Revista Siete Días
Ilustrados
19-07-1971 |
Desde los elegantes rascacielos de Belgrano hasta los hondos
conventillos del barrio Sur —con sus inquilinos de riguroso
lunfardo—, Buenos Aires hilvana un desmesurado atractivo que
suele cautivar no sólo al visitante que la aborda por
primera vez, sino —también— al propio, sufrido porteño que
la habita. Culpable de ese arrobamiento en que acostumbran
caer los argentinos cuando mentan el nombre de la city, es
el copioso anecdotario atribuido a la historia y a la
geografía ciudadanas. Así, la leyenda de la urbe —mechada
con hazañas de tango, sangre y cuchillo— fue creciendo hasta
convertirse en un verdadero mito nacional. Pocos, sin
embargo, son quienes conocen de verdad a Buenos Aires. Los
argentinos que llegan del interior del país tropiezan con un
primer inconveniente, que dificulta sus afanes
exploratorios: los porteños, orgullosos de su metrópoli
(suponiendo, quizá, que Buenos Aires no necesita ser
explicada), nunca se tomaron el trabajo de confeccionar un
itinerario —ordenado y puesto al día— que facilite esos
cateos a los neófitos provincianos. Salvo alguno que otro
desprolijo nomenclátor de calles y líneas de transporte —o
del aislado esfuerzo que representan las guías editadas por
el Automóvil Club Argentino (necesariamente incompletas), o
de los lujosos folletos redactados en inglés por la
Dirección Nacional de Turismo—, Buenos Aires no posee ningún
útil vademécum que auxilie a quien quiera visitarla.
Esta orfandad fue detectada por SIETE DIAS en las primeras
48 horas de las vacaciones escolares de invierno: en ese
lapso, tres redactores entrevistaron a varias decenas de
viajeros del interior con el objeto de averiguar cuáles eran
sus planes turísticos dentro del ejido capitalino La
conclusión a la que arribaron fue sorprendente y puede ser
explicada apelando a las estadísticas: el 80 por ciento de
los encuestados que llegaban por vez primera no sabían
—aparte de los lugares comunes: el Obelisco, la calle
Corrientes, la Boca, la Plaza de Mayo— qué sitios podían
verse en Buenos Aires. Un 10 por ciento de los entrevistados
(la mayoría docentes en compañía de sus hijos) tenía planes
más ambiciosos: en sus itinerarios se incluía al Delta o al
Teatro Colón. El 10 por ciento restante prefirió entregarse
a la decisión de otros: un 6 por ciento confió en los
conocimientos de parientes porteños y sólo un 4 por ciento
se dejó tentar por los planes que suelen orquestar las
agencias de turismo vernáculas.
Otra compulsa ensayada por SIETE DIAS también arrojó un
sorprendente corolario: de un puñado de nativos de Buenos
Aires que esperaban a sus parientes en aeropuertos y
estaciones de tren, el 90 por ciento no pudo enumerar otros
sitios de atracción que los más comunes ya anotados. El 7
por ciento —con todo— tenía proyectos más pantagruélicos:
citaron nombres de restaurantes y números de carritos de la
Costanera con precisión gastronómica. Sólo el 3 por ciento
imaginó un periplo menos rutinario: habían planeado visitas
a la Biblioteca Nacional, al Planetario, al Museo Fernández
Blanco y a una alucinante profusión de antros culturales; se
trataba —indudablemente— de infatigables intelectuales.
Sin intentar confeccionar una completa guía de
posibilidades, SIETE DIAS encargó a tres de sus hombres que
propusieran los sitios más característicos que permitieran a
un visitante primerizo disfrutar tanto de la geografía como
de la historia de esta enigmática, atolondrada ciudad de
Buenos Aires. Lo que sigue es el informe bordoneado después
de fatigosas jornadas: aspira, solamente, a mostrar una
serie de caminos útiles, que no
agotan, por cierto, el repertorio de sorpresas que se
ocultan en los 200 kilómetros cuadrados de la más grande
ciudad de habla española del mundo, de la cual dijera Jorge
Luis Borges: "A mí se me hace cuento que empezó Buenos
Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire".
