Periodismo
Gustavo González
Memorias del bajo fondo
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Al cabo de más de medio siglo de alimentar las páginas policiales de los diarios, Gustavo González no ha perdido su buen humor y su excelente memoria. Con legítimo derecho, sus recuerdos pueden servir de introducción a una verdadera enciclopedia del crimen en la Argentina

Caso único en el periodismo argentino, el uruguayo Gustavo González ocupó más de 50 años de su vida en husmear el mundo del crimen y en reflejar esa experiencia en miles de cuartillas mecanografiadas. Cronista policial antes de ponerse los pantalones largos (nació en agosto de 1902), toda su campaña la cumplió en diarios de Buenos Aires. González no hizo la escuela secundaria, no cursó ninguna facultad de periodismo; le bastó con ser un observador inquisitivo y un hombre sin miedo. Jubilado ya, por las mañanas sigue frecuentando las redacciones de los periódicos: ''Para no perder la costumbre", bromea. Por las tardes, entre copas y amigos, suele transitar el nutrido universo de sus recuerdos. De ellos, precisamente, se trata un libro que acaba de entregar a la imprenta: El hampa porteña. La semana pasada, dos largos encuentros con un redactor de SIETE DIAS sirvieron para que González bocetara su trayectoria, acaso la nervadura de su obra. Esto es lo que dijo:
En Florida y Corrientes funcionaba, en 1914, el diario La Unión. Corrientes era todavía la calle angosta y tal vez por eso, a veces, lográbamos distinguir los rostros de nuestros adversarios de la vereda de enfrente: eran de La Idea Nacional, otro matutino porteño ya desaparecido. Digo adversarios porque La Unión, fundada y sostenida con dinero de los alemanes, era furibunda partidaria de los boches, mientras que La Idea Nacional respondía a los aliados. Edmundo T. Calcagno, Belisario Roldán, Lucio Sáenz Peña, quien después sería el general Uriburu y por entonces no era más que teniente, los hermanos César y Javier Caminos y, por supuesto, yo, trabajábamos en La Unión. Loreyro Gómez dirigía La Idea. La competencia empezaba desde los titulares: "Desastre germano", titulaba La Idea; "El kaiser llegará a París pasado mañana", respondíamos nosotros. Recuerdo que en aquellos días el teniente Uriburu pasaba largas horas en la redacción de La Unión sumergido en los despachos de corresponsales europeos, mapas y tratados militares: invariablemente ganaba todas las batallas que los alemanes perdían en el teatro de operaciones.
Yo hacía policiales. Ya había cumplido 14 años. El Departamento Central de Policía funcionaba ya en Moreno 1550, pero la información se recogía por lo general en las comisarías. No existía, como hoy, la oficina de prensa, a la que algunos llaman una buena organización y otros entienden como un organismo encargado de controlar y censurar la información policial.
Ganaba 50 pesos por mes. La historia de La Unión registra también el paso de algunos periodistas que hoy ya son desconocidos para el público porteño. La sección carreras estaba a cargo de Ginepro, seudónimo que ocultaba el nombre de un tal Martínez: dejó el periodismo después, se hizo cancionista y terminó en el Maipo llamándose Carlos Dicks.
También había un chileno: decía que había sido jefe de carabineros en su país, se llamaba Gormas y hacía las necrológicas. Terminó la guerra, los alemanes perdieron y en la Argentina sé acabó la plata para La Unión.
En 1919 pasé a La Razón, con Gil Dubitsky como jefe de la sección policiales. Allí trabajaban Lino Palacio, los hermanos Rosquella, Cayetano Córdova Iturburu, el actual presidente de la SADE. A Cayetano no le gusta que se lo recuerden porque ahora es todo un escritor; pero en 1920 sus compañeros festejamos su triunfo en un concurso de tangos: había escrito una letra que resultó premiada. Se llamaba "Una pena". Fue un tango famoso, casi un hit, aunque hoy todos, incluido Cayetano, lo han olvidado.
