Doctorado de porteño por derecho propio, enamorado de su
entrañable calle Corrientes, revive a los 77 años duros
comienzos, su amistad con figuras famosas del espectáculo y sus
andanzas de medio siglo en la farándula de Buenos Aires
Soy del barrio de San Telmo. Nací en la calle Venezuela al 600,
allá por el año 1896. Hasta los 6 años viví en la vieja casona
natal, después nos mudamos a la Corrientes angosta de aquella
época. La querida calle Corrientes en donde transcurriría desde
entonces mi vida. Papá era toldero; fue socio de Longobardi y
uno de los primeros que se dedicó a ese trabajo en Buenos Aires.
En la escuela sólo llegué hasta quinto grado. Éramos cinco
hermanos y la vida, en aquel tiempo, no era fácil. Había que
ayudar a los viejos; así que cuando cumplí los 12 años tuve que
buscarme un trabajo: fui aprendiz de tapicero, empleado en un
bazar, vendedor en una ferretería y, en 1910, ordenanza del
teatro Colón; mi función consistía en abrir las puertas de los
autos y recibir a la gente que concurría a las funciones. Una
noche, recuerdo, me tocó abrir la puerta de un automóvil muy
lujoso que llegó con una banderita en el capot. De él descendió
una señora muy distinguida que resultó ser la Infanta Isabel.
Otro de mis empleos fue el de utilero en el Teatro Nacional.
Tendría en esa época unos 18 años y fue cuando me enamoré del
teatro; poco tiempo después me animé a debutar sobre un tablado
en la ciudad de Montevideo. Integré un elenco que viajó para
representar zarzuelas criollas; yo trabajaba como corista y
partiquino. Hacía pequeños papeles sin ninguna importancia; sin
embargo, fui aprendiendo algunos secretos que después llegaron a
ser importantes en mi carrera. En fin, por algo había que
empezar, y como yo no era muy pretensioso empecé así.
Otra de mis grandes pasiones era —y lo sigue siendo— el tango.
Lo aprendí a bailar muy de muchacho. En aquella época se
acostumbraba realizar bailes en las casas de familia. Esos
lugares eran verdaderas academias. Me deslumbraba observando a
los buenos bailarines; un día me largué y lo hice bastante bien.
No tuve maestros, aprendí mirando y practicando; eso sí, con el
tiempo me fui perfeccionando en el estilo y llegó el momento en
que yo también me convertí en un envidiable bailarín. Recuerdo
que una vez me hicieron rueda y cuando terminé de bailar con mi
pareja, se me acercó un amigo para decirme; "Che, Tito, ¿te
animás a tapar a ese tipo que entró recién bailando el tango?"
Yo le contesté: "Pero claro, viejo, ¿quién te crees que soy?" Me
sentía seguro de mí mismo. El tipo salió a bailar (tenía una
estampa muy linda), y cuando lo vi hacer los primeros cortes,
llegué a la conclusión de que no podía hacer nada: el bailarín
era nada menos que El Cachafaz.
DEL COLON AL SAINETE
Mi infancia y mi juventud fueron lindas. La cosa no era fácil,
había mucha miseria, pero con un centavo en el bolsillo éramos
los seres más dichosos del mundo. Cuando dejaba de trabajar en
la puerta del teatro Colón, dormía dos o tres horas y después me
iba a trabajar de vendedor a una ferretería. De pasada,
recuerdo, compraba el diario y me iba leyendo todas las notas y
críticas sobre teatro. Cuando regresé del viaje a Montevideo,
donde, como dije, debuté como corista y partiquino, comencé a
trabajar formalmente en el escenario. Hacía, por supuesto,
papeles menores; era más o menos por el año 18. Mi fama como
bailarín, sin embargo, crecía. Después de una gira que
realizamos por el interior, Pascual Contursi, quien me había
visto bailar el tango, me encontró un día en el café Seminario,
y me ofreció trabajar en una obra que estrenaba en el Mayo, un
teatro que quedaba en la Avenida de Mayo y Lima. En el elenco
estaban también Carlos Morganti y Vicente Forastieri. Yo tenía
que bailar y hacer una presentación en la parte final. En esa
oportunidad gané mi primer dinero como actor. Fue emocionante:
tendría 23 años, si mal no recuerdo, y me pagaron la nada
despreciable suma de 45 pesos. Toda una fortuna en aquel tiempo.
¡Al fin ganaba dinero haciendo lo que más me gustaba!
