ESTA ES LA HISTORIA DE VILLA GESELL, UNA JOVEN CIUDAD DE 42
AÑOS QUE CRECE JUNTO AL MAR. O, LO QUE ES CASI LO MISMO, LA
HISTORIA DE CARLOS IDAHO GESELL, UN JOVEN DE 82 AÑOS QUE LA
HIZO SURGIR, VERDE Y PUJANTE, SOBRE UN DESIERTO SOLO
HABITADO POR EL VIENTO. ENFRENTANDO TODO PESIMISMO,
DESAFIANDO LA NATURALEZA, DESOYENDO INCLUSO LA SENTENCIA
BIBLICA QUE PREVIENE: "NO CONSTRUIRAS TU CASA SOBRE LA
ARENA", GESELL TUVO FE. CREYO EN SU TIERRA Y LUCHO HASTA
RESCATAR LO MEJOR DE ELLA PARA DARSELO A SU MUNDO, A SU
GENTE, A SU PAIS. ESE ES DON CARLOS GESELL: UN PIONERO, UN
GANADOR UN ARGETNINO CON FE Imagíneselo. Un inmenso
desierto, un arenal donde la vista se pierde, sin el más
mínimo rastro de vegetación. Y los médanos, como gigantes
dorados, las dunas vivas que al impulso del viento caminan,
se trasladan más de treinta metros por año. Viento y arena,
eso era todo. Pero el hombre que llegó hasta esas costas en
el verano de 1931 vio más que eso. Vio "un espectáculo
maravilloso". Vio, según cuenta, "un sol radiante que
iluminaba la arena dorada y el mar verde que se extendía
hasta el infinito, creando la sensación de paz y serenidad
que tanto había extrañado en las grandes ciudades". En un
valle del arenal, el hombre cavó con sus manos y encontró
agua, "agua fresca y deliciosa". Y, poniéndose de pie, su
imaginación voló por sobre toda aquella aridez y vio verdear
las colinas en las que blancos chalets de techos rojos
salpicaban el paisaje. Quizá haya hecho una apuesta aquel
día. Una apuesta contra el viento y la arena que se alzaba
en remolinos. Ahora, cuarenta y dos años después de
aquella tarde, estamos sentados frente al ganador del
viento, al domador de médanos. Hace sol hoy también, y el
mar sigue tan verde como antes, pero las dunas son colinas
fértiles y habitadas, y el viento agita grandes árboles y se
detiene en las paredes blancas y en las tejas rojas. Este
hombre se llama don Carlos. Mejor dicho, se llama Carlos
Idaho Gesell, pero en toda la zona basta decir "don Carlos",
con una mezcla de confianza y respeto, para saber de quién
se está hablando. Tiene 82 años, una barba muy blanca y los
ojos celestes y picaros, y es —nada menos— que el "inventor"
de Villa Gesell. Nos recibe en su escritorio, una
habitación grande y llena de luz, con enormes ventanales
desde donde se ven los árboles y los macizos de flores que
rodean la gran casa donde vive. Doña Emilia, su mujer, nos
ha guiado hasta él y nos ha dejado solos. Cuesta trabajo
empezar a hablar ante ese ceño fruncido y grave, concentrado
sobre una increíble cantidad de papeles y planos que se
amontonan en la mesa de trabajo. Pero de pronto se quita los
anteojos y sonríe. Y entonces se parece extraordinariamente
a Papá Noel. Y su cara es la de un niño grande y divertido.
—¿Cómo nació la idea de colonizar esta zona? —En el
verano de 1931 estaba en Mar del Plata, de vacaciones, con
mi familia. De pronto me di cuenta de que la zona reservada
para balneario pronto resultaría insuficiente y de que sería
necesario aumentar los lugares de turismo. Se me ocurrió
encargar a una inmobiliaria la búsqueda de terrenos
apropiados para habilitar nuevas playas. Al cabo de poco
tiempo, me ofrecieron este sobrante de tierras fiscales que
nadie quería: no tenia ninguna aplicación, era sólo arena
que volaba. —Debía ser difícil llegar hasta aquí en ese
tiempo. . . —Sí, el viaje era realmente impresionante.
