Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Buenos Aires desconocido
Turismo a la porteña
Revista Siete Días Ilustrados
19-07-1971

Desde los elegantes rascacielos de Belgrano hasta los hondos conventillos del barrio Sur —con sus inquilinos de riguroso lunfardo—, Buenos Aires hilvana un desmesurado atractivo que suele cautivar no sólo al visitante que la aborda por primera vez, sino —también— al propio, sufrido porteño que la habita. Culpable de ese arrobamiento en que acostumbran caer los argentinos cuando mentan el nombre de la city, es el copioso anecdotario atribuido a la historia y a la geografía ciudadanas. Así, la leyenda de la urbe —mechada con hazañas de tango, sangre y cuchillo— fue creciendo hasta convertirse en un verdadero mito nacional. Pocos, sin embargo, son quienes conocen de verdad a Buenos Aires. Los argentinos que llegan del interior del país tropiezan con un primer inconveniente, que dificulta sus afanes exploratorios: los porteños, orgullosos de su metrópoli (suponiendo, quizá, que Buenos Aires no necesita ser explicada), nunca se tomaron el trabajo de confeccionar un itinerario —ordenado y puesto al día— que facilite esos cateos a los neófitos provincianos. Salvo alguno que otro desprolijo nomenclátor de calles y líneas de transporte —o del aislado esfuerzo que representan las guías editadas por el Automóvil Club Argentino (necesariamente incompletas), o de los lujosos folletos redactados en inglés por la Dirección Nacional de Turismo—, Buenos Aires no posee ningún útil vademécum que auxilie a quien quiera visitarla.
Esta orfandad fue detectada por SIETE DIAS en las primeras 48 horas de las vacaciones escolares de invierno: en ese lapso, tres redactores entrevistaron a varias decenas de viajeros del interior con el objeto de averiguar cuáles eran sus planes turísticos dentro del ejido capitalino La conclusión a la que arribaron fue sorprendente y puede ser explicada apelando a las estadísticas: el 80 por ciento de los encuestados que llegaban por vez primera no sabían —aparte de los lugares comunes: el Obelisco, la calle Corrientes, la Boca, la Plaza de Mayo— qué sitios podían verse en Buenos Aires. Un 10 por ciento de los entrevistados (la mayoría docentes en compañía de sus hijos) tenía planes más ambiciosos: en sus itinerarios se incluía al Delta o al Teatro Colón. El 10 por ciento restante prefirió entregarse a la decisión de otros: un 6 por ciento confió en los conocimientos de parientes porteños y sólo un 4 por ciento se dejó tentar por los planes que suelen orquestar las agencias de turismo vernáculas.
Otra compulsa ensayada por SIETE DIAS también arrojó un sorprendente corolario: de un puñado de nativos de Buenos Aires que esperaban a sus parientes en aeropuertos y estaciones de tren, el 90 por ciento no pudo enumerar otros sitios de atracción que los más comunes ya anotados. El 7 por ciento —con todo— tenía proyectos más pantagruélicos: citaron nombres de restaurantes y números de carritos de la Costanera con precisión gastronómica. Sólo el 3 por ciento imaginó un periplo menos rutinario: habían planeado visitas a la Biblioteca Nacional, al Planetario, al Museo Fernández Blanco y a una alucinante profusión de antros culturales; se trataba —indudablemente— de infatigables intelectuales.
Sin intentar confeccionar una completa guía de posibilidades, SIETE DIAS encargó a tres de sus hombres que propusieran los sitios más característicos que permitieran a un visitante primerizo disfrutar tanto de la geografía como de la historia de esta enigmática, atolondrada ciudad de Buenos Aires. Lo que sigue es el informe bordoneado después de fatigosas jornadas: aspira, solamente, a mostrar una serie de caminos útiles, que no
agotan, por cierto, el repertorio de sorpresas que se ocultan en los 200 kilómetros cuadrados de la más grande ciudad de habla española del mundo, de la cual dijera Jorge Luis Borges: "A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire".

