Revista Gente y la Actualidad
10.09.1970 |
CAMINO POR LA CALLE MEXICO TOCANDO LAS PAREDES
CON EL BASTON. VACILO EN UNA ESQUINA HASTA QUE UN BRAZO, UNA VOZ, UN
ROSTRO BORROSO Y DESCONOCIDO LO AYUDARON A CRUZAR.
SUBIO LENTAMENTE ESCALONES QUE CONOCE DE MEMORIA —LOS DE LA
BIBLIOTECA NACIONAL, QUE DIRIGE DESDE 1955—, SALUDO, EXTENDIO UNA
MANO DEMASIADO TEMBLOROSA COMO PARA PERMITIRSE LA ENERGIA, SONRIO.
ENTONCES COMENZO SU CHARLA CON "GENTE'' JORGE LUIS BORGES, CASI
LEGENDARIO, CASI CIEGO, CANDIDATO CASI PERMANENTE AL PREMIO NOBEL DE
LITERATURA.
PRIMERO ENTRE LOS VOLUMENES DE LA BIBLIOTECA, DESPUES CAMINANDO POR
MONTSERRAT, BORGES RECORRIO SU NIÑEZ, SU OBRA, SU SOLEDAD, SUS
MIEDOS, SU RELACION CON BUENOS AIRES, SU DIVORCIO.
Pasó junto al afilador que soplaba la flauta en México y Perú, rozó
las paredes con el bastón, se detuvo un instante para que el sol
lamiera la cabeza blanca y aspiró el aire de la mañana mientras dos
palomas se perseguían sobre los adoquines. Al lado de un semáforo
los minutos se llenaban de bocinas. Unos cuantos chicos pasaron
corriendo a su lado, lo rozaron, le pidieron disculpas. Sonrió y
acarició el vacío: los chicos alcanzaban la esquina, Borges estaba
solo. Como protegido por una burbuja fabricada con su pensamiento,
sus sueños, su miedo a tropezar con una piedra o con un hombre llegó
Jorge Luis Borges a la Biblioteca Nacional a las diez, como todos
los días. "Buen día, don Borges", dijo el que pintaba las columnas.
"Buenos días", susurró la garganta de Borges. Los pies lo condujeron
hacia la escalera. El bastón tocó el primer peldaño. "Suban —dijo—,
suban conmigo." Mientras subía quizá la memoria de Borges
reinventaba el juego del regreso. Tal vez se haya detenido
caprichosamente en 1949:
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay alguno que
ya nunca abriré. / Este verano cumpliré cincuenta años; / la muerte
me desgasta, incesante.
—En general creo que se habla demasiado de Borges. Es una cosa que
no entiendo. Hay tantos escritores argentinos que me parecen
superiores a mí... Silvina Ocampo, Mujica Lainez, Mallea, Bioy. Y
les estoy hablando de los vivos. Si le hablase de los muertos, la
lista sería interminable.
Se había sentado frente a una ventana Borges, con la chimenea a su
espalda y la luz en la cara señalándole los valles, los ríos secos.
En los estantes esperaban las manos y los ojos de la gente
ochocientos mil volúmenes. Él hablaba clavando en las cortinas una
pupila verde y otra celeste, más grande. Sorprendido porque
hablábamos de Borges.
—A veces no me creen, pero a mí no me gusta lo que escribo. Sí,
claro, seguramente entre tantas páginas habrá algunas más o menos
valiosas, nada más. ¿El premio? Me avisó el embajador de Brasil y
pensé que se trataba de una broma de algún amigo. Cuando entendí que
era cierto me sentí abrumado, lleno de gratitud. Veinticinco mil
dólares, eso es, sí. Pero estoy seguro que los que me lo adjudicaron
—y no sé cómo decirlo sin ingratitud— se equivocaron. Como se
equivocarían los probables y posibles miembros de la Academia sueca
si me dieran el Nobel. ¿No creen?
Temblaron suavemente los labios de Borges y luego sonrieron. El sol
entibiaba las maderas y los libros, y las palomas brillaban ahora en
el balcón.
"Hay algunas cosas que no me disgustan", dijo. "En mi último libro,
"El informe de Brodie", hay un cuento —"La intrusa"— que no me
parece malo, y otro narrado por un compadrito que tampoco me parece
desechable. ¿Los compadritos? Ellos vinieron a mi vida y a mi obra
con los malevos y los arrabales un poco por curiosidad, y otro poco
porque en la religión que ellos habían construido —la del coraje— yo
encontraba cosas que le faltaban a mis días. Usted sabe: el arrojo
físico, la valentía, todo eso. En esa especie de nostalgia también
tenían que ver mis antepasados militares".
De calles que repiten los pretéritos nombres / de mi sangre:
Laprida, Cabrera, Soler, Suárez. .. / Nombres en que retumban (ya
secretas) las dianas / las repúblicas, los caballos y las mañanas, /
las felices victorias / las muertes militares.