Pero mi época de oro (que todavía no ha terminado) comenzó el 13 de noviembre de. 1924. Ese día ingresé a Crítica. El diario se imprimía en Sarmiento 1536, en un viejo y ruinoso edificio. No teníamos máquinas: se escribía a mano. Y casi puedo decir que los verdaderos periodistas eran los tipógrafos. A ellos les tocaba desentrañar nuestra letra y muchas veces —cuando no entendían algún texto redactado a los apurones— terminaban por escribir ellos mismos la crónica.
Trabajé con el "Negro" Saldías, con Pablo Rojas Paz, Silverio Manco —que escribía versos gauchos entre crónica y crónica— y Roberto Arlt.
Ya por entonces la sala de periodistas del Departamento de Policía había progresado: era el garito más importante de Buenos Aires, donde en memorables partidas de monte criollo los periodistas nos desplumábamos entre nosotros, luego de haber fundido a cuanto vigilante asomara por la sala pocos minutos después de haber cobrado el sueldo. El sueldo de un cronista policial no alcanzaba a los 120 pesos. Nos conformábamos. El negocio estaba en otro lado: sacar presos. Ya había una tarifa establecida: cada preso costaba 150 pesos, de los cuales 20 se llevaba el intermediario, el cafetero Miguelito. De esta historia queda una anécdota que nadie sabe. A mí no me gustó nunca figurar en la planilla de los que pedían presos. Había hablado con el comisario Graneros y llegamos a un acuerdo: donde decía "pedido por" figuraría "González, del Ministerio del Interior". Cuando vino la revolución del 30, con todo su afán moralizador, uno de los grandes escándalos (agitado por los diarios) complicó a Elpidio González, el ministro del Interior de Hipólito Yrigoyen, acusado de sacar rufianes del Departamento Central de Policía. Pobre don Elpidio: lo encontré algún tiempo después y le conté la historia. Nos moríamos de risa.

TAQUEROS Y OTRAS INTOXICACIONES
La historia de rufianes y prostíbulos casi nadie la ha contado tal como fue en realidad. Roberto Arlt, cronista de policiales, aprovechó su contacto permanente con la crónica negra para infundirle un contenido original a toda su obra literaria. Pero nunca contó, por ejemplo, la historia de los prostíbulos de la Boca. Eran 150, más o menos, repartidos por las calles Necochea, Ministro O'Brien, Suárez y otras. Jamás hubo por allí cuchilladas ni cosas raras: el comisario Villagra era el dueño de la Boca. Un hombre honesto a carta cabal: conocía a todos los quinieleros de su jurisdicción. Una vez por semana los visitaba y a cada uno le espetaba: "A ver, che. Anótame con 10 pesos a la cabeza del número que salga". Jamás perdió una apuesta.
Pero en la Boca —insisto— no había compadritos. Cuando aparecía alguno, Villagra se encargaba de alejarlo: lo encerraba en la comisaría, le tusaba el jopo, le daba un baño de agua fría, sobre todo en invierno, y le hachaba los tacos.
En el diario El Nacional se publicó que en la sala de periodistas se jugaba por plata y, además, lo que era más grave, que iban pequeros. La sala fue clausurada, hasta tanto se nos dieran nuevas credenciales a todos y el jefe de policía dispuso la instrucción de un sumario. Me llamaron a declarar al despacho del inspector general Hoover; me atendió un joven oficial, quien después de tomarme los datos principales me preguntó: "Señor González, ¿a usted le consta que en la sala de periodistas se juega por dinero?" A lo que yo respondí: "Y a usted también, porque estaba tallando el sábado pasado". Entonces se suprimió el juego en la sala de periodistas. Después aparecieron las oficinas de prensa de la policía y con ellas el trabajo se hizo más fácil: ahora no hay más que ir a buscar la información proporcionada por la oficina y reproducirla con algunas variantes en los diarios. Esto sucede desde 1943 en adelante.

