Revista Confirmado
07.06.1979 |
El jueves pasado la editorial Pomaire presentó 'La rosa
del viento', la última novela de Sara Gallardo, una de las
pocas narradoras que suscitan por igual el interés de la
crítica y de los lectores. La admirable narradora y
prosista, instalada en el rigor y la exigencia, prosigue la
apertura experimental iniciada con Eisejuaz. Tuvo un diálogo
veloz y rico que osciló entre la literatura y su vida, sus
búsquedas.
por Jorge Di Paola Levín
De una escritora cuya labor inicial se ha caracterizado por
la búsqueda de la perfección y que reconoce encontrarse en
una etapa experimental, se puede predicar una clara voluntad
de cambio, de riesgo. No parece intimidada por la aventura,
que supone tanto el entusiasmo como la incertidumbre. Sólo
un día antes de la presentación de su séptimo libro (un
número cabalístico que no le disgustará) acepta una
entrevista que las circunstancias vuelven vertiginosa. La
rosa en el viento promete modificar esa hábito inexplicable
de los medios de difusión por el cual numerosas
publicaciones pasan inadvertidas: ha tenido ya diversas
entrevistas, viene de una de ellas y, puntual por
naturaleza, se consterna ante una demora irrisoria que ha
permitido al fotógrafo manipular su implacable fotómetro. En
pocas personas el encanto es un modo constante de moverse,
de estar en el mundo. Sara Gallardo ha tenido el mérito de
sumir a todos los periodistas en la monotonía, entonces no
habrá que insistir en ese punto indiscutible, por amor a la
variedad.
Pero no sólo viene de una entrevista, sino que, poco más de
una hora después de las cinco de la tarde deberá partir
hacia la presentación de un libro, también inevitable. Como
vive en Barcelona, y deberá volver a su actual lugar de
residencia no después del dos de junio.
El tiempo, que es una de sus preocupaciones como narradora
("nos estamos deshojando en este viento que es el tiempo",
dirá algunos minutos después) se le ha acelerado en este
viaje a la Argentina. Esa cadencia veloz marcará el ritmo
del diálogo pero no le quitará nada de su carácter grato.
Dejará, tal vez, ganas de seguir.
—Inicialmente iba a ser un cuento. La rosa del viento se
desprendió del libro anterior, era muy largo y advertí que
tenía posibilidades de enriquecerlo. Decidí, entonces,
escribir una novela. Es diferente, pero tiene en común con
mis dos libros anteriores (Eise Juaz y El país del humo) una
forma experimental. Mis tres primeros libros eran, digamos,
redonditos.
—¿Elude, acaso, las convenciones?
—Digamos que busca otra convención. Busca, aunque no es
imposible que se equivoque. Procuré realizar un mundo, un
micromundo que hiciera soñar. Últimamente creo que el deber
del artista es hacer soñar, no hacer pensar.
Cada vez veo más claramente aquello que dijo Shakespeare,
que nuestra vida está hecha de la materia de los sueños.
Pero mentiría si dijese que quise poner todo esto en el
libro. Quise contar una historia, y la quise contar en cinco
partes narradas en cinco estilos distintos. Lo no
convencional está dado por la aparición de personajes que
están en segundo plano en una parte y en otra son
protagonistas. Entonces, quien ha leído el libro se
encontrará con cantidad de datos, de imágenes que el lector
completará.
El lector es el factor de unión de estos relatos, que, si
no, son un poco dispersos. El plano de la obra no es un
plano redondo, cosa que algunos me criticaron.
—¿Por qué? Un prisma, por ejemplo, también es una forma
armónica.
—Esta forma, por ejemplo, me recuerda una espiral. Cada vez
son menos prolongados los relatos. Al último personaje se le
dedica una sola página. Es el último pétalo de esa rosa que
procuré dibujar, eso significa ese titulo que parece tan
cursi y que para mí alude a un grupo de amigos, a una
generación, a una familia. Es decir: todos, de algún modo,
somos rosas que se están deshojando permanentemente en el
viento que es el tiempo. Somos una generación que muy pronto
dejará ¿cómo diría? de ser fresca y nueva, y nos
reconoceremos como miembros de esa rosa, semideshojada.