—¿Sigue sintiendo esa nostalgia?
—No, ya no. Ahora sé que cuando escribí: "Vida y muerte le han
faltado a mi vida" estaba totalmente equivocado. En aquel tiempo,
claro, mi vida me parecía pobre comparada, por ejemplo, con la de
aquel bisabuelo mío que había comandado una carga de caballería en
la batalla de Junín. Actualmente no pienso eso. Ahora creo que la
vida de un hombre de acción no puede tener tanto interés como la
vida de un hombre sedentario que piensa sobre ella. He ido llegando
a esa conclusión. Estoy seguro que la vida de Homero fue mucho más
rica que la de Ulises o la de Aquiles, porque aquéllos hicieron las
cosas y Homero las recreó y seguramente les dio grandeza y belleza.
De modo que cuando yo escribí eso estaba en un error. La vida no
puede faltarle a nadie, porque ¿qué otra cosa tenemos sino la vida?
En cuanto a la muerte, estuve cerca de ella en varias oportunidades
y todo fue desagradable pero no muy interesante. Ni siquiera me
interesó pensar que podía ocurrir después. Si hay otra vida —pensé—
lo sabré, sabré qué sucedió. Si no la hay, bueno, habré sido
aniquilado.
—¿Hay otra vida? ¿Usted qué piensa?
Se pasó la mano por el pelo, recorrió con los dedos una cicatriz que
le divide la cabeza en hemisferios, oprimió un pañuelo sobre el ojo
de la pupila verde.
—Yo espero que no. No querría otra vida. Pero si la hubiera
preferiría no recordar quién he sido. Siempre me sorprendió ese
deseo que tenía Miguel de Unamuno de seguir siendo Miguel de
Unamuno. Probablemente porque ser Miguel de Unamuno es algo
importante. Pero yo no desearía seguir siendo quien soy. En todo
caso, me gustaría olvidar. Eso no quiere decir que no haya habido
momentos muy gratos en mi vida. Momentos de dicha entrecruzándose
con momentos de desdicha a tal punto que es difícil distinguirlos.
En mi juventud, sobre todo. La veo como algo muy lejano, como algo
ajeno que ni siquiera tiene el interés de lo ajeno.
—¿Cómo fue su juventud? El afilador de la esquina hizo sonar la
flauta una vez más. Borges aclaró su garganta y pareció de pronto
más endeble, más solo, desamparado en el trabajo de la evocación.
—Mire: yo perseguía la desdicha, como todos los jóvenes, y padecía
de un exceso de literatura. Llegaba a creer que yo era el príncipe
Hamlet o Raskolnikov, dentro de mis módicas posibilidades. Pero a
pesar de eso me sentía feliz muchas veces. Claro que a fuerza de
cultivarla se consigue la desdicha. En mis primeros poemas hablo
mucho de atardeceres, de puestas de sol, de soledad. En cambio hoy
puedo sentirme solo sin que me duela.
—¿Se siente solo ahora?
—No. Este no es un período de soledad. Es un periodo de trabajo y
amistades. Me siento querido por la gente, noto que tiene una
actitud generosa hacia mí. Tal vez por algún raro mecanismo sepan
que estoy superando una crisis a través del trabajo intenso.
—¿Se refiere a la crisis de su matrimonio?
—Me refiero a esa crisis, sí. Aunque no quisiera que se hablara de
eso. Es algo muy delicado, muy íntimo. Se produjo después de tres
años y cuesta un poco retomar los caminos anteriores. Usted ya sabe:
cuando uno se casa tiene la intención o la ilusión de que sea algo
definitivo. Yo no fui una excepción. Pero a medida que pasó el
tiempo advertí que había una completa incompatibilidad entre mi
mujer y yo, y resolvimos separarnos. Fue un acuerdo amistoso y no
quisiera que de estas palabras surgiera algo malo para ella. Ya todo
está en manos de los abogados.
La mano derecha se había vuelto blanca, porque apretaba el bastón.
Sacó un reloj del bolsillo, lo acercó a la luz, preguntó la hora.
"Creo que voy a trabajar bastante poco esta mañana", dijo.
—La gente es demasiado buena, demasiado generosa con Borges. No lo
entiendo.
—¿Cómo lo nota? ¿Cuando se acercan a usted? ¿Cuando lo ayudan a
cruzar una calle?
—En eso. Me conmueve que alguien que no me conoce me vea vacilando
en una equina y me ayude a cruzar. Me da fuerzas.
—¿Se siente sin fuerzas a veces?
