Revista Redacción
diciembre 1974 |
El mito del eterno retorno se sigue cumpliendo. El
peronismo ha vuelto a demostrar su incapacidad de diálogo
con la juventud y ésta su diáfana incapacidad para
comprenderlo. El peronismo vuelve a perder adherentes en la
clase media y ya se insinúa la perniciosa división clasista
del 55: peronistas los obreros; antiperonistas los demás. Si
el proceso continúa en esos términos, en el final espera una
"revolución libertadora" que hará perder al país algunos
años. Ante ese incitante privilegio de conocer por
anticipado un hecho negativo tendrían que comprometerse
tanto el Gobierno como la oposición, peronistas y no
peronistas, a evitarlo. La guerrilla, después de empeñarse
durante muchos años en desplazar a los militares del poder,
ahora —con su escalada de violencia— parece estar decidida a
que vuelvan.
EL concepto del movimiento de la historia era desconocido en
la antigüedad. Para Platón, la historia era, la imagen de la
Eternidad; y entre los romanos se cultivaba el mito del
eterno retorno, según el cual determinadas circunstancias
producen siempre los mismos efectos, y estos repiten las
circunstancias anteriores que vuelven a dar igual resultado
en un encadenamiento cíclico sin variantes y sin fin. Este
pensamiento me vino de pronto a la mente al observar cómo el
peronismo en esta segunda etapa iniciada el 25 de mayo del
año pasado, repite aproximadamente la historia de su período
anterior. En 1945 y en 1973 Perón fue vetado por los
militares, con quienes no obstante mantuvo un nexo de
camaradería que nunca pudo romperse definitivamente. En 1945
fue liberado de su prisión en Martín García; en 1973, de su
exilio en España. En 1945 tuvo un 17 de octubre
multitudinario que exigió su libertad y le expresó una
fervorosa e insospechada adhesión. El 20 de junio de 1973 se
repitió esa manifestación de fe, ampliada ya con matices
místicos, al llegar a Ezeiza. Cámpora juega el papel de
Farrell, que en alguna medida también ejercía el Gobierno
como delegado suyo. Gana las elecciones por neta mayoría en
febrero de 1946, y en forma plebiscitaria en 1973. Una vez
en el Gobierno en una situación y en la otra, exige amplia
libertad de acción; no quiere atarse ni a ideologías, ni a
programas, ni a instituciones partidarias. Quiere ser un
divo de la política. La única estrella. Que sólo actúen el
tenor y el coro. Nada de jerarquías intermedias ni de poder
compartido. Digo esto con total objetividad y sin intención
peyorativa. Se crea una ortodoxia basada exclusivamente en
el culto al líder, y se establece que la lealtad a su
persona es el máximo valor partidario. Incluso se crea una
medalla para premiarla.
El papel que jugó entonces el Partido Laborista, en 1973 lo
cumple la llamada Tendencia Revolucionaria. Ambos, el
Laborismo y la Tendencia, se formaron para llevar a Perón al
poder. Y ambos fueron rechazados, excomulgados y reprimidos,
porque sus planteos de participación orgánica amenazaban
coartar el libre albedrío del conductor. Así son los
caudillos; y Perón lo fue. A su alrededor se concentró una
masa de adeptos cuyas únicas motivaciones aglutinantes eran
la admiración y la fe. Y este hombre de talento, simpático.
cautivador, las sabía suscitar. Sin ideología, simplemente
con el enunciado de que se buscaba algo intermedio —o
distinto— entre el capitalismo y el comunismo. Sin
institución partidaria, sólo con un partido permanentemente
manejado por interventores, creado pura y exclusivamente
para llenar las formalidades jurídicas en función de las
contiendas electorales. Tuvo un poder que excedía al que
formalmente le otorga nuestra Constitución a los
Presidentes, con ser mucho, y del cual no puede ser
jurídicamente acusado, pues no proviene de una violación de
las leyes o de una concesión formal de facultades
extraordinarias, sino de la entrega moral, por la admiración
y la fe, de los titulares de los cargos institucionales.
