Revista Redacción
diciembre 1974 |
Perón no pensaba en un peronismo que no estuviera apoyado
por el sufragio popular. Para lograr que se votara impulsó,
con Ricardo Balbín, la creación de La Hora del Pueblo.
Después de tres años de la aparición de ese nucleamiento se
plantea con toda claridad si la filosofía que lo animó sigue
vigente.
No dejaría de estarlo, por supuesto, por la dureza de una
contienda electoral, sino por la renuncia a los
procedimientos que allí se establecieron. Para algunos, la
amistad entre el peronismo y el radicalismo fue interrumpida
después de la muerte de Perón, pero sin que exista una
ruptura definitiva.
Para otros se han producido cambios de línea mucho más
profundos de lo que parecen.
DESDE la época en que era mayor del Ejército y profesor de
Historia Militar, en los cursos para tenientes de la Escuela
Superior de Guerra, Juan Domingo Perón introdujo los temas
centrales de su pensamiento a través de la parábola. También
cuando se detuvo su vida, el 1º de julio de 1974, en la
residencia de Olivos, pareció que una tremenda parábola se
impusiera al país, fracturando en dos partes exactamente
iguales a este año decisivo, como si terminara el ciclo en
que trató de lograrse que la República dejara de estar
dividida contra sí misma.
El 11 de marzo de 1973, la fórmula Héctor J. Cámpora-Vicente
Solano Lima superó el 49 por ciento de los sufragios
hábiles. Era la mitad del país. Luego, es cierto, el 23 de
setiembre, el general Juan Domingo Perón se acercó al 62 por
ciento de los sufragios pero esos votos adicionales —un 12 %
del total— se sumaron tras su poderosa personalidad, tras la
seguridad de una victoria descontable de antemano, tras el
apoyo técnico-estratégico de sectores opositores (como la
Alianza Popular Revolucionaria), tras el oportunismo de
algunos sectores y tras la búsqueda de orden que se
manifestaba en otros.
En la instancia decisiva, seis meses atrás, la mitad del
país había votado por el peronismo, como el 24 de febrero de
1946. La otra mitad del país se había dispersado. Pero la
Unión Cívica Radical, totalizando a su vez tantos votos como
todos los otros partidos opositores juntos, había reafirmado
el liderazgo inequívoco que mantenía en el campo
no-peronista.
Ese liderazgo radical no se debía solamente a un problema de
tipo cuantitativo. La Unión Cívica Radical es el único
partido organizado, de raíz histórica y coherencia
programática, que se presentó y se presenta como alternativa
política directa al peronismo. Francisco Manrique pudo tener
muchos votos, concentrar en su campaña distintas
expectativas, sumar el aporte de numerosos caudillos
provinciales, pero nunca llegó a expresar una línea
ideológica profunda del país. La prueba está, por ejemplo,
en las elecciones universitarias de estas semanas: más de un
25 % para los jóvenes peronistas de las regionales; cerca de
un 20 % para los radicales; cerca de otro 20 % para el
centro-izquierda del Movimiento Nacional Reformista y luego,
desgranándose, los sufragios por otros sectores.
Luego viene la izquierda: cerca de un millón de votos, en
conjunto, la mayoría de los cuales fueron en marzo de 1973
hacia la Alianza Popular Revolucionaria. Allí hay ideología,
organización, estructuras políticas ,y culturales. Pero, en
la presente coyuntura argentina, ese millón de
izquierdistas, sobre doce millones de ciudadanos, no está en
condiciones de transformarse en opción al peronismo.
La política, entonces, se clarificó en la práctica. El
primero de enero de 1974 encontró a Perón, por una parte,
como líder del justicialismo, y —con otras características,
por supuesto— a Ricardo Balbín, una especie de jefe del
"Club de los 8", luego "Club de los 9" o bloque de
centro-izquierda, como jefe de la oposición, como
interlocutor del país no-peronista ante el país peronista.
Es interesante consignar que, en numerosas conferencias
multisectoriales y multipartidarias, Ricardo Balbín pareció
expresar no solamente el pensamiento de los nueve partidos
de centro-izquierda (el radicalismo, los dos socialismos,
los dos Udelpa, la intransigencia, la democracia
progresista, los revolucionarios cristianos y el comunismo)
sino, también, en forma indirecta, a quienes jamás habían
delegado en él su representación: desde el Partido Popular
Cristiano, que integra el Frente Justicialista —por
ejemplo—, hasta corrientes del centro peronista e,
involuntariamente, como resultado de las especiales
circunstancias del país, a quienes, fuera de los esquemas
político-partidistas, se habían opuesto al peronismo pero
deseaban la preservación de la legalidad democrática.
