"Si esto fuera un chiche para que nosotros jugáramos a la
guerra, no se justificarían el tiempo y el dinero malgastados.
Pero si se piensa que desde aquí podemos llegar a salvar aviones
con cientos de pasajeros, se comprende mejor lo indispensable de
esta tarea en la que ponemos todo nuestro esfuerzo y
conocimientos."
El vicecomodoro Jorge Muratorio, jefe del Grupo de Instrucción y
Vigilancia Aérea (GIVA), ha previsto las críticas de quienes
podrían considerar como un lujo militar la construcción, en las
afueras de Merlo, cerca de Buenos Aires, de una central de radar
similar a las que usan las naciones europeas que integran la
NATO (Organización del Tratado del Atlántico Norte) para
prevenir ataques atómicos. Este complicado y sensible mecanismo
electrónico tiene una importancia estratégica fundamental en la
guerra del siglo XX, pero las antenas que otean incesantemente
el espacio también prestan servicio a la aeronavegación civil
ayudando a los aparatos con dificultades en su vuelo. El control
permanente permite, además, detectar aviones intrusos y
contrabandistas v también —ya pertenece al breve historial de
GIVA— la presencia inquietante de objetos voladores no
identificados sobre el cielo de Buenos Aires y sus alrededores.
La importancia del Grupo como factor de seguridad anula toda
crítica adversa.
El submarino de cemento
El paisaje de montes de eucaliptos, acacias y pinos alternado
con campos de pastoreo no se interrumpe. Es todo igual: sol,
viento y soledad que lindan con la pampa. De pronto, lo que
parecía una suave loma se transforma en la cubierta de un
laberinto subterráneo con puertas blindadas, a prueba de bombas,
de balas, radiaciones y gases, desde donde se controla la
actividad de cientos de técnicos de la Fuerza Aérea, pilotos de
aviones a reacción, radio-operadores, mecánicos y numerosos
voluntarios civiles. A ambos costados de la loma, sobre dos
pequeñas casamatas, sendos radares alzan sus antenas similares a
las alas de un moscardón posado sobre la planicie.
El centinela armado abre la puerta. El campo desaparece tragado
por el túnel y el paisaje interior surge como una imagen
ficticia donde se mezclan el infierno y la ciencia-ficción. El
rumor de motores eléctricos, el zumbido de los aparatos
electrónicos y la penumbra de las galerías provocan en el
visitante una sensación de angustia, de sofocación, que
contrasta con la serenidad casi aburrida de los hombres que
pasan en el subterráneo la mayor parte del día. Sin embargo, el
personal médico no descansa y controla permanentemente el estado
de salud de los 66 hombres que cumplen el rol de combate. Esta
central trabaja en combinación con otros siete puestos con los
que se completa la red defensiva del país. La ubicación exacta
de estas estaciones es top secret por razones militares, pero
las ondas que irradian las antenas de la central de Merlo,
solamente, forman una invisible sombrilla circular
electromagnética cuyo perímetro alcanza hasta Mar del Plata y
Rosario, frontera oeste de Buenos Aires y casi todo el Uruguay.
—Este es nuestro submarino de cemento —comenta el vicecomodoro
Alberto Moscheni—. Como la napa de agua se encuentra a poca
profundidad, la mayor parte del edificio de cuatro pisos bajo
nivel está rodeada de agua. Hay que prevenir las filtraciones
como si fuera un buque.
Operación ploteo
En la sala a oscuras brillan las pantallas de radar. El haz
electrónico gira en el círculo anaranjado como el segundero de
un reloj, pero más rápido. Los aviones aparecen como pequeños
cometas y se desplazan lentamente en la pantalla (unos pocos
milímetros por minuto). En el círculo fluorescente se advierten
también otras manchas, tal como si dentro se hubiera
espolvoreado talco. Las manchas más tenues son formaciones de
nubes —aquí se pueden observar las condiciones meteorológicas
adversas y orientar a un avión para que las evite— y las
agrupadas en torno al centro constituyen los ecos permanentes
del sistema. Estos son los objetos cercanos a las antenas,
árboles y casas que reflejan la señal del radar. Para
identificarlas, al instalarse el sistema hubo que señalarlas
mediante un helicóptero que sobrevoló los alrededores de la
base.