A partir de ese momento comencé a realizar papeles de mayor
importancia, aunque, en realidad, lo que más hacía era bailar.
Trabajé un año seguido en esa compañía, hasta que en el año 20
pasé al teatro Variedades, ya definitivamente como actor. Al
tango lo bailaba entonces sólo cuando lo exigía alguna pieza
teatral.
En 1921, Pascual Carcavallo me contrató para trabajar en el
sainete Mi cuna fue un conventillo, de Alberto Vacarezza, en el
Nacional. Allí actué hasta e1 año 23, y en el 24 fui contratado
por Morganti y Pierina Dealessi para actuar en el teatro Maipo,
en una de las primeras compañías de revistas que se formaron en
Buenos Aires, escandalizando a algunos círculos porteños.
Ese mismo año, también, la tentaron a Gloria Guzmán, quien
estaba haciendo zarzuelas en el teatro Avenida para trabajar en
las revistas del Maipo. Fue todo un suceso en aquellos años. En
el 25 Salí de gira por el interior del país. No era la primera
vez que lo hacía; en ese tiempo las compañías viajaban mucho. De
regreso pasé al teatro Apolo para trabajar con la compañía
Cicarelli - Consini, que ponía en escena un sainete de
Vacarezza. Ese mismo año me tocó actuar, por pedido de Vicente
Forastieri, uno de los más grandes amigos, en el teatro Porteño.
Allí estaban Pepe Arias, Leopoldo Simari, Juan Porta, Marcos
Kaplan; las figuras de mayor relevancia artística de esos años.
Concluida la temporada me fui de gira nuevamente, esta vez con
la compañía Saldías - Ramírez. Tenía alma de pájaro, me gustaba
andar. El primer actor de ese grupo era Mario Dealessi, y uno de
los más brillantes era José Gola, un muchacho al que siempre
recuerdo con gran cariño. Las giras, cuando tenían mucha
aceptación, duraban hasta once meses. Al año siguiente volví a
trabajar con la misma compañía. El elenco, que había cosechado
un gran éxito, no varió mucho pero sí fue enriquecido con la
presencia de Armando Discépolo como director; Mario Soffici se
integró a nosotros un poco después.
En el año 1929 regresé al teatro El Nacional para trabajar en El
conventillo de la paloma, de Vacarezza. Hice pareja con Libertad
Lamarque; ella hacía el papel de 12 Pesos, yo hacía el Seriola y
Pierina Dealessi hacía el de La Gallega. En el año 1930 Tita
Merello, quien antes también había hecho pareja conmigo en una
revista, ocupó el lugar de Libertad Lamarque. Ese fue un año muy
importante para mí, no sólo en el orden artístico sino también
en el sentimental. Conocí en ese teatro a la que ese mismo año —
un 24 de noviembre— se casaría conmigo: Delia Codebó, la actriz
más joven del elenco. Recuerdo que la noche anterior, el viejo
Carcavallo me prestó 50 pesos para el casamiento. Habíamos
estado cuatro meses de novios y un día, en la confitería La
Pasteur, que estaba frente a El Nacional, fijamos la fecha de la
boda. Comíamos todas las noches en ese lugar y cuando estábamos
brindando con Delia por el acontecimiento, entraron Ernesto
Poncio y Juan Carlos Bazán y nos preguntaron: "¿Qué están
celebrando, che?". Les contestamos que nuestro futuro
matrimonio, y entonces el Pibe Ernesto le dijo a Delia:
"Cuidado, cuidado, tenga mucho ojo con Tito que es un pícaro
bárbaro, Delia". ¡Qué pícaro habré sido que ya llevo más de 43
años de casado, y tengo una hija que me dio dos nietos!
Trabajamos juntos con Delia durante muchos años. Al poco tiempo
de casados salimos en gira con el cantor Fernando Díaz. Eran
épocas difíciles. Durante un viaje el tren se detuvo como dos
horas en una pequeña estación de provincia. Delia me dijo
entonces: "¡Qué poca memoria que tenés, Tito. ¿Seguro que no te
acordás qué día es hoy?". "No, no me acuerdo", le respondí. "Hoy
es el día de mi cumpleaños", me dijo ella. Yo les propuse en
seguida a los muchachos de la compañía que nos acompañaran a una
fonda que estaba frente a la estación para festejar el
cumpleaños. ¡Hasta el guarda y el maquinista del tren fueron
invitados! Allí, con bifes y papas fritas —todo un banquete en
aquel tiempo— celebramos el acontecimiento. En realidad lo
festejamos así porque no andábamos muy bien económicamente.