LAS TRES COLINAS
Quizá sea interesante adelantar, antes que nada, una
circunstancia poco divulgada: Buenos Aires, puerta de
entrada de la pampa verde (una llanura lisa como mesa de
billar, granero y frigorífico del mundo) está asentada sobre
tres colinas. Visto desde el río —en tiempos de Pedro de
Mendoza—, el sitio que hoy alberga altos rascacielos y
tentadoras pizzerías, era un lugar ondulado, ideal para la
construcción de un fuerte; sobre todo teniendo en cuenta que
entonces el agua del río llegaba hasta la actual avenida
Leandro N. Alem. En efecto, plaza San Martín, Plaza de Mayo
y el Parque Lezama dominan con su escasa altura al resto de
la planicie, hoy disimulada por el hierro y el cemento. En
la calle Chile —antiguo punto céntrico— corría un profundo
arroyo donde Pedro de Mendoza —aseguran los cronistas— sació
su sed en más de una oportunidad.
Por lo tanto, los actuales terrenos en los cuales se asienta
el febril puerto porteño son leguas y leguas ganadas al
resignado río de la Plata. Si bien es cierto que los muelles
deben ser visitados a pie por todo turista deseoso de
intimar con sus peculiares olores, también podrá optarse
dentro de poco por una acabada visión panorámica, al tiempo
que se disfruta de un café o de un refrigerio, cuando se
inaugure el Buenos Aires Sheraton Hotel. Esa sería una
manera de no olvidar que la ciudad está edificada a orillas
de un río: después, sumergido en sus calles, usted no lo
verá nunca más, a menos que vaya especialmente hasta la
orilla, cosa que los porteños no hacen muy a menudo.
Caminando hacia el Oeste por Corrientes, hasta Reconquista,
antes de llegar a la esquina atisbe el edificio situado en
el número 389 de Corrientes: alberga las oficinas de ELMA y
fue construido por los arquitectos Sánchez Elía, Peralta
Ramos y Agostini; recuerde estos nombres, porque dentro de
algunas cuadras tendrá ocasión, de ver una de las más
fantásticas muestras de la moderna arquitectura porteña;
ellos también son sus responsables. Ya que está mirando el
edificio de ELMA, levantado en 1945, retenga
esta sencilla regla, que le permitirá moverse con más
libertad en el futuro: al norte de la avenida Rivadavia (que
divide la ciudad en dos) la vereda de los números impares
corresponde siempre a la más cercana al río, tanto en las
calles que corren de Este a Oeste como en sus trasversales.
En la esquina de Reconquista doble a su izquierda, camine
apurado como los más veteranos porteños, sin mirar nada,
cruce Sarmiento y deténgase en Reconquista 269 (compruebe
que es la vereda impar y que está más cercana al río). Allí
persiste aún el Convento de los Mercedarios, construido en
1727: tiene valor no sólo por su depurado estilo
arquitectónico colonial sino también por su pasado
histórico. En 1806 fue ocupado por las tropas patricias que
luchaban contra los invasores ingleses y durante la guerra
con el Brasil sirvió de cuartel y hospital de sangre.
Casi al lado, en el 207 de la misma calle, está la basílica
de La Merced, protagonista, igualmente, de hechos bélicos
acaecidos durante las Invasiones Inglesas; observe (si
decide penetrar) el imaginativo altar mayor: es considerado
una obra maestra. No se detenga demasiado, pues si está
dispuesto a seguir el periplo especialmente diagramado para
usted, todavía tendrá que caminar algún trecho (en verdad
nos habíamos olvidado de anunciarle que tendrá que marchar
20 cuadras, pero recuerde lo que decía el poeta, cubano
Nicolás Guillén: "Hay que andar para ver, hay que andar").