—A veces sí. Aunque también siento que éste es un período muy
propicio para mí como escritor. Claro que eso puede ser una ilusión
mía y que lo que yo produzca no sea muy bueno. Pero eso no es
importante, y aquí puedo repetir la frase de Carlyle. El dijo que
"toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es". Cuando
uno escribe se siente razonablemente feliz, y todo hombre tiene el
deber de tratar de ser feliz. Ya se sabe que la felicidad no depende
de cosas absolutas, que puede estar hecha de circunstancias. Si a un
hombre lo envían a la cárcel para siempre, y un buen día lo cambian
de celda, le dan otra mejor, iluminada y más limpia, se sentirá
feliz. Es un ejemplo, desde luego. Pero también podría darle el de
mí ceguera.
Hay una mueca en la cara de Borges, que ha comenzado a hablar en voz
muy baja. Sobre el escritorio un telegrama reitera la invitación a
Inglaterra, para recibir su título de doctor honoris causa en
Oxford. Las palomas han abandonado ya el balcón.
—Yo perdí al vista en 1955, el año que me designaron director de la
biblioteca. Escribí entonces un poema. ¿Cómo era? Ahí, sí: "Nadie
rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de
Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la
noche". Me encontré aquí, rodeado de tantos libros, y haciendo un
esfuerzo podía apenas leer los títulos, las carátulas. Pero me
acostumbré a dictar y a hacer que me lean. Además, en esos días en
que comprobé que no podía leer pensé que eso no tenía que ser el fin
de algo sino el principio de otra cosa. Y resolví estudiar
anglosajón, y ahora estoy estudiando encandinavo antiguo. Si me
dedico a pensar que estoy quedándome del todo ciego, eso no puede
llevarme a nada bueno. Por otra parte, la ceguera es para mí un
lento y gradual crepúsculo. Mi padre fue ciego en la última etapa de
su vida, mi abuela fue ciega. Por eso la ceguera no es patética para
mí.
Las dos manos oprimieron el bastón, ahora suavemente. Entre los
autos y el humo nacía en la calle un partido de fútbol.
—¿Y su infancia, Borges? ¿Cómo fue?
—¿Mi infancia? Recuerdo a mi padre. Era abogado y profesor de
psicología en el Colegio de Lenguas Vivas. Ganaba cien pesos por mes
y me enseñaba filosofía sin nombrar ningún filósofo. Yo jugaba muy
poco. Era mi hermana Norah, la pintora, la que me sugería trepar al
molino de casa o explorar los techos. Yo era muy tímido, muy quieto,
muy miope. Bastante distinto de mis antepasados. Bastante distinto,
por cierto.
Nada o muy poco sé de mis mayores / portugueses, los Borges: vaga
gente / que prosigue en mi carne, oscuramente, / sus hábitos,
rigores y temores.
—¿Con quién vive?
—Con mi madre. He vuelto a vivir con mi madre. Ella me lee un poco
casi todas las noches.
Caminaba la calle Perú muy cautelosamente. El bastón daba la alarma
de los pozos y la gente.
—¿Cuántos años tiene?
—Cumplí setenta y uno la semana pasada. Y tengo ganas de escribir.
Claro que no es lo mismo dictar que escribir, pero en tantos años me
he ido acostumbrando. ¿Sabe algo bastante curioso? Otro director de
la Biblioteca Nacional, Mármol, él de "Amalia", murió ciego. ¿No es
extraño ese parentesco?
—¿No le parece también extraño que un escritor de literatura tan
difícil como la suya sea reconocido, saludado en la calle?
—¿Me han saludado?
—Sí. ¿No lo notó?
—Me pareció por un momento. Pero debe ser por estas máquinas
fotográficas. Seguramente por eso. ¿Me saludaban? Cuando yo
acompañaba a Lugones por la calle nadie lo reconocía. Y era entonces
el escritor más importante de la Argentina. Las cosas han ido
cambiando. Groussac decía que ser famoso en Sudamérica no significa
dejar de ser un desconocido. Pero eso ya no es cierto. Pensándolo
bien, recuerdo que ayer me detuvieron dos mujeres para darme la
mano.
En la mitad de la cuadra lamentó que Monserrat —"en un tiempo casi
la provincia"— estuviera pareciéndose al centro, con apuro, con
malos modales.
—¿Mujeres? Hay mujeres en mi obra, sí. Y algunos poemas de amor por
aquí y por allá. Me han preocupado mucho las mujeres y me he
enamorado muchas veces. Por eso mismo tardé en unirme a una mujer,
porque estaba como zarandeado por diversas pasiones, violentas y
fugaces. Recién en mi vejez intenté una relación más tranquila y más
longeva. No dio buen resultado, pero es necesario sobreponerse. ¿No
lo cree?
Volvió a sacar el reloj del bolsillo, volvió a preguntar la hora.
"Muy tarde", susurró, y recorrió con el bastón las molduras de una
pared. "Me cuesta adivinar su cara. ¿Un bigote negro, tal vez?" En
Perú y México alzó la cara, cerró los ojos, dejó que el sol le
acariciara de nuevo la cabeza y la inclinó como si el aire en
realidad fuera un regazo.
MARIO MACTAS Fotos: Gabriel Alvarado
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