LAS TRES COLINAS
Quizá sea interesante adelantar, antes que nada, una circunstancia poco divulgada: Buenos Aires, puerta de entrada de la pampa verde (una llanura lisa como mesa de billar, granero y frigorífico del mundo) está asentada sobre tres colinas. Visto desde el río —en tiempos de Pedro de Mendoza—, el sitio que hoy alberga altos rascacielos y tentadoras pizzerías, era un lugar ondulado, ideal para la construcción de un fuerte; sobre todo teniendo en cuenta que entonces el agua del río llegaba hasta la actual avenida Leandro N. Alem. En efecto, plaza San Martín, Plaza de Mayo y el Parque Lezama dominan con su escasa altura al resto de la planicie, hoy disimulada por el hierro y el cemento. En la calle Chile —antiguo punto céntrico— corría un profundo arroyo donde Pedro de Mendoza —aseguran los cronistas— sació su sed en más de una oportunidad.
Por lo tanto, los actuales terrenos en los cuales se asienta el febril puerto porteño son leguas y leguas ganadas al resignado río de la Plata. Si bien es cierto que los muelles deben ser visitados a pie por todo turista deseoso de intimar con sus peculiares olores, también podrá optarse dentro de poco por una acabada visión panorámica, al tiempo que se disfruta de un café o de un refrigerio, cuando se inaugure el Buenos Aires Sheraton Hotel. Esa sería una manera de no olvidar que la ciudad está edificada a orillas de un río: después, sumergido en sus calles, usted no lo verá nunca más, a menos que vaya especialmente hasta la orilla, cosa que los porteños no hacen muy a menudo.
Caminando hacia el Oeste por Corrientes, hasta Reconquista, antes de llegar a la esquina atisbe el edificio situado en el número 389 de Corrientes: alberga las oficinas de ELMA y fue construido por los arquitectos Sánchez Elía, Peralta Ramos y Agostini; recuerde estos nombres, porque dentro de algunas cuadras tendrá ocasión, de ver una de las más fantásticas muestras de la moderna arquitectura porteña; ellos también son sus responsables. Ya que está mirando el edificio de ELMA, levantado en 1945, retenga
esta sencilla regla, que le permitirá moverse con más libertad en el futuro: al norte de la avenida Rivadavia (que divide la ciudad en dos) la vereda de los números impares corresponde siempre a la más cercana al río, tanto en las calles que corren de Este a Oeste como en sus trasversales.
En la esquina de Reconquista doble a su izquierda, camine apurado como los más veteranos porteños, sin mirar nada, cruce Sarmiento y deténgase en Reconquista 269 (compruebe que es la vereda impar y que está más cercana al río). Allí persiste aún el Convento de los Mercedarios, construido en 1727: tiene valor no sólo por su depurado estilo arquitectónico colonial sino también por su pasado histórico. En 1806 fue ocupado por las tropas patricias que luchaban contra los invasores ingleses y durante la guerra con el Brasil sirvió de cuartel y hospital de sangre.
Casi al lado, en el 207 de la misma calle, está la basílica de La Merced, protagonista, igualmente, de hechos bélicos acaecidos durante las Invasiones Inglesas; observe (si decide penetrar) el imaginativo altar mayor: es considerado una obra maestra. No se detenga demasiado, pues si está dispuesto a seguir el periplo especialmente diagramado para usted, todavía tendrá que caminar algún trecho (en verdad nos habíamos olvidado de anunciarle que tendrá que marchar 20 cuadras, pero recuerde lo que decía el poeta, cubano Nicolás Guillén: "Hay que andar para ver, hay que andar"). Siga siempre por Reconquista, entonces, y entre —eso sí— en el Banco de Londres, imaginado por los mismos alarifes que lucubraron el mamotreto de ELMA, a los que se agregó Clorindo Testa: no vacile en recorrerlo, vale la pena; pruebe los sillones; espíe por todos los recovecos; diviértase con la decoración y procure que no lo confundan con un atracador de bancos, tan de moda últimamente.