Siga siempre por Reconquista, entonces, y entre —eso sí— en
el Banco de Londres, imaginado por los mismos alarifes que
lucubraron el mamotreto de ELMA, a los que se agregó
Clorindo Testa: no vacile en recorrerlo, vale la pena;
pruebe los sillones; espíe por todos los recovecos;
diviértase con la decoración y procure que no lo confundan
con un atracador de bancos, tan de moda últimamente.
Prepárese ahora —siempre bajando por Reconquista— a ver la
Plaza de Mayo y todo su entorno. Preste especial atención al
Cabildo, visite su museo y recuerde esta anécdota que
seguramente no le contaron en el colegio (si usted es
docente repítala a sus alumnos, pues tiene una gran dosis de
humor y ternura): el Cabildo —como podrá observar por los
calabozos allí existentes— era, en la época del 25 de Mayo,
también sede carcelaria; narran que por aquel entonces el
pueblo y sus dirigentes siempre estaban bien enterados de
las deliberaciones secretas que mantenía el virrey con sus
más íntimos colaboradores. Los españoles, por más que
redoblaron la vigilancia, jamás pudieron encontrar al
presunto espía que revelaba sus secretos; no podían
sospechar que eran los mismos presos —que escuchaban las
conversaciones por una ventana— quienes contaban a los
patriotas los detalles más reservados, cuando sus guardianes
los sacaban de las celdas para que tomaran el sol en la
plaza. Así, aunque con los pies engrillados, los carcelarios
contribuyeron al triunfo de la Revolución de Mayo. La
leyenda no deja de ser cautivante y merece ser divulgada.
UNA SANDWICHERIA CON HISTORIA
Dejando atrás la Pirámide (levantada en 1856 de modo que
encerrara en su interior a otra ya existente desde 1811)
habrá que cruzar la calle sin dejarse tentar por la entrada
del subterráneo: ya le propondremos un viaje que lo
deslumbrará, aunque por ahora quizá convenga guardar una
homeopática dosis de suspenso. Tome, al abandonar la plaza,
por la calle Defensa (continuación de Reconquista) y camine
por la vereda de los números impares. Podrá ver, en la
esquina de Alsina, la blanca fachada del bar El Colonial,
una sandwichería (como pregona el cartel del frente) que
tiene suculenta historia. Recuerde que los expertos en giras
turísticas siempre dan a los visitantes un atinado consejo:
cuando uno explora una ciudad que no conoce, conviene
siempre mirar hacia arriba. Es probable que tengan razón; al
menos la tienen en este caso. Contemplando los techos de la
finca se observa un mirador de 2 metros y medio de alto;
desde allí —el 25 de junio de 1806— el negro Anselmo,
esclavo de don Gerónimo Arrambaeta, fue el primer poblador
de Buenos Aires que detectó el desembarco de las tropas
inglesas, en su primera expedición al Río de la Plata. Si
mediante un golpe de audacia se consigue acceder al interior
de ese mirador —como hizo SIETE DIAS— habrá que estar
preparado para la más inesperada sorpresa: el anguloso
palomar no sólo es perfectamente habitable sino que —además—
encierra un moderno baño con paredes de cobre batido,
enclaustrado en un descanso de la escalera de madera.
Bibliotecas, armarios, mesa de dibujo, tocadiscos último
modelo son otros ítems de un mobiliario funcional y de buen
gusto, como reclama la comodidad de hoy en día. Todo esto,
obviamente, es de reciente data y fue ideado por su actual
propietario: un joven y barbado arquitecto.
En rigor esta anécdota no es la única que acumula la esquina
de Alsina y Defensa. Frente a la iglesia de San Francisco
—en cuyo costado Oeste, en la parte superior, puede
observarse un curioso reloj de sol vertical del año 1802
(único en Buenos Aires)— hay un curioso espacio libre: una
suerte de plazoleta que obliga al edificio del Ministerio de
Bienestar Social a tomar una forma artificial y caprichosa.
Ocurre que ese terreno pertenece a la iglesia desde el año
1629, cuando su propietario, Alonso Rodríguez, lo donó a los
religiosos "por siempre jamás, con prohibición de reventa".
