Revista Panorama
noviembre 1964 |
Historia personal de los militares que desobedecieron al
presidente para salvar la legalidad
El general fumaba ávidamente. El general nunca grita, mueve
las manos con suavidad pero, cuando fuma, parece clavar los
dientes en el cigarrillo. Ese día, en setiembre de 1962, ya
nadie hablaba en la sala del comando; las órdenes habían
sido dictadas, casi deletreadas por la voz calmosa del
general y, después de eso, después de toda la noche y el día
anterior y todas las tacitas de café apiladas en los
rincones y los cigarrillos pisoteados en los ceniceros, una
especie de sopor abrumaba a los oficiales. Sonó un teléfono
pero el general no se movió.
—El presidente, mi general.
El general tomó el teléfono con la punta de los dedos.
—He cambiado de idea —dijo la voz del presidente—; prefiero
esperar.
El general arrimó mucho la boca al teléfono, rozaba casi el
micrófono con sus bigotes.
—Ya he dado las órdenes, señor —dijo el general. Escuchó,
todavía, pero solo oyó la respiración del presidente,
después un chasquido y el zumbido hueco de la línea. Dejó el
teléfono y apoyó las manos sobre las rodillas: el general
piensa que los buenos oficiales no deben ser gordos y deben
tener los reflejos rápidos, obedecer en el acto, como un
resorte que se suelta; pensó, en ese momento, que por
primera vez en su carrera militar debía desobedecer a su
jefe inmediato y que, ahora, su jefe inmediato era el
presidente de la República.
—Ahora hay que desobedecerle —dijo el general Onganía—. A
esto se ha llegado.
A eso se había llegado mucho antes, en realidad.
El proceso había corrido tanto que ahora, en la primavera de
1962, pocos creían, en la Argentina, que los militares
volverían alguna vez a someterse al poder civil.
Aun cuando las fuerzas ya se habían definido dentro del
Ejército en favor del más estricto legalismo, después de los
sucesos de setiembre de 1962 y abril de 1963, una encuesta
ordenada por Panorama (ver Nº 1) revelaba que el 42 por
ciento de los argentinos no creía que se respetarían los
resultados de las elecciones anunciadas para julio de ese
año.
Un alto porcentaje sospechaba que, en todo caso, mediante
maniobras previas o posteriores al acto electoral, la banda
presidencial terminaría por caer sobre los hombros de
Onganía.
Las elecciones se cumplieron en julio de 1963 y, como se
sabe, fue un médico bonaerense radicado en Córdoba —no un
general nacido en Marcos Paz hace 50 años— quien el 12 de
octubre asumió la presidencia. El mes pasado, cuando se
cumplía un año de gobierno constitucional ejercido sin
presiones militares, el teniente general Onganía recibió en
su despacho de la Secretaría de Guerra a un visitante civil.
Onganía habla muy poco; de modo que cuando carraspea, sus
interlocutores, instintivamente, hacen silencio. Ese día se
detuvo junto a la ventana y llamó a su visitante; le señaló
la calle, cinco pisos más abajo. "Vea —dijo el general— mire
la gente, señor. Gente bien vestida, dinámica, con caras de
inteligentes. ¿Sabe cuántos libros, diarios, revistas se
venden en Buenos Aires? Allí tengo las cifras: es
impresionante. Yo me pregunto: ¿Cómo es posible que alguien
quiera treparse encima de este pueblo culto, que alguien
pretenda dominar a estas gentes?".
Sin excusas
Este año, el comandante en jefe del Ejército y el comandante
en jefe de las fuerzas de Aire, Mar y Tierra —esto es, el
presidente de la Nación— se vieron solo en contadas
oportunidades, fuera de las recepciones y actos oficiales.
No hubo reuniones de madrugada en la Quinta de Olivos ni
laboriosas conferencias de generales para redactar
memorándums. En cambio, los ingenieros militares
construyeron obras públicas (policlínicos, escuelas) que
ahorraron al Estado más de 360 millones de pesos (un millón
por día) y 48 puentes, líneas telefónicas y telegráficas, un
canal de riego en Jujuy, casi 400 kilómetros de caminos.
Sobre el escritorio de un joven capitán que en Campo de
Mayo, además de sus actividades específicas, enseña a leer y
escribir a los conscriptos analfabetos, un redactor de
Panorama descubrió, prolijamente enmarcada, esta cita de
Frank Lloyd Wright: "Los hombres se miden por lo que hacen
cuando no tienen nada que hacer". Aquel capitán cree que los
militares se miden por lo que hacen cuando no tienen que
luchar, cuando —según sus palabras— "no tenemos la excusa de
una guerra".