Prepárese ahora —siempre bajando por Reconquista— a ver la Plaza de Mayo y todo su entorno. Preste especial atención al Cabildo, visite su museo y recuerde esta anécdota que seguramente no le contaron en el colegio (si usted es docente repítala a sus alumnos, pues tiene una gran dosis de humor y ternura): el Cabildo —como podrá observar por los calabozos allí existentes— era, en la época del 25 de Mayo, también sede carcelaria; narran que por aquel entonces el pueblo y sus dirigentes siempre estaban bien enterados de las deliberaciones secretas que mantenía el virrey con sus más íntimos colaboradores. Los españoles, por más que redoblaron la vigilancia, jamás pudieron encontrar al presunto espía que revelaba sus secretos; no podían sospechar que eran los mismos presos —que escuchaban las conversaciones por una ventana— quienes contaban a los patriotas los detalles más reservados, cuando sus guardianes los sacaban de las celdas para que tomaran el sol en la plaza. Así, aunque con los pies engrillados, los carcelarios contribuyeron al triunfo de la Revolución de Mayo. La leyenda no deja de ser cautivante y merece ser divulgada.

UNA SANDWICHERIA CON HISTORIA
Dejando atrás la Pirámide (levantada en 1856 de modo que encerrara en su interior a otra ya existente desde 1811) habrá que cruzar la calle sin dejarse tentar por la entrada del subterráneo: ya le propondremos un viaje que lo deslumbrará, aunque por ahora quizá convenga guardar una homeopática dosis de suspenso. Tome, al abandonar la plaza, por la calle Defensa (continuación de Reconquista) y camine por la vereda de los números impares. Podrá ver, en la esquina de Alsina, la blanca fachada del bar El Colonial, una sandwichería (como pregona el cartel del frente) que tiene suculenta historia. Recuerde que los expertos en giras turísticas siempre dan a los visitantes un atinado consejo: cuando uno explora una ciudad que no conoce, conviene siempre mirar hacia arriba. Es probable que tengan razón; al menos la tienen en este caso. Contemplando los techos de la finca se observa un mirador de 2 metros y medio de alto; desde allí —el 25 de junio de 1806— el negro Anselmo, esclavo de don Gerónimo Arrambaeta, fue el primer poblador de Buenos Aires que detectó el desembarco de las tropas inglesas, en su primera expedición al Río de la Plata. Si mediante un golpe de audacia se consigue acceder al interior de ese mirador —como hizo SIETE DIAS— habrá que estar preparado para la más inesperada sorpresa: el anguloso palomar no sólo es perfectamente habitable sino que —además— encierra un moderno baño con paredes de cobre batido, enclaustrado en un descanso de la escalera de madera. Bibliotecas, armarios, mesa de dibujo, tocadiscos último modelo son otros ítems de un mobiliario funcional y de buen gusto, como reclama la comodidad de hoy en día. Todo esto, obviamente, es de reciente data y fue ideado por su actual propietario: un joven y barbado arquitecto.
En rigor esta anécdota no es la única que acumula la esquina de Alsina y Defensa. Frente a la iglesia de San Francisco —en cuyo costado Oeste, en la parte superior, puede observarse un curioso reloj de sol vertical del año 1802 (único en Buenos Aires)— hay un curioso espacio libre: una suerte de plazoleta que obliga al edificio del Ministerio de Bienestar Social a tomar una forma artificial y caprichosa. Ocurre que ese terreno pertenece a la iglesia desde el año 1629, cuando su propietario, Alonso Rodríguez, lo donó a los religiosos "por siempre jamás, con prohibición de reventa". Allí, en la plazoleta de los franciscanos —como se la conocía entonces— se pregonaron, sin excepción, todos los bandos de la Revolución de Mayo. Hoy es probable que añore pasado tan glorioso, atestada (como está) por los autos particulares de los funcionarios del ministerio. En diagonal, esa misma esquina de Alsina y Defensa también ofrece una antigua y valiosa marquesina: la de la histórica farmacia La Estrella.
