Revista Siete Días Ilustrados
05-10-1970 |
Con un local nocturno por cada 15 mil personas, las
catedrales del ruido de la urbe santafesina compiten con la
invención de ingeniosas triquiñuelas, destinadas a un mismo
objetivo: vencer al tedio y satisfacer el júbilo de los
jóvenes
En Rosario abordar los ritos que componen la vida nocturna
—es decir, los recursos que suelen inventarse para
desbaratar con humor el más pertinaz aburrimiento— es como
intentar una historia del reloj o del calendario. De lunes a
jueves, irremediablemente, un sopor espeso se desploma sobre
los 52 locales de diversión noctámbula atrincherados en la
city. Sin embargo, ese largo, adormilado bostezo semanal se
clausura de golpe al caer la tarde del viernes; a esa hora
los epicentros del ruido ofician de trampolín para que un
enjambre de parejas desaforadas adopten las leyes de la
informalidad, codificadas a fuerza de whiskerías urticantes,
night clubs y explosivas discotecas. Es esos paraderos, un
lugar común para los trasnochadores de todo el mundo, los
rosarinos sucumben a los embates de los ritmos de moda,
sometiéndose a las más diversas escaramuzas somáticas con un
solo propósito: derrotar la amarga imagen del tedio, un
estigma que no por universal es menos mortificante.
DE LA JARANA AL RUIDO
La semana pasada, cuando un equipo de SIETE DIAS inventarió
los hitos que eslabonan la noche de Rosario, un dudoso
malabarismo de etimologías intentó definir épocas y separar
etapas: "Esta ciudad —historió Julio Aníbal Saforcada (28),
sociólogo rosarino— creció a merced de la inmigración,
especialmente italiana y particularmente genovesa, que
inundó los muelles argentinos a fines del siglo pasado.
Después de la primera década de esta centuria, los gringos
enriquecidos con el comercio y la industria se esforzaron
por otorgar una pátina cultural y galante a Rosario: así,
junto a los teatros y museos, florecieron también los
prostíbulos y el hampa. La calle Pichincha —que más tarde
cambió su nombre por el actual de Juan Pablo Riccheri— se
convirtió en émula de la famosa Saint Pauli, de Hamburgo. La
mafia rosarina censó, por esa época, los nombres de Chicho
Chico, Agata Galiffi, Chicho Grande y de otros delincuentes
peligrosos, protagonistas de más de un sonado caso de
secuestro, asesinato y robo. Entonces, la casa de madame
Sapho, con sus habitaciones tapizadas de espejos y su
colección de pupilas polacas, españolas y francesas, era el
lenocinio más lujoso de Sudamérica. Allí las francachelas
duraban días enteros y recibían el nombre de jaranas. Hoy
las diversiones son más inocentes y tienen un apelativo
justo: son puro ruido", concluye Saforcada.
Algo es verdad: desde la época del célebre Casino —un lugar
ya desaparecido, donde el espectáculo lo hacía el público,
con sus procaces diálogos a gritos con coristas y
bataclana—, algo parece haber cambiado en la noche rosarina.
Los suntuosos cabarets de hace varias décadas (Marina, Sport
Dancing y otros) cedieron paso a modernas whiskerías
(Batucada y Reno fueron las primeras), donde es posible
tomar una copa, solo o acompañado, o encontrar pareja.
En 1965 apareció en Rosario un inédito invento de la noche:
la discoteca. La primera se llamó Baltazar y aún subsiste
exitosamente; allí —a diferencia de los penumbrosos night
clubs— no queda lugar para el diálogo o el romance: todo el
espacio se inunda con la música atronadora de los equipos
estereofónicos y no hay más consuelo que menearse hasta el
total agotamiento físico o auditivo. Durante tres años, la
ruidosa Baltazar reinó solitaria en la noche rosarina, hasta
que a Julio Navarro (26) —y a otros playboys— se le ocurrió
montar Professor Plum, un exclusivo boliche que actualmente
está en la cresta de la fama.
Pese a que Rosario posee un local nocturno cada 15 mil
habitantes (cifra nada desdeñable), los parroquianos de la
noche prefieren apeñuscarse en una docena de sitios de onda,
aptos para continuar las delicias conyugales o para
incursionar en nuevas relaciones. Quizá eso explique el
ostracismo a que debieron resignarse los cabarets
tradicionales: el más importante de todos, el Caracol, debió
cerrar sus puertas y renacer metamorfoseado en una discoteca
con el inquietante nombre de ¿Por Qué No?