Había que tomar el tren con coche dormitorio de los antiguos
ferrocarriles ingleses hasta la estación Juancho. De allí ir
en auto a campo traviesa hasta "Tokio" Ese era un lugar
donde se habían alojado obreros japoneses contratados por
una compañía belga que, en 1909, comenzó a urbanizar e|
balneario Ostende. Pero abandonaron la empresa al no poder
dominar las arenas voladoras. En "Tokio" cambiábamos a un
carro tirado por cuatro caballos, y después de unos cuatro
penosos kilómetros a través de los médanos, llegábamos al
abandonado Ostende. Allí mudábamos los caballos y
continuábamos el viaje por la playa hasta unos veinte
kilómetros al sur: ésa era mi tierra. Mi tierra. Lo dice
con orgullo. Y pienso que no debe haber demasiabas personas
en el mundo que puedan pronunciar tan justamente estas
palabras. —¿Decidió comprar las tierras inmediatamente, a
pesar de las dificultades? —Hacer algo nuevo, arriesgado,
fue siempre mi pasatiempo favorito. (¡Caramba con el
hobby!) —Digamos que lo atraía el desafío. . —Y el
lugar, que me pareció maravilloso. Sin pensarlo más resolví
comprar todo el terreno que mi dinero me permitiese. Contaba
con 36.000 pesos, de los que resultaron 1.643 hectáreas con
diez kilómetros frente a la playa. Decidí comenzar las obras
inmediatamente. El camino a recorrer era largo, pero la
lucha era limpia y llena de encanto. —¿Existía algún
sistema conocido para fijar dunas? —Nadie sabía cómo,
pero había que hacerlo. Frente al hecho de que no encontraba
a nadie en el país que se animara a fijar los médanos, hice
venir un experto desde Alemania, que había trabajado en eso
y que estuvo conmigo durante dos años. . . al cabo de los
cuales volvió a Alemania diciendo que era imposible fijar
estos médanos. . . Se encoge de hombros y alza las cejas,
con una expresión entre burlona y sorprendida, como
diciendo: "él tendría sus razones". —¿Cuáles eran las
posibilidades de forestación? —Hice analizar la arena de
la zona y el químico dijo que en ella no podría crecer
absolutamente nada. . . De nuevo se sonríe y encoge los
hombros. Después señala unas largas espigas amarillas
suspendidas sobre la madera de la biblioteca. —Eso es
centeno. Y lo cultivamos acá. Miro el jardín a través de
la ventana, y ruego porque ese químico, en bien de la
humanidad, se haya dedicado a la apicultura o a cualquier
otra actividad que no incluya probetas y retortas.
—¿Usted vivía en Buenos Aires por aquel entonces? —Sí, mí
hermano y yo éramos dueños de la Casa Gesell, que existe
todavía. Nos dedicábamos a fabricar artículos para bebés y a
venderlos. Yo era, entonces, comerciante e industrial. Pero
cuando ese idóneo en fijación que hice venir volvió a
Alemania, decidí tomar las riendas del asunto. Disolví mis
relaciones comerciales con Casa Gesell y me vine a vivir
acá, al desierto. —¿Solo? —Con toda mi familia: mujer
y seis hijos. Emilia ha sido siempre m¡ mejor compañera, la
que compartió mis sueños y luchó a mi lado para hacerlos
realidad. Doña Emilia Luther de Gesell sigue luchando.
Erguida y serena, con los ojos casi tan azules como los de
su marido, se afana por la casa, atiende la gente que llega
continuamente, entra al escritorio, busca planos, pregunta
cosas que a nosotros nos resultan incomprensibles:
—Carlos, ¿el 1G es Quintas? Don Carlos se cala los
anteojos, responde las consultas, sigue con nuestro diálogo.
Se hace claro que ésa sigue siendo "su tierra", que "las
riendas del asunto" siguen en sus manos. —¿Dónde vivían
cuando se instalaron acá? —En 1932 construimos la primera
casa, que hoy es la Administración. Yo me puse a observar el
movimiento de las arenas en los días de viento y a sembrar
las primeras plantitas, que resistían en las zonas más
protegidas. Planté tedas las especies y semillas que pude
obtener. —¿Usted tenía algún conocimiento previo de
botánica? —No. Simplemente experimentaba, estudiaba y
observaba por mi mismo. Cada plantita que sobrevivía era
para mi un rayo de esperanza que me animaba a seguir
luchando. Claro que muchas se perdieren, por efecto de los
vientos que socavaban las raíces o simplemente sepultaban
los brotes. Los días de lluvia eran terribles: la arena se
pegaba a los tallos, que no soportaban tal peso y se
quebraban o caían y eran sepultadas. Otras se perdieron por
obra de las liebres y las hormigas. Eliminando los fracasos
y las especies que no daban resultado, llegué a obtener un
surtido suficientemente numeroso como para ensayar en gran
escala. Don Carlos se echa hacia atrás en un sillón,
junta las manos y enumera, casi recita, orgullosamente, los
nombres extraños de sus árboles, los que vencieron el
desierto: —Crecieron los Melilotus Alba, oriundos de
Siberia (meli: miel; lotus: trébol; alba: blanco, que
producen una excelente miel de color verdoso, explica).
