Nacha contra todos Volver al índice
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Un templo de la revista porteña se agita en estos días con un vértigo inédito: las canciones de Nacha Guevara vuelcan, sobre el público que escucha azorado, su carga de pólvora y buen humor

La noche del pasado 29 de abril, Buenos Aires se regodeó —como todas las temporadas— con un ritual pagano canonizado por la traición, con un burbujeo quizás más melancólico que audaz. Los porteños, o los provincianos de paso por la metrópoli que optaron por oficiar la ceremonia fuera del marco de la calle Corrientes, dieron un rodeo por Esmeralda y allí tropezaron con una marquesina: "¡El Maipo está piantao!", proclamaba uno de los santuarios de la noche porteña. Una vez más, el show revisteril prendía la mecha de una artillería con mujeres tachonadas por lentejuelas, tules y plumas; Nélida Roca volvía por sus fueros, tras dos años de ausencia, y contaba para ello con la complicidad de Francisco Marafiotti y su orquesta, los chascarrillos de Don Pelele, Jorge Luz o Dringue Farías, los mohines de Norma y Mimí Pons. Una ecuación de erotismo y picardía —no siempre felices, comúnmente obvios— se proponía conmover a un público que nunca exigió más.
Sin embargo, los habitués a la pasarela iban a llevarse una sorpresa mayúscula. Idéntica a la inquietud que atenaceaba en su palco al zar del Maipo, Luis César Amadori. Aunque en su "nueva" revista nada había cambiado, cuando irrumpió sobre el escenario la casi esquelética figura de la show-woman Nacha Guevara, Amadori dio un brinco: "¿Y eso qué es? ¿Un marciano?", inquirió a su asistente. Sola, bañada por un único reflector, N. G. enfrentaba el mutismo desconcertado de hombres y mujeres que la veían por primera vez. Su atuendo era un aporte a la confusión: enfundada en un traje sin adornos, con la peluca de rulos de su primera época y un maquillaje espectral en el que sólo refulgían los ojos, parecía una mezcla de Greta Garbo y Olivia, la mujer de Popeye. Mientras un sudor frío poblaba la frente de Amadori, la aparición comenzó a gorjear. Fue suficiente: el zar y los espectadores fueron ganados bien pronto por su desparpajo, y una palabrota machaconamente repetida en una de las trovas hizo delirar de risa a la platea. Cuando terminó el número, la juglaresa cosechó una cerrada ovación. Algunos memoriosos querían buscar semejanzas con la negra Bozán. Amadori sonreía de oreja a oreja.
En su camarín, junto a su esposo, brillante pianista y aliado artístico Alberto Favero (25), la Guevara (en realidad, Clotilde Acevedo, 29, marplatense, dos hijos) irradiaba serenidad. Había pasado con éxito un examen difícil, pero no Ignoraba que en ese primer contacto había llegado sólo superficialmente al público maipero, que sus canciones aportan mucho más que malas palabras. Un buen comienzo, de todos modos, para quien saltó hasta allí desde el ultraelitista Instituto Di Tella, también en la capital y ahora a punto de clausurar sus puertas.
En su camarín, esa noche bautismal, un redactor de SIETE DIAS logró hilvanar un extenso reportaje con la trovadora. Además, la acompañó hasta su casa de la calle Pueyrredón, donde descubrió retazos de la vida familiar de Clotilde Acevedo ("Me puse Nacha porque me llaman así desde chica, y el apellido de mi seudónimo lo elegí cuando Guevara no era todavía un poster"). Lo que sigue es ese diálogo, marcado por dos cualidades básicas de la entrevistada: la autenticidad, la franqueza.
—Nacha Guevara pasa del sofisticado Di Tella al Maipo. ¿Eso quiere decir que este último escenario se está intelectualizando, o que Nacha se está "vedettizando"?
—Ni una cosa ni la otra. Además, me suena muy feo lo de "intelectualizarse"; no creo que el Maipo pretenda eso. Supongo que estoy acá porque se necesitaba una renovación y porque el material brindado por nosotros le viene muy bien al género revisteril: lo eleva, al darle un contenido más lúcido.
Por otro lado, es algo que ya tenía pensado hace dos años. Esta posibilidad no me tomó de sorpresa, ni tuve que consultarlo mucho con la almohada.
—Sin embargo, justo cuando cierra el Di Tella aparecés en el Maipo. ¿No tenés miedo de que te tilden de oportunista?
—Mirá: el Instituto decidió cerrar después que yo ya estaba contratada acá; además, tenía preparado un espectáculo para julio, en el Di Tella. ¿Y querés que te diga algo más?: el Maipo era la lógica consecuencia, dentro de lo que yo hago, que seguía al retablo de la calle Florida. Ya había decidido hacer comedia musical en la calle Corrientes, porque las que se hacen son pésimas. Es que lo nuestro se puede montar en el Maipo, en el Di Tella o en la cancha de River, si uno tiene la dicha —como nos ocurre a nosotros— de armar un espectáculo sin concesiones.
