Diez días atrás, el viernes 29 de abril, la Cámara de Diputados
sancionó las reformas a la Ley 11.729 (Contrato de Trabajo) con
una cifra de votos superior a los dos tercios requeridos. En las
galerías estalló una salva de aplausos; era lógica: el Congreso
acababa de ejecutar su mayor acto de demagogia desde que se
constituyó en 1963. Empezó a ejecutarlo hace siete meses,
cuando el proyecto de reformas fue presentado en la sala por el
Diputado Roberto Pena (UCRP, Buenos Aires), a quien ayudó en la
redacción el gremialista filo-radical Bernardo Morera. Fue el
Vicepresidente Carlos Perette quien alentó el plan y prometió la
buena voluntad del Senado: el gobierno pretendía entregar a los
gremios Independientes, salidos de la CGT, donde imperaba el
peronismo, una victoria que los llevara al Olimpo sindical.
La Ley 11.729, elaborada a fines de la década del 30 para los
empleados mercantiles y denominada "Ley de despidos", se utilizó
desde entonces para regular las relaciones de empleadores y
empleados en general. Perón la retocó, durante su mandato; los
Diputados oficialistas fueron más lejos todavía que los de
entonces. Sin embargo, las modificaciones sufrieron un ríspido
proceso parlamentario; curiosamente, fue en el Senado donde
hallaron un censor, porque ciertas cláusulas del proyecto
afectaban a sectores empresarios y rurales: sus representantes,
amigos del gobierno (entre otros, el hacendado Pedro Duhalde; el
presidente del Banco Industrial, José Luis Cantilo), se
preocuparon por presionar a los Senadores para que frenaran el
ímpetu de los Diputados. Aprobada el 27 de octubre de 1965,
la iniciativa pasó a la sala alta, donde se estancó. Entonces,
los despechados Independientes pusieron sitio al Poder Ejecutivo
y reclamaron por lo que consideraban una traición; mientras
denunciaban que los empresarios aprovechaban para producir
despidos en masa (la nueva Ley aumenta considerablemente los
montos indemnizatorios), pidieron al Presidente Illia que
incluyera el proyecto en las sesiones extraordinarias del
Parlamento. Al mismo tiempo se prestaron a un idilio con las
autoridades de la CGT, y hasta amenazaron al Primer Magistrado y
al Ministro de Trabajo con reingresar a la central obrera. Illia
tuvo que ceder; embarcado como estaba su gobierno en lograr la
división del peronismo, no podía crearse enemigos entre sus
propios acólitos: la Ley se incluyó en las extraordinarias.
El Senado la enmendó el 27 de enero último, cuando las entidades
empresarias habían hecho pública ya su disconformidad con un
instrumento que consideraban arbitrario y dañino para la
economía argentina y las relaciones entre patronos y obreros. El
17 de marzo, la sala baja tachó las enmiendas del Senado y tornó
a remitirle la zarandeada iniciativa. Era tal el entusiasmo
de los legisladores que el titular del bloque de Diputados
oficialistas, Raúl Fernández, calificó de "reaccionarios" a sus
colegas del Senado porque pretendieron apartar del nuevo régimen
a los trabajadores del agro. Faltaban, todavía, dos actos: el
27 de abril, el Senado reiteró sus enmiendas y pasó el asunto a
la Cámara de Diputados; dos días después, sorpresivamente, los
Diputados la sancionaban aceptando una sola de las ideas de sus
colegas: la exclusión de los marítimos. El miércoles pasado, 4
de mayo, el Congreso envió la Ley al Poder Ejecutivo, a las 6 de
la tarde; a la medianoche del 18 vence el plazo que la
Constitución le acuerda para vetar o promulgar las decisiones
parlamentarias. Dos entidades de empresarios, ACIEL y la CGE,
pidieron audiencias al doctor Illia para solicitarle,
precisamente, el veto. El jueves 5, el Presidente optaba por el
clásico sistema radical de eludir definiciones y de irritar a
los factores de poder: derivó al Ministro de Economía, Juan
Carlos Pugliese, las entrevistas con los empresarios, previstas
para esta semana. Pero la noche del jueves, Pugliese comía con
Juan Martín Oneto Gaona, presidente de la Unión Industrial
Argentina y crítico de la Ley mencionada. Al mismo tiempo se
organizaba un debate televisivo entre cuatro miembros de ACIEL
(quizá Oria, García Belsunce, Fernández Rivas y Rodeiro) y
representantes de la CGT y los Empleados de Comercio, para
discutir sólo los problemas técnicos derivados de la Ley. Entre
tanto, una guerra de solicitadas entre las organizaciones
empresarias y los nucleamientos obreros inundaba la prepsa
nacional. El viernes pasado, ningún funcionario del Poder
Ejecutivo creía en la posibilidad de que Illia vetara, siquiera
parcialmente, un proyecto de origen radical que hasta los
Diputados y Senadores justicialistas debieron respaldar para no
quedar retrasados en el camino. Sin embargo, este choque con el
empresariado amenaza con romper los últimos —y frágiles— puentes
que aún quedaban tendidos con el gobierno. Es el precio de la
demagogia y quizá el gobierno se dispone a pagarlo. Según los
expertos, éstas son las tres novedades más perniciosas: • La
movilidad automática de las indemnizaciones. El tope anterior
era de un mínimo de 5.000 pesos por año de trabajo; el nuevo,
tres veces un salario mínimo-vital sin cargas de familia (47.250
pesos). Pero puesto que el salario mínimo-vital se reajusta ante
aumentos del costo de vida, los topes de indemnización variarán
según ese sistema. Las empresas deben modificar sus reservas;
dicho de otro modo, inmovilizar más fondos, lo que entraña una
creciente situación de ¡liquidez y la posibilidad de que se
ahoguen financieramente, un hecho nada atrayente en el marco de
recesión económica que vive la Argentina. El empresario
trasladará estas obligaciones a los costos, lo que deriva en
aumento de precios y en un lógico agravamiento de la inflación.
• Legitimación de huelgas. Aunque el Ministerio de Trabajo
declare ilegal una huelga, el empleador no podrá utilizar ese
argumento como causa de despido. • Solidaridad en cadena. El
empleador se responsabiliza no sólo por sí mismo sino también
por los conflictos que tengan sus contratistas y
sub-contratistas. Así, las empresas deben calcular sus riesgos
y, además, los ajenos, algo que entra en colisión con los
códigos del país. El mecanismo perjudica, sobre todo, a las
industrias automovilísticas y de la construcción. La Ley
incluye otra docena de revulsivos que hasta atenían contra la
Constitución (por ejemplo, su efecto retroactivo) y que, a la
larga, terminarán por mellar la disciplina, la eficiencia, las
relaciones laborales. Las empresas querrán recuperar en un año
los perjuicios causados por la Ley: se estima que esto
ocasionará un aumento de precios del 15 por ciento. La Dirección
de Abastecimiento pretenderá, al parecer, que los fabricantes de
artículos sujetos a precios máximos se recuperen en 5 años. "La
economía argentina no morirá por esta Ley. A fin de cuentas, la
pagará el consumidor. Si el gobierno buscaba votos con ella, ¿no
terminará por perderlos?", reflexionaba un empresario. 10 de
mayo de 1966 PRIMERA PLANA
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