Allí, en la plazoleta de los franciscanos —como se la
conocía entonces— se pregonaron, sin excepción, todos los
bandos de la Revolución de Mayo. Hoy es probable que añore
pasado tan glorioso, atestada (como está) por los autos
particulares de los funcionarios del ministerio. En
diagonal, esa misma esquina de Alsina y Defensa también
ofrece una antigua y valiosa marquesina: la de la histórica
farmacia La Estrella.
Al llegar a la avenida Belgrano abandone Defensa y gire a la
izquierda, no sin antes observar la iglesia de Santo Domingo
y el mausoleo de Belgrano: allí, en épocas de la Colonia,
funcionó la horca de Buenos Aires. Quizá le resulte extraño
que una sola de las torres del templo —la izquierda— muestre
las señas de los combates que mantuvieron allí ingleses y
criollos. El fenómeno no responde a la casualidad o a la
buena puntería de los artilleros locales: ocurre que en esa
época no existía aún la torre derecha, agregada recién en
1856, según explicó a SIETE DIAS el erudito Luis Barletta
(38), alto ejecutivo de un laboratorio medicinal y experto
en historia de Buenos Aires. Fue él quien recomendó un
despacioso paseo por el pasaje 5 de Julio, sitio de alto
valor edilicio. Allí, en el número 430, está sepultado el
famoso nigth club Michelángelo, templo de la noche porteña.
Cuando lo visite, tenga en cuenta que la consumición mínima
es de 25 pesos nuevos y que el precio de los whiskies
importados varía entre los 30 y 35 patacones nuevos; sin
cargo, en cambio, son las cerezas flambeadas que se sirven
con cada copa; el café también es una gentileza de la casa.
Si sufre usted de cierta anemia bancaria, absténgase de la
excursión, pues las tentaciones suelen ser muchas y chistan
con insistencia desde la lista de platos. Pero no se
preocupe demasiado, por ahora; siga caminando y doble a la
izquierda hacia la calle Balcarce al 541. En ese. lugar está
la casa de la familia Elia: una verdadera joya colonial que
data del 1700. Resulta un blanco admirable para tomar
diapositivas (es aconsejable fotografiar las formidables
rejas de algunos portales y ventanas de San Telmo, de las
cuales encontrará algunos ejemplos en estas páginas).
Al tropezar con el pasaje San Lorenzo arrímese al número
380: ahí hay una casa que tiene fama de ser la más angosta
de la urbe; dicen los humoristas del barrio que los
inquilinos viven allí de perfil y que las camas están
alineadas una detrás de otra, en fila india. Es probable que
sea una exageración; lo cierto es que sorprende un poco que
en 1851, año de su construcción, se mezquinara tanto el
terreno.
Al cruzar Independencia vuelva a Defensa (hacia la derecha)
oteando. primero, el ángulo sin ochava ocupado por El Viejo
Almacén, una tanguería de moda —regenteada por Edmundo
Rivero— abroquelada en una vetusta casona de 1780. Ya que
está a un paso, córrase hasta Paseo Colón al 807, donde se
yergue, casi milagrosamente, el Bar Unión: es el mismo
boliche que describe Ernesto Sábato en su novela Sobre
héroes y tumbas. En su salón no encontrará a la conflictuada
Alejandra, pero sí se podrá topar con la legendaria Lois
Blue, una de las más entonadas cantantes de jazz de la noche
capitalina. Poder escucharla le costará una consumición
mínima de 600 pesos viejos.
Pero usted estaba en la esquina de Balcarce e Independencia,
doblando hacia la calle Defensa; por el número 965 de esta
última arteria se accede a un desvencijado galpón de fines
de siglo, del cual se desprenden viejas historias, donde los
principales héroes son rubicundos tomates y jugosos
zapallos: es que allí se alberga el mercado San Telmo, donde
la parla dialectal de los verduleros italianos se mezcla al
argot de los matarifes criollos. Es un buen final para el
largo itinerario comenzado en el Comega y trazado casi en
línea recta. Aunque quizás sea interesante hacer un último
esfuerzo y caminar una cuadra más por Defensa, hasta la
plaza Coronel Dorrego, sede —los días domingo por la mañana—
del único, concurrido mercado de pulgas de la city, donde
los precios son prohibitivos y las antigüedades rezuman
inciertas prosapias: una carcomida bigornia, por ejemplo,
puede cotizarse a 53 mil pesos viejos, en tanto que el mismo
yunque flamante, de igual marca y peso, puede ser adquirido
en la Ferretería Francesa (Carlos Pellegrini 47; fascinante
emporio fundado en 1870 y que no figura, injustamente, en
ningún periplo turístico) por la razonable suma de 36.600
pesos, según constató SIETE DIAS.