Para su propietario, Eros Panferi (45, tres hijos), "la
decadencia del cabaret es un fenómeno mundial. Pero en
Rosario —asegura—, las disposiciones municipales hicieron
todo lo posible para acabar con el espectáculo. Hace tres
años, en 1967, la Liga de la Decencia logró que nos
obligaran a cerrar el local a las 2 de la madrugada. Además
aquí siempre hubo y hay una situación absurda: a todos los
artistas que se presentan para actuar en un lugar de
diversión nocturna, la policía les exige revisación médica,
certificados, cédula, y una serie de requisitos que son
capaces de derrumbar los ánimos del más pintado. Al Caracol
llegaron figuras de prestigio internacional, como el trío
Los Panchos, Xavier Cugat y Carmen Amaya, resultaba
vergonzoso hacerles cumplir todos esos trámites policiales
como si fueran delincuentes. Por eso lo cerré y abrí la
discoteca: aquí viene gente joven, paga 300 pesos viejos la
consumición y se divierte sanamente: tenemos un equipo
estereofónico fuera de serie, flashers, luces psicodélicas y
un disc-jockey excepcional, Alberto Mónaco. Estoy contento
con el cambio, pero hay noches en que extraño al Caracol",
recuerda, melancólico, Panferi.
REOUIEM PARA HOMBRES SABIOS
La joven noche rosarina, secundada por las ululantes
discotecas, los redivivos café-concert, las boítes de moda y
las no muy santas whiskerías (apto interludio para la
prostitución encubierta, según los entendidos), terminó por
relegar al cabaret en una suerte de olvido que se justifica.
El otrora obligado refugio de "hombres sabios" (de acuerdo
con el tango), es hoy —al menos en Rosario— sólo un recuerdo
del pasado.
Olvidado de su gloria menuda, generadora de efectos
afrodisíacos —mínimos, desabridos, hasta fatigosos— en
generaciones enteras de rosarinos, el cabaret es actualmente
un collage que apenas se sobrevive a sí mismo. Un panorama
cierto que obligó a Hugo Rafael Ruzzi (45, un hijo), dueño
del tradicional Morocco, ubicado en la avenida Costanera, a
inaugurar un nuevo local: la Peña de la Amistad, reducto
donde los rosarinos pueden volcar sus preferencias por el
tango; artificio económico que le permite mantener al viejo
y deficitario Morocco con sus ingredientes clásicos de
coperas, varieté y media luz.
"El cabaret ha dejado de ser lo que era —sentencia—, ahora
se ha convertido en un lugar casi familiar, donde la gente
viene a tomar una copa y ver el espectáculo. Las
alternadoras ya ni laburan —lunfardiza—: están toda la noche
arrinconadas y recién a última hora hacen alguna copa con
uno que otro cliente ocasional. Me da rabia pensar que las
whiskerías tienen clientes toda la semana mientras nosotros
sólo trabajamos los sábados, porque el resto de los días,
viejo, aquí hay un frío que mata. Y eso que no es una
diversión muy cara —supone—; por 750 mangos la copa uno
puede bailar y ver un espectáculo digno; pero igual no viene
ni un alma. Sin embargo, yo no pienso cambiar de rubro:
cuando esté cansado del todo cierro la puerta y chau", se
despide Ruzzi. Una acibarada decisión que se explica
fácilmente cuando se examina el estado contable del Morocco:
con más de 50 mil nacionales de gastos fijos diarios, un
solo jolgorio por semana —el sábado por la noche— parece, en
verdad, una magra recompensa.
Tan torturados como él por el futuro se mostraron los
propietarios de Rendez-Vous, Brasilia y Yo-Yo, consultados
por SIETE DIAS. Aunque el estado de sus finanzas no es
igual, casi todos coinciden en afirmar que "esto del cabaret
ya no camina más". Un problema que también roza a las dos
mil cortesanas —según un informal cálculo policial—
rosarinas, en su mayoría reclutadas en las villas de
emergencia que festonean los arrabales de la ciudad y que
albergan a unas 40 mili personas. "El hacinamiento y la
promiscuidad —explica el psicólogo local Enrique Atzenweiler
(26)— produce un deterioro en pautas y roles, sobre todo en
los adolescentes, lo que trae un aumento casi automático de
la prostitución juvenil."
