Revista Siete Días
Ilustrados
29.08.1975 |
Uno de los más famosos cabarets de la década del '40 -—en el
que actuaron Carlos Di Sarli, Florentino y Aníbal Troilo.
entre otras figuras mayores de la música de Buenos Aires—
acaba de reabrir sus puertas. Siete Días reunió allí a
viejos habitués, quienes rememoraron los esplendores de
antaño, una época inflamada por la picardía de los
noctámbulos
Desde hace poco más de tres semanas, muchos nostálgicos
porteños han vuelto a frecuentar el suntuoso sótano de la
calle Maipú al 300, donde —como hace tres décadas— funciona
uno de los más prestigiosos templos de la noche de Buenos
Aires: el cabaret Marabú. Juntamente con los desaparecidos
Pigalle, Montmartre, Tibidabo, Chantecler y Empire, el
Marabú fue símbolo de una época, no sólo para los porteños
sino también para provincianos y extranjeros que recalaron
con ánimo trasnochador en la capital argentina.
Aunque casi nadie recuerda la fecha exacta de su fundación
—fue en el año 1935—, el Marabú conoció sus mayores
esplendores a lo largo de la década de los años 40 y
comienzos de la siguiente. Allí actuaron, alternativamente,
las orquestas de Donato Racciatti, Rodolfo Biagi, Aníbal
Troilo, Florindo Sassone, Juan D'Arienzo y Carlos Di Sarli,
en tanto que casi ninguno de los mayores cantantes de
entonces dejó de subir a su escenario, desde Francisco
Fiorentino hasta Julio Sosa. Sitio frecuentado por
políticos, deportistas, jaiIaifes (Cátulo Castillo dixit) y
por los más famosos representantes de toda una generación,
su cierre —circa 1963, y luego de una lenta agonía iniciada
una década antes— significó el principio del fin de una
época pletórica de sonrisas picaras y burbujas canyengues,
que se prolongó hasta fines de la década del 60, cuando el
Tabarís cayó rendido.
Desde entonces, mientras la noche de Buenos Aires se
zambulló en modernos y sofisticados night clubs, el tango
pareció refugiarse en la memoria de la gente. Quizá por eso,
no pocos porteños que hoy peinan canas se excitaron, un mes
y medio atrás, cuando se hizo público que el Marabú reabría
sus puertas en el mismo local de siempre, remozado pero
conservando detalles de la vieja época, como aquella clásica
araña de espejitos, giratoria —muy años locos—, presidiendo
la pista de baile.
Aunque a la fiesta de la inauguración concurrieron numerosas
figuras del ambiente artístico —quienes se codearon con el
millar de asistentes, flotando sobre suntuosas moquettes,
entre luces de colores, disfrutando del moderno sonido
estereofónico, los dos bares y las amplias pistas de baile—,
Siete Días decidió convertirse en habitué, en un intento de
descubrir espontáneamente a algunos de los parroquianos más
representativos, por supuesto que inspirados por la
nostalgia.
ALTERNADORAS DE LUJO Y BACANES EN PIJAMA
Una velada en el Marabú permite —previo pago de 150 pesos
nuevos en concepto de entrada con derecho a consumición, y
50 pesos por cada copa subsiguiente— apreciar un show en el
que actúan la orquesta de Armando Pontier (con sus cantores
Osvaldo Ferrari y Alberto Podestá); el guitarrista Cacho
Tirao; el cantante beat Rubén Mattos y el Macumba Samba
Show, un grupo musical traído de Porto Alegre (Brasil).
Aunque ya no existen las llamadas coperas —una institución
en los viejos tiempos—, no pocos entrevistados dejaron de
recordarlas. Entre tango y tango —mientras un nutrido grupo
de parejas dibujaba cortes y quebradas en la pista central—,
Armando Pontier contó a Siete Días que "antes había muchas
coperas, vestidas de soirée, capaces de tomarse hasta
doscientas copas por noche, aunque sólo era agua con
anilina".
No obstante, aquellas muchachas gozaban del afecto de casi
todos los concurrentes. "Es que eran minas de clase
—puntualizó el músico—; aparte de bonitas y muy bien
vestidas, usaban zapatos brillantes y sabían conversar. Hubo
muchos casamientos entre esas chicas y figuras conocidas,
fíjese. ¿Y sabe por qué? Porque acá había un cabaretier de
primera: el gallego Juan Salas, antiguo propietario de esta
casa, un verdadero experto. Las calaba de un solo vistazo".
Por supuesto, Pontier no obvió memorar que las alternadoras
"no andaban como ahora con pantalones y tricota, sino que
vestían ropa fina y cara". Además, era muy importante la
disciplina y la organización. "Todo eso les daba jerarquía a
las chicas y al local; no por nada ellas se retiraban de
aquí del brazo de los bacanes". Precisamente, entre las
anécdotas que mejor recuerda AP, se cuenta la de un famoso
personaje de los años 40, cuyo nombre prefiere mantener en
el anonimato: "Era un hombre ya maduro —relató el
bandoneonista— que venía todas las noches en pantuflas y
pijama, se mandaba dos copas, bailaba dos tangos y se iba.