AGUAFUERTES PORTEÑAS
Es probable que muchos argentinos que llegan a Buenos Aires
por primera vez previeran soslayar los itinerarios rigurosos
y conocer la ciudad "a la francesa", es decir, subirse al
coche propio —o bien montar en colectivo— y extraviarse por
las calles en busca de un objetivo determinado, sin más guía
que un simple pianito y ambiguas referencias. Muchos de
ellos se atreverán, incluso, a diezmar el pavimento de los
barrios y suburbios. Un viaje en subterráneo también puede
deparar sorpresas: si se toma la línea "A" Plaza de Mayo -
Caballito o Plaza de Mayo - Primera Junta, según los
carteles) convendrá bajarse en Plaza Miserere y dar un paseo
por los soportales de Pueyrredón, que los porteños llaman
Recova del Once.
A pocos metros de allí hay un callejón que no revista en
ningún catastro municipal; sin embargo, penetrar en él —por
el 2659 de Rivadavia o por el 2660 de Bartolomé Mitre (en la
Guía Peuser figura, pero con la dirección equivocada) — es
como desembocar, de pronto, en plena Andalucía. Aunque no
hay ninguna chapa que lo anuncie, el callejón (de 120 metros
de largo) responde al nombre de Pasaje Sarmiento y fue
construido por un italiano llamado Juan Lenzi, quien logró
una exacta réplica de las típicas callejas de Granada.
Mayólicas importadas de España, castizos faroles de hierro
adosados al muro, tejas rojas, jardineras cargadas de
rosales (tan distintas de las blancas bacinillas de la
flamante calle Florida), frescos taurinos y flamencos
(colocados cada 10 metros) reviven un ambiente gitano,
indiferente al vértigo del barrio. Escasos son los porteños
que conocen este sitio recoleto y extraño.
Siguiendo el viaje en subterráneo hasta la estación José
María Moreno, después de ascender por la escalera mecánica
hasta la superficie de la calle, se habrá penetrado en
Caballito, centro geográfico de Buenos Aires. Una buena idea
es subir hasta el piso 25 del rascacielo de El Hogar Obrero
(en Riglos y Rivadavia) y contemplar desde los amplios
ventanales que festonean los pasillos el maravilloso paisaje
de una ciudad que no tiene límites; SIETE DIAS lo hizo en
horas del atardecer, cuando aún hay sol y ya están
encendidas las luces de los coches y del alumbrado público:
la sensación es imposible de narrar y sobrecoge por su
grandeza. Inconscientemente acude a la memoria, con fuerza
adolescente, el recuerdo de Raúl González Tuñón ("Los
ladrones y los poetas no te tenemos miedo", le dijo una vez
a Buenos Aires) sentado en una mesa del café acostado en la
ochava de Rivadavia y Videla Dorna, a escasos metros de José
María Moreno. Justo enfrente, en los jardines del Parque
Rivadavia, junto a la estatua de Simón Bolívar, debajo de un
añoso ombú, se reúne todos los domingos por la mañana un
fanático clan de filatelistas y numismáticos, para mercar o
trocar sus valores. Es algo que ningún visitante debiera
dejar de ver, si es que pretende conocer algo de esos
extraños, presurosos porteños que habitan en Buenos Aires.
