Porcelana roja
Una historia de amor, intrigas, espionaje y paciente devoción
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Con paso nervioso, el presidente de la República traspuso las cinco guardias. Impasibles y marciales, los soldados se iban cuadrando ante él. Afuera, un cartel amenazador advertía: "Centro Nacional de Investigaciones. ¡Peligro de muerte! Se hará fuego contra toda persona que se aproxime sin identificarse".
Cuando el primer magistrado abrió la puerta rotulada "Laboratorio Central - Absolutamente prohibida la entrada", vio que ya se hallaban allí el ministro de Defensa Nacional y loa secretarios de las tres armas. Pero apenas los saludó con un movimiento de cabeza; toda su atención fue acaparada por un caballero de aspecto nórdico y guardapolvo gris. "¿Es verdad? —preguntó el presidente—. ¿Lo tiene, por fin?" El otro asintió, con gravedad. Emocionadísimos, los dos hombres se abrazaron: después de arduas búsquedas, la Argentina había logrado para sí la fórmula de la fabricación de porcelana roja.


Cerámica y política
No, por supuesto. Hoy las cosas nunca podrían haber sucedido así. Pero hasta hace tres siglos, los máximos estadistas de Occidente alternaban sus preocupaciones políticas con el aliento a la investigación en el campo de la porcelana, de la que a menudo ellos mismos eran eximios expertos.
• A fines del siglo XV, Camilo de Urbino, investigador a sueldo del duque Alfonso d'Este (cuarto marido de Lucrecia Borgia), halló la manera de producir una especie de porcelana o loza traslúcida; herido de muerte en una explosión accidental, el propio duque se arrodilló ante el agonizante y con súplicas le arrancó su secreto.
• El Elector de Sajonia, Federico Augusto I, encerró en una fortaleza al alquimista Juan Federico Bottger (1685-1719) y le dijo que no lo dejaría salir hasta que no descubriese la piedra filosofal, pero se puso más contento aun cuando su cautivo encontró — por casualidad— la fórmula de la porcelana dura, caolínica. Federico, a pesar de sus dificultades con el trono de Polonia, se dio tiempo para organizar junto con Bottger y el matemático Ehrenfried de Tschirnhausen, la celebérrima Manufactura de Porcelana de Meissen, cuyos obreros estaban juramentados para no revelar las fórmulas industriales.
• Carlos III de España era un gran porcelanista e instaló en los jardines del Buen Retiro de Madrid, en 1759, la fábrica "La China", con custodia militar y secreto de Estado. El apoyo de reyes y aristócratas, en general, hizo posible la profusión de manufacturas europeas de porcelana en los siglos XVII y XVIII.
Los gobiernos no sólo eran llevados por razones estéticas sino principalmente económicas: comprendían que una buena industria cerámica representa una fuente importantísima de divisas para el país. Aunque ya no se ocupen personalmente de dirigir los trabajos, es probable que hoy Adenauer, Fanfani o de Gaulle se conmoverían bastante si algún adelanto técnico altera el equilibrio entre las manufacturas europeas. Sin embargo, en Argentina hace tres años que se ha inventado un sistema totalmente nuevo para producir porcelana roja y hasta ahora sólo un grupo de iniciados lo sabe.
La industria de la porcelana nacional — que en sus mejores exponentes no tiene nada que envidiar a la europea y la japonesa— nació en los primeros años de la década anterior. Hay fábricas de asombroso adelanto técnico, como Verbano (su planta de Rosario es la mayor de América en la especialidad), Tsuji (dirigida por expertos nipones) o —en el caso de la porcelana americana— la que produce los juegos Hartford. Todas ellas se dedican, como las similares del exterior, a la porcelana blanca.