NO HAY CIANURO, TANGO
Carlos Ray era un concejal radical de Vicente López. Vivía en concubinato con María Poey de Canelo. En su casa se jugaba todas las noches al póquer, y entre los habitués figuraba otro concejal radical, el viejo Pereyra, a quien le sacaban la plata. En otras palabras, Ray era un caradura, una especie de pequero. Resulta que una madrugada, Ray apareció muerto de un balazo. Había sido un robo: faltaban alhajas, tapados de piel de la mujer y otras cosas de valor. Pero un médico —de esos colifatos que nunca faltan— opinó que el hombre había sido envenenado con cianuro. Entonces se armó un gran lío y detuvieron a Pereyra y a la Canelo.
Los diarios se dividieron en varios bandos: había algunos, como El Telégrafo y Ultima Hora, que a la pobre mujer le decían la bataraza... Gran escándalo. Yo hablé con el jefe de investigaciones, don Eduardo Santiago, y le dije: "¿No le parece que esto es obra de rateros?" Ante la duda, ordenó la autopsia.
Conseguí entrar en la morgue, camuflado de obrero de las pompas fúnebres. Fui el único periodista que asistió a la autopsia: estaba Santiago, ahí, entre jueces, testigos y otros policías, pero se hizo el que no me vio. A mí me tocó abrir el cajón. Presencié la autopsia y los médicos llegaron a la conclusión de que no había cianuro: extrajeron la bala que había matado a Carlos Ray.
Llegué al diario, le conté a Botana, hice la nota. Todo sin pena ni gloria, hasta ahí. Pero poco después llegó a Crítica el director de la Morgue, doctor Neumeyer, que era amigo personal de Botana, y le dice: "Che, ¿pero éste es médico?" "No, qué va a ser..." "¿Será estudiante de medicina?" "No, menos, si es un negro milonguero". Entonces vinieron los elogios. Tantos que Botana me llamó, me felicitó, me aumentó el sueldo (como 50 pesos) y puso mi nombre en la primera página del diario. Caso único en la historia de Crítica. Y me dio una orden de compra para una tienda. A raíz de ese crimen y mi crónica, salió un tango que se puso de moda: "No hay cianuro", se titulaba.

TODAS LAS PULGAS DEL MUNDO
En la sección Policiales había un sofá grande lleno de pulgas, donde dormía siempre algún canillita. Los redactores eran Silverio Manco, el poeta gauchesco que también había sido cantor de circo, Roberto Arlt (antes había trabajado de electricista), que se tragaba todas las haches y ponía siempre la ese donde iba la ce, o al revés. Yo le decía que tenía el salero de las haches, porque donde las tiraba, ahí quedaban.
Roberto Arlt empezó a colaborar después en El Mundo: muchos de sus aguafuertes las conversamos juntos en los boliches antes de ser escritos. Me acuerdo de uno de ellos que trataba sobre esa clase de delincuentes que, una vez cumplida su condena, querían reintegrarse al trabajo y la policía no los dejaba. Algunos, después de haber metido la pata una vez, se corregían: se casaban y formaban un hogar, pero los pesquisas los perseguían. Llegaban a la fábrica y le decían al patrón: "Mire que éste es ladrón", Lo echaban y el hombre volvía a robar. Entre esos casos recuerdo al pibe Albarellos; me llamó antes de salir de la cárcel y me dijo: "Vea, González, el auxiliar (ya no me acuerdo el nombre, creo que era Mussi, uno que después fue custodia del presidente Perón, quien tuvo que meterlo preso por ladrón) me persigue, quiere obligarme a seguir robando o trasformarme en batidor. Dice que me va a matar si me niego". Cuando salió de la cárcel, publicamos con Arlt una gran nota denunciando el asunto en Crítica: como a los diez años el pibe Albarellos fue baleado por la policía, en su casa. Dijeron que se había resistido.
Otra cosa que ya pasó a la historia es el manyamiento: se hacía todos los días a las 9 de la mañana en la terraza del Departamento, un lugar que ya no existe, a pesar de que el edificio es el mismo. En la terraza, los presos formaban fila: los iban llamando por lista (¡Fulano!, pequero; ¡Zutano!, scruchante; ¡Perengano!, culatero); daban un paso al frente, giraban sobre sí mismos y volvían a filas. Del otro lado, y en otra fila, estaban los pesquisas y sargentos de todas las comisarías. El que pasaba por esa primera fila de manyamiento estaba marcado para toda la vida: o se iba de Buenos Aires o seguía en el delito hasta la cárcel.