Con todo, visitar una capital desmesurada como la de la
Argentina, también incita a realizar comprar, a buscar el
objeto imposible de conseguir en una urbe más pequeña. Si
usted necesita rulemanes o motores eléctricos no tendrá más
remedio que llegarse hasta la calle Viamonte, entre Callao y
Cerrito; si, en cambio, lo que pretende es comprar uno de
esos chiches que seducen a los automovilistas (el último y
más sofisticado cuenta-revoluciones, por ejemplo) deberá
trasladarse hasta la calle Warnes, también emporio de los
desarmaderos (por si tiene dificultades en encontrar
repuestos para una chatita Whippet, o quiere reemplazar el
timbre de calle por una bocina de Cadillac). Siguiendo con
las compras, en Bartolomé Mitre entre Callao y Cerrito
encontrará materiales para artesanías caseras (desde
esmaltes para cerámica hasta meditas para juguetes de
madera); en Reconquista entre Paraguay y Charcas podrá
deleitarse con todo tipo de comidas y postres árabes
(incluyendo café de Abisinia en grano y llevándose, para
después del café, algunos discos de música oriental); en
Montevideo entre Córdoba y Viamonte podrá comprar camisas,
pijamas y camperas para regalar a parientes gordísimos; las
sederías se agolpan en Santa Fe y en Lima; en Libertad
encontrará accesorios eléctricos (a veces de segunda mano,
baratísimos) y también elementos para iniciarse en joyería y
fabricación de fantasías; en Maipú y las medias cuadras
adyacentes podrá comprar perros, gatos, canarios y —¿por qué
no?— un yacaré o un tucán; si prefiere gastar poco, dése una
vuelta por el Banco Municipal, sección remates (Esmeralda
entre Viamonte y Tucumán), o acérquese a Rivadavia entre San
Pedrito y Segurola, epicentro de los negocios de
compraventa. En Buenos Aires se puede comprar cualquier
cosa.
Cerca de Warnes está la estatua del Cid Campeador, emplazada
en un cruce de avenidas donde pueden contarse diez esquinas.
Observe, después de tomar algunas fotografías, la espada que
blande el célebre héroe español: fue robada en tres
oportunidades y repuesta, claro está, otras tantas veces.
Además, el caballo del Cid tiene cola de perro. La autora de
la obra es la escultora norteamericana Ann Hyatt de
Huntington, una de las únicas tres mujeres cuyas esculturas
lucen en Buenos Aires (las otras dos son Lola Mora, autora
de la Fuente de las Nereidas, ubicada frente al río en el
Balneario Municipal, y la tercera es la rusa Olga Vasilikos,
responsable de la mujer desnuda que adorna la plaza
Rodríguez Peña). Cuando acabe de examinar el monumento del
Cid, gire sobre sus pies y recale en la vieja cervecería y
almacén de Paulín, situada justo frente a la estatua, donde
el escritor Roberto Arlt escribió algunas de sus agudas
Aguafuertes Porteñas. Al regresar hacia el centro tenga en
cuenta que a la altura de Rivadavia al 4600 hay una calle
llamada República de Indonesia: en el numero 31 está
atrincherado un restaurante único en su tipo, El Caldero de
la Gorgona, insólita taberna donde es posible comer
suculentamente por 2.200 pesos antiguos y escuchar al
guitarrista Luis Rodríguez tocar arrobadora música medieval:
puede ser un apacible remanso después de un día agitado.
Como usted ya habrá podido darse cuenta, Buenos Aires tiene
miles de rostros insólitos y diferentes; infinitas
curiosidades que sólo esperan que el visitante las descubra.
Algunas de ellas son casi desconocidas para la mayor parte
de los porteños. Muchos ignoran, en efecto, que a la altura
de la calle Caseros al 1500 se alzan todavía —junto a un
viejo aljibe de mármol— los restos del Jardín Botánico del
Sur. Ese sitio (lea la placa de mármol que recuerda su
fundación en 1883) atesora las tierras más fértiles de la
urbe, pues allí funcionó el primer matadero municipal; el
mismo que describe Esteban Echeverría en su novela El
Matadero. Si usted va acompañado por sus hijos pequeños, es
imprescindible que dé la vuelta al tinglado, que deje atrás
la desvencijada jaula (nadie sabe qué función cumplía en
otros tiempos, hoy sólo la habitan las palomas) y que
contemple la parte de atrás del restaurante El Mesón
Español: allí triscan la hierba tres diminutos caballitos
enanos, que son la ternura misma; uno de ellos —el más
chiquito— responde al nombre de Gaucho y está acostumbrado a
ejecutar mil proezas.