Después de un año de gobierno sin planteamientos, a casi dos
años desde la última vez que los tanques salieron para otra
cosa que para desfilar, esa nueva mentalidad —la mentalidad
del capitán que en sus ratos libres enseña a leer y escribir
a los conscriptos— parece estar cambiando la imagen
amenazadora que los argentinos tenían de sus propias fuerzas
armadas. Evidentemente, es difícil creer que el general que
hace un año pudo hacerse plebiscitar (cuando se le ofreció
la candidatura por el Frente Nacional, con apoyo peronista)
esté ahora dispuesto a derrocar al gobierno cuya elección él
mismo hizo posible. "Onganía —explican sus íntimos—
pertenece a una clase de militar muy rara en América latina;
no cree que el grado de presidente sea el más alto del
escalafón militar".
Pero nadie ha conseguido todavía explicar acabadamente
quiénes son, cómo son, estos extraños militares que
devolvieron a los civiles la capacidad de gobernarse a sí
mismos.
Cuando se trata de encontrar un común denominador para
definir al equipo de jefes y oficiales que rodean a Juan
Carlos Onganía, la primera explicación que se recibe es bien
sencilla : "Son profesionales químicamente puros". Además,
algunos de ellos son herederos de las viejas tradiciones de
la caballería. Precisamente, uno de los sectores de las
fuerzas armadas argentinas que tienen más tradición de
rebeldía ante las injusticias, y gran espíritu de cuerpo, es
la caballería. Desde las históricas logias que integraron
oficiales de caballería tan notorios como José de San
Martín, durante las guerras de la Independencia, hasta
intentos más actuales y más discutidos (bajo el gobierno de
Arturo Frondizi se acusó al entonces subsecretario de
Guerra, el coronel de caballería Manuel Raimundes, de haber
fundado una logia llamada "del Dragón Verde") los oficiales
de a caballo han sido siempre observados, respetados, y
muchas veces admirados por sus colegas.
Caballos y tanques
Ciertamente, desde que el ejército acrecentó su poder
combativo con la inclusión de tanques, su peso se hizo
decisivo sobre el mapa de los factores de poder. "Sacar los
tanques a la calle" se convirtió así, en los últimos años,
en expresión equivalente a "tomar el gobierno". Y el grueso
de las unidades blindadas fue quedando, orgánicamente, bajo
el control de los jefes de caballería.
Fue precisamente un hombre formado en la caballería, el
general Benjamín Menéndez, el primero que se sublevó, con un
sector de las fuerzas armadas, en 1951, contra Juan Perón.
En la: filas del rebelde Menéndez había muchos hombres que
ahora son parte de los mandos de Juan Carlos Onganía: por
ejemplo, el actual Jefe de Campo de Mayo, Alejandro Lanusse,
un recio general que es muy querido por sus hombres, fue un
permanente dolor de cabeza para las autoridades peronistas
cuando lo tuvieron preso en la cárcel de Rawson, después del
alzamiento de 1951. Otro, el coronel Julio Aguirre (actual
director de la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral;
asesor político de varios sucesivos secretarios de Guerra,
fue, quizás, el primer oficial que se alzó, al menos
simbólicamente, contra Perón: ya en 1946, cuando prestaba
servicio en el regimiento 4 de Zapala, fue arrestado por
quemar un retrato del dictador. Después del 51, Aguirre
debió pasar a retiro y se ganó la vida vendiendo seguros de
vida; entre sus asegurados se contó, curiosamente, un
abogado rionegrino con quien el militar volvería a
encontrarse: el doctor José María Guido.
Sin embargo, como se sabe, no fueron los hombres de la
caballería quienes ocuparon el poder después de la
revolución de 1955, del mismo modo que no fue San Martín
quien asumió el gobierno después de la campaña libertadora,
de la misma manera que no fueron los tanquistas quienes
ocuparon el despacho presidencial después de imponerse por
las armas en setiembre del 62 y en abril del 63.
Guerra y política
En esto parece haber algo de tradición y una cierta
resistencia a mezclarse, como no sea por necesidad extrema,
con lo que es "tarea civil" a juicio de estos hombres:
gobernar. El general Osiris Villegas, que fue en nombre del
Ejército el general que condujo desde el Ministerio del
Interior uno de los procesos preelectorales más difíciles de
la historia argentina, mostró en todo momento una empecinada
resistencia a contaminarse con las sutiles tensiones que lo
rodeaban.