EL CODO ARISTOCRATICO DE ARROYO
Los pequeros eran tipos simpáticos: sólo porque estafaban con mafia y a quienes creían, a su vez, que los podían estafar a ellos. Pequero era quien preparaba una partida de póquer asegurándole al cliente que —juntos— podían trampear al dueño de casa y alzarse con la plata. El cliente no sabía que ya el dueño estaba de vuelta cuando aquél iba al garito. Entre los pequeros más famosos de esa época estaba Pitaluga, que entraba y salía del despacho de Santiago como de su casa. También me acuerdo de Recaredo González, quien lo hacía más por deporte, porque era millonario, y de un mozo Aguirre que después fue diplomático en el exterior.
El negocio iba muy bien. Robaban de 200.000 pesos arriba. Entonces apareció un equipo de malandras de tercera categoría: lo integraban no más de cinco tipos. Robaban sumas que llegaban hasta los 20.000 pesos; casi nadie hacía la denuncia. Cuando alguno iba a quejarse ante Santiago, éste le decía, palmeándole un hombro: "Vea, amigo, esto le pasa a los vivos no más; los zonzos son desconfiados y nunca juegan". Una vez cayó a Crítica un tipo que vio al administrador del diario y le contó que iba a ganar 200.000 pesos. El administrador me lo mandó y yo le dije: "Le van a hacer el cuento, no vaya. Yo voy a ir; pero con la policía". Cuando salió el fulano del diario, yo llamé al pequero Picabea — vivía en la calle Arroyo, por ahí donde Eduardo Mallea descubrió el codo aristocrático, como dice en una novela—. Lo llamé y le dije: "¿Le va a hacer el cuento a un tipo así y así?" "Sí, sí, ¿cómo lo sabés?" "Ojo: el tipo está avivado". Cuando el candidato llegó al departamento, lo despacharon a casa. Un día fui a la calle Arroyo: me recibió un criado de librea, una mucama con cofia y me hicieron esperar en un living imponente. Cuando apareció el dueño, me dijo: "¡Gonzalito! ¿Qué hacés por acá?" Entonces el mucamo se aflojó la corbata, la mucama tiró la cofia y terminamos en gran chacota. Picabea era un viejito ladino.

ATENCION: ¡FUEGO!
Presencié dos fusilamientos. Cuando subió Uriburu dictó un bando diciendo que todo ladrón sorprendido in fraganti sería pasado por las armas. El primer fusilado —a quien no vi— fue un ladrón muy conocido, El Sapito. Trabajaba en la zona de Constitución y lo encontraron en una joyería. Después nos invitaron a un fusilamiento en la comisaría 1ª de Avellaneda. Eran dos pobres desgraciados: los pusieron ahí en un patio y les dieron en forma alevosa. Fueron dos hermanos, de apellido Martínez, ladrones de tercera categoría, que habían hecho una serie de macanas menores y como consecuencia de ellas pagaron los platos rotos por otros. El militar que dirigió el pelotón —un retirado de apellido Rosasco— fue asesinado tiempo después, cuando estaba en una cantina de Avellaneda.
Pero los fusilamientos más importantes fueron los de Di Giovanni y Scarfó. Yo vi el de Severino Di Giovanni. Como todo el mundo lo sabe, Di Giovanni era un italiano, antifascista y anarquista, que había hecho varios robos y algunas falsificaciones para juntar dinero que mandaba a Italia, para la lucha contra el fascio. Era un tipo muy inteligente, casado con la hermana de Scarfó, poetisa ella. Ya se había puesto de moda que todos los asaltos no descubiertos debían ser obra de Di Giovanni. Me acuerdo que Gariboto —jefe de la lucha contra la anarquía, Orden Social se llamaba entonces la sección— lo llamaba a Di Giovanni por teléfono y le decía: "Presentate, che. Que si no, te van a seguir cargando asaltos. .." Cuando salió el bando, lo sorprendieron en una imprenta de la calle Callao y Cangallo. Lo persiguieron hasta un garaje; lo hirieron y cayó preso. Después fue detenido Scarfó, también herido. Condenaron a muerte a los dos, a Di Giovanni y Scarfó, en un juicio secreto y sumario.
