"Nosotros nos vamos, hay que cambiar de vida", dice doña
Tomasa de Quinteros mientras se apresta a aplicar una
inyección en la sala de primeros auxilios de Villa
Garrotazo. Luego se da vuelta, abre los brazos y sonríe: la
esperanza se resume en dos palabras que repite una y otra
vez: "Nos vamos". En la tarde soleada, el sol reverbera
en los charcos y la pesadez de la atmósfera parecería
inmovilizar el paisaje, la villa miseria toda. Pero bajo la
quietud aparente bulle el fermento, la fe de los pocos que
se atreven a la aventura. Sobre 4000 personas que viven en
Villa Garrotazo, el cinturón misérrimo de la progresista
ciudad de San Fernando, a pocos kilómetros de la Capital
Federal, quince familias han tomado una determinación:
volver al campo. Doña Tomasa, que gana seis mil pesos
mensuales por su trabajo en la sala de primeros auxilios,
habita con su esposo, José Romualdo Quinteros, en una
humilde casa de madera. Pero el optimismo es una constante
de su carácter, y asoma siempre en su rostro franco,
bondadoso: pese a todo, considera que "hay familias mucho
más pobres". Mientras espera, como los demás, el momento de
hacer sus maletas, no abandona sus múltiples actividades:
hace de partera, dirige el Club de Madres, organiza fiestas
infantiles. Antes ayudó a crear la Unión Vecinal, a realizar
una pequeña revolución dentro de la villa miseria. Pero esa
es otra historia. Ahora el futuro tiene la forma del campo
santafesino, de los dorados trigales que tendrán que surgir
en tierras actualmente incultas de la estancia San Pedro el
Grande, a 187 kilómetros de Santa Fe. "Nosotros nos vamos."
Eso está en boca de Isabelir Vera, obrero de la
construcción, de 62 años, de Josefa Medina, de Irma Moreno,
que quiere irse porque la vida es cara y desea que sus hijos
estudien: "De todos modos aquí no hay nada; no hay cine, no
hay televisión, apenas si alguna radio. Aquí no hay nada que
hacer"... "Nos vamos", dice también Argentino Rivero,
sillero de la villa y, según él, "padre espiritual de dos
traviesos cachorros"... Junto a esta historia que
comienza, hay tres historias paralelas que confluyen hacia
la estancia de San Pedro el Grande. Son las de tres
instituciones involucradas en la aventura de las quince
familias: APANEC (Asociación pro Ayuda al Niño Espástico -
Córdoba), creada en 1956 en la casa de la señora Carmen
Allio de Martínez, una dinámica cordobesa de cincuenta años,
madre de siete hijos normales y una niña espástica; ACRA
(Asociación Comunidades Rurales Argentinas), que fundaron en
setiembre de 1964 Ramachandra Gowda (hindú, 28 años, con
esposa y dos hijos argentinos) y Alejandro Töhöton Nagy
(húngaro, profesor de filosofía, ex jesuita y hoy masón,
casado y padre de una hija) ; la institución está integrada
por unas ochenta personas, "la mayoría de la sociedad
porteña", y su propósito es llevar al campo a los pobladores
de las villas miserias; y, finalmente, la Fundación Coronel
Plácido Obligado y Dolores Obligado de Obligado, por la
rehabilitación de paralíticos cerebrales. Esta institución
se fundó en octubre de 1963 en cumplimiento de un mandato
otorgado al gobierno de la Nación, a quien legó sus bienes
la señorita Dolores Obligado para crear una fundación que
llevara el nombre de sus padres. Debido a los esfuerzos que
realizó para que el legado (doce mil hectáreas de tierras en
Santa Fe y la provincia de Buenos Aires y un patrimonio de
800 millones de pesos) no durmiera un plácido sueño en los
archivos nacionales y se destinara a la rehabilitación de
lisiados, el Consejo de Administración nombró presidenta
vitalicia a la señora Carmen Allio de Martínez. El plan
es aparentemente sencillo y persigue una triple finalidad :
rehabilitar tierras incultas mediante el trabajo de los
pobladores de las villas miseria, rehabilitar a hombres y
mujeres marginados de la sociedad y ayudar a los niños
espásticos mediante aportaciones financieras. Para ello, la
fundación Obligado (que según sus estatutos debe destinar a
APANEC el 75 por ciento de sus rentas) aportará las tierras
y maquinarias necesarias, y el producto de las labores se
dividirá entre las familias trabajadoras —que percibirán el
valor de su trabajo—, APANEC y otras instituciones de
beneficencia.