Cuando alguna de las estaciones del sistema detecta un avión lo
comunica a la central, que lo registra bajo una cifra. Al
aparecer la señal del avión en las pantallas de la central, los
operadores calculan su vuelo mediante siete y ocho
determinaciones sucesivas. Estos registros para establecer la
dirección, la altura y la velocidad se llaman ploteos. Se puede
saber, por ejemplo, si es un aparato a reacción o a hélice, si
es un avión sólo o si se trata de una escuadrilla.
Técnica de la identificación
La tarea de vigilancia se halla a cargo de un grupo de técnicos
que trabaja sobre tableros de dibujo, mapas y cartas con las
aero-rutas, las sendas invisibles que deben seguir todos los
aviones comerciales y privados al volar de un aeropuerto a otro.
Su señalamiento en el mapa semeja un pulpo cuyos tentáculos se
extienden desde los aeropuertos metropolitanos hasta las pistas
de aterrizaje de los aeroclubes.
—Este es un tamiz por el que pasan todas las señales para saber
qué máquinas vuelan y si son amigas o enemigas —explica el jefe
de Vigilancia y Control Aéreo, vicecomodoro Moscheni.
El primer paso para la identificación consiste en verificar los
planes de vuelo. Como cada aparato debe comunicar, antes de
moverse en nuestro cielo, a dónde irá y las rutas que seguirá,
datos que por teletipo llegan al instante al GIVA, es fácil
detectar intrusos. Otro medio de identificaron es el que se
realiza por la comunicación directa de las radios, de base a
avión. Así, si aparece una aeronave cuyo rumbo no coincida con
ninguno de los planes de vuelo y que, además, no conteste a los
llamados radiales, se pone en acción el mecanismo de alarma.
Como un titiritero que dirigiera con hilos invisibles sus
obedientes aviones de juguete, el jefe de Control e Intercepción
ve reflejarse todos los vuelos sobre un tablero y con su radio
puede mover las piezas como peones o alfileres. Debe adivinar
por donde atacará al enemigo avistado y armar el dispositivo de
la defensa. Es una tarea apasionante que absorbe por completo a
quien la realiza. Una tensión reprimida flota en la penumbra:
—Dos del cinco (suena en los auriculares del jefe la voz del
oficial que analizó los datos del radar). Tengo un eco
identificado sobre rumbo 2-4-0. Es un reactor que vuela a 5.000
metros de altura; distancia, 250 kilómetros; velocidad
aproximada, 800 kilómetros por hora.
—Cinco del dos: recibido. Corresponde a ploteo 51. Comandante de
Defensa: aquí dos. Tengo el Uranio uno orbitando sobre Mercedes.
¿Puedo enviarlo a interceptar el ploteo 51?
—Correcto; y disponga que otro avión interceptor se apreste a
salir.
La caza del intruso
Así, a través de los auriculares, el hombre que analizaba el
radar indicó que había un intruso, dónde estaba, cómo era, a
qué altura y velocidad volaba; lo hizo saber al jefe de Control
e Intercepción, quien, a su vez, transmitió al comandante de
Defensa la novedad junto con la mejor solución. Poquísimos
segundos después, el piloto del avión argentino Uranio uno, que
sobrevolaba Mercedes ajeno completamente a lo que pasaba,
recibía la orden de interceptar al intruso. Se le dio un rumbo,
una altura, un tiempo de vuelo y la orden de acercarse al
desconocido plateo 51 para identificarlo.
Mientras tanto, sigue funcionando el dispositivo de alarma. Otro
avión de caza levanta vuelo rumbo a donde está el ploteo 51.
Comienza el acecho.
Sentado sobre su paracaídas y aprisionado por correas en la
carlinga, el piloto espera la orden. Una voz metálica en los
auriculares acolchados sobre sus orejas lo impulsa a la acción:
—Uranio 2. Comprendido. . . Chequeo de instrumentos Ok. Voy a
despegar. Corto.