Todos estábamos intrigados, al principio, hasta que
descubrimos que era un vecino que le decía a la mujer: Che
vieja, voy a la esquina a comprar el diario y puchos; y como
salía vestido así, la mujer jamás podía sospechar que el
vejete se venía de juerga. Ese sí que era un bacán".
CANITAS AL AIRE E HISTORIAS ROMANTICAS
Mientras disfrutaba el show, cómodamente instalado en un
sillón, el compositor Héctor Stamponi paseaba su mirada por
las columnas y los techos del salón. En voz baja, sonriendo,
apoyó un dedo en el pecho de uno de los redactores de Siete
Días y le dijo: "Esto era una catedral, mi amigo. La gente
de la noche no podía concebir a Buenos Aires sin Marabú.
Ahora que miro la pista, recuerdo cosas de la vieja época:
antes, mientras esperaban la clientela, las chicas se ponían
a bailar tangos entre ellas. Era un espectáculo hermoso..."
Los recuerdos se suceden con facilidad y la calle Corrientes
es siempre su protagonista. "Porque a las cuatro de la
mañana había tanta vida como al mediodía. Nosotros íbamos,
después de las actuaciones, a comer puchero a El Tropezón. Y
había otros, más rascas, que compraban facturas en las
panaderías y las comían rumbo al bulín, a patacón. Pero todo
el mundo se entreveraba por Corrientes. Nos conocíamos
todos. Nos saludábamos. Y por ahí, como al final de la
noche, uno se caía al Marabú a tomar una copita o
simplemente a despistar al sueño". De los asistentes,
Stamponi prefiere no hablar, pero se le escapan los nombres
de algunos conspicuos habitués: "Aquí venían de todos los
ambientes; jugadores de fútbol como Pedernera, Labruna, y
muchos más que pretendían tirarse una canita al aire.
También Pepe Peña, en fin, los muchachos de la madrugada,
porque el Marabú no era una costumbre, yo diría que era casi
una necesidad".
Una aseveración que fue ratificada por uno de los más
ilustres conocedores del antiguo Buenos Aires, viejo
caminador de cabarets y centros tangueros: el bailarín
Alfredo Alaria, impecablemente trajeado, quien lucía,
haciendo juego con la decoración del Marabú, una radiante
sonrisa. "Pucha —dijo—, qué de recuerdos se me juntan. Yo
venía aquí de muy chico, de contrabando. Porque en ese
entonces cualquier muchacho soñaba con venirse a pasar una
noche en el cabaret, ese irresistible atractivo del añejo
Buenos Aires".
A él, precisamente, le tocó vivir una de las historias más
emocionantes sucedidas en ese baluarte tanguero: un Alaria
mucho más joven, casi adolescente, extasiado, ingresó al
Marabú alguna vez para debutar en la noche porteña.
Instalado en la barra, la semana pasada, recordó que una de
las alternadoras le preguntó la edad: "Yo me puse serio,
fingiendo cara de grande, y le mentí solemnemente. Ella
sonrió y me invitó a bailar un tango. Yo sentía el roce de
sus ropas, su perfume, y no podía creer lo que vivía, eso de
estar abrazando a una hermosa mujer. De pronto nos miramos
fijamente y ella me dio un beso. Y con ese tango, en este
mismo lugar, se fueron mis sueños de adolescente. Yo estaba
con unos amigos, vea, que me miraban con envidia. Bueno, los
dejé, y al amanecer me encontré sentado en un banco de
Retiro, totalmente embobado. Dígame ahora si puedo querer o
no a este boliche".
TE ACORDAS, HERMANO,
QUE TIEMPOS AQUELLOS
Entre las primeras figuras que Siete Días detectó durante
las primeras noches de funcionamiento del coqueto subsuelo,
.no faltaron algunas mujeres, testigos de las grandes noches
del Marabú. María Esther Gamas —la otrora famosa vedet te—
no dejó pasar oportunidad para reiterar que "es bueno que
haya lugares así, para bailar y divertirse, porque entonces
una no engorda y conserva la silueta. Y me fascina que se
reabra nada menos que el Marabú, el cabaret preferido de
Pichuco Troilo. Fíjate que cuan do entré tuve la sensación
de que lo iba a encontrar".
Tampoco podía faltar Rita Montero, quien durante muchos años
fuera una de las principales vedettes del viejo santuario.