Bien a la vista, donde ninguno de sus visitantes pudiera
dejar de verla, Villegas tenía una cita de un célebre
tanquista, el mariscal Montgomery: "El período más difícil
de mi vida militar fue cuando, elevado a las más altas
jerarquías, tuve que luchar con políticos. En la guerra uno
sabe si gana o pierde. Pero cuando se lucha con políticos,
uno cree que está ganando e inesperadamente descubre que ha
perdido. Los jefes militares del futuro deben aprender a
librar ambas clases de batallas, si quieren ser dignos de
sus jerarquías castrenses".
Ahora, los mandos naturales del Ejército —esto es, la línea
jerárquica que encabeza Onganía— cuentan con el respaldo
entusiasta de la enorme mayoría de los jefes y oficiales.
Sintomáticamente, ese respaldo es más vigoroso entre los más
jóvenes, entre los menos contaminados por las luchas
intestinas; y, cosa que por razones políticas no sucedió
durante varios años en el ejército argentino, los mismos
soldados están aprendiendo a respetar y admirar a sus
oficiales.
Esto es cada vez más visible desde la crisis de septiembre
de 1962: claramente, el espíritu legalista y profesionalista
rebasó los límites de cualquier sector interno del Ejército.
Ahora, todos los jefes, aunque muchos de ellos provienen de
la altiva caballería, insisten en hacer notar que cargar
todos los méritos a ese arma sería tan injusto como
inexacto; lápiz y papel en mano, prueban cómo, sin el apoyo
de los infantes y de los artilleros, así como de ciertos
vitales batallones de comunicaciones, los legalistas
hubieran podido ser aplastados en las últimas crisis: "Si
usted busca una definición —dijo un oficial tanquista— hable
de capacidad profesional, hable de los oficiales de todas
las armas que, por sobre todas las cosas, quieren un
Ejército verdaderamente moderno y eficaz. No para someter al
país, sino para defenderlo".
Pruebas evidentes de ese nuevo clima lo ofrecieron en las
calles de Buenos Aires los conscriptos y los suboficiales
que llegaron en abril de 1963 con los tanques del coronel
Alcides López Aufranc.
Los adversarios de Onganía decían, en otras épocas, que "los
de caballería" intentaban jugar dentro del Ejército un rol
parecido al que la tradición popular adjudica a los jesuitas
dentro de la Iglesia: ser siempre los más hábiles y los de
mayor prestigio y, de ese modo, imponer su poder. Si esta
acusación tiene algo de verdad, el tanquista López Aufranc
podría ser tomado como prototipo del núcleo de jefes que
ahora están dando una nueva imagen del Ejército Argentino.
López Aufranc, un hombre elegante y un poco displicente, de
una severidad implacable para con los indisciplinados,
propietario de una impresionante biblioteca y literalmente
idolatrado por sus subordinados fue, cuando cadete, una
figura obsesionante para sus compañeros. Monótonamente, mes
tras mes y año tras año, López Aufranc (le llamaban "el
príncipe" por su desdeñosa apostura) fue el mejor alumno de
su camada; ya oficial, obtuvo en la Escuela de Guerra de
Francia una medalla de oro de las que hay pocas decenas
otorgadas en todo el mundo.
Después de los operativos de abril de 1963, los agregados
militares de las principales embajadas extranjeras de Buenos
Aires tuvieron que llenar muchas carillas con sus informes
sobre los movimientos de los tanques de López Aufranc: casi
incrédulos, los observadores informaron cómo, después de un
bombardeo que arrasó su base (el jefe tanquista no contaba
con protección aérea) López Aufranc pudo, sin embargo,
avanzar con sus columnas, llegar a los objetivos fijados con
casi diez horas de anticipación, y desatar una
contraofensiva despiadada.
Puertas adentro
Es inocultable que todos los principales jefes y oficiales
que secundan a Onganía ponen un énfasis casi mono-maníaco en
el tema eficiencia profesional. El 99 por ciento de los
jefes actuales son brillantes oficiales de Estado Mayor y
casi todos han seguido difíciles cursos en la Escuela
Superior de Guerra y en las principales academias militares
de Europa y EE.UU. Antes de los sucesos de setiembre del 62,
precisamente, casi todos ellos eran profesores o alumnos de
la E.S.G. y fue allí, en la Escuela Superior de Guerra y en
el Estado Mayor General del Ejército donde se arrinconaba el
mayor foco "legalista"; todos ellos fueron arrestados días
antes del levantamiento de Campo de Mayo y, en esos
momentos, las principales reuniones del sector legalista se
hicieron en el departamento del general Julio Alsogaray, en
la calle Aráoz de Buenos Aires, donde el general sufría un
arresto domiciliario.