Después, a la vuelta de los años, lo hemos ido festejando mejor.
En el interior la gente era muy cariñosa con nosotros. Una vez
fuimos a hacer un varieté al pueblo de General Villegas y nos
falló la actriz que bailaba el tango conmigo. El público,
después del espectáculo, empezó a gritar: "¡Que baile el tango
Tito Lusiardo, que baile el tango Tito Lusiardo!". Yo salí al
escenario y me disculpé diciendo que el problema estaba en que
mi compañera de baile no había viajado con la compañía. Pero el
público insistía. Entonces se me ocurrió proponer que si alguna
de las damas que estaban en la sala gustaba acompañarme, yo
bailaría el tango. Pasaron unos segundos, reiteré el pedido y
nada. Cuando ya me iba a retirar del escenario, en medio de un
gran silencio, una señora algo excedida de peso se puso de pie y
se encaminó hacia mí. ¡Fue tremendo! Era un carro la pobrecita.
El público deliraba. A mí, cada vez que lo recuerdo, me duelen
los tobillos.
ESE MUCHACHO LLAMADO GARDEL
A Carlos Gardel lo había conocido en el año 1913, cuando yo era
utilero del teatro El Nacional. A mí me tocaba colocar las
sillas que usaban él y Razzano cuando trabajaban en la compañía
Muiño-Alippi. Carlos era en esa época un muchacho muy callado.
Yo en seguida le tomé simpatía; después vino mi enorme
admiración hacia él: cantaba como los dioses. En el 33, veinte
años más tarde, la suerte quiso que yo comenzara a trabajar
junto a Carlos. Era un ser humano maravilloso. Nos hicimos
grandes amigos. La obra se llamaba De Gabino a Gardel, y yo era,
junto a otros grandes actores, una de las principales figuras.
Fue en esa temporada cuando Carlos me contrató para ir a filmar
a Nueva York las películas 'El día que me quieras' y 'Tango
Bar'. Delia, mi mujer, trabajaba también en esa obra. Por
entonces, se hacía la función vermouth; Delia y yo, en el
intervalo, acostumbrábamos a tomar mate con facturas en nuestro
camarín. Una tarde, Carlos, quien siempre se arrimaba a la
mateada me dijo: "Necesito un galán recio para filmar conmigo en
los Estados Unidos y se me ocurrió que podías ser vos. ¿Te
animás, Tito?". Yo quedé mudo; pensé que todo era una broma.
Carlitos era especialista en hacer chistes. Con Delia le dijimos
que no hiciera bromas de ese tipo, y él respondió: "Hablo muy en
serio. Te contrato para filmar en Nueva York. Y fue así no más,
un mes después me embarcaba rumbo a los Estados Unidos.
Gardel era un ángel, un ser humano increíble. Conocí muy pocas
personas con el sentido del humor que él tenía; jamás estaba
serio, salvo, claro está, cuando trabajaba. Muy pocas veces he
visto a un profesional con tanto sentido de la responsabilidad.
Pero repito, sólo se ponía serio cuando trabajaba. Cuando
desembarqué en el puerto de Nueva York, después de haber
navegado diecisiete penosos días, me tenía preparada una de sus
bromas geniales. Carlos había llegado antes que yo porque viajó
en avión. Así que cuando pisé suelo yanqui, él me estaba
esperando en el puerto. Nos dimos un gran abrazo. Carlos estaba
acompañado por tres tipos medio extraños: me los presentó y
respondieron con una inclinación de cabeza. Entonces Gardel me
dijo: "Hablá con confianza que estos tres gringos no manyan ni
medio". Mientras hacía los trámites aduaneros, Carlos
desapareció de mi vista. Yo les pregunté por él a los tipos que
se habían quedado a mi lado y me seguían a muerte y nada, los
fulanos se miraban entre ellos y me hacían señas de que no me
entendían. Cabrero, y un poco desesperado, les eché unas cuantas
maldiciones a los ñatos pero nada, seguían inmutables. De
pronto, cuando ya no daba más, apareció Carlitos con su
inimitable sonrisa dibujada en los labios y se puso a hablar en
castellano con los tipos, que resultaron ser tres muchachos
argentinos macanudísimos. Todo resultó ser una broma del Zorzal.