Un curioso dato sobre el Jardín Botánico del Sur, convertido
en criadero de plantas por el primer intendente de Buenos
Aires, Torcuato de Alvear: en 1952, cuando murió Eva Perón,
la mayor parte de las flores que acompañaron su sepelio
provenían de ese sitio que, en tiempos de Rosas, se llamó
Barrio del Mondongo, ghetto de alegres negros candomberos.
Pero si en vez de la botánica lo que le interesa a usted es
el esoterismo, trasládese hasta la calle San Antonio 814, en
Barracas, donde está el edificio de una logia masónica: en
el frontis de la casona se lee la inscripción Hermanos del
Trabajo, bordeada de los símbolos clásicos: el compás, la
plomada y el infaltable triángulo masón. En el interior, las
sillas son de alto respaldo, atravesados por una filosa
espada; las paredes lucen cabezas de Moisés adornadas con
cuernos y los sábados a la noche —de cuando en cuando— suele
verse una cincuentena de automóviles estacionados a lo largo
de la calleja.
Más apacible es un paseo por la no muy lejana avenida Sáenz,
donde se alza la milagrera virgencita de Pompeya: resulta
interesante inventariar los exvotos ofrendados por los
fieles. A pocas cuadras de la basílica -—de esplendorosa
arquitectura y delirantes rejas— está el famoso Puente
Alsina, una extraña y cautivante construcción imaginada hace
40 años por el arquitecto Martin Noel. A la vuelta, si es
domingo por la mañana, habrá que adentrarse en la calle
Ventana, paralela a las vías del ferrocarril, donde funciona
una feria de pájaros y peces. Cerca, también, está el
gigantesco supermercado Satélite, cuya exploración puede ser
una intensa experiencia; la visita a otros grandes centros
de compras —como Gigante o el popular Canguro— también
debieran figurar en toda visita a Buenos Aires. Del mismo
modo que una recorrida por los grandes estadios deportivos.
No vaya a creer, después de haber leído hasta aquí, que ya
es usted un experto en geografía y curiosidades capitalinas:
aún le falta mucho por conocer y la ciudad le depara
centenares de sorpresas; desde la forma en ese itálica de la
calle Rauch, por donde anduvo el primer ferrocarril
argentino, hasta la insólita Victorino de la Plaza, que da
una perfecta vuelta en circunferencia —sin contar los
extravíos del llamado Parque Chas—, las calles y los sitios
de Buenos Aires están alertas para cautivarlo a cada paso.
Hasta las columnas del alumbrado forman parte de la historia
ciudadana: las del Balneario Municipal, que ostentan la
leyenda "Fabricadas en los establecimientos metalúrgicos
Vassena", fueron manufacturadas poco antes de la sangrienta
Semana Trágica. El Aeroparque sepulta una historia no menos
trágica: se erige sobre terrenos ganados al río y rellenados
—durante la Segunda Guerra Mundial— con los escombros
provenientes de la bombardeada ciudad de Londres, que los
barcos ingleses traían como lastre.
Con todo, es conveniente que usted no sepa la historia
completa de esta misteriosa, contradictoria ciudad; deje
para otro viaje su visita al Palacio Barolo, en cuyo hall
central, mirando hacia arriba, desde el pie de la escalera,
se obtiene la más fantástica de las sensaciones visuales. No
se deje tentar; piense que en las próximas vacaciones ese
detalle que le falta experimentar puede convertirse en un
excelente pretexto para volver a esta inasible, juguetona,
insólita Buenos Aires, que acabó por superar —al fin de
cuentas— su propia, casi imposible leyenda.
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Casa de Masones en Barracas
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