"Lo mejor es un reloj de pared", es un consejo que se da
actualmente con frecuencia a aquellos que quieren imprimir
un toque personal en los ambientes muy modernos. "Por
supuesto —agregan generalmente los oráculos—, deberá ser un
reloj antiguo..., los modernos resultan muy medio pelo."
Si bien este criterio no es compartido por muchos
decoradores afectos 'á outrance' al modernismo, la verdad es
que, poco a poco, se va imponiendo. Una razón extraestética
que ofrecen algunos fanáticos de los relojes antiguos
consiste en que "siempre es una buena inversión; es muy
difícil que un London o un Selva Negra pierda valor alguna
vez". Por lo demás, es notable la falta de demanda que
registran, fuera del reducido ámbito de los coleccionistas,
los relojes de sobremesa, los de pie y las en un tiempo
apreciadas 'garnitures' (conjunto de reloj con candelabros
puesto de moda por primera vez gracias a la munificencia de
Luis XV, quien regaló una garniture en oro macizo a la no
menos sofisticada Madame Pompadour) en bronce o porcelana.
Razones: el escaso espacio de los ambientes modernos. El
rubro de los relojes de más venta, en cambio, parece ser el
de los de pared tipo bolsillo. Son construidos en
distintos tamaños; algunos alcanzan diámetros de más de
setenta centímetros y se cuelgan por el aro. La mayoría de
ellos son de origen inglés y su fecha de fábrica oscila,
generalmente, entre 1870 y 1890. El severo estilo Victoriano
consigue hacer un contraste muy chic con los estilizados
muebles escandinavos, cosa que, por lo general, no consiguen
los más graciosos bolsillos tipo francés. Si bien los
relojes "no tienen precio", un paciente buscador de relojes
antiguos puede hallar bolsillos a un precio relativamente
acomodado: en estos tiempos de crisis económica, regateando
un poco, podría conseguir un original por siete mil pesos.
Todo depende, por supuesto, de la caja y de la máquina; si
bien los conocedores consideran francamente 'raté' lucir en
sus casas "antigüedades acopladas", es decir, máquinas y
cajas de distinta época, no faltan prácticas amas de casa
que adosen una máquina moderna a una caja victoriana o
eduardiana. Así, si pueden conseguir que un anticuario les
venda una caja vacía, podrán lucir ante sus amistades menos
exigentes en la materia un reloj bolsillo, aparentemente
antiguo, por un precio menor (tres mil quinientos pesos la
caja y mil o mil quinientos la máquina). Por lo demás,
las máquinas antiguas ofrecen un problema difícil de
elucidar a cualquiera que no tenga conocimientos profundos
de relojería. Las casas fabricantes de máquinas y cajas
fueron tantas —todas artesanales— que los menos eruditos, y
muchas veces se encuentran entre ellos los relojeros,
prefieren denominarlas con el nombre de la ciudad de origen.
Así, en líneas generales, los relojes de pared se dividen en
tres grandes grupos: los London, los París y los alemanes;
dentro de este rubro se hallan los célebres relojes cucús
Selva Negra. Sin embargo, algunos nombres que se recuerdan
son los del célebre John Taylor (inglés) y los de las casas
alemanas que todavía perduran como la Yunghaus y la Müller.
Contra lo que podrían creer los legos en la materia, Suiza
nunca se destacó mayormente en la fabricación de aparatos
que no sean de bolsillo o de pulsera. Los conocedores del
fascinante y complicado mundo de la relojería porteña
prefieren evitar las grandes casas de antigüedades y se
inclinan por extraños antros dedicados al culto del reloj
antiguo, como la vieja Casa Méndez, ubicada en Carlos
Pellegrini casi esquina Santa Fe, o el expresionista
Cementerio de los Relojes, de Talcahuano al 200. Como
comentaba un apasionado amigo de los relojes, "los
cronófilos somos una especie de secta sentimental muy
simpática entre sí": se citan casos de clientes muy
enamorados de un determinado reloj, que conseguían
apreciables rebajas "sólo porque el relojero veía que lo
dejaba en muy buenas manos". Un ejemplo en ese sentido fue
el ya fallecido fundador de la Casa Méndez. Los clientes
preferidos son, por supuesto, los coleccionistas. En cambio,
las señoras que compran para hacer regalos, son las clientas
menos apreciadas: "Claro que muchos relojeros poco
escrupulosos se vengan vendiéndoles antigüedades acopladas".