—Parecería que sos una de las pocas artistas capaces de hacer lo que quieren. ¿Cómo se explica eso?
—Es una larga historia. Empecé en 1962, trabajando como modelo. No hice nada demasiado importante, quizás porque llegué muy temprano al medio; es decir, estaba fuera de sincro; la época de la cosa sofisticada todavía no había llegado, y además resultaba muy flaca para el oficio. Las manequíes debían ser más rollizas que ahora, las clientes eran más gorditas y el contraste les daba bronca. En fin, yo estaba siempre "fuera del cacho". De todos modos, ese trabajo me llevó a tomar clases de teatro: cuatro años, con Juan Carlos Gené, hasta que debuté en 1965. Tenía veinticinco años, y me di un plazo. Me dije: "Si antes de cumplir los treinta no pasa nada, me dedico a las tareas domésticas o a cualquier otra cosa". Pero trabajé bastante en teatro, y dentro de las posibilidades hice papeles más o menos rescatables.
—Lo cierto es que, así como antes dejaste de ser modelo, ahora dejás de ser actriz para transformarte en cantante. ¿Por qué?
—Me di cuenta que el trabajo de actriz no es muy diferente, en el fondo, del de modelo: el actor también vende productos (ideas) que no siempre le pertenecen. El medio está tan envilecido y comercializado que plantea casi como única posibilidad la de ser un actor más o menos mediocre. No hay otra salida. Y uno nunca se propone ser un mediocre, claro. La realidad se encargará de eso.
—¿Y para escapar de esa trampa elegiste la canción?
—En cierto modo, sí. Un día descubrí a Georges Brassens, cuyas creaciones eran algo muy distinto de lo que escuchábamos siempre. Empecé a pensar que aquí se podía hacer algo así, y hablé de eso con muchos poetas argentinos: Urondo, del Peral, Fernández Moreno, Jitrik. Pero conseguí muy poco material: en dos años, sólo una canción. Quizás porque no supe explicarme bien, o porque ellos no manejaban bien, el género, muy difícil: una obra cortita, que sea clara, poética y diga lo que no se cuenta en las canciones de todos los días. Trabajosamente junté diez o doce temas, con los que di un recital en el teatro Payró, de la capital. Esa tarde, me di cuenta que por primera vez había estado cómoda sobre un escenario.
—¿Qué es lo que tenés en cuenta cuando elegís una canción?
—Por una que elijo, debo desechar diez o veinte. Primero, tiene que narrar algo cierto; segundo, decirlo con claridad; tercero, salpicar humor. Esta última condición puede ser borrada si es un tema realmente demoledor, como los de María Elena Walsh. Pero lo otro no: decir la verdad y claramente.
—¿Hasta qué punto podés ser leal a ese estilo? ¿Qué limites te imponés o te imponen?
—Los límites que yo pongo son los justos como para poder seguir trabajando. Con Anastasia Querida nos guiamos por ese metro: si nos pasábamos, y nos cerraban el teatro, era una estupidez, ya que así nadie podría verla. Pero hasta hoy siempre pude decir mis cosas; claro, no sé si en un teatro como el Astral —por ejemplo— sería lo mismo. En ese caso, ante una presión que me hiciera irrespirable la atmósfera, pienso que no encararía ningún trabajo similar, o que agarraría las valijas para irme al interior o al extranjero, no sé; pero no intentaría nada lateral al canto, porque forzosamente llegaría al mismo punto. Salvo que hiciera tiras de televisión. Pero antes, realmente prefiero ir a criar chanchos.
—¿Todo eso implica que Nacha es una artista comprometida? ...
(Se encrespa, contenta de recoger el guante.)
—Creo que todos los artistas, se lo propongan o no, asumen un compromiso. Le ocurre a Palito Ortega, a Sandro y a Jorge Luis Borges. Palito no debe tener claro cuál es su compromiso, eso es seguro; sin embargo, está comprometido con una clase social que lo apoya para que siga envileciendo a la otra clase de la que surgió. Y ése es el peor compromiso que pueda tener una persona. Yo trato de lograr que la gente piense, lo que no significa que sea una maestra ciruela o que derrame panfletos desde la escena; simplemente, apelo a la veta más humana e inteligente del espectador, en lugar de cantar La chevecha o Todo va mejor con Coca Cola, que son lo mismo. En una palabra, quiero que la gente nueva la croqueta.
—¿Qué es lo que más te importa de todo lo que ocurre en el mundo y qué hacés, con tus medios, para que eso no ocurra?