—¿No podrán crear modelos para las otras generaciones?
—Claro que sí. No soy pesimista, en absoluto. Pero el tiempo
deshoja implacablemente todo. Y esta rosa que es la novela
alude a eso, a un grupo de gente, a su deshojamiento.
—¿Cómo se fue armando el libro? Es decir, ¿existió
previamente un plan o se fue descubriendo sobre la marcha?
—Tenía muy clara la idea. Quería que entraran ciertos
personajes, como Antoine I, el Emperador de la Patagonia, o
Don Bosco, que era otro loco lindo. Sin embargo, en un
momento dado, escribiendo otra historia que ocurre en Roma,
apareció el doctor Munthe. Y eso vino de mi memoria oscura,
de una lectura juvenil de El libro de Saint Michele. Me
intriga esa gente que se lanza a vivir detrás de una
quimera. No conozco la Patagonia, pero la veo como un
resumen o un símbolo de mi país. En la Patagonia que yo
sueño. . .
—¿Es entonces, un lugar mítico en su libro?
—Ciertamente. En ese sueño está la síntesis más total de lo
que es Buenos Aires, de lo que es la Argentina.
—¿Como si encontrara el sentido en la antítesis?
—En la soledad, el desierto.
—Con esta alegoría, ¿se hace patente el desierto y la
soledad que las multitudes ocultan?
—Sin ser consciente, es así. Cuando veo un barrio alejado
siento una terrible congoja, tan terrible como debe ser
dormir de noche en la Patagonia. Me fascina y a la vez me
resulta muy doloroso. Pero lo reconozco como mi verdadera
realidad. Vivo en Barcelona porque es todo lo contrario.
—¿Otra vez las antítesis?
—Es una comunidad que vive de manera tan distinta a
nosotros... Están intercomunicados por milenios de
civilización y por una visión normal, natural de la vida.
Les resulta normal estar vivos. Y a nosotros nos resulta
raro. Somos, en realidad, mucho más sensitivos, más
enfermos. . .
—Conscientes de esa enfermedad...
—Y además somos uno de los pueblos más inteligentes. Me doy
cuenta, recorriendo el mundo. Hay una anécdota constante en
Europa. Por ejemplo, cuando ocurre una demora en los
ferrocarriles y a la gente le pasa que no le resulta larga
la espera, pues conversó con alguien que sabía mucho de
libros, de teatro, y se trataba de un interlocutor
argentino, o chileno, o uruguayo.
—Barcelona ¿es un azar o una necesidad?
—Es una necesidad. Pudo, claro, ser otra ciudad, pero se dio
ésta y me gusta.
—Empezamos hablando de su novela y estamos hablando de
Barcelona, un lugar en cierto modo nuevo para usted
¿significará, a lo mejor, que en la nueva novela y en la
nueva ciudad hay una búsqueda que abarca la vida tanto de la
autora como de los personajes que imagina?
—Buscan, en la novela, que la vida tenga un sentido más allá
del dejarse vivir. Y ahora llego a criticarme a mí misma,
que siempre he buscado un sentido en la vida, más allá que
el simple estar. Pero el sentido lo inventa uno, lo que se
da es sólo la vida.
—¿Llega un momento en que se interroga, qué necesita la
conciencia de ése vivir?
—Por supuesto. Y cuando se ve más cerca el fin uno se
pregunta. Pero ¿qué era lo que me habían dado? Me habían
dicho que me inventara esa historia de ir a pelear por un
molino de viento que nadie sabe dónde está ni qué es ¿O la
cuestión era solamente tener pulmones?
—Entonces ¿escribir y respirar?
—Escribir es una prueba, todavía, de nuestra enfermedad. Una
persona equilibrada se dedica a respirar y a vivir. Pero, se
sabe, eso le ha pasado a poca gente. Evidentemente, a
Shakespeare, que dejó de escribir. ..