LAS CATEDRALES BLANCAS
Pero no toda la noche es pecado en Rosario. También hay
juegos de astucia e ingenio como el que propone Professor
Plum, atrincherado en el fondo de una vieja cochera de la
calle Santa Fe al 900. Ahí, Julio Navarro, playboy y titular
de una próspera agencia inmobiliaria, maneja el boliche más
exclusivo de la zona, sólo apto para divertirse sanamente.
"Yo y algunos amigos —sus actuales socios en la original
discoteca— estábamos cansados de no tener adonde ir —memora
J.N.—. Hace un par de años, en esta ciudad no había ni un
solo lugar como la gente. Decidimos que teníamos que hacer
algo y sin plantearnos el asunto como negocio abrimos
Profesor Plum."
El boliche, en verdad, tiene toda la gracia de un
divertissement: desde la entrada, la figura de un alegre
profesor calvo, galera en mano, con el índice levantado en
alto, invita a sonreír y lo logra sin mucho esfuerzo.
Parecido más a un club inglés que a una discoteca, Professor
Plum es un lugar para ver gente y dejarse ver. "Cada viernes
o sábado tenemos que rechazar desde la puerta a más de 200
personas, porque a nosotros no nos interesa ser taquilleros.
Estoy seguro que podríamos ampliar el. local o poner mas
butacas para recibir a más gente, pero eso no nos interesa.
Este boliche está un poco pensado como Mau-Mau de Buenos
Aires —pretende—: aquí todos los clientes son amigos o
conocidos desde hace años y forman, en verdad, un grupo
selecto."
Mucho menos refinado, con aires bastante más democráticos,
Amílcar Baños (32), en mangas de camisa detrás de la barra
de Mongo Aurelio, emplazado en el exclusivo barrio Martin,
confiesa que no le importan los apellidos de sus clientes.
"Aquí se acepta a todo el mundo, sin distinciones de
prosapia u origen. Nos preocupa, sí, que la gente venga a
bailar, a saltar, a escuchar buena música y a conversar un
rato, amablemente. Por eso nos va tan bien y Mongo Aurelio
es un excelente negocio." Una multitud de jóvenes agolpados
en la pista de baile, dedicados a su especial calistenia
rítmica, bajo la ducha de anilina que les arrojan los
flashers y las luces psicodélicas, parecen confirmar la
sentencia.
Un tipo de diversión menos gimnástica es la que dispensa el
café-concert La Semifusa, decorado al estilo art nouveau,
como conviene a este tipo de entretenimiento contemplativo.
En sus mesas se dan cita la mayoría de los intelectuales
jóvenes de Rosario. Para sus jerifes —Mario Kleinman (24),
Ariel Vaquinto (26) y Julio Nieto (23)— el boliche responde
a una necesidad personal: "En esta ciudad no había opción: o
trasegar cafés en los bares o aturdirse en las discotecas.
En La Semifusa se puede ver, en cambio, un buen show y
conversar en un ambiente apacible", Kleinman dixit.
Con un aire menos finisecular, más tuerca, Rojo 7000, en las
afueras de la ciudad, junto al aeropuerto Fisherton, propone
un vértigo más explosivo: "En la jerga automovilística, que
la aguja del cuentarrevoluciones llegue al 7 mil —explica
Miguel Galán (29, un hijo), uno de los dueños del paradero—
significa que el motor está a punto de estallar. Después de
eso puede pasar cualquier cosa", ironiza. Concebido
íntegramente para clientes motorizados, se accede al lugar
por una rampa que desemboca en un salón de varios niveles
con una larga barra decorada con repuestos de automóviles.
Junto a la pista; de baile, un flamante Torino, en cuerpo y
alma, hace las veces de cabina del disc-jockey. Artimaña que
convierte a Rojo 7000 en la más crocante y concurrida
catedral blanca —es decir, inocente— de la cálida noche
rosarina.
RICARDO HERREN
La derrota definitiva de los viejos cabarets
La flamante profusión de discotecas y whiskerías
otorgan a
la ciudad santafesina un nuevo perfil nocturno
Rojo 7000
Baltazar
Discotecas que ofician hoy de trampolín
para que parejas
jubilosa accedan, en Rosario,
a los placeres de la
informalidad actual
Mongo Aurelio
Whiskerías
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