Crecieron los Tamariscos, provenientes de África; las
Acacias y Eucaliptus que vienen de Australia. Crecieron
pinos de Europa y también Transparentes, oriundos del Asia.
Habría que agregar el álamo de Canadá, que es
norteamericano. Una Babel vegetal. No puedo dejar de
pensar que si hubiera sido necesario ir a buscar cada
plantita a su lugar de origen, probablemente Carlos Idaho
Gesell habría recorrido la Tierra entera para hallar las
raíces que fijaran sus dunas. —¿Cómo vivían en esos
primeros tiempos? Se ríe. —Respirando aire puro, y,
desde luego, comiendo de vez en cuando. —El agua, los
alimentos, ¿cómo los obtenían? —La leche y la carne las
obteníamos del puesto de una estancia situado a unos ocho
kilómetros. Estos eran nuestros vecinos más próximos. Las
verduras las cultivábamos en el pequeño jardín que hicimos
en la arena, previamente abonada. En cuanto al agua, acá es
muy rica y potable. Pusimos un molino de viento, que todavía
existe, pero ya no lo usamos. Ya no se usan los molinos. . .
Se queda mirando por la ventana, nostálgico, quizá viendo
clarito aquel primer molino clavado en la arena. —La
gente ya no usa molinos. Tal vez sea porque habría que
hacerlos muy altos, por los árboles. Pero son lindos los
molinos. —¿Y los chicos, don Carlos? ¿No iban al colegio?
—No, claro. Vivíamos aquí todo el año. Yo les daba clases.
Mi señora, sacando tiempo no sé de dónde, pues se ocupaba
del trabajo doméstico y me ayudaba en mis plantaciones,
también les enseñaba. Eran los años más lindos, pero también
los de más preocupaciones. Don Carlos también tiene su
coquetería. Cuando Klenk empieza a gatillar su cámara
fotográfica, se pasa las manos por el pelo y me pregunta,
bajito: —¿Estoy bien peinado? Después se ríe y rehace
la pregunta: —¿Tengo la pelada bien peinada? No es
para tanto, don Carlos, todavía tiene una buena cantidad de
pelo, bien blanco y brillante, enmarcando la cara bruñida
por el sol. A pesar de eso, me atrevo a la pregunta.
—¿Cuántos años tenía cuando llegó a la Villa? —Fue en el
año 31, hace cuarenta y dos años. O sea; manera educada y
diplomática de decirme que no pregunte impertinencias.
(Usted perdone, con Carlos, pero un indiscreto, nunca falta,
me contó que nació el 11 de marzo de 1891.) —¿Cómo empezó
a crecer la Villa? —La segunda casa que se construyó fue
la vivienda del personal que me ayudaba en mi trabajo, hoy
Escuela de Equitación. Para recorrer los dos kilómetros que
la separaban de mi casa tendí un alambre entre las dos
construcciones, que me permitía, al tanteo de mi bastón,
regresar a mi hogar de noche. Pero el primer turista llegó a
Villa Gesell en 1942. Por aquel entonces publiqué un aviso
en el diario "La Prensa" que decía: "Casita solitaria al
borde del mar se alquila por 10 días, 100 pesos", Al poco
tiempo recibí una carta de un señor Emilio Stark, que
aceptaba el ofrecimiento. Le contesté explicándole cómo
llegar por el camino de la costa desde Magdalena, que era el
único viable desde Buenos Aires hasta Mar del Plata. El día
de su llegada fui a esperarlo al lugar convenido, una
tranquera. El visitante llegó acompañado de otro automóvil.
Como yo había pinchado gomas, tuve que dejar allí mi coche y
me volví con ellos. El camino era largo y con varios
accidentes del terreno, uno de los cuales era una gran
laguna entre los médanos. Al llegar a éstos tuvimos que
bajar la presión de las gomas a 14 libras para poder
cruzarlos. De pronto, el auto que iba en la delantera se
volvió y su ocupante me dijo indignado: "Nosotros no
pensamos vivir en esa casa". Había confundido la que yo les
había ofrecido con una de paja que usábamos cómo garaje.
Cuando les mostramos su vivienda, pasada la risueña
confusión, quedaron contentos. Mi esposa la había arreglado
y adornado con flores para la importante ocasión. Pasados
los diez días, Stark se había entusiasmado con el lugar.