El sueño rojo de Titibú
Sin embargo, en los museos se encuentran piezas (muy raras) de porcelanas con otros colores. Los chinos, inventores de este material cerámico, hacían porcelanas blancas, amarillas, negras y rojas. Al menos, así las produjeron en la época de mayor calidad en sus pastas: Comienzos de la dinastía Sung (960-1279) hasta fines del periodo Chéntg-té (1506-1521) en la dinastía Ming. Después, aunque mejoraron la factura, les fue imposible reproducir aquellas pastas maravillosas: habían agotado las canteras de arcilla.
En 1709, el material que le valió la libertad y la gloria al alquimista Bottger no era blanco, sino rojo. Fue sólo cien años más tarde, en 1716, cuando la manufactura de Meissen se vuelca a la fabricación de porcelana blanca, más fácil de producir en escala industrial. Pero no olvidaron la fórmula y en 1921, durante la desvalorización del marco, Sajonia — como homenaje a Bóttger — emitió por poco tiempo una moneda sobre porcelana roja, que hoy se disputan los coleccionistas.
Hace seis años, una pareja pensaba en todo esto mientras contemplaban piezas rojas de Bóttger en el museo de porcelana de Sévres, en Francia. Ella le dijo a él: "¡Son maravillosas! ¿No te atreverías a fabricarlas tú?" El no contestó. Meses más tarde, Ernesto Carlos Kunert (alemán de los Sudetes; doctor en química de la Universidad de Munich; especialista en porcelana formado en fábricas de Baviera; hoy 34 años), su esposa Gertrudis Titibú Harger-Kunert (también alemana de los Sudetes, egresada de Bellas Artes de Munich, especializada en diseño de porcelanas) y los hijos de ambos, Rosvitha (entonces de 9 años) y Alfa Andrea (un varón de 7), emprendieron viaje a la Argentina.
El doctor Kunert, que había montado plantas, de cerámica en Luxemburgo, Bélgica, Italia, Inglaterra y Francia, venía contratado por una firma germana a fin de asesorar la instalación de la Manufactura Argentina de Porcelana. Compró una quinta en la esquina de Buschiazzo y Susini, en Don Torcuato. En los fondos instaló un laboratorio para proseguir sus investigaciones privadas. Pero Titibú no había olvidado el sueño de la porcelana roja. Día y noche, por meses enteros, insistió a su marido que debía emplear su dominio científico y técnico para reinventar la pasta de Bóttger. Harto ya (pero en el fondo complacido, pues la idea le gustaba), Kunert le prometió a la señora que emprendería la investigación.

El secreto de Otelo
Pasaron tres años, durante los cuales el especialista se desvinculó de la Manufactura Argentina de Porcelana y contribuyó a montar dos fábricas de cerámica, en Temperley y en la Capital, para la firma "Real Turia" del conde Chinchilla de Alarcón. Por las noches, se encerraba en el laboratorio y — nuevo alquimista — combinaba sustancias y horneaba muestras. Finalmente, a mediados de 1960, lo consiguió. Era un material de composición química idéntica que la de la porcelana blanca para 1.350°, coloreado de un bellísimo tono rojo indio con sales metálicas de hierro, manganeso y cobre.
La pasta —bautizada con el nombre de Othello, por su color moro — tiene increíbles propiedades:
• Se distingue de la porcelana blanca y de la terracota por su vitrificación completa. No necesita esmaltes y, en consecuencia, no se gasta nunca.
• Empero, es muchísimo más dura que el vidrio: hasta puede cortarlo; tiene dureza 9 en la escala de Mohs, es decir, que sólo la raya el diamante.
• Resiste todos los ácidos, salvo el fluórico, a cualquier temperatura y por cualquier lapso; salió indemne de u baño por varias semanas en 'agua regia'.
• Mientras la porcelana roja de Bóttger no lograba siempre el mismo color ni su calidad era óptima, la tonalidad del Othello es uniforme y su superficie, lisa y compacta.
Naturalmente, no se trata de un milagro, sino de equilibrio entre la mayor minuciosidad artesanal (es imposible producirlo en serie pues perdería calidad) y las posibilidades mecánicas modernas. Kunert usa materiales purísimos y si no confía en los que se encuentran en el mercado (como, por ejemplo, ocurre con el óxido de estaño) los fabrica él en su laboratorio. Durante 48 horas somete la materia prima a una molienda húmeda en molinos a bolas. Para aumentar la plasticidad deja "descansar" la pasta cuatro semanas y luego la tamiza en zaranda vibratoria. Hasta hace unos años, la pasta de porcelana debía ser colada per tamices de alambre tejido. Hoy, la zaranda mecánica es capaz de hacerla atravesar una tela de perlón malla 220 (8.300 cruces de hilo por centímetro cuadrado, esto es, un tejido tan compacto que, sin vibraciones, es impermeable al agua).
El secreto del Othello se oculta en los hornos. Las sales metálicas colorantes reducen el punto de vitrificación a 1.200 grados centígrados, pero, por otra parte, el margen entre la temperatura mínima de vitrificación y la de deformación oscila en los tres grados. En otras palabras, se necesitan hornos exactos y de calor uniforme, porque a menos de 1.198 grados y medio el material queda crudo, pero si pasa los 1.201 grados y medio las piezas estallan. Eso bastaría para enloquecer a un industrial. Los hornos de las grandes fábricas tienen un margen de control de 60 grados, y entre un extremo y otro de los pequeños hornos para cerámica artística se producen diferencias de temperatura del orden de los diez grados o más.
El químico Kunert tuvo que transformarse en electricista y hacer él mismo sus pequeños (45 por 45 por 45 centímetros) hornos a resistencia. En una oportunidad, para que le cupiesen piezas mayores, quiso armar uno de 70 centímetros de altura y fracasó: había diferencia de temperatura de seis grados. Como el Othello se contrae en proporción enorme (las porcelanas cocidas miden un 24 por ciento menos que las crudas; el índice máximo de contracción para la porcelana blanca lo tenía Sévres con veinte por ciento), Kunert no puede fabricar piezas que tengan más de 36 centímetros.