—Después de haber escrito algunas obras maestras...
—Y finalmente escribió una comedia después de sus tragedias.
Llegó a la comprensión de un equilibrio misterioso y después
eligió el silencio.
—Digamos que los orientales pueden despojarse de sí mismos
para llegar a la paz interior y los occidentales necesitan
escribir una comedia...
—Es muy probable. Pienso que el de Shakespeare es un camino
místico. Nosotros, los occidentales siempre hemos estado
corridos por la historia y por la idea de producir cosas.
Qué hacer de nuevo, cómo vas a marcar la historia de la
literatura.
—¿Cree que escribe, de acuerdo con la historia de la
literatura, algo nuevo o algo personal?
—Algo personal pero, claro, también es lo mismo. También es
un error.
Si uno mira pintura china, no sabe de qué época es. Puede
ser de ayer o de hace 4.000 años. Mi carácter es más bien
oriental, no me ha interesado nunca lo novedoso. Tal vez
ahora, estos tres libros experimentales sean, en verdad, un
comienzo de cierta seguridad en mí misma. Ahora no aspiro
tanto a una obra perfecta como a saber escribir y contar lo
que tengo que contar.
—¿Reconoce provenir de una tradición, a autores
auspiciadores?
—Me dio muchos ánimos para escribir mis últimos libros
Joseph Conrad. Sus historias, sus islas, sus extranjeros,
sus desolaciones. La lección de Conrad es que él es siempre
igual en la diversidad. Acaso no lo haya logrado pues se me
critica un exceso de diversidad.
—Tal vez la diversidad sea el camino de los argentinos, que
no tienen una tradición demasiado definida y pueden disponer
de cualquiera.
—Es muy posible. A mí me hizo bien escribir cosas distintas
y de manera diferente. No sé porqué, me da humildad, que me
hace bastante falta.
—¿Piensa que escribir la transforma?
—Por supuesto. Por eso estoy escribiendo más. Antes escribía
cada cinco años, creyendo que iba a hacer un libro lo mejor
posible. Que caía un rayo del cielo, y no caía nada. Y ahora
he asumido que tengo que escribir más seguido. Que la
cuestión está ahí, en la transformación que opera esa
escritura en mí, digamos la alquimia personal. En el sentido
espiritual, en el verdadero sentido. Por eso he acelerado mi
ritmo de producción. Todo lo que uno no publica se
petrifica.
—Sin pasar a los otros, a los lectores.
—Y como es el espejo de los otros el que produce esa
fermentación. . .
—¿Le importa lo que se afirma de su obra o le es
indiferente?
—Suele suceder que lo único que uno retiene es la crítica,
no los elogios. Es tal nuestra vanidad. . .
—Supongamos por un momento que nada es crítica adversa ni
elogio sino reflejo.
—Tengo también la impresión que el reflejo de un libro mío
en los otros, por lo menos en mi caso (por la timidez o la
vergüenza de no haberlo hecho digno de lo que yo creía) va
creando la fermentación para el estilo de la obra nueva. O
para el intento de perfección. Tengo presentes a los otros.
—¿Un lector interno, imaginario?
—A quien respeto mucho, aunque no me conozca, no me lea. Sí,
hay un lector invisible cuando uno escribe.
—¿También es una lectora?
—Hay libros que me alimentan. Pero lo que me alimenta no me
permite estar al tanto. Suena muy pedante no estar al tanto
de sus contemporáneos.
No tengo, nunca tuve capacidad para estar al tanto. El mundo
imaginario en el que vivo y en el que he vivido, casi
siempre está compuesto por todas esas cosas que me hacen
soñar, que desde hace tiempo son novelas japonesas del siglo
X, poesía china, cosas por el estilo. Son libros que me dan
ganas de escribir. A lo mejor una escena de una novela
japonesa, que no tiene nada que ver con nada, me da el
arranque para una novela que estoy escribiendo.