El presidente Perón eligió a Ricardo Balbín como su
interlocutor: le ofreció alguna vez, inclusive, un despacho
en la Casa de Gobierno, para que el presidente de la Nación
y el jefe opositor pudieran compartir las responsabilidades.
Balbín se negó: "De todos modos, puedo acercar a los
ministros mi opinión cuando sea necesario". "Se equivoca —le
contestó Perón, sin convencerlo—. Los ministros lo van a
escuchar si usted tiene un timbre en la Casa Rosada, y lo
van a escuchar cuando toque el timbre. No es lo mismo que
llamarlos por teléfono desde su casa".
Balbín no aceptó ese papel, que hubiera quizá terminado en
la recíproca asimilación (o en la confusión) de las dos
grandes fuerzas. Es casi seguro que Perón sabía que no
aceptaría: aun el frente interno radical hacía imposible ese
proyecto. Pero, al plantearlo, demostraba hasta donde estaba
dispuesto a llegar. Era un test.
Es que Perón había llegado de Europa con un nuevo concepto:
democracia integrada. La potencia de la Argentina, así como
la prosperidad en la Europa de posguerra, podía emerger de
una convergencia entre los cinco factores que consideraba
indispensables para la unión nacional: el partido del
gobierno, el primer partido opositor, la central empresaria.
la central obrera y las Fuerzas Armadas. Nada podría ser
importante frente a esos cinco elementos si éstos actuaban
unidos en lo fundamental. Su esquema de la Unidad Nacional
era preciso: convergencia política entre radicales y
peronistas; convergencia social a través del pacto CGT-CGE y
respaldo activo de las Fuerzas Armadas.
Si uno sólo de esos cinco elementos fallaba, la estrategia
adoptada se hacía imposible. Descartado el asentimiento
peronista: ¿podía haber unidad nacional con el radicalismo
en una oposición "a cara de perro"? ¿Podía haberla contra
los empresarios? ¿Contra los trabajadores? ¿Contra los
militares?
No hay un juicio de valor en esta sinopsis, sino descripción
objetiva de una estrategia (positiva o negativa): Perón
intentó una estrategia de amplia convergencia en lo
político, en lo económico y en lo social. Esa estrategia se
basaba en el concepto de disuasión: nadie podría intentar
nada contra un gobierno apoyado por los peronistas, por los
radicales, por los empresarios, por la CGT, por los
militares. Ensayó, así, el comienzo de una era política.
Esa estrategia explica enfrentamientos y espaldarazos. Para
llevarla adelante, necesitaba de esa (ésta) CGT y no podía
esperar otra, menos flexible al acuerdo por lo demás. Para
llevarla adelante, debía marginar a los sectores que eran
elementos irritativos para los protagonistas de esa
política.
Pero toda esa línea terminó poco después del 1º de julio,
con la muerte del general Perón. Y desde allí comenzó a
ensancharse constantemente la brecha que separaba al partido
gobernante de la principal oposición. ¿Por qué? Parece claro
que deben computarse, entre otras, las diversas causas:
a) Perón era el líder indiscutido de un movimiento
policlasista que contenía alas diferentes. Tanto la derecha
del peronismo como el ala juvenil buscaron interpretar su
política, en diversas oportunidades, antes a través de sus
deseos que mediante el simple procedimiento de leer en la
realidad. ¿Qué era realmente Perón? Los políticos son
aquello que expresan y se muestran a través de quienes lo
expresan. Aun con exclusión de la llamada Tendencia, Perón
preservaba el pluralismo, como lo demostraba la composición
de su gabinete.
Al fallecer, desapareció la oportunidad de hacer marchar
simultáneamente a las distintas alas ya que dejó de existir
quien las expresaba al mismo tiempo. En pocas semanas, la
hegemonía pasó naturalmente a manos de quienes tenían los
resortes-claves: 1º) en la estructura sindical, la Unión
Obrera Metalúrgica era el factor de poder decisivo y ya no
podía haber arbitraje entre ese sindicato y otros, más
débiles; 2º) el aparato resolutivo y asesor de la
Presidencia alcanzó por lógica mayor influencia que aquella
lograda en vida de Perón. La nueva relación de fuerzas,
necesariamente, produjo alejamientos en el sector
simétricamente debilitado: se fueron Jorge Alberto Taiana y
José Gelbard.