Otro factor que estos hombres subrayan obsesivamente es la
extrema rigidez de las normas que, a su juicio, deben
imperar en la vida privada de los oficiales. Onganía, por
ejemplo, cree sinceramente que, en su casa, es aun más
severo que en el cuartel, aunque sus amigos ponen en duda
que su severidad se haga extensiva a los nietos (tiene
cinco, "que pronto, si Dios quiere, serán seis") ; cuando
nació el primero, el general, entonces jefe del
acantonamiento de Campo de Mayo, solía pasearse por los
cuarteles con el chico en brazos. De todos modos, hasta sus
más enconados adversarios admiten que este general
cincuentón y silencioso ("En un mundo que ha perdido el
hábito de escuchar, prefiero oír y equivocarme menos", dice)
es cabeza de un hogar ejemplar. Todos estos hombres son
católicos militantes, padres de proles numerosas, celosos de
la intimidad de sus hogares, lectores apasionados de
historia y tratados de estrategia; coincidentemente, casi
todos tienen en sus casas grandes perrazos de raza (los de
Onganía se llaman «Topsi» y «Goliat de los aromos»), son
entusiastas de la caza (el general Villegas organiza
verdaderos safaris) y, ciertamente, de todos los deportes de
a caballo, en especial el polo.
Ya todos ellos son reposados hombres maduros, pero que hacen
un culto permanente del valor personal. Esta es una pieza
sumamente importante en sus estructuras mentales. Onganía lo
explica así: cuenta que una vez, de muchacho, se echó a
cruzar a nado el río Gualeguay. Cuando llegó a la mitad de
la corriente, tuvo miedo: entonces su mente se nubló y no
supo si continuar hasta la otra orilla o regresar;
finalmente, regresó. Con el mismo esfuerzo podría haber
llegado hasta la meta: ya en la orilla, descubrió la
vergüenza y la estupidez de haberse vuelto y comprendió,
dice, que hay que vencer el miedo porque "es el padre de
todas las tonterías".
Durante este año, mientras en los cuarteles, además de
aprender a defender a la Patria, se enseña a leer y
escribir, no han sido pocos quienes han insistido en una
pregunta cuya respuesta podría cerrar el panorama: ¿Hasta
cuándo y hasta dónde estos hombres son legalistas?
El mismo comandante en jefe dio una buena respuesta en uno
de sus pocos y a veces enigmáticos discursos: "El deber de
obediencia —dijo Onganía durante su exposición en la
Conferencia de Ejércitos Americanos, realizada últimamente
en West Point— habrá dejado de tener vigencia absoluta si se
produce, al amparo de ideologías exóticas, un desborde de
autoridad que signifique la conculcación de los principios
básicos del sistema republicano de gobierno, o un violento
trastrocamiento en el equilibrio e independencia de los
poderes, o un ejercicio de la potestad constitucional que
presuponga la cancelación de las libertades y derechos de
los ciudadanos. En emergencias de esta índole, las
instituciones armadas no podrán mantenerse impasibles".
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De puertas adentro: El general Villegas casado, 49 años,
tres hijas, es hombre de decisiones audaces. En septiembre
del 62, algunas tropas a su mondo se le fugaron para unirse
a los rebeldes; Villegas tomó una avioneta de un aeroclub y
personalmente, con la mano, bombardeó a los desertores. El
general Lanusse tiene fama de vehemente pero sus
subordinados lo siguen con entusiasmo: "El «hombre de las
nieves» —dicen— es un auténtico jefe". Tiene nueve hijos y
siempre lleva consigo un cuaderno donde anotaba, cuando
estaba preso por los peronistas en Rawson, sus reflexiones y
sus proyectos para el futuro. El general Alsogaray (en lo
foto, con uno de sus dos hijos) también estuvo cuatro años
preso en Rawson, tiempo que aprovechó para estudiar inglés,
filosofía y economía. Cuando cadete, por el ancho de sus
espaldas, los camaradas le llamaban "el petiso Anchorena"
(en aquel tiempo, medía un metro cincuenta y siete de
estatura).
El corone! Aguirre inaugura una escuelita apadrinada por la
Escuela de Suboficiales Sargento Cabral. Aguirre tiene dos
hermanos militares y los tres lucharon contra el peronismo:
uno fue preso, otro debió exilarse y el tercero pasar a
retiro y ganarse la vida como asegurador. El coronel López
Aufranc (en la foto, con casco de tanquista) es, tal vez,
uno de los jefes más brillantes desde el punto de vista
profesional. Está casado con una nieta del editor Jacobo
Peuser y tiene dos hijos. En la Escuela Superior de Guerra
de Francia le fue otorgada a López Aufranc una medalla de
oro de la cual hay pocos ejemplares en todo el mundo. |
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Onganía
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