El hecho de haber promovido la formación de un gigantesco
movimiento de misas —el mayor de Latinoamérica—, y de haber
recibido un masivo y cálido apoyo popular, hacía que su
Gobierno tuviera características inequívocamente
democráticas, si bien su estilo no era republicano. Fascista
para algunos, bonapartista para otros, dictador, caudillo,
patriarca, es muy difícil encasillar al Gobierno de Perón (y
de su esposa que lo continúa), que realmente no es ni de
izquierda ni de derecha ni de centro, sino un caso "sui
generis", sin perjuicio de que se le puedan encontrar
analogías parciales. Un Gobierno así desespera a mucha
gente, siempre reacia por la ley del menor esfuerzo a
distinguir matices, términos medios, complejidades. A los
teóricos, a los políticos, a la burguesía. Con bastante
originalidad, Perón puso la convocatoria popular y la
fraseología revolucionaria al servicio del reformismo
burgués, lo cual no me resulta objetable, salvo en la
confusión que engendra entre reforma y revolución.
El peronismo no ofreció ayer, ni ofrece hoy, campo de
militancia a los pensantes. Sólo quiere masa, manejable por
consignas, una de ellas —puesta en escena recientemente—, de
neto cuño mussoliniano: Creer, obedecer, combatir. Por eso
sus adherentes son obreros, y algunos elementos da otros
niveles capaces de comportarse como masa, excepto quienes
están ligados a él por su inserción en la administración
pública. El peronismo no tiene papel alguno reservado a los
intelectuales. No obstante, ha recibido el apoyo gratuito de
quienes por un alto sentimiento patriótico o por solidaridad
con la clase obrera, desde una posición de izquierda o desde
otra que se define como nacional, intentan explicarlo y
valorarlo. La figura más significativa de esta corriente
intelectual, en la cual me incluyo, fue sin duda Arturo
Jauretche, maestro del realismo político.
Manejarse con realidades
En función de esta posición intelectual voy a ensayar
algunas precisiones. No hay duda que el peronismo es la
expresión política de los sindicatos argentinos, y que ellos
—los sindicatos— son los herederos concretos de Perón. Es
indudable también que el amplio sector de nuestra clase
obrera, de origen provinciano, encontró en el peronismo su
primer vehículo de expresión política y de ascenso social,
así como la clase media, de origen inmigrante, lo encontrará
en su momento en el radicalismo y esta es la clase de su
supervivencia. No necesitamos rebuscar en ejemplos
extranjeros los antecedentes del excepcional poder de Perón.
Lo tuvieron los caudillos federales, y lo tuvieron Mitre,
Sarmiento, Roca e Yrigoyen. Cuando apareció ese heraldo de
la esperanza que fue el coronel Perón, llevábamos 100 años
de ficción constitucional. ¿Por qué habría que rasgarse las
vestiduras recién cuando en el marco del régimen
institucional se cobija un hombre fuerte con inclinaciones
nacionalistas y
populares? Valorar al peronismo en base a la dimensión del
poder personal o a un test ideológico es pisar en falso, es
caer en un principismo fantasioso. Lo prudente es manejarse
con realidades y adoptar un patrón valorativo pragmático,
comparativo, historicista, el mismo que los revisionistas
utilizan con Rosas.
El peronismo (el de ayer y el de hoy) presenta dos aspectos
fundamentales y contradictorios. Uno positivo, su carácter
reformista, en cuya línea ha instrumentado la
coparticipación sindical en las estructuras de poder y ha
producido una legislación social de avanzada, lo que está en
perfecta armonía con el sentido del devenir histórico
universal. Y otro negativo, su estilo político autocrático y
paternalista que impide la efectiva y creadora participación
del pueblo en la cosa pública, y que va a contramano de la
Historia. Los sucesos de Portugal y la crisis política que
se insinúa en España nos dicen a las claras que este estilo
político no tiene porvenir. Estamos forzados a organizar la
libertad y la participación de todos en todo. Esto parece no
entenderlo aún el peronismo, entusiasmado con el culto de la
verticalidad que lo exime de las polémicas ideológicas, y
los planteamientos programáticos surgidos desde las bases o
de los niveles intermedios de dirigentes; los cuales aunque
en algún momento pueden resultar fastidiosos y
retardatarios, a la postre son siempre vivificantes y
constructivos. De la discusión no siempre sale la luz, como
se dice, pero el debate satisface una necesidad psicológica
colectiva, y su ausencia suele ser peor que su exceso.
Con su persistencia en el verticalismo, prolongado
irracionalmente más allá de la vida del líder fundador, el
peronismo se cierra voluntariamente el porvenir, se fabrica
una pared con la cual tarde o temprano ha de chocar. Esta
verticalidad, que trasciende el marco partidario y se
proyecta hacia toda la vida nacional, actúa como mordaza,
como factor inhibitorio de la libre expresión, y está
haciendo perdurar algo a lo que hace mucho tiempo los
argentinos queremos ponerle fin: el divorcio entre el país
real y el país oficial. Por eso, a la larga o a la corta,
peronistas y no peronistas exigirán el ejercicio de una
democracia plena.