La nueva polarización terminó haciendo imposible también la
subsistencia del esquema universitario vigente hasta
entonces.
b) A esa altura de las cosas, el Gobierno estaba convencido
que la desaparición de Perón sería la orden de lanzamiento
para una ofensiva guerrillerista que solamente podía ser
contenida por la tremenda popularidad del Presidente. Esto
lo llevó a la adopción de medidas excepcionalmente duras, en
forma que consideró como preventiva.
c) El despunte de la lucha de tendencias, dentro del
verticalismo (movimiento del 12 de junio, intentos de
autonomía por parte de varios gobernadores), obligaron a
extraer del pasado figuras que no se habían comprometido en
las últimas querellas internas del peronismo. Pero esas
figuras, en algunos casos, hasta por razones generacionales,
no estaban preparadas sino para actuar en el estilo de un
peronismo excluyente, estilo que tuvo su apoteosis cuando el
rector de la Universidad de Buenos Aires aclaró que no
quedaba sino ser peronista o ser comunista.
d) La preocupación por los hechos de violencia
guerrillerista y la imagen de un crescendo llevaron a que
fuerzas naturalmente moderadas aceptaran en la práctica
cursos de acción que en otras circunstancias hubieran
considerado inaceptables. Esa situación también alentó a la
llamada línea dura, dentro del gobierno. Las fuerzas
moderadas, por lo demás, podían suponer que los duros debían
ser los encargados de la batalla frontal contra los otros
duros.
e) El crecimiento del radicalismo, evidente a la muerte de
Perón (y explicable por simple acto de presencia en un
momento especialmente crítico), plantearon al peronismo un
problema que todavía no parece haber solucionado: si el
partido de gobierno se maneja dentro de la lógica de un país
pluripartidista, donde un partido gobierna porque es mayoría
y la oposición espera convertirse a su vez en mayoría, la
ausencia de Perón podía llevar, a largo plazo, hacia una
nueva distribución del electorado pero, en el corto plazo,
hacia un peso mayor de los opositores.
Ahora, la situación objetiva parece empujar al radicalismo
hacia una ruptura con el gobierno. Aun cuando esa ruptura se
exprese en forma prudente, cautelosa, resulta muy difícil de
evitar y nadie hace nada por evitarlo. Hace unos días, un
periodista le preguntó a un dirigente radical si su partido
andaba con ganas de pelearse con el gobierno: "En todo caso
—contestó— nadie lo agarra del saco".
Ese endurecimiento unifica internamente al segundo partido.
Pero cada vez que alguien plantea el tema ante funcionarios
del gobierno, la respuesta es la misma: "igual hubiera
ocurrido". Seguramente es así. pero también está en claro
que nadie se mueve para postergar la ruptura, para remitirla
a la campaña electoral, como si la amistad con los radicales
se considere, definitivamente, algo contraproducente. ¿Cuál
es el esquema? ¿Se supone acaso que esa actitud, junto a la
política universitaria seguida por el gobierno, llevará a la
oposición tan hacia la izquierda que la transforme en
invariable? Ese razonamiento sería ingenuo y peligroso al
mismo tiempo. Tan ingenuo y peligroso como oponer al
radicalismo un sistema de alianzas ensayado ya hace ocho
años, porque la fuerza del peronismo está en su legitimidad,
en su capacidad para canalizar sistemáticamente, desde hace
treinta años, a las mayorías populares.
Juan Perón no pensaba en un peronismo que no estuviera
apoyado por el sufragio popular. Para lograr que se votara
impulsó, con Ricardo Balbín, la creación de La Hora del
Pueblo. Ahora se plantea, claramente, si la filosofía de ese
nucleamiento interpartidario sigue vigente: no dejaría de
estarlo, por supuesto, por la dureza de una contienda
electoral sino por la renuncia a los procedimientos que allí
se establecieron.
Para algunos, la amistad entre el peronismo y el radicalismo
fue interrumpida, luego del 1º de julio, por una elemental
necesidad de reacomodar las fuerzas, pero no existe ruptura
alguna. Otros sostienen que los cambios de línea son mucho
más profundos de cuanto parecen. Es casi seguro que en las
próximas semanas una u otra hipótesis podrán ser
verificadas.
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