—Entonces ¿por qué no hablamos del futuro, que es
interesante?
—Pero no puedo, en este caso, contarle mucho. Porque cada
vez que lo hago, después no lo escribo. Este libro está ya
tan formado que creo que a fin de año va a estar listo.
Puedo contar que es historia de un discípulo y su maestro.
—Muy atrayente, y también difícil.
—No pasa en Grecia ni en ningún lugar previsible. Pasa en
Buenos Aires, en Uruguay y un poquito en Brasil, en nuestro
tiempo. Por ahí el pensamiento del maestro es el de Plotino,
pero en realidad no importa, está en el presente. Estará
escrita de manera clásica, no es una novela experimental en
este caso. Y, aunque no estoy adelantada en la escritura, la
tengo hecha, se formó totalmente. Estoy muy interesada en
ese tema, con todos los límites de la imperfección de lo
humano y lo conmovedor de las relaciones personales. Que son
tan complejas, turbias, con idas, vueltas, pasiones,
malentendidos. Pero finalmente hay una trasmisión del que
sabía más al que sabía menos. También el discípulo le vuelve
a veces la vida más soportable. Generalmente el que sabe más
encuentra una gran dificultad en vivir, porque es más
sensitivo.
—Como para jugar con la paradoja ¿le interesa más la
literatura que lo real?
—En verdad no, y tal vez por eso, ante la tristeza de mis
editores, los reportajes terminan hablando de lo que hago o
no hago en mi vida. Ocurre que me interesa mucho más lo que
se vive.
—¿Escribir es acercarse a la vida?
—Necesito comprender, escribir tiende a eso. También a crear
un equilibrio. De lo contrario me parece que no escribiría.
—¿Le causa placer escribir?
—Me hace feliz. Me hace sentir bien. Pero las cosas de la
vida de todos los días me maravillan y me interesan. Estoy
muy atenta, por ejemplo, a cómo se deshacen unas manzanas en
una cacerola.
—La cocina es un comienzo de ciencia...
—Claro que sí. Y además lo traspongo a cosas espirituales, a
enseñanzas.
—Al escribir, ¿le interesa transformar? ¿que esas manzanas
sean, por ejemplo también otra cosa?
—Son importantes sobre todo porque son otra cosa.
Justamente, un elemento más dentro de un camino espiritual.
—¿Sus libros le han proporcionado alguna nueva amistad?
—No de manera directa, pero puede ser: mis amigos y mis
amores siempre pertenecen al mundo de los libros. Sí en ese
sentido.
—El lector, con el éxito, ¿no se convierte en una
abstracción inquietante?
—Me encanta tener éxito, soy muy vanidosa.
—¿Diez, veinte mil o más almas diferentes atisbando algo tan
personal?
—Tengo la sensación de que lo más personal está escondido
dentro de los libros, y va solamente a aquéllos que podrían
ser mis amigos. Lo demás, cada cual lo ve como quiere. Pero
en verdad, todo eso que se supone que uno debe despreciar,
como el éxito, a mí me pone muy alegre. Otra cosa que me
encanta es cuando me cae una suma de dinero.
—Por desgracia, no tan seguido.
—No tanto, claro, pero por ahí cae y es una alegría inmensa.
—¿Por la libertad que da?
—Sí, se pueden conseguir cosas, cosas muy divertidas.
Alquilar una casa en Grecia, cosas así.
—Caro es alquilar acá en Buenos Aires.
—Al menos cosas que no hubiera podido hacer si viviera acá.
De pronto cae un poco de dinero, y uno se compra un auto y
lo ve como un juguete maravilloso.
—Usted, que es periodista ¿diferencia esa actividad de la
ficción?
—Oh, a mí me enseñó tanto. La disciplina a que obliga. Mire,
a mí los jefes de redacción sádicos son los que más me
enseñaron. Cuando llegaba decía: "esta nota es una
maravilla". Y tenía que escribir diez líneas. . .
—Siempre hay jefes de redacción sádicos. Es una necesidad
del oficio ¿no?
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