En febrero de 1905 —a cuatro meses de iniciado el Gobierno
de Manuel Quintana— estalló una revolución en la Argentina.
Encabezados por Hipólito Yrigoyen, los conspiradores la
prepararon con tanto sigilo que muy pocas personas estaban
enteradas del movimiento radical.LA policía no
dudaba de que las charlas que Hipólito Yrigoyen mantenía con sus
amigos en Plaza Italia, en el hall del Banco de Londres o las
visitas que recibía en su casa de Brasil 1039, a principios de
1905, eran los prolegómenos de un movimiento armado, porque el
radicalismo vivía en constante excitación revolucionaria, como
buscando el desquite de 1890. Y esto sí lo sabía la gente que
observaba a sus hombres con curiosidad, pero sin inquietud
porque, en definitiva, la bandera que levantaban los
conspiradores no carecía de popularidad, puesto que era contra
el fraude electoral. Manuel Quintana había sido electo el año
anterior a despecho de las aspiraciones presidenciales de Marco
Avellaneda. La UCR, ya dirigida por Yrigoyen, disgustada por las
alternativas de la elección de abril de 1904, había intentado
impedir el ascenso del nuevo presidente.
El 3 de febrero de
1905, Yrigoyen convocó a Vicente Gallo y a José Luis Cantilo
para darles la noticia: la revolución estallaría a las 3 de la
madrugada siguiente. El mayor Aníbal Villamayor, con el Segundo
Batallón de Infantería saldría de Bahía Blanca rumbo a Buenos
Aires después que se lanzara el curioso santo y seña de "Ya está
33". Las demás medidas habían sido tomadas por el jefe militar
del alzamiento, comandante Daniel Fernández, quien había trazado
como primer objetivo la toma del Arsenal de Guerra. Dominado
este, se supuso que Buenos Aires caería inevitablemente en manos
de los conspiradores por efecto de la sorpresa y por la
potencialidad ofensiva de la que era depositario.
La euforia
radical no calibró la posibilidad de una derrota; sin embargo,
Rosendo Fraga, jefe de la policía, sabía tan bien como los
revolucionarios la hora del estallido y los puntos estratégicos
que serían copados.
A la hora fijada por Yrigoyen los
conjurados llegaron al Arsenal mientras que otro tanto tomaba
las comisarías 2ª, 14ª y 16ª, la Biblioteca Nacional e,
inexplicablemente, la redacción de la revista Caras y Caretas.
En Córdoba, Mendoza, Rosario y Bahía Blanca el estallido se
verificó con precisión matemática mientras que en Buenos Aires
Yrigoyen recibía los primeros síntomas de que algo no andaba
bien por los nerviosos mensajes que desde el Arsenal le enviaba
el capitán Rosa Burgos, pidiéndole que constituyera el comando
revolucionario en ese lugar.
La derrota decisiva
Los
avisos de Rosa Burgos fueron premonitorios porque a las pocas
horas en la Capital Federal los revolucionarios no pudieron
sostenerse ante el ataque combinado del Regimiento 8º de
Caballería y efectivos de la policía. El regimiento, por
entonces guardia y escolta presidencial, estaba al mando de
quien un cuarto de siglo más tarde —el 6 de setiembre de 1930—
volvería a derrotar a Yrigoyen: el mayor José Félix Uriburu.
Pero fue el general Carlos Smith quien asestó el golpe de gracia
con una limpia maniobra que dejó fuera de combate y rendidos a
los civiles parapetados en el Arsenal.
En Rosario, en cambio,
la tentativa tuvo mayor fortuna con la sublevación de dos
regimientos: el 9º de Infantería y el 3º de Artillería. En
Córdoba, por su parte, Fernández alcanzó a dominar la situación
y hasta tomó prisioneros al propio vicepresidente de la
República, Figueroa Alcorta, a otro futuro vicepresidente, Julio
Roca (h), y a una docena más de personajes claves. También en
Mendoza la situación era ventajosa para los sediciosos que
llegaron a deponer al gobernador mientras que desde Bahía Blanca
las tropas salían rumbo a Buenos Aires para reforzar a los
sitiados en el Arsenal, aunque ya era tarde.
Pero Quintana no
se asustó por esos éxitos y dio una orden a su ministro de
Guerra, general Enrique Godoy: "Dígale en mi nombre —se refería
a la consulta hecha por un oficial leal— que a cualquier jefe u
oficial del ejército que tome sublevado, con armas en la mano,
lo fusile inmediatamente, bajo mi responsabilidad", La orden fue
decisiva y produjo en muchos rebeldes un efecto fulminante. La
conspiración en todo el país se deshizo, particularmente en
Córdoba, donde el general Winter arrasó a los revoltosos.
Quintana negó el carácter político al alzamiento y la redujo a
un simple motín militar para lograr el sometimiento absoluto y
discrecional de los autores y cómplices. Con sus huestes en
desbande, Yrigoyen se entregó finalmente a la Justicia como
único responsable de los sucesos.
Quintana respondió con el
estado de sitio aunque el fermento revolucionario no cesó en el
radicalismo hasta 1912, año en que Roque Sáenz Peña, cediendo a
las exigencias de las reformas políticas, decretó la vigencia de
la ley electoral que lleva su nombre y que permitió a la UCR
acceder al gobierno en 1916.
[
Juan C. Insiarte]
REDACCION
febrero de 1975