Otra vez, cuando estrené el tango 'Qué sapa, señor', en una
graciosa obra de Enrique Santos Discépolo (aclaro que nunca fui
un buen cantor, sino que en ese caso debía hacerlo porque el
libreto así lo exigía), Gardel se apareció imprevistamente en el
teatro, acompañado por el autor y, cuando yo terminé de cantar
el tango, se adelantó hasta el escenario y me dijo muerto de
risa: "¿Qué haces ahí, Tito? ¿Me querés hacer morir de
envidia?".
"SOY UN ACTOR QUE BAILA, NO UN BAILARIN"
Trabajé con todos — o casi todos— los actores y actrices de
aquella época. Intervine, también, en el reparto de Dancing, la
segunda película sonora que se filmó en el país bajo la
dirección de Luis Moglia Barth. Antes había hecho otras
experiencias cinematográficas en las películas mudas A mi
regreso de Nueva York formé una compañía con Alberto Anchart y
Severo Fernández. En una gira que hicimos por Córdoba me enteré
de la muerte de Gardel. Yo estaba cenando con mi esposa en un
restaurante y el canillita entró de pronto gritando "¡La muerte
de Gardel, la muerte de Gardel!". Yo le dije a Delia: "No puede
ser". Compramos el diario y, efectivamente, había muerto Carlos.
¡Fue uno de los momentos más tristes de mi vida!
Después de Dancing fui contratado por Leopoldo Torres Ríos para
filmar El sobretodo de Céspedes, una película que me brindó
enormes satisfacciones. Desde entonces le tomé el gusto al cine
y me fui dedicando paulatinamente a él; otra de las películas
que hice con Torres Ríos —uno de los grandes directores y
pioneros de nuestra cinematografía— fue El padre de Mendieta. La
década del treinta fue muy buena para los actores porque el
cine, como dije, nos brindó muchas posibilidades. Con Manuel
Romero filmé Tres anclados en París y La vida es un tango. En
esta última película tuve el honor de conocer a ese inigualable
caballero y genial actor que fue don Florencio Parravicini. Un
hombre simpatiquísimo, un señor en todo el sentido de la
palabra.
Durante la filmación de La vida es un tango, recuerdo que Parra
me hizo una broma tremenda: en la película yo hacía de maestro y
en un brindis que efectuaba con mis discípulos él me pidió que
levantara el vaso y dijo: "Bueno, va el ensayo como si fuera
filmación". Yo alzo el brazo y de pronto me encuentro con la
mano vacía. Parra de un certero balazo me había hecho volar la
copa de la mano. El susto y la sorpresa mía se notan en la
película. La escena no sólo parecía real sino que era real.
Parra entonces se acercó a mí, que estaba lívido, y palmeándome
me dijo: "No te asustes. Tito, yo nunca fallo con un arma en la
mano".
Parra era un hombre completo. Su vida fue una sucesión de
anécdotas. Se las sabía todas y las había conocido a todas. ¡Qué
tipo increíble! ¡Era un fenómeno! En esa época ya andaba
bastante enfermo, pero tenía un espíritu de acero. Conmigo se
sentía muy cómodo. Nos habíamos hecho grandes amigos. Siempre me
decía: "Tito vení, vení, acompañame que si no me secuestran
todos los viejos y me empiezan a hablar de enfermedades, de
dramas y otras milongas más". Parra nunca ensayaba. El día de la
función subía directamente al escenario y comenzaba a improvisar
la pieza; uno lo podía ver diez veces seguidas y nunca hacía ni
decía lo mismo: era un genio.
Yo soy un actor que baila el tango; no un bailarín de tangos,
como muchos piensan. Pero el tango es algo que quiero mucho y
que llevo muy adentro. Una de mis mejores compañeras de baile
fue Tita Merello; juntos bailamos en El Nacional en una obra que
hacía Francisco Canaro llamada La muchachada del centro. Dorita
Burgos fue otra de mis inolvidables compañeras; con ella hice
pareja muchas veces, era una paloma bailando. Tengo recuerdos
muy hermosos con Dorita. En el programa Grandes valores del
tango, que se difundía por televisión, encontré otra compañera
maravillosa para bailar: era una chica llamada Linda. Mi actual
compañera de baile es Beba Bidart, otra de las más dúctiles
bailarinas de nuestro medio. Con ella bailo en Yo canto a mi
Argentina, que se presenta en el teatro Avenida.
En la década del cuarenta seguí alternando el teatro con el
cine.
Una película que recuerdo con mucho cariño es La muchachada de a
bordo, donde hago el papel de cabo que hace bailar a los
soldados Luis Sandrini y José Gola. Hice también, por esa época,
un programa radial que se llamó Un tango para el recuerdo, que
escribía especialmente para mí Manuel M. Alba. La audición duró
cerca de tres años y era la historia de mi vida en fantasía.
