Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


AÑO 1974
LA POLITICA
Revista Redacción
diciembre 1974

Por JORGE KOREMBLIT

El episodio político más trascendente del año fue la muerte de Perón y el ascenso de su esposa a la Presidencia. Pero el esquema oficialista no se modificó y el peronismo se siguió rigiendo por la verticalidad y la ortodoxia, sin el ala izquierda. El resto de los partidos se mantuvo en la oposición dialoguista, vigilando el cumplimiento del calendario electoral, mientras los grupos marginados entraban en la etapa más feroz de la violencia política. Las Fuerzas Armadas soportaron el mayor desafío de su historia, en su afán de no modificar el camino trazado hasta 1977. Y el Parlamento trabajó con ritmo acelerado para recuperar su imagen de cuerpo deliberativo.


Un viejo lugar común, que varias generaciones de cronistas fatigaron, advierte que "la política es el arte de lo posible". Pero, sin embargo, conviene establecer una excepción de carácter geográfico: en la Argentina, por lo general, la política suele ser el arte de lo imposible. Huelgan, al respecto, los ejemplos en todos los tiempos. Alsogaray, que electoralmente no pudo nunca alcanzar el margen mínimo para una banca de diputado fue por dos veces dictador económico de la República. Frondizi que llegó al poder con más de cuatro millones y medio de votos, se retiró con el saludo compungido de doscientos correligionarios. Solano Lima, diputado conservador, amigo de Alberto Barceló y ministro de Rodolfo Moreno, fue luego vicepresidente con Cámpora y rector de la UNBA, con la solidaridad entusiasta de las izquierdas.
Con esos ejemplos —y mil más, casi obvios— se hace evidente que para comprender nuestra realidad política se requieren cambiantes parámetros. Ningún esquema habitual (izquierda, derecha, centro o, si se prefiere, burguesía, proletariado, lumpen, etc.) sirve para aprisionar el sentido real de los hechos que de pronto, bajo un mismo gobierno y, aparentemente, análoga ideología, permiten que la conducción universitaria pase de la retórica maximalista al tomismo medioeval o que la gestión económica brinque del "industrialismo" expansivo al reordenamiento monetarista. O también, sin ir más lejos, que de la "organización que vence al tiempo" e impide que los hombres "sean elegidos a dedo" se vuelva, sin más, al autoritarismo verticalista.
Sin anteojeras metodológicas, sin la rutina interpretativa del sentido común, tan propio de la realidad de otros países, vayamos al repaso de un año político pródigo en acontecimientos de todo carácter, y surcado en sus doce meses por el torvo espectro de la violencia.

Los hechos trascendentes
No se requiere ninguna compulsa para establecer que, más allá de toda expectativa parcial o partidista, los dos hechos centrales del año 1974 y —más todavía—, de las últimas décadas, han sido la muerte de Juan Domingo Perón y el ascenso al poder de su esposa María Estela Martínez, primera mujer en el mundo que ocupa la Presidencia de un país. La muerte de Perón no por imprevisible dejó de ser decisiva para sus adictos y adversarios. Superados, a esta altura, los efectos emocionales y los rigores del protocolo, cualquier análisis objetivo revelará que la desaparición del caudillo ha generado problemas de difícil y casi imposible solución a su fuerza multitudinaria. Una corta enumeración (que no subestima en nada la rápida promoción de su sucesora y el papel decisivo que ya cumple en el ámbito peronista) plantea perplejidades como las siguientes:
• ¿Quién o quiénes suplirán, en el mediano y largo plazo, la fuerza carismática del conductor no discutida?
• ¿Con qué ideas-fuerza se reemplazarán las que, en su hora, alzara Perón? Es decir, así como en 1946 y años subsiguientes (en un cuadro nacional y mundial diferentes e irrepetibles) se propuso el tríptico de la independencia económica, la soberanía política y la justicia social, ¿cuáles serán los lemas para esta década?
• ¿Quién o quiénes —y cómo— evitarán que la heterogeneidad de orígenes de la dirigencia peronista se refleje en los actos del Movimiento y del Gobierno?
• ¿Cómo podrán compatibilizarse, en el tiempo, las aspiraciones encontradas de las ramas políticas, gremiales y juveniles?
—Hasta ahora —se podrá responder— toda esa vasta problemática se afronta igual que en vida del líder; es decir, con la verticalidad. Pero esa es precisamente la cuestión. Que por lo mismo sigue abierta y no solucionada.