Al llegar a la avenida Belgrano abandone Defensa y gire a la izquierda, no sin antes observar la iglesia de Santo Domingo y el mausoleo de Belgrano: allí, en épocas de la Colonia, funcionó la horca de Buenos Aires. Quizá le resulte extraño que una sola de las torres del templo —la izquierda— muestre las señas de los combates que mantuvieron allí ingleses y criollos. El fenómeno no responde a la casualidad o a la buena puntería de los artilleros locales: ocurre que en esa época no existía aún la torre derecha, agregada recién en 1856, según explicó a SIETE DIAS el erudito Luis Barletta (38), alto ejecutivo de un laboratorio medicinal y experto en historia de Buenos Aires. Fue él quien recomendó un despacioso paseo por el pasaje 5 de Julio, sitio de alto valor edilicio. Allí, en el número 430, está sepultado el famoso nigth club Michelángelo, templo de la noche porteña. Cuando lo visite, tenga en cuenta que la consumición mínima es de 25 pesos nuevos y que el precio de los whiskies importados varía entre los 30 y 35 patacones nuevos; sin cargo, en cambio, son las cerezas flambeadas que se sirven con cada copa; el café también es una gentileza de la casa. Si sufre usted de cierta anemia bancaria, absténgase de la excursión, pues las tentaciones suelen ser muchas y chistan con insistencia desde la lista de platos. Pero no se preocupe demasiado, por ahora; siga caminando y doble a la izquierda hacia la calle Balcarce al 541. En ese. lugar está la casa de la familia Elia: una verdadera joya colonial que data del 1700. Resulta un blanco admirable para tomar diapositivas (es aconsejable fotografiar las formidables rejas de algunos portales y ventanas de San Telmo, de las cuales encontrará algunos ejemplos en estas páginas).
Al tropezar con el pasaje San Lorenzo arrímese al número 380: ahí hay una casa que tiene fama de ser la más angosta de la urbe; dicen los humoristas del barrio que los inquilinos viven allí de perfil y que las camas están alineadas una detrás de otra, en fila india. Es probable que sea una exageración; lo cierto es que sorprende un poco que en 1851, año de su construcción, se mezquinara tanto el terreno.
Al cruzar Independencia vuelva a Defensa (hacia la derecha) oteando. primero, el ángulo sin ochava ocupado por El Viejo Almacén, una tanguería de moda —regenteada por Edmundo Rivero— abroquelada en una vetusta casona de 1780. Ya que está a un paso, córrase hasta Paseo Colón al 807, donde se yergue, casi milagrosamente, el Bar Unión: es el mismo boliche que describe Ernesto Sábato en su novela Sobre héroes y tumbas. En su salón no encontrará a la conflictuada Alejandra, pero sí se podrá topar con la legendaria Lois Blue, una de las más entonadas cantantes de jazz de la noche capitalina. Poder escucharla le costará una consumición mínima de 600 pesos viejos.
