alteración y un carrier estacionado frente a los estudios
fueron los únicos síntomas del levantamiento. Azul vivía su
rutina cotidiana, sin inquietarse.
Cerca del mediodía, los efectivos del Regimiento 2 Tiradores
de Caballería Blindada, comandados por el teniente coronel
Florentino Díaz Loza, coparon la radio de Olavarría, asiento
de la unidad, y partieron en caravana para unirse a sus
colegas de Azul. Fue el único despliegue bélico del día. Por
la tarde, casi a las 19, el cabecilla García había
retornado. Entonces, un motociclista del Ejército llegó
hasta la redacción del matutino local, El Tiempo, convertido
en cuartel de los periodistas porteños, llegados como
langostas. Venía a convocarlos a una conferencia de prensa.
Pero todo siguió tranquilo.
Recién en la madrugada, cuando los noctámbulos lugareños
gastaban su tiempo en los bowlings y la lluvia arreciaba,
volvió a encresparse el ambiente. El general Federico
Mourglier llamó a una conferencia de prensa en el hotel Gran
Azul. Anunció que había parlamentado con García, "como un
amable componedor". Después se cruzó hasta el hotel Mar del
Plata, donde residía su hija, casada con un oficial rebelde
de apellido Dentone.
Llegada la mañana del sábado 9, los rebeldes se pusieron en
marcha rumbo a la ruta provincial 51. Bajo la lluvia, tropa
y suboficiales inquirían: "¿Saben dónde vamos? ¿Es cierto
que hay sublevación en Buenos Aires y vamos a sofocarla?".
Todo duró muy poco: según algunas versiones —desmentidas por
el gobierno—, la marcha terminó cuando un encuentro con los
leales venidos de Buenos Aires originó un breve tiroteo. En
Azul, aviones del gobierno habían "volanteado" sobre el
cuartel intimando la rendición. Pasadas las 8, los carriers
retornaron al apostadero. Hacia las 9, veinticuatro horas
después de la primera manifestación golpista, el coronel
García se rendía al general Aguilar Pinedo, jefe de la
represión.
"Yo me di cuenta que la cosa no andaba —evocó Legarreta—
cuando a los que estaban conmigo ,no los llamaban ni les
mandaban nuevos textos de comunicados. El oficial estaba
furioso y cada tanto me pedía: 'Por favor, ¿me pasa una
proclamita?'. Al rato avisaron que se habían rendido. Saqué
la marcha, que me tenía muy aburrido, y puse folklore".
Menos suerte tuvieron en el hospital local que dirige el
doctor José Manuel Linza. Cuando habían desalojado gran
parte de las 114 camas que componen las 7 salas, todo había
terminado. Hubo que recoger de nuevo a los enfermos y
reinstalarlos.
Al atardecer, cuando la lluvia había cesado, la gente se
volcó masivamente a las calles. Algunos comentaban el
frustrado golpe. Otros se quejaban por la avería provocada a
un puente sobre la ruta nacional número 3, que los deja
semiaislados. La mayoría, ya pensaba en el partido de fútbol
que, el martes 12, jugaron las selecciones de Azul y
Olavarría.
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EL PRECIO DE LA CONJURA
Por una vía impredecible, absolutamente fuera del contexto
de las estratagemas políticas, el gobierno cosechó —sobre la
culminación de la primera semana de octubre— un gran halago:
los sectores más representativos de la civilidad le
documentaron su confianza en el "juego limpio" al repudiar,
enfáticamente, el intento golpista focalizado en Olavarría y
Azul. Es posible, sin embargo, que la opinión pública
considere que tamaña muestra de adhesión haya costado al
país —y no al gobierno— un precio demasiado alto: dos
soldados heridos (en accidentes de tránsito), un puente
averiado (en Las Flores) y dos días de zozobra, signados por
el alienante desplazamiento de tropas y carros de guerra,
son apenas datos exteriores, minúsculos; las verdaderas
costas del episodio no pueden registrarse aritméticamente,
puesto que sólo se verifican en el terreno conceptual.