Porque sin una simultánea trasferencia de poder a las bases,
la mejor distribución de la riqueza es siempre precaria. El
peronismo, tal como se da, no apunta a la creación de una
sociedad descentralizada y libre. No planifica, como nuestra
fraterna revolución peruana, la participación popular en
todos los niveles de la gestión pública. En este sentido es
conservador y reaccionario en conflicto con su acervo
simbológico (pueblo, 17 de octubre, Evita), y tiene del
pueblo un concepto anacrónico y poco estimativo: lo
considera masa.
No obstante, es un craso error suponer que un gobierno con
estas características, con esta contradicción fundamental,
no puede producir hechos positivos. Los produjo y los
produce. Como saldo de su primera etapa quedaron por lo
menos tres hechos positivos de gran trascendencia: una
legislación social de avanzada, la nacionalización de
nuestra economía y la dignificación del trabajador. En esta
segunda etapa ha producido hechos positivos que si bien no
son equiparables en envergadura a los mencionados
anteriormente es honesto tenerlos en cuenta. Una política
exterior sin restricciones ideológicas que intenta romper
nuestra dependencia política y económica, un planteo de
entendimiento obrero-empresarial-estatal, inobjetable a
nivel teórico; algunas nacionalizaciones positivas, como la
de la comercialización interna del petróleo, la ley de
Contrato de Trabajo, y un éxito singular, la construcción
masiva de viviendas populares que se produce precisamente en
el área del tan cuestionado políticamente ministro José
López Rega. No obstante estos datos alentadores, y el hecho
más significativo aún de un promedio de nivel de vida
aceptable, el país vive en una justificada incertidumbre.
¿Hacia dónde vamos? ¿A qué apunta y dónde culmina este
proceso?
El terrorismo político de la ultraizquierda, ultrainfantil y
ultra-alienada, con su tesis de que cuanto peor estemos
mejor así, y el de la ultraderecha que nadie ubica y
frente a la cual el Gobierno se muestra por lo menos
desaprensivo (no existe un solo preso de derecha) justifican
la inseguridad e incertidumbre pública. La contradicción
fundamental entre la sensibilidad social del peronismo, su
convocatoria permanente de las masas obreras y su estructura
sindical, con su incomprensible estilo fascistoide, hacen el
resto. Pareciera que la única razón de la existencia de este
Gobierno es relevar a los militares en la responsabilidad de
la lucha contra la izquierda aventurera.
Sí, el mito del eterno retorno se sigue cumpliendo. El
peronismo ha vuelto a demostrar su incapacidad de diálogo
con la juventud y ésta su incapacidad de comprensión del
fenómeno peronista. El peronismo vuelve a perder adherentes
en la clase media y ya se insinúa la perniciosa división
clasista del 55: peronistas los obreros; antiperonistas
todos los demás. Si el proceso sigue en estos términos, en
el final hay una "revolución libertadora", que comienza
aplaudida por la mitad del país, y termina repudiada
por la totalidad, después de hacernos perder lastimosamente
el tiempo durante algunos años. Ante este incitante
privilegio de conocer anticipadamente un hecho negativo,
debemos comprometernos todos, Gobierno y oposición,
peronistas y no peronistas, a evitarlo. En este sentido es
encomiable la actitud de los partidos políticos. Los
muchachos de la izquierda guerrillera, en cambio, dicen que
no hay peligro de golpe de derecha porque ésta es la
derecha. Después de haberse fatigado tanto para desplazar a
los militares del poder, ahora están empeñados en
convencerlos de que deben volver. No me gustaría que los
acontecimientos les demostraran su error. A pesar de sus
defectos, que son muchos, no obstante sus limitaciones y
errores, éste no es el Gobierno ideal para la oligarquía y
el imperialismo, quienes una vez que hayan terminado de
usarlo para erradicar el extremismo de izquierda, comenzarán
a pensar en cómo sacárselo de encima.
Por eso la conducta más inteligente que puede ensayar la
izquierda juvenil es, siguiendo el ejemplo juicioso del
Partido Comunista, poner fin a su choque frontal con el
Gobierno para contribuir a que la antítesis
peronismo-izquierda se diluya y ceda su paso a otra entre el
peronismo y el imperialismo y la oligarquía. Es cuestión de
creer y vale la pena intentarlo. De todos modos en este
duelo a muerte está visto que la izquierda no tiene chance
alguno de triunfo.