Pero usted estaba en la esquina de Balcarce e Independencia, doblando hacia la calle Defensa; por el número 965 de esta última arteria se accede a un desvencijado galpón de fines de siglo, del cual se desprenden viejas historias, donde los principales héroes son rubicundos tomates y jugosos zapallos: es que allí se alberga el mercado San Telmo, donde la parla dialectal de los verduleros italianos se mezcla al argot de los matarifes criollos. Es un buen final para el largo itinerario comenzado en el Comega y trazado casi en línea recta. Aunque quizás sea interesante hacer un último esfuerzo y caminar una cuadra más por Defensa, hasta la plaza Coronel Dorrego, sede —los días domingo por la mañana— del único, concurrido mercado de pulgas de la city, donde los precios son prohibitivos y las antigüedades rezuman inciertas prosapias: una carcomida bigornia, por ejemplo, puede cotizarse a 53 mil pesos viejos, en tanto que el mismo yunque flamante, de igual marca y peso, puede ser adquirido en la Ferretería Francesa (Carlos Pellegrini 47; fascinante emporio fundado en 1870 y que no figura, injustamente, en ningún periplo turístico) por la razonable suma de 36.600 pesos, según constató SIETE DIAS.

AGUAFUERTES PORTEÑAS
Es probable que muchos argentinos que llegan a Buenos Aires por primera vez previeran soslayar los itinerarios rigurosos y conocer la ciudad "a la francesa", es decir, subirse al coche propio —o bien montar en colectivo— y extraviarse por las calles en busca de un objetivo determinado, sin más guía que un simple pianito y ambiguas referencias. Muchos de ellos se atreverán, incluso, a diezmar el pavimento de los barrios y suburbios. Un viaje en subterráneo también puede deparar sorpresas: si se toma la línea "A" Plaza de Mayo - Caballito o Plaza de Mayo - Primera Junta, según los carteles) convendrá bajarse en Plaza Miserere y dar un paseo por los soportales de Pueyrredón, que los porteños llaman Recova del Once.
A pocos metros de allí hay un callejón que no revista en ningún catastro municipal; sin embargo, penetrar en él —por el 2659 de Rivadavia o por el 2660 de Bartolomé Mitre (en la Guía Peuser figura, pero con la dirección equivocada) — es como desembocar, de pronto, en plena Andalucía. Aunque no hay ninguna chapa que lo anuncie, el callejón (de 120 metros de largo) responde al nombre de Pasaje Sarmiento y fue construido por un italiano llamado Juan Lenzi, quien logró una exacta réplica de las típicas callejas de Granada. Mayólicas importadas de España, castizos faroles de hierro adosados al muro, tejas rojas, jardineras cargadas de rosales (tan distintas de las blancas bacinillas de la flamante calle Florida), frescos taurinos y flamencos (colocados cada 10 metros) reviven un ambiente gitano, indiferente al vértigo del barrio. Escasos son los porteños que conocen este sitio recoleto y extraño.
Siguiendo el viaje en subterráneo hasta la estación José María Moreno, después de ascender por la escalera mecánica hasta la superficie de la calle, se habrá penetrado en Caballito, centro geográfico de Buenos Aires. Una buena idea es subir hasta el piso 25 del rascacielo de El Hogar Obrero (en Riglos y Rivadavia) y contemplar desde los amplios ventanales que festonean los pasillos el maravilloso paisaje de una ciudad que no tiene límites; SIETE DIAS lo hizo en horas del atardecer, cuando aún hay sol y ya están encendidas las luces de los coches y del alumbrado público: la sensación es imposible de narrar y sobrecoge por su grandeza. Inconscientemente acude a la memoria, con fuerza adolescente, el recuerdo de Raúl González Tuñón ("Los ladrones y los poetas no te tenemos miedo", le dijo una vez a Buenos Aires) sentado en una mesa del café acostado en la ochava de Rivadavia y Videla Dorna, a escasos metros de José María Moreno. Justo enfrente, en los jardines del Parque Rivadavia, junto a la estatua de Simón Bolívar, debajo de un añoso ombú, se reúne todos los domingos por la mañana un fanático clan de filatelistas y numismáticos, para mercar o trocar sus valores. Es algo que ningún visitante debiera dejar de ver, si es que pretende conocer algo de esos extraños, presurosos porteños que habitan en Buenos Aires.