Adquirió una fracción de terreno, y, a su vez, trajo un buen
amigo que hizo lo mismo. Así nació la frase que hoy usamos
como slogan: "El balneario que se recomienda de amigo a
amigo", puesto que jamás hicimos promoción publicitaria.
—Los primeros pobladores, ¿cómo eran? —Gente que buscaba
hacerse su casita de veraneo en la soledad, junto al mar.
Ahora ya no están solos. (Se ríe.) Al principio, el
crecimiento de la Villa fue muy lento. Ahora da pasos de
gigante. A pesar de su impecable castellano, don Carlos
tiene un marcado acento alemán. Habla también alemán con su
mujer. —¿Usted nació en Alemania? Se yergue, con una
cómica expresión de ofensa, y blande su dedo índice. —Soy
porteño. Nací en Buenos Aires. E hice el servicio militar en
el 3 de Infantería. Lo que sucede es que a los siete años
lo llevaron a Alemania, donde vivió hasta terminar sus
estudios. De ahí el acento. Pero es bien argentino, está
claro. Don Carlos se pone de pie para salir al jardín a
hacer fotografías. Es muy alto, ágil y erguido. Doña Emilia
se niega rotundamente a ser fotografiada y se queda conmigo,
charlando, en el escritorio. Me cuenta que en invierno el
lugar es muy tranquilo. —Pero en verano no hay paz. La
gente pasa continuamente, se para a mirar frente a las
ventanas. La casa está enclavada sobre una duna, en medio
del pinar. Un ancho camino lleva hasta ella y una cosa llama
la atención: ninguna verja, cerco o alambrado cierra el
camino ni rodea la casa. —Él es así. Le han propuesto
colocar alguna tranquera, pero no quiere saber nada. No le
molesta ni le cansa la gente. Simplemente, saluda con una
gran sonrisa y sigue trabajando. De pronto, como una
tromba, don Carlos entra en la habitación, toma la mano de
su mujer y le dice alegremente: —Emilia, ven. No es justo
que sufra yo solo. Y allá va doña Emilia a ser
fotografiada, no sin arreglarse un poco los bucles de su
pelo plateado frente al espejo del hall, no sin protestar un
poquito diciendo que... con esta facha". El matrimonio
camina por el gran jardín, sube las dunas, desciende a la
playa, con una energía y una agilidad que yo, juro, les
envidio. Van trotando tras ellos Fifí y Vip, sus dos perros.
—Fifí es la faldera, la mimada —dice doña Emilia. Y Vip,
en realidad debería llamarse Vid: "Very Important Dog", ya
que la sigla VIP se usa para designar personas muy
importantes: "Very Important Person", acota don Carlos, sin
jadear ni un poquito mientras trepa una duna. Yo junto un
poco de aliento para preguntar: —¿Qué opina de los
hippies, a quienes tanto gusta esta Villa? Se vuelve a
encoger de hombros, sonriente. —No son malos. Ellos
quieren un cambio. A mi manera, yo también fui un poco
hippie para mi tiempo. Vivir y dejar vivir, ése parece su
lema. Antes de despedirnos, quiero hacerle la última
pregunta: —¿Está conforme con el resultado de todos estos
años de lucha? ¿Le gusta la Villa que lleva su nombre?
—Quiero aclarar que lleva el apellido mío, sí, pero como
homenaje a mi padre, Silvio Gesell. Fue un economista muy
renombrado en su tiempo, en Alemania. A fin de siglo publicó
un libro sobre la creación de la Caja de Conversión en
momentos en que había una severa crisis en el país. En
cuanto a la Villa. . . Compré diez kilómetros junto al mar y
ahora seis se han hecho ciudad. Sí, es lo que me había
propuesto. Lo que se había propuesto. Teniendo en
cuenta que Villa Gesell tiene unos 180 kilómetros de calles
estabilizadas, más de 6.000 conexiones de electricidad, 500
comercios, 270 hoteles, 25 boites y café concerts, 80
restaurantes, 5 cines, 750.000.000.000 de pesos viejos de
inversión en construcciones, sin contar el valor de los
lotes, club de golf, acuario, canchas de tenis, iglesia,
anfiteatro y MILLONES de árboles, usted no se había
propuesto poco, don Carlos.
HELENA GOÑI (nota curiosa
sobre la periodista en
http://www.robinwoodcomics.org/suspersonajes/index.php?id=82) Fotos:
EDUARDO KLENK Revista Gente y la Actualidad 20.12.1973
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