De nuevo, el país padece la evidencia de que, en nombre del
pueblo, un grupo de hombres de armas asumen la
responsabilidad de dictar el destino de la Nación. De nuevo,
los argentinos asisten como espectadores —y no como
protagonistas— a un round de escaramuzas bélicas gestadas al
abrigo de proclamas que, a oídos lúcidos, suenan ya harto
remanidas. Quienes acababan de arrogarse la representación
del pueblo y la dignidad de las Fuerzas Armadas tuvieron
inmediata respuesta; las organizaciones obreras y
estudiantiles, los líderes de las más notorias corrientes
políticas y de los núcleos empresariales, y los altos mandos
militares se pronunciaron de inmediato en contra de la
aventura, confluyendo, desde ángulos dispares, en la
necesidad de preservar el desemboque electoral y la
consecuente posibilidad de reencuentro con las instituciones
democráticas.
Sólo quienes adviertan que la conjura del viernes 8
pretendió involucrar la opinión y el sentimiento —el
respaldo, en suma— del pueblo, admitirán que esta
frustración no alcanza apenas a los militares que
perpetraron el alzamiento; alcanza y se proyecta sobre todos
los
argentinos, en cuyo nombre se quiso violentar, de nuevo, su
principal derecho de ciudadanos. Y es porque los argentinos
obtuvieron otra muestra de que el ejercicio de ese derecho
es prenda de disputas, que bien puede colegirse que el
reciente episodio militar costó al país un alto precio,
mensurable únicamente en términos conceptuales; estos
encontronazos prohíjan el descreimiento de los moderados y
la ignición de los violentos.
Tres semanas atrás, la sección política de SIETE DIAS alojó
un recuadro titulado "Ahora, la etapa más difícil",
originado en el flamante anuncio del calendario electoral.
El título aludía a los riesgos que en adelante debería
soportar el gobierno, y en uno de sus párrafos se leía; "Las
Fuerzas Armadas —esto es, el poder— deberán dar muestras
totales de coherencia y verticalidad". Hoy, éste parece ser
el único requisito imprescindible para que la confianza
dispensada al "juego limpio" no vaya a mancillarse.
Norberto Firpo
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LAS LIMITACIONES DEL NACIONALISMO
Así como un añoso lugar común estatuye que los golpes
nacionalistas siempre fracasan, otro sonsonete,—también de
vieja data— dictamina que cualquier alzamiento militar de
ese signo encubre propósitos retardatarios, impregnados por
una ideología infernal: el fascismo.
Las cosas no son tan simples. En primer lugar, porque el
fascismo fue una concepción coherente, generada por la
conjunción de capitales poderosos, autónomos de otras
metrópolis, que pujaron por ocupar un rol hegemónico en el
mundo. En segundo lugar, porque en la Argentina los golpes
nacionalistas no siempre fracasan: se comprometen, y derivan
hacia su contrario, como en 1930, debido precisamente a la
ausencia de una conjunción industrial-financiera capaz de
sustentarlos.
Los reiterados naufragios del nacionalismo argentino no hay
que analizarlos a partir de la improvisación o la "locura"
de sus aventuras militares. Después de todo, si los
insurrectos de Azul hubieran contado con apoyo aéreo (la
intentona debía estallar el domingo 10, con el comodoro
Francisco Pío Matazzi en la base aérea de Villa Reynolds),
posiblemente los rebeldes hubieran podido "aguantar", tal
como lo hizo Eduardo Lonardi 16 años atrás; por otra parte,
los relevos y detenciones dispuestos por el Comando en Jefe
luego de los episodios, revelan que la conjura tenia
ramificaciones.
Las limitaciones del nacionalismo, pues, no provienen de la
técnica defectuosa de sus cuartelazos: donde esa corriente
ha fracasado —hasta ahora— es en sus propuestas políticas.