Con todo, visitar una capital desmesurada como la de la Argentina, también incita a realizar comprar, a buscar el objeto imposible de conseguir en una urbe más pequeña. Si usted necesita rulemanes o motores eléctricos no tendrá más remedio que llegarse hasta la calle Viamonte, entre Callao y Cerrito; si, en cambio, lo que pretende es comprar uno de esos chiches que seducen a los automovilistas (el último y más sofisticado cuenta-revoluciones, por ejemplo) deberá trasladarse hasta la calle Warnes, también emporio de los desarmaderos (por si tiene dificultades en encontrar repuestos para una chatita Whippet, o quiere reemplazar el timbre de calle por una bocina de Cadillac). Siguiendo con las compras, en Bartolomé Mitre entre Callao y Cerrito encontrará materiales para artesanías caseras (desde esmaltes para cerámica hasta meditas para juguetes de madera); en Reconquista entre Paraguay y Charcas podrá deleitarse con todo tipo de comidas y postres árabes (incluyendo café de Abisinia en grano y llevándose, para después del café, algunos discos de música oriental); en Montevideo entre Córdoba y Viamonte podrá comprar camisas, pijamas y camperas para regalar a parientes gordísimos; las sederías se agolpan en Santa Fe y en Lima; en Libertad encontrará accesorios eléctricos (a veces de segunda mano, baratísimos) y también elementos para iniciarse en joyería y fabricación de fantasías; en Maipú y las medias cuadras adyacentes podrá comprar perros, gatos, canarios y —¿por qué no?— un yacaré o un tucán; si prefiere gastar poco, dése una vuelta por el Banco Municipal, sección remates (Esmeralda entre Viamonte y Tucumán), o acérquese a Rivadavia entre San Pedrito y Segurola, epicentro de los negocios de compraventa. En Buenos Aires se puede comprar cualquier cosa.
Cerca de Warnes está la estatua del Cid Campeador, emplazada en un cruce de avenidas donde pueden contarse diez esquinas. Observe, después de tomar algunas fotografías, la espada que blande el célebre héroe español: fue robada en tres oportunidades y repuesta, claro está, otras tantas veces. Además, el caballo del Cid tiene cola de perro. La autora de la obra es la escultora norteamericana Ann Hyatt de Huntington, una de las únicas tres mujeres cuyas esculturas lucen en Buenos Aires (las otras dos son Lola Mora, autora de la Fuente de las Nereidas, ubicada frente al río en el Balneario Municipal, y la tercera es la rusa Olga Vasilikos, responsable de la mujer desnuda que adorna la plaza Rodríguez Peña). Cuando acabe de examinar el monumento del Cid, gire sobre sus pies y recale en la vieja cervecería y almacén de Paulín, situada justo frente a la estatua, donde el escritor Roberto Arlt escribió algunas de sus agudas Aguafuertes Porteñas. Al regresar hacia el centro tenga en cuenta que a la altura de Rivadavia al 4600 hay una calle llamada República de Indonesia: en el numero 31 está atrincherado un restaurante único en su tipo, El Caldero de la Gorgona, insólita taberna donde es posible comer suculentamente por 2.200 pesos antiguos y escuchar al guitarrista Luis Rodríguez tocar arrobadora música medieval: puede ser un apacible remanso después de un día agitado.
Como usted ya habrá podido darse cuenta, Buenos Aires tiene miles de rostros insólitos y diferentes; infinitas curiosidades que sólo esperan que el visitante las descubra. Algunas de ellas son casi desconocidas para la mayor parte de los porteños. Muchos ignoran, en efecto, que a la altura de la calle Caseros al 1500 se alzan todavía —junto a un viejo aljibe de mármol— los restos del Jardín Botánico del Sur. Ese sitio (lea la placa de mármol que recuerda su fundación en 1883) atesora las tierras más fértiles de la urbe, pues allí funcionó el primer matadero municipal; el mismo que describe Esteban Echeverría en su novela El Matadero. Si usted va acompañado por sus hijos pequeños, es imprescindible que dé la vuelta al tinglado, que deje atrás la desvencijada jaula (nadie sabe qué función cumplía en otros tiempos, hoy sólo la habitan las palomas) y que contemple la parte de atrás del restaurante El Mesón Español: allí triscan la hierba tres diminutos caballitos enanos, que son la ternura misma; uno de ellos —el más chiquito— responde al nombre de Gaucho y está acostumbrado a ejecutar mil proezas.