—Todo lo que sucede me interesa, pero con diferentes matices: más que los paseos por la Luna, me preocupa que en Tucumán haya argentinos que deben hacer cola junto a una olla popular para comer un caldo infecto. Pero fijate: al pueblo norteamericano le era imposible comprender que en Vietnam se estaba cometiendo una matanza. Hasta que apareció un fotógrafo y mostró fotos de niños bombardeados con napalm. A partir de ese momento, el pueblo norteamericano comenzó a tomar conciencia concreta, viva, de lo que está sucediendo en Indochina. Cuando yo hago canciones que de algún modo son populares —no sólo porque las consume mucha gente, sino porque pueden consumirlas muchos más— y apelo a todos los medios que ayudan a pensar en concreto, esa actividad permite que la gente avance hacia una visión más concreta de la realidad que la envuelve. Naturalmente, no es una actividad subversiva ni revolucionaria; tampoco pretende serlo, pero es una función que pueden cumplir el periodismo y el arte.
—¿Cuáles son las cosas que le irritan?
—¡Un montón! La mojigatería, todo ese revuelo hipócrita desatado por el pelo largo, o la estupidez de los vendedores que sacan mi disco de la vidriera porque en la tapa aparezco sentada en un inodoro; toda esa cosa terrible de que cuando vamos por la calle con mi marido, porque no lleva corbata, la policía nos pare en la puerta del Maipo para ver quiénes somos. Uno está harto de que lo traten como asaltante en todos lados.
(A continuación, Nacha desgrana un vademécum de opiniones tan irreverentes como personales y, obviamente, maduradas.)
Me dan mucha bronca las mentiras, las cosas que no están claras: Sandro es espantoso, lamentable, pero está claro que es así; no creo que los periodistas auténticos hayan dicho jamás que es un poeta o un creador. Pero a Horacio Ferrer, que es un mistificador, y un versificador macarrónico, sí lo han encumbrado. En el cine ocurre lo mismo: lo que hace Armando Bo es deleznable, pero es peor el engendro de Torre Nilson cuando fabrica El Santo de la Espada, ciñéndose a la historia de Grosso; tergiversa muchas cosas, bajo la apariencia de una obra de arte. A veces dan ganas de colocar alguna bombita, ¿no? Claro que no voy a decirte dónde la pondría ... Por supuesto, es una broma: no creo en las bombas; pienso que mejores canciones, un cine y una literatura mejor, son las únicas bombas con las que se podrá conseguir algo positivo. Al menos, desterrar a los que mienten en arte.
Para Nacha, un ejemplo de artista popular serio puede extraerse de Atahualpa Yupanqui, "que supo conjugar elementos reales, claros, poéticos. Lo admiro profundamente, como a Discépolo. También Edmundo Rivero es un gran intérprete; me conmueve escucharlo y hace muy bien su trabajo. La Merello me gusta, aunque por momentos se pasa de rosca: si además de su calidad humana tuviera una ubicación más clara frente a la realidad, pienso que sería una tipa sensacional. Blackie, que por ahí tiene desenchufes terribles, me parece una mujer cálida, y muy inteligente. Todos ellos están muy bien plantados en lo suyo, están muy convencidos de lo que hacen. Es cierto que también debe estarlo Sandro. Pero, ¿a qué nivel? ¿En qué nivel de su mate y de su cosa humana cree? Cree neuróticamente, como puede creer un loco, aunque llore
y se desangre. No es algo profundo, ni conoce las motivaciones de lo que está haciendo".
Reconoce que no tiene imitadores, aunque en esa fiebre de versificar letras con palabras gruesas pueda detectarse a varios. "Éxito, en nuestro medio, no son 30 mil espectadores en el Di Tella, sino 100 mil ó 200 mil en el Maipo. Quizás a partir de eso surjan los imitadores, aunque esa palabra es deleznable: a mí me gustaría, sí, que saliera gente que prosiga en este género; si muere aquí, es que no sirve".
No menos estrepitosos son los juicios de su otro yo, Clotilde Acevedo: le preocupa, claro, la formación de sus hijos, y aunque se declara "firme partidaria de la educación estatal, tuve que ceder: es increíble la mentalidad de los maestros; no sé si es porque les pagan muy poco, pero transmiten su mufa a los chicos. Por ejemplo, Ariel no podía ir en zapatillas a la escuela, una prohibición que contradice a la ley 1.420. Del pelo, ni hablar: tienen una fijación con eso; tengo noticias de que en una escuela de Palermo se presentó la policía y rapó a los chicos de tercer grado. Es algo similar a la Gestapo, desgraciadamente. Y eso que en cada aula, una enorme lámina con la figura de San Martín lo muestra ondeando sus patillas y rulos. ¿Vamos a pensar, por eso, que San Martín era homosexual?"
Un viejo y descomunal reloj de estación ferroviaria, que decora el living del departamento, marca las tres de la madrugada. Desde el dormitorio llega el llanto de Gastón, el menor de los chicos. Nacha, la mujer capaz de alterar conciencias con sus novedosos silabeos musicales, interrumpe la charla y corre junto a la cama del pequeño. Entonces, se pone a entonar un tierno, convencional arrorró, hasta que Gastón vuelve a dormirse.
MANUEL CALDEIRO
Revista Siete Días Ilustrados
18.05.1970

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Nacha Guevara y Favero
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Nacha Guevara
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Nacha Guevara y su hijo
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