Arte, sí; industria, no
Todos esos inconvenientes técnicos impiden la producción en serie. Al inventor le quedaba sólo un camino: lograr que sus obras fuesen de factura tan excelente que rindiesen por su valor artístico más que comercial. La señora Gertrudis se ocupó para que el diseño de las piezas fuese único. Un estilo personal, moderno sin salirse del clasicismo (ambos esposos odian las tendencias más avanzadas del arte actual), inspirado en las características del material.
Por ejemplo, descubrieron que las piezas de Othello podían tallarse (antes de ser cocidas pero ya secas) y desarrollaron por esa vía formas inéditas, muy hermosas. El doctor Kunert pasó, además, un año entero creando Emaillen especiales que resistiesen las temperaturas de cocción y no saltasen con la contracción del material. Los ceramistas alemanes distinguen entre el esmalte (Schmeltz) y el Emaille. El primero, innecesario para la porcelana roja, es un barniz vitreo chato que se aplica sobre la porcelana blanca, la loza o los metales. El segundo (del francés émail), en cambio, es una pintura generalmente mate, de cuerpo más espeso, que queda en realce sobre la superficie decorada. Kunert logró nueve colores de un Emaille que resistiese los 1.050 grados.
Ya listo su sistema, el estudio Titibú (como se llama, en honor de la señora Kunert) presentó sus obras al juicio del público. La primera reacción positiva vino de la mismísima Manufactura Estatal de Meissen. Al felicitarlos, los herederos de Bóttger confesaron que ellos, con todos sus medios técnicos, eran incapaces de conseguir una cosa así. Además, le pidieron a Kunert una pieza para su afamado Museo de Albrechtsburg. Aunque a precios bastante altos (un juego de café, completo, que el estudio vende a 2.400 pesos, en los negocios se cotizan a 6.000), las porcelanas Titibú pueden comprarse en las mejores casas del ramo de Buenos Aires y todas las ciudades importantes del país.
Se hacen gestiones muy bien encaminadas, además, para la exportación a Estados Unidos, Dinamarca y otras naciones europeas. El problema es la escasa producción, ya que Kunert sólo trabaja con ayuda de su esposa y su hija. "No quiero tomar obreros, se perdería la calidad", dice. "Ademán, dejaríamos de ser artistas para convertirnos, en industriales." Y ésa es una perspectiva que no le gusta nada al lírico ceramista.
Página 23 - PRIMERA PLANA
12.03.1963

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