Raab, dueño del Cementerio, opina que la mayor parte de los
relojes antiguos que se pueden encontrar en Buenos Aires son
"acoplados". Esta situación es atribuible, en gran parte, a
los clientes snobs que compran el reloj "por la caja" sin
fijarse en la máquina. También se ha dado el caso, ante el
comprensible horror del relojero, de que el cliente prefiera
una máquina nueva con la caja antigua "porque así me va a
durar más". Una rápida investigación parece indicar que,
además de los bolsillo, fáciles de encontrar en Buenos Aires
son los siguientes: • Los ya mencionados cucús Selva
Negra: como son de máquinas relativamente sencillas, los
modelos más pequeños se encuentran entre los relojes
antiguos más baratos —en Casa Méndez, con un poco de suerte,
pueden hallarse algunos a precios no mayores de tres mil
pesos—. Sus cajas negras son de un barroquismo salvaje,
adornados con motivos de caza y talladas en tres tipos
distintos: hoja de parra, hoja de carballo y calada. Los
artesanos constructores, en un ingenuo intento de dar mayor
realismo a las tallas de animales, acostumbraban incrustar
ojos de vidrio a las aves —generalmente águilas—, ciervos o
liebres que adornan estos relojes. • Los carteles,
relojes de caja chata y alargada, generalmente tipo Luis XV
y Luis XVI, resultan el complemento ideal para un reducido
ambiente francés. Las máquinas, como no podía ser de otro
modo, son París y sus precios ocupan una extensa gama que va
de los cinco mil pesos aproximadamente, para los más
pequeños, hasta los veinte mil pesos para los más grandes.
Los más apreciados son los medianos (diez mil pesos más o
menos). • Los ambientes modernos aceptan también como
eficaz complemento a los coloniales isabelinos: estos
aparatos, muchos de ellos de cajas adornadas con
incrustaciones de nácar, pueden comprarse de doce a quince
mil pesos. El inconveniente es que hay que saberlos buscar y
fijarse bien en la máquina. • Sin ser tan buenos ni tan
lujosos, los coloniales americanos, fabricados en USA en el
siglo XIX y conocidos en la Argentina con el nombre de su
importador (Juan Shaw) pueden ser hallados por la módica
suma de cuatro mil pesos. • Sin embargo, "lo más bien"
para ambientes modernos son los relojes españoles a péndulo,
rigurosamente fabricados a mano entre 1650 y 1800. Estos
artilugios deben ser colocados sobre la pared sin caja. Las
máquinas ya están protegidas por una caja de metal (distinta
de la que las debería cubrir totalmente) pintada en los
costados de negro y en el frente de esplendente color
dorado. El conjunto, con los péndulos y el frente repujado
bajo la pintura, ofrece una sensación de barroquismo 'muy
siécle d'or' que no alcanza a dar la impresión de
churrigueresco. Sus precios no bajan de doce mil pesos. •
Los clásicos relojes ingleses, cuadrados, pintados
ascéticamente de negro, muy apreciados por algunos
coleccionistas, no gozan, sin embargo, del favor de muchos
decoradores. Su precio, de todas maneras, es muy difícil que
sea inferior a los nueve mil pesos. "No me compraré un
reloj de pared, pero me consolaré con un buen reloj de
bolsillo", dicen que comentó, hace quince días, un ingenuo
cliente en el pequeño cuarto que le sirve a Ernesto Guerra
para arreglar relojes antiguos en Corrientes casi esquina
Cerrito. Lamentablemente para el comprador frustrado, los
relojes de bolsillo antiguos son casi inhallables en la
Argentina y, por lo tanto, resultan tan caros, o poco menos,
que los de pared. En Buenos Aires hay muy pocos siglo
XVIII y, por supuesto, sus dueños los tienen firmemente
colocados en sus vitrinas. Los más hallables son del siglo
XIX, especialmente viejos Longines o Roskopf; como los de
pared, tampoco tienen precio fijo: dependen de la caja
(puede ser de oro o de plata) y, dentro de lo relativo de
toda estimación, un Longines se puede encontrar por la
módica suma de tres mil pesos. Entre los relojes que
recuerdan con nostalgia los viejos coleccionistas, se
encuentran los repetidores: cuando se quería saber la hora
en las épocas anteriores a la luz de gas y a la luz
eléctrica, se apretaba un botón de estos relojes e,
inmediatamente, sus campanillas tocaban la hora, la media y
la cuarta. Algunos, más detallistas, también tocaban los
cinco minutos. "Estas son joyas que ya no se fabrican"
indican melancólicamente los coleccionistas mientras
piensan, con no muy disimulada envidia, en el Breguet
(nombre del gran maestro de la relojería de bolsillo del
siglo XVIII, inventor del célebre y fundamental espiral
Breguet) que, por la astronómica suma de seis mil
ochocientas libras esterlinas, podrían haber comprado en
mayo pasado en la galeria londinense de Sotheby's. Como
en su gran mayoría los coleccionistas argentinos no pueden
permitirse esos lujos se consuelan tratando de hallar viejos
relojes norteamericanos Hamilton o Waltam. Estas máquinas
(las primeras provienen de 1850) entraron al país por un
medio relativamente heterodoxo: sus importadores fueron los
marineros norteamericanos que, según cuenta el ingeniero
David Quayat, cuando se les terminaban sus dólares en los
mostradores del Bajo, optaban por vender los relojes en los
negocios de compra-venta de la calle 25 de Mayo. Los
coleccionistas afectos a la literatura afirman que Eugene
O'Neill, el célebre dramaturgo norteamericano, en sus viajes
a Buenos Aires como marinero, dejó una extraordinaria
cantidad de relojes. Página 33-PRIMERA PLANA 7 de
enero de 1964
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