El piloto del caza interceptor, que desde ahora se denomina en
código Uranio 2, se lanza entre las nubes a casi mil kilómetros
por hora, siguiendo como un robot las indicaciones de su guía
subterráneo para destruir al avión desconocido, si presume que
sus intenciones son agresivas.
Arriba, cielo y nubes. Debajo, una base aérea donde tres
extensos aullidos de sirena convocan en "alarma" a cientos de
hombres. Hablando por el micrófono de la máscara de oxígeno, que
se pega a las mejillas sudorosas, los pilotes de los reactores
Uranio uno y Uranio dos, en código, explican cómo se cumple el
vuelo. La carrera es contra el tiempo. Los enormes sopletes que
impulsan a los reactores consumen rápidamente el combustible
de los tanques en los cazas a reacción.
Los fantasmas alados
En el complejo subterráneo del GI-VA los hombres parecen olvidar
que es un ejercicio rutinario y el combate inminente se resuelve
con reglas de cálculos y computadoras. "Todo fantasma es enemigo
hasta que se compruebe lo contrario." El fantasma, para el GIVA,
es todo avión no identificado que se aproxima a objetivos
vitales. Los calculadores de navegación tienen que seguir su
rastro, comprobar su velocidad, rumbo y altura; luego deben
considerar el viento, elegir un ángulo de intercepción favorable
y calcular la velocidad, rumbos y alturas en que deberá ubicarse
el avión defensor para encontrar al aparato intruso en un punto
preestablecido. Todo eso se comunica por radio al interceptor,
quien, a ciegas, se lanza hacia su objetivo. Las intercepciones
no se hacen de frente, sino de costado o en diagonal. Cuando se
trata de aviones a reacción hay una brevísima oportunidad que
debe ser rápida y bien prevista. Una fracción de segundo a
grandes velocidades significa muchos kilómetros de error. Y como
a veces se vuela entre nubes, hay que prevenir las colisiones.
Cuando se dice "fantasma a las 10", por ejemplo, se orienta al
piloto sobre la posición del desconocido. El piloto imagina
siempre que está velando hacia las 12 de una descomunal esfera
de reloj; a "las 10" quiere decir para él que su enemigo se
halla sobre su costado izquierdo en el ángulo que forman, en
aquel reloj, las 10 y las 12.
—¡Huija! Fantasma a las once, cinco millas.
Esta insólita exclamación, que es reglamentaria, se escucha en
el salón subterráneo y alivia la tensión en la sala de radares.
Quiere decir que el piloto ya avistó su objetivo.
—GIVA, Uranio 2 informa: es un reactor Morane Saulnier,
matrícula 2-0-9.
—Recibido. Evasión sobre rumbo 0-8-0.
El ataque es imaginario. Si hubiera sido preciso, el piloto
interceptor tendría que conectar una mira eléctrica situada
sobre el tablero para situar el blanco. Terminado el "ataque" de
esta operación simulacro, desde el GIVA se orienta al piloto
para evitar las supuestas esquirlas de su propio fuego y para
que aterrice en la base prevista. Todo como si ocurriera en la
realidad.
Aunque son muchas las intercepciones que hay que efectuar,
afortunadamente nunca hubo que cumplir ataques defensivos. "Es
de desear que nunca ocurra eso. Pero si llegara el caso —
expresa el vicecomodoro Muratorio—, aquí hay equipos y gente
preparados. Por ahora, esto es un excelente campo de aprendizaje
para técnicos que son la reserva de la defensa continental".
En la sutil telaraña del GIVA enredan su vuelo los solitarios
pilotos de las avionetas civiles, o los intrusos fantasmas y los
centenares de aviones comerciales que llegan y parten
semanalmente de Buenos Aires. Desde su cubil en Merlo,
brillantes ojos eléctricos los inspeccionan y, a veces, cuando
algún problema de comunicaciones impide su correcta
identificación, envían un veloz observador. En apariencia
despreocupadamente, el interceptor hace un giro y desaparece.
Aunque el monstruo aparente dormir, uno de sus ojos siempre
permanece alerta.
Revista Panorama
febrero 1965
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