"Esto está muy cambiado —afirmó—, pero igual se llena de
recuerdos. Cómo olvidar la noche que debutó Tito Alberti. Yo
era su cantante y actuábamos en un show que te hacía hervir
la sangre". Espléndida y radiante, dotada de una memoria
prodigiosa, Rita continuó hilvanando anécdotas: "Los
políticos venían con anteojos oscuros y se instalaban en los
palcos para que no se los reconociera, aunque siempre había
quien hiciera correr la bola de que estaba el ministro
Fulano o el diputado Mengano... Pero era un ambiente de gran
respeto y mucho humor: me acuerdo de una noche en que
actuaba Alberto Castillo, y a mí se me ocurrió hacerle el
planteo de que las vedettes no actuaríamos con él si no nos
regalaba un perfume francés muy caro, el Ma Griffe. Entonces
Alberto, que se tomó la broma en serio, se apareció con un
montón de frasquitos. Te imaginás: todas trabajamos locas de
gusto".
Mientras la Montero trataba de evocar más anécdotas, otro
veterano de la noche —el cómico Gogó Andreu— ingería una
copa observando la presentación del ventrílocuo Mister
Chassman con su muñeco Chirolita. Concluida esta parte del
show, Andreu también recordó los tiempos en que el Marabú
era "uno de los cabarets más lindos de Buenos Aires". Su
caracterización, de tipo casi sociológico, permitió
descubrir un tono veladamente crítico: "Nunca debimos perder
un lugar como éste, porque la noche porteña nos caracterizó
en todo el mundo. Y la culpa la tenemos todos: los
profesionales, los actores, los discos. Aquí venía la gente
de guita, los bohemios capitalistas, los políticos".
En las viejas épocas, Andreu solía recalar en la barra del
cabaret con su amigo Marcos Zucker. "Y como siempre
andábamos sin un mango —sonrió—, con Marquitos nos veníamos
para acá porque como él cantaba, no nos cobraban. Así,
tomábamos unas copitas y bailábamos con algunas minas. Más
de una vez se armaron grescas y nosotros siempre prendidos.
Y bueno... éramos jóvenes y arrogantes. Pero lo cierto es
que cuando terminaba la noche, y las pibas se iban con tipos
grandes y de guita, nos agarraba tal bronca que terminábamos
morfando medialunas en las panaderías de Corrientes".
LOS DUENDES DE LA NOCHE
Mientras el barman del restaurado Marabú —Manolete, un
español sesentón que llegó a la Argentina en 1949— batía sus
famosos cocteles Berlín 45 —gin inglés, coñac francés, vodka
ruso y whisky estadounidense— y Medias de Seda —a base de
pisco peruano, crema de cacao, azúcar y crema de leche—, un
simpático y regordete poeta porteño se solazaba escuchando a
la orquesta de Pontier. Era Cátulo Castillo. Afable y
emotivo, aceptó revisar su block de recuerdos.
"Este local —subrayó— fue el más famoso de su época, y ocupó
el lugar del viejo Armenonville, de la década del 20, y el
del Royale, donde actuaban Francisco Canaro y la negrita
Azucena Maizani, cuando la llamaban Azabache por la melenita
negra que usaba. El esplendor del Marabú se vivió entre el
40 y el 48, y las dos más famosas orquestas que pasaron por
aquí fueron las de Troilo y de Carlos Di Sarli. Yo venía con
la barra de Pichuco, porque donde estaba el Gordo estábamos
nosotros".
La evocación parece encender la mirada del viejo vate. "La
barra la formábamos Pepe Razzano, César Bedani (el autor de
"Adiós muchachos"). Enrique Cadícamo, Discepolín y yo.
Pichuco era un número caro, pero chupábamos tanto que a fin
de mes siempre teníamos deudas. Y eso que la copa costaba
tres pesos. Pero todo el mundo firme, porque si tocaba
Pichuco esto era una fiesta".
El Marabú fue, hay que destacarlo, el sitio en el cual
Troilo más actuó, justamente con el desaparecido Tibidabo,
sobre la calle Corrientes. "Y aquí fue donde el Gordo
conoció a Zita, quien sería su mujer y compañera. Le ocurrió
lo que a muchos solteritos de entonces, porque el Marabú era
una especie de club casamentero. Florentino también conoció
aquí a la mujer de su vida, una muchacha a la que conocíamos
como La Gitana. No sé, mire, era otra época". Ciertamente,
el pasado es una memoria tierna y agridulce. "¿Y sabe la que
se mandó una vez Discepolín? —pregunta Cátulo Castillo—. Era
flaquito como un escarbadientes. Una noche Pichuco le
insistió tanto para que visitara a un médico y se hiciera
inyectar vitaminas, que el día siguiente Discepolín se
acercó a saludarlo al escenario, sonriente, y cuando el
Gordo le preguntó cuándo y dónde se pondría las inyecciones,
Enrique le respondió: Ahora, Gordo, pero la macana es que el
médico me encontró tan esquelético que me van a pinchar en
la solapa del saco".