Desde el 6 de setiembre de 1930 hasta el 28 de junio de
1966, el nacionalismo en el gobierno fue incapaz de erigir
al Estado en partero de un capitalismo nacional, poderoso y
autónomo. Y cuando estuvo más cerca de lograr ese objetivo
—durante el decenio peronista— se quedó a medio camino
permitiendo, por eso, que se produjera la restauración
tradicionalista.
La sublevación del viernes 8 fue un intento de corregir esa
tendencia. Si bien la ideología de sus jefes no emergió con
claridad, pueden colegirse algunos parámetros que la
diferencian claramente de las posturas del actual gobierno
boliviano, por ejemplo, y la vinculan a las tesis
sustentadas por los militares peruanos. Con un agregado: las
proclamas leídas en Azul se distinguieron de la retórica
nacionalista habitual (celosa de las jerarquías y del
providencialismo paternalista) al postular al Ejército como
"brazo armado del pueblo revolucionario". Esta noción
extrema posiblemente contribuyó al aislamiento de la
intentona, ahogada también por la ausencia de una jefatura
univoca y por la falta de un programa concreto, que aventara
la posibilidad de que el golpe fuera finalmente copado por
el neoliberalismo consular. Tal como ocurrió durante el
cuatrienio de Juan Carlos Onganía.
Con todo, la asonada confirma lo que muchos sospechaban: la
existencia, en ciertos estratos de la oficialidad
intermedia, de un estado de inquietud, derivado de la
profundidad de la crisis nacional. Así como los dos
cordobazos desnudaron el divorcio entre las instituciones
del Estado y las masas, el azulazo denota que las
consecuencias de ese abismo calan hondo en las propias
instituciones: el teniente coronel Baldrich, uno de los
jefes del alzamiento, dijo a SIETE DIA'S que "en última
instancia, lo que buscamos es que el pueblo vuelva a confiar
en el Ejército: es por eso que debemos realizar la
revolución prometida en 1966, y luego traicionada".
En efecto: la de Baldrich es una de las formas posibles de
recuperar el consenso perdido. Sólo que, por ahora, otro
método —el del Gran Acuerdo Nacional— aparece como más
realista: renuncia a los proyectos que el nacionalismo nunca
pudo concretar, y se conforma labrando un pacto con los que
considera voceros de las inquietudes populares. Claro que
para ello debería adoptar una línea económica coherente, lo
cual no parece posible con un técnico "apolítico" como
Cayetano Licciardo al frente —desde el martes 12— del
Ministerio de Hacienda. Porque las batallas políticas no se
ganan con carteles murales, ni jingles publicitarios. Aun
cuando un gobierno haya logrado cosechar, entre otras, la
adhesión de la Unión Industrial y del Partido Comunista.
RICARDO CAMARA
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El General que desapareció al amanecer
La caravana insurrecta aguardaba estacionada sobre la calle
Colón, paso obligado para acceder desde la ciudad de Azul a
la ruta provincial 51, y de allí a Saladillo. Eran las 6 de
la mañana del sábado 9 y una persistente lluvia se empeñaba
en empapar a los 600 efectivos que integraban la columna.
Nervioso, elástico, incansable, un hombre cuarentón vestido
de civil recorría el convoy impartiendo órdenes. Por
indicación suya los suboficiales a cargo de la tropa se
negaban a las requisitorias periodísticas y exigían de sus
subordinados una conducta semejante. De pronto, un automóvil
Dodge, color beige, sin chapas de identificación, con dos
personas a bordo, se adelantó hasta la cabecera de la
columna, donde estaban los oficiales superiores. Hacia allí
se dirigió también el extraño personaje de civil. Poco
después se dio la orden de reanudar la marcha. Y,
lentamente, el cortejo bélico fue ganando la ruta, mientras
el misterioso automóvil se situaba a retaguardia, de los
coches que trasportaban a la colonia periodística.