Avatares de la violencia
Otro lugar común —inexplicable— permite a los expertos jugar a la prospección todos los fines de primavera. Es el que afirma que "en el verano no pasa nada; hasta marzo va a estar todo tranquilo". Este año por supuesto no se cumplió el pronóstico. A partir de enero, lamentablemente, comenzaron las vicisitudes. Un comando de la organización declarada ilegal intentó el copamiento de la unidad de caballería blindada de Azul. La descabellada aventura tuvo trágicas consecuencias: el coronel Camilo Gay, su esposa y un soldado fueron asesinados; los sediciosos al retirarse se llevaron como rehén al teniente coronel Jorge Ibarzábal, al que asesinarían diez meses después. Frente a estos hechos. Perón habló y prometió el castigo de los responsables.
En menos de una semana, el país conoció algunas repercusiones. Oscar Bidegain, gobernador de Buenos Aires apoyado por los sectores de la Tendencia, debió resignar su cargo; los ocho diputados de la JP, tras una entrevista con Perón, a propósito de sus diferencias con las reformas al Código Penal, entregaron sus bancas. Vino, al mes siguiente, el episodio de Córdoba. Los titulares del gobierno provincial, también apoyados por la Tendencia, fueron desalojados por un putch a cargo de la policía local. En Olivos, mientras tanto, el Presidente inició un ciclo de conversaciones con los sectores juveniles del movimiento. Los de la JP de las regionales no acudieron, disconformes con "la presencia de grupos de derecha". En esos días, la explosión de una bomba que llevaba en su portafolio, quitó la vida al dirigente de la CNU, Alejandro Giovenco.
Pero los momentos que marcan definitivamente la fractura en las relaciones del Gobierno con los sectores radicalizados de la JP fueron la designación de los comisarios Alberto Villar y Luis Margaride (Perón advierte entonces a los dirigentes que lo entrevistan: "Si los montoneros siguen siendo montoneros, la policía seguirá siendo policía") y los sucesos del 1º de mayo en la plaza, cuando alcanzados por duros epítetos del líder, millares de jóvenes disidentes se retiran en silencio.
El pico más alto de la violencia se registró, tras la muerte de Perón, con los sucesos de Catamarca, donde un abortado proyecto de copamiento de la guarnición local produjo combates con fuerzas policiales y militares que ocasionaron un par de bajas a las fuerzas del orden y alrededor de una veintena a los guerrilleros. Sin caer en una estadística pormenorizada de las víctimas de la violencia, civiles, policiales o militares (que, por lo demás, se consignan en el suplemento de este número de Redacción) debe señalarse que es, a partir de estos sucesos, cuando el proceso adquiere contornos más radicales. Por un lado, la organización declarada ilegal inicia una trágica escalada contra militares en actividad y, por el otro, la autodenominada Agrupación Anticomunista Argentina se adjudica la autoría de resonantes "ejecuciones", entre otras, las del diputado Rodolfo Ortega Peña, el ex vicegobernador cordobés Atilio López y el subjefe de policía de Buenos Aires, Julio Troxler.