El fusilamiento fue al amanecer de dos días distintos. A Scarfó le comunicaron la sentencia a la una de la madrugada del segundo día: estaba muy tranquilo y —según contaron después los guardiacárceles— lo volvieron a torturar entre esa hora y las primeras luces del alba, por si delataba a alguno de sus compañeros. Lo torturaron con un palo que le metían en la herida — había sido en el pecho— provocada cuando lo detuvieron.
A las 5 de la mañana salió Di Giovanni: estaba esposado y engrillado. Caminaba dificultosamente. Se sentó en un banquillo de madera, le leyeron la sentencia íntegra y le preguntaron si tenía algo que decir. Dijo: "Únicamente agradecer la defensa del teniente Franco". El teniente Franco había dicho tantas cosas que un mes después lo mandaron a un regimiento en el Chaco, donde se enfermó de tuberculosis. Se retiró del Ejército y terminó siendo cantor. Bueno, hubo toda una ceremonia. Formaron la tropa al frente, intentaron vendarle los ojos y no quiso, lo ataron y cuando iban a dar la orden de fuego, pegó un grito: "¡Viva la anarquía!" Y desde todos los pabellones de la cárcel de Las Heras se oyó un aullido tremendo. Cayó malherido y el jefe del pelotón le dio el tiro de gracia. Mantuvieron en absoluto secreto el lugar donde llevarían sus restos: lo metieron en un cajón de pino y lo escondieron en la Chacarita. Pero, al día siguiente, la tumba de Severino Di Giovanni apareció cubierta de flores rojas. Entonces, para el fusilamiento de Scarfó, no permitieron entrar a nadie, ni a los periodistas.

RIFIFI 1927
Ahora está de moda hablar de los asaltos a lo Rififí . Hubo una temporada —allá por el 27—, cuando abrían boquetes y robaban noche por medio en las sederías de la calle Carlos Pellegrini. A la semana, la policía secuestraba parte de la mercadería: eran los grandes éxitos de un comisario, según decían los diarios. Después se supo que los hermanos Pinto —famosos ladrones— eran los autores. Mientras trabajaban había des pesquisas, uno en cada esquila, vigilando por si caía la policía. Una vez denunciado el robo por el damnificado, los Pinto se encargaban de que la policía descubriera al reducidor. Entonces, como es lógico, se secuestraban las telas, el reducidor iba preso y entre los muchachos y el comisario se repartían el producto. Así eran los hermanos Pinto.
Cuando vino la época de Justo, cambiaron las cosas: todo fue más tranquilo. Llegó Perón y hubo menos emociones: empezaron los comunicados oficiales y otras cosas.
Pero me acuerdo del general Bertollo, uno de los jefes de policía de Perón. Era un buen hombre, pero no conocía el oficio. Una vez, conversando con él, le digo: "¿Usted conoce La Enramada?" (un salón de baile de la peor categoría, en Palermo). No la conocía. Le comento que allí había traficantes de drogas, prostitución y otras cosas. Se asombró, y anticipándose al famoso comisario Margaride, organizó una gran batida moralizadora. Hubo centenares de detenidos: un gran escándalo. Los diarios hicieron la gran campaña.
A los pocos días volví a ver a Bertollo y me dice: "Pero, Gonzalito, usted también.. . Me hizo meter la pata". "¿No era como yo le dije, mi general?" "Sí, claro, pero usted no me dijo que La Enramada era del diputado Garaguso, el taxista ..."
Revista Siete Días Ilustrados
23.04.1968

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Gustavo González
Periodista Gustavo González
Di Giovanni
Di Giovanni conducido al pelotón de fusilamiento
Gustavo González
Una credencial en broma junto a las auténticas de González
Uriburu
Uriburu: periodista de La Unión en 1914
Roberto Arlt
Roberto Arlt fue compañero de González en el diario Crítica