Creo que fue la primera biografía que me escribieron. La radio
era en esos años igual que la televisión ahora. Llovía
correspondencia de todo el país felicitándome. A los pocos días
de haber comenzado me entregaron una bolsa llena de cartas. No
lo podía creer, hasta de los lugares más remotos llegaba
correspondencia de los oyentes. ¡Lo que era la radio en ese
tiempo!
Las revistas teatrales han evolucionado mucho. En la época en
que yo las inicié se trabajaba con recursos muy limitados. Las
actrices y los actores, inclusive, han avanzado tremendamente.
Hoy cualquier chica actúa o baila a las mil maravillas; antes,
en cambio, las coristas bailaban solamente y las actrices
actuaban nomás. Manuel Romero e Ivo Pélay, los creadores, jamás
hubieran pensado —en el año 23 cuando comenzaron en el teatro
Porteño— que las revistas iban a llegar a ser lo que son hoy en
día. Las entradas costaban un peso y los palcos valían diez, en
ese tiempo toda una fortuna. Sin embargo, la gente concurría lo
mismo. Los empresarios se hacían ricos en poco tiempo. Las
revistas eran una gran atracción. Sobre todo porque las chicas
salían con unos vestiditos cortos, por arriba de las rodillas.
Claro, ahora las silbarían; el público se ha puesto más exigente
y las chicas deben salir sólo con lo mínimo que les permite la
censura. ¡Los tiempos cambian!
Siempre me dediqué de lleno a mi oficio, he sido y soy un actor
que se brinda por entero a su público. Jamás he tenido problemas
con nadie, y aunque conocí a muchos políticos y tengo mis ideas,
éstas nunca se sobrepusieron a mi labor artística. La juventud
está ahora un poquito nerviosa; posiblemente tenga razón o
quizás los culpables seamos los mayores, pero no veo las cosas
mejor que antes y la violencia me parece algo detestable. Yo
nunca actué en política, soy un hombre tranquilo y siempre me
dediqué a observar.
Sin embargo, he conocido a muchos políticos, o mejor dicho a
grandes hombres que se dedicaron a la política. Cuando tenía
seis años lo conocí al general Bartolomé Mitre. Mi padre tenía
su negocio en la calle Corrientes, entre San Martín y Florida, y
a veces, cuando iba al diario La Nación, Mitre se paraba unos
segundos en la esquina. Era un anciano con una imagen
inolvidable. Unos años después, cuando me mudé a la calle
Sarmiento, entre Suipacha y Carlos Pellegrini, lo conocí a don
Hipólito Yrigoyen. Su casa estaba al lado del edificio a donde
vivía yo, y desde la ventana de mi pieza lo sabía mirar cuando
tomaba mate en el patio. Era un hombre campechano y de gran
bondad.
En el año 54 fuimos invitados con Tita Merello a bailar a la
residencia presidencial de Olivos. Ahí lo conocí al general Juan
Domingo Perón. Siempre recuerdo su sonrisa franca y simpática.
Era un hombre extraordinario; a nosotros ya nos conocía y se
mostró complacido con nuestra visita. No llegué a conversar
mucho tiempo con él, pero sí lo suficiente como para
comprenderlo. Era una gran persona y su muerte es una gran
pérdida para todos.
Unos años antes de que el general Perón llegara a la
presidencia, un amigo me ofreció una casa muy bonita en el
barrio de Belgrano. Me la vendía con grandes facilidades. A mí
la idea no me entusiasmaba mucho; eso significaba alejarse de la
calle Corrientes, pero a Delia le gustó. Decía que el aire les
iba a venir bien a los chicos. Me convenció y nos instalamos en
ella. Yo viajaba todos los días al centro para trabajar y estaba
muchas horas fuera de casa. Una noche me dolía tremendamente la
cabeza y salí a la calle para comprar aspirinas. Todo estaba a
oscuras, el silencio era aterrador y, para colmo de males, no
encontré ninguna farmacia abierta. A los dos días estábamos de
vuelta en el centro. Con Delia nos convencimos de que era
imposible vivir en otro lugar que no fuera la calle Corrientes.
Desde entonces habitamos un departamento en la esquina de Paraná
y nuestra querida calle. Allí puedo comprar todas las aspirinas
que quiera, a cualquier hora de la madrugada. ¿Qué maravilla,
no?.
Revista Siete Días Ilustrados
16.09.1974