Por entonces, nadie había advertido el siguiente detalle:
eran los ocupantes de ese automóvil los encargados de
decidir cada uno de los pasos que daba la columna. El hombre
de civil, enfundado ahora en un grueso sobretodo gris, se
labia incorporado al grupo que trillaba el Dodge. Fue en un
momento que ese coche se detuvo que los cronistas de SIETE
DIAS oyeron la orden; dirigiéndose a un grupo de oficiales,
el enigmático personaje proclamó: Corran los carriers que el
general quiere pasar...
En esas circunstancias los hombres de SIETE DIAS se
abalanzaron sobre el vehículo para intentar la
identificación del "general". Pero el cancerbero —apodado
Napoleón por algunos colegas, dada su manera de mantener la
mano derecha estratégicamente ubicada en la sobaquera— se
interpuso con energía:
—¿Qué buscan aquí?
—Queremos hablar con el general que va ahí dentro, ese que
mencionó usted recién.
—Aquí no hay ningún general.
—¿Quiénes son los que viajan ahí adentro, entonces?
—Retírese, me compromete.
Mientras se desarrollaba el diálogo, Napoleón trataba de
ocultar con su cuerpo al hombre que se hallaba a su derecha,
del otro lado del volante. Paralelamente, el presunto
general se tapaba la cara con un mapa, eludiendo así a los
fotógrafos, y con su mano derecha hacía gestos en sentido
negativo.
A partir de allí creció, entre los hombres de prensa, la
curiosidad por saber la identidad del anónimo militar. Los
esfuerzos de Napoleón por impedirlo se multiplicaron. Con
asombrosa agilidad, frenaba a los curiosos, impartía
órdenes, las recibía, se movilizaba. El forcejeo duró más de
una hora. De pronto, la columna se detuvo y un grupo de
cuatro carriers rodeó al Dodge. Un oficial se adelantó al
grupo de periodistas y les informó: "A partir de ahora deben
seguir la marcha a 2 mil metros de distancia. Es una medida
de seguridad". Cuando los enviados de SIETE DIAS inquirieron
si esa "seguridad" era para mantener oculta la identidad del
general, el oficial respondió con un asombroso "No me
comprometa".
Con todo, durante el conciliábulo hubo oportunidad de
apreciar los rasgos fisonómicos de quienes permanecían en el
auto. Al volante se veía a un joven oficial del Ejército,
con uniforme de combate, sin casco. A su lado viajaba un
hombre sesentón, de escaso pelo canoso, prominentes orejas y
tez blanca. Usaba anteojos de sol azulados y muy grandes,
con marco de acero perforado en las patillas; vestía un
sobretodo gris oscuro, con las solapas levantadas
cubriéndole parte del rostro. Algunos creyeron ver en él a
los generales Levingston, Labanca o Rauch, pero nadie pudo
confirmarlo: cuando el cerco de cronistas se cerraba, en una
brusca maniobra el coche tomó la banquina, eludió un carrier
y enfiló, sin alcanzarlo, sobre el redactor Alejandro Marti,
de SIETE DIAS.
De allí en más, fue imposible acercarse al coche.
Custodiado, ganó distancia y se alejó. Nadie volvió a verlo.
Poco después, cerca de las 8, los rebeldes volvieron
inesperadamente sobre sus pasos: era la capitulación. El
misterioso auto no regresó al regimiento, en Azul. Quizás se
perdió por un camino lateral, o rumbeó hacia Olavarría.
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Levantamiento militar
-Sobre la ruta provincial 51, tanques de Azul toman
posiciones para enfrentar, al amanecer del pasado sábado 9,
a las tropas leales al gobierno
-El viernes, los insurgentes decidieron la voladura de un
puente, en la ruta 3, en la cercanía de Las Flores,
ocasionándole serias averías
-Los coroneles García, jefe del alzamiento y Reimundes, uno
de sus ideólogos.
-La hija del general Mourglier
-Teniente coronel Fernando Amadeo de Baldrich, aquí, líder
de una fracción del club San Lorenzo |
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