Revolución o reforma
Es necesario romper el esquema revolución -
contrarrevolución que envenena la vida nacional y encarar de
una buena vez un reformismo honrado, enérgico, entusiasta.
Lo digo sin rubor, después de meditarlo mucho, y está lejos
de mi ánimo la actitud gatopardista de querer cambiar algo
para que todo quede como está. La Argentina no es un país
típicamente subdesarrollado, pertenece a la clase media de
las naciones. Si mucho es lo que nos falta en el orden del
desarrollo económico y tecnológico, también es mucho lo que
tenemos. Vivimos en un país en el que las zonas geográficas
o sociales de marginados son ínfimas y que no tiene
problemas que el sistema actual no esté en condiciones
potenciales de resolver. Esto, por supuesto, no lo absuelve
de sus fallas, pero hace que nuestra Argentina no se merezca
ser jugada a los dados en el todo o nada de una revolución.
La situación condiciona objetivamente la propuesta de
cambio, por lo menos en su metodología. Tenemos un aparato
productivo y un nivel de bienestar que merecen ser
resguardados, situación que no se da en Ecuador, Bolivia o
cualquier otro país realmente subdesarrollado. Tenemos una
numerosísima clase media que es la expresión social de ese
bienestar, característica qua no la presentan los casos
auténticos de subdesarrollo. No existen en nuestro país,
cuyo producto bruto per cápita duplica al de Portugal,
condiciones objetivas que hagan imperativa una revolución.
Necesitamos reformas, no revoluciones. Y las necesitamos
para vivir mejor, no porque no podamos vivir. Si en nuestro
país hay un porcentaje de subalimentados y analfabetos, se
debe más a los azares y desórdenes de la administración
pública, qua a una necesidad real del sistema de condenar al
hambre y a la ignorancia al hombre argentino para
sobrevivir. En un país con un Gobierno votado por el 66 por
ciento de la población y donde se realizan tímidas pero
significativas experiencias de autogestión y cogestión.
sostener la premisa de la revolución sangrienta es un
síntoma de enajenación mental. En 1943 el país necesitaba
una revolución. No hubo quien la planteara y salió el
Ejército. Y una de las consecuencias trascendentes del
subsiguiente reformismo peronista fue la de haber hecho
innecesaria la revolución, lo cual, pensando con sensatez
debe ser festejado y no lamentado.
Que el país no necesita una revolución, violenta,
insurreccional, drástica lo prueba la misma facilidad con
que se esfuman los planteos revolucionarios. Lo prueba la
indiferencia y el fastidio con que el país entero asiste al
macabro duelo de metralletas de los extremismos, cuya
convocatoria a las armas mediante el ejemplo no obtiene
respuesta. Bastó el asesinato de Gaitán para incendiar la
ciudad de Bogotá. Aquí no hay crímenes capaces de apartarnos
de nuestras tareas habituales. Porque no existen causas que
hagan imperativa una revolución. Ante esta situación, si no
se es un alienado se debe sentir satisfacción y encarar la
lucha política tema por tema, exponiéndolos de tal manera
que su solución se presente como un resultado lógico e
insustituible, sin preocuparse por su rotulación ideológica.
Cuidemos de que no se consume el ciclo completo del eterno
retorno, ejerciendo plenamente, sin autocensura, el derecho
de crítica y reclamando de este Gobierno lo que realmente le
falta: juego democrático, expresión de las bases,
participación dinámica del pueblo en la cosa pública. El
derecho a estos reclamos hay que ganárselo no retaceando el
elogio de los hechos positivos que el Gobierno produce,
desligando categóricamente la crítica del golpismo y dando
evidencias de que la libertad de expresión de las bases que
se reclama, no se la quiere para estrellarlas violentamente
contra el poder. Querer provocar el caos deliberadamente
para forzar una situación que no se produce espontáneamente
es una maldad que jamás se le ocurrirá a un trabajador.
Aquello de que cuanto peor estemos, mejor, es un síntoma de
la misma enfermedad que contrajo Don Quijote de tanto leer
libros de caballería. El hombre nuevo no se crea por decreto
ni matando militaras. Es preciso que el hombre viejo sienta
la fascinación del hombre nuevo. Es un problema de educación
y de tiempo.
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