Política y políticos
Los políticos argentinos, al contrario de lo que se dijera de los exiliados franceses después de la caída de Napoleón ("No olvidaron nada; no aprendieron nada"), olvidaron todo y aprendieron mucho. Y probaron, con su conducta de los últimos tiempos, otra singularidad autóctona: en nuestro país, sólo una cosa supera a la imaginación, y es la realidad. En efecto, ¿quién hubiera podido, hace algunos años, fabular una amistad entre Perón y Balbín? ¿Qué excéntrico imaginero concebiría una mesa compartida por Juan Carlos Coral, Francisco Manrique y José López Rega? ¿Quién hubiera podido creer, hace una década —salvo Franz Kafka—, que Oscar Alende terminaría postulándose, cual redivivo Largo Caballero, en líder de un virtual frente de izquierdas?
Pero lo cierto es que la imaginación (al fin de cuentas casi un residuo de la personalidad arcaica), pierde frente a las mágicas posibilidades de la realidad en el campo de nuestra política.
Véase, por ejemplo, el papel cumplido por Balbín y la UCR, principal fuerza de oposición. Sin demérito alguno para la vocación de servicio que pueda caracterizar al
veterano dirigente, no deja de ser pasmosa su actual conducta frente al Gobierno peronista. Con el mismo tesón y rigor que en los años de la primera y segunda presidencia del gran caudillo sostenía los términos del enfrentamiento. propone hoy los del diálogo. Así como ayer cualquier episodio menor enardecía su verbo en las tribunas, aun al precio de juicios por desacato y arrestos, hoy ningún desdén o soslayo del oficialismo modifica su postura. Frente a las exigencias de sus propios correligionarios que pretenden mayor dureza frente al Gobierno, Balbín afirma: "Duro o blando, el diálogo debe continuar".
Los detractores del fallido candidato presidencial (cuatro veces) intentan adivinar intenciones no confesadas; se pierden en bachillerías, como diría el general Osiris Villegas. Le imputan una interesada defensa de la legalidad y la institucionalización. Arguyen, con deleznable practicismo, que Balbín pretende hacer durar el proceso hasta 1977, sobre la base del deterioro creciente del oficialismo, a fin de ser él —esta vez, sí— el candidato presidencial triunfante. ¿Alguien puede, realmente, participar de una presunción tan mezquina?
Además, la aceptación de semejante estrategia supondría asignarle a Balbín una autosuficiencia total: que el Gobierno constitucional dure o no hasta el término de su mandato dependería de la voluntad del jefe de la UCR y no de la multiplicidad de factores que, habitualmente, sustentan los procesos políticos.
En el campo de la política centrista, un nombre sigue en pie, a pesar de la labilidad de los partidos provinciales que lo acompañaron en las últimas elecciones, en las que entró tercero: Francisco Manrique. Su robinsonismo político, su curiosa impronta personal, su exacerbado individualismo, su cóctel doctrinario, lo convierten — por aquello de hacer de la necesidad virtud— en la propuesta del desvalido electorado de clase media. Sólo una falla, algo más que formal, ensombrece de momento sus perspectivas: la falta absoluta de estructura política propia.
La democracia cristiana, que con tan animosos auspicios floreció después de 1955, se ve hoy solicitada por dos vertientes disímiles. Por una parte, la propuesta es —vía
José Antonio Allende— diluirse en el panteísmo oficialista. Por la otra, a través del requerimiento de Horacio Sueldo se implica en una conversión hacia la izquierda populista.
El MID, sacudido por duras luchas internas (Línea Paraná contra Línea Frigerio) se presenta, visto desde fuera, como una agrupación política más propensa al juego de grupo de presión o lobby, que al de partido con miras electorales. Su proposición doctrinal, que al cabo del tiempo aparece como un mesianismo desarrollista, no suscita fervores colectivos. Es harto improbable que alguien se apasiones o arriesgue la vida por una buena infraestructura de servicios o que la gente se agreda en las calles por la persistencia o el cambio del esquema agroexportador.
Las izquierdas, en general —sin tomar en consideración a los grupos subversivos— viven momentos de desorientación, tanto en el plano de la doctrina como en el de
la práctica. La realidad del país, especialmente en términos de dinámica social, conspira alevosamente contra las buenas teorías. Pese a las crecientes dificultades de la economía popular, los indicadores de la marginalidad social son bajos y los del ingreso per cápita son altos con respecto al resto de los países del continente. Harían falta muchos años de sistemático empobrecimiento para ingresar, de verdad y con eficaz estadística, al Tercer Mundo. Sólo entonces —y nunca antes— podrían resultar tentadoras para las mayorías, las proposiciones de carácter socializante y, desde luego, los tópicos revolucionarios.
Sería incompleta, y además injusta, una revisión del cuadro político argentino de 1974 que no incluyera a las fuerzas conservadoras. Sin perjuicio de visualizar a los sectores de signo tradicionalmente antiperonista, como el Partido Demócrata de la capital —cuyo episodio más importante en los últimos lustros fue la afiliación de Jorge Luis Borges—, es dable señalar que, conspicuas personalidades del viejo partido refuerzan hoy las dotaciones parlamentarias del oficialismo. Ahí están, en el Senado Nacional, "cum grano salis", Eduardo Lalo Paz y Alberto Fonrouge. Y otras de menor resonancia, pero con iguales antecedentes, en las legislaturas provinciales.
En un reciente reportaje, el ex vicepresidente Solano Lima recordaba con indisimulado orgullo los antecedentes familiares y aun personales de Perón en orden al conservadorismo. "Su padre estaba ligado a Marcelino Ugarte y él (Perón) participó en la revolución de 1930 y fue secretario del ministro de Guerra del general Justo", expresó Lima, agregando luego, a modo de aclaración necesaria: "Pero era un conservadorismo de fuerte acentuación social".

 

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Jorge Koremblit
Jorge Koremblit