Finalmente, cuando al cabo de varias jornadas de recorrer
las mesas del remozado cabaret porteño —y de concretar un
reportaje a Julio De Caro (ver recuadro)—, llegó el momento
de la despedida, don Cátulo, con los ojos entornados,
redondeó: "Esta reapertura es como quitarle la desolación a
Buenos Aires. ¿Usted se imagina a París sin el Moulin Rouge?
Es bueno que se reabran estos cabarets. Porque si la piqueta
se los sigue llevando, los duendes de nuestra noche se
morirán sin remedio".
RECUADRO
UN MONTON DE COSAS POR TRES MANGOS
Enfermo desde hace varios meses, mantiene sin embargo una
lucidez envidiable. A los 76 años Julio de Caro es una
figura tan sinónima del tango que no podía omitírsela en una
nota evocativa del Marabú. A la invitación formulada por el
cronista para un encuentro en el redivivo cabaret, el
veterano maestro no pudo más que agradecerla cordialmente
explicando que, por prescripción me dice, debe guardar
reposo. "Compréndame, amigo, ya no estoy para esos trotes",
se excusó, convocando al cronista a charlar a su domicilio.
"Yo inauguré el Chantecler, ahí en Corrientes y Paraná, así
que vea si le puedo hablar de la noche porteña —se ufanó,
repantigándose en un mullido sillón—. Pero entre los
principales templos nocturnos se contaba, sin duda, el
Marabú. Había una especie de puja tanguera entre los más
grandes de la época, y ahí asistían hasta los más
caracterizados jóvenes de la alta sociedad porteña. Y le doy
un dato: sus precios eran, con todo, sumamente accesibles,
de manera que podía ir todo el mundo y no sólo los que
tenían la guita de Onassis".
También habitué de aquellas veladas —treinta años atrás—,
aunque nunca actuó allí, De Caro se jacta de haber
concurrido "como un simple ciudadano". Y agregó, durante la
charla: "Iba mucha gente, y como también actuaban orquestas
de jazz, se armaban unas disputas sensacionales entre las
hinchadas de uno u otro ritmo. Recuerdo que una vez fue un
erudito amante del jazz y pretendió interrumpir la actuación
de Di Sarli, que ese día se había extendido por el
entusiasmo del público y ya iba como por el décimo bis. Los
jazzeros empezaron a abuchearlo y, bueno, se imagina la que
se armó. Hasta los mozos estaban del lado tanguera. Se
tuvieron que ir y esa noche hubo tango hasta el amanecer".
Otro aspecto que De Caro rescata de entre sus recuerdos, es
la existencia de alternadoras. "Cómo olvidarlas —se
emocionó, cerrando los ojos—; mire, se venían de a dos, como
amigas y muy bien vestidas, y uno no las distinguía de
cualquier dama de la sociedad. Con sombreros y todo, sólo
los habitués sabíamos quiénes eran. Y eran fenómenas para
hacer gastar guita a la gente.
Y eso que la copa costaba tres mangos, y con ese dinero uno
podía desayunar, almorzar, merendar, cenar, comprar el
diario, puchos y todavía le quedaban unos centavos para dar
propinas. Pero uno no se fijaba en eso. Recuerdo una vez,
que estábamos en barra junto a Francisco Lomuto, allá por el
41 más o menos. Tocaba D'Arienzo y en nuestra mesa estaban
Discépolo y Razzano. Entonces entraron dos hermosas coperas,
muy a la moda, y Pancho Lomuto se embaló y las invitó a la
mesa. Se ensartó. Discepolín, que se las conocía todas, meta
hacer señas a Pancho, pero éste estaba tan metejoneado que
no veía nada. Bueno, el chiste le salió como quinientos
pesos. Nunca dejamos de cargarlo por ese asunto"
Entre los asistentes a aquellas jornadas —no faltaban, según
De Caro, las rivalidades entre los hinchas de Troilo y los
de Di Sarli— se contaban personajes de todos los ambientes:
"Iris Marga. Mercedes Simone, Homero Manzi, Tita Merello,
José María Contursi, La Negra Bozán, qué sé yo, todos. Pero
no sé, pareciera que la vida lo fue terminando al Marabú. Yo
estuve por última vez en 1950 y ya se comentaba que la cosa
estaba fea. Después supe que el cabaret tuvo una agonia
triste, por asuntos impositivos, decían. Pero yo ya no
quería mirar lo que pasaba. Me entristecía mucho, tanto como
ahora me alegra este reencuentro. Es una lástima que yo no
pueda ir, ¿no le parece?".
Gabriel Coca
Oscar Giardinelli
Fotos: Carlos Campos
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Enrique Mario Francini y Gogó Andreu
María Esther Gamas y Alfredo Alaria
Juan D'arienzo
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Julio De Caro
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