Una experiencia argentina "Ni kibutz
ni koljoses, es algo eminentemente argentino", dice el
profesor Nagy, que junto a Ramachandra Gowda imparte a los
futuros colonos educación comunitaria previa. Nagy confía en
crear un verdadero centro piloto en materia rural, con el
concurso de las más modernas maquinarias y aplicando los
métodos más avanzados en la producción agraria. Deberán
proveerse, en primer término, elementos esenciales para
poder iniciar la experiencia: dos o tres molinos,
perforadoras para extraer agua, equipo para trasladar el
agua de un arroyo cercano, para todo lo cual hace falta
bastante dinero. Pero Nagy confía en la ayuda de los
empresarios: "Aquí, en la Argentina, los hombres de negocios
son más amplios y generosos que los de Europa". Por lo
pronto, ya algo se ha hecho: la señora Carmen Allio de
Martínez logró que se construyera un camino entre el pueblo
y la estancia. "La señora tiene muchas influencias", dicen
entre respetuosos y admirativos los habitantes del cercano
pueblo de Gómez Cello. Pero Nagy, que entre 1935 y 1945
organizó centenares de cooperativas agrarias en Hungría,
parece urgido por el tiempo, apremiado por una idea que lo
inquieta: "El elemento humano argentino es inferior al
europeo. Dentro de diez años, ya ningún habitante de una
villa miseria querrá salir de ella, puesto que los hijos de
los actuales pobladores -—acostumbrados a mendigar, a vagar—
en ningún momento proyectarán trabajar... y muchos menos en
el campo".
El escenario Pero no todos comparten el
optimismo de los protagonistas. "Es difícil que una familia
acostumbrada a vivir en una villa miseria se adapte a las
faenas de campo", dice Juan Carlos Sánchez, mayordomo de la
estancia (40 años, casado, tres hijos), quien se enorgullece
de haber "avejentado en Formosa, con 45 grados a la sombra".
Sánchez, que gana quince mil pesos de sueldo y cien pesos
por vaca vendida, más otros cien por cada nuevo ternero,
entiende que sacar a la gente de las villa miseria es una
tarea casi imposible: "El criollo nunca piensa en el mañana.
Además, en el campo trabaja solo el hombre, mientras que en
una villa miseria de la ciudad los hijos y la mujer se
colocan en lugares diferentes, por lo que obtienen varios
sueldos".
Los personajes En la estancia trabajan
actualmente cien personas, muchas de ellas colonos que
cobran el 92 por ciento del bruto cosechado (el 8 por ciento
restante queda en el establecimiento). Y están también los
hacheros u obrajeros, gentes de paso, de vida nómade, que
cobran por metro de leña y viven en patéticas taperas.
Aunque no dependen de la estancia sino del contratista, que
es quien mantiene la relación directa con el
establecimiento, también ellos integran el paisaje humano
del primitivo mundo de la hacienda, con sus siete mil
hectáreas de tierras incultas. Y allí están, con sus
cuchillos al cinto, Clemente Cialone (25 años, soltero),
ayudante del mayordomo, y el capataz, Cipriano Quiroga (41
años, soltero, 9 años en la estancia, 9.825 pesos de
sueldo). Aquí todos llevan "el cuchillo al cinto, la
"herramienta" predilecta de trabajo, con la que carnean, una
vez por semana, una vaca para el personal. Ante la mirada de
Panorama, tres peones y sus hijos carnean un vacuno
chapoteando en el barro con los pies descalzos, bajo una
lluvia terca, persistente, mientras los perros reclaman su
porción. En esos campos se oye de pronto el rasguear de una
guitarra: es la guitarra "amiga" de Carlos Campos (28 años,
delgadísimo, fanático de Boca); mientras toca apoya su pie
en la damajuana de vino que poco antes, como "para
ayudarse", se había llevado a la boca. En este ámbito, la
naturaleza y el hombre se conjugan para crear un clima
hostil, bravío: con el telón de fondo de la tierra que aún
hay que domeñar para que dé sus frutos, no es raro el
espectáculo de chicos que exhiben sus pies cortados por un
golpe de pala, picados por temibles yararás.
Los
interrogantes Aquí los nuevos colonos deberán dedicar el
primer año a desmontar las tierras, y recién al segundo o
tercer año comenzarán a percibir algún beneficio. Pero tal
vez al tercero o cuarto año, o al quinto, deberán hacer de
nuevo sus valijas. Como según el legado testamentario de la
Fundación Obligado las propiedades no pueden ser enajenadas,
los campos les serán arrendados hasta que se concrete, si
las gestiones que ha iniciado ACRA tienen éxito, la compra
de terrenos fiscales (o privados) que les serán vendidos a