Un curioso dato sobre el Jardín Botánico del Sur, convertido en criadero de plantas por el primer intendente de Buenos Aires, Torcuato de Alvear: en 1952, cuando murió Eva Perón, la mayor parte de las flores que acompañaron su sepelio provenían de ese sitio que, en tiempos de Rosas, se llamó Barrio del Mondongo, ghetto de alegres negros candomberos. Pero si en vez de la botánica lo que le interesa a usted es el esoterismo, trasládese hasta la calle San Antonio 814, en Barracas, donde está el edificio de una logia masónica: en el frontis de la casona se lee la inscripción Hermanos del Trabajo, bordeada de los símbolos clásicos: el compás, la plomada y el infaltable triángulo masón. En el interior, las sillas son de alto respaldo, atravesados por una filosa espada; las paredes lucen cabezas de Moisés adornadas con cuernos y los sábados a la noche —de cuando en cuando— suele verse una cincuentena de automóviles estacionados a lo largo de la calleja.
Más apacible es un paseo por la no muy lejana avenida Sáenz, donde se alza la milagrera virgencita de Pompeya: resulta interesante inventariar los exvotos ofrendados por los fieles. A pocas cuadras de la basílica -—de esplendorosa arquitectura y delirantes rejas— está el famoso Puente Alsina, una extraña y cautivante construcción imaginada hace 40 años por el arquitecto Martin Noel. A la vuelta, si es domingo por la mañana, habrá que adentrarse en la calle Ventana, paralela a las vías del ferrocarril, donde funciona una feria de pájaros y peces. Cerca, también, está el gigantesco supermercado Satélite, cuya exploración puede ser una intensa experiencia; la visita a otros grandes centros de compras —como Gigante o el popular Canguro— también debieran figurar en toda visita a Buenos Aires. Del mismo modo que una recorrida por los grandes estadios deportivos.
No vaya a creer, después de haber leído hasta aquí, que ya es usted un experto en geografía y curiosidades capitalinas: aún le falta mucho por conocer y la ciudad le depara centenares de sorpresas; desde la forma en ese itálica de la calle Rauch, por donde anduvo el primer ferrocarril argentino, hasta la insólita Victorino de la Plaza, que da una perfecta vuelta en circunferencia —sin contar los extravíos del llamado Parque Chas—, las calles y los sitios de Buenos Aires están alertas para cautivarlo a cada paso. Hasta las columnas del alumbrado forman parte de la historia ciudadana: las del Balneario Municipal, que ostentan la leyenda "Fabricadas en los establecimientos metalúrgicos Vassena", fueron manufacturadas poco antes de la sangrienta Semana Trágica. El Aeroparque sepulta una historia no menos trágica: se erige sobre terrenos ganados al río y rellenados —durante la Segunda Guerra Mundial— con los escombros provenientes de la bombardeada ciudad de Londres, que los barcos ingleses traían como lastre.
Con todo, es conveniente que usted no sepa la historia completa de esta misteriosa, contradictoria ciudad; deje para otro viaje su visita al Palacio Barolo, en cuyo hall central, mirando hacia arriba, desde el pie de la escalera, se obtiene la más fantástica de las sensaciones visuales. No se deje tentar; piense que en las próximas vacaciones ese detalle que le falta experimentar puede convertirse en un excelente pretexto para volver a esta inasible, juguetona, insólita Buenos Aires, que acabó por superar —al fin de cuentas— su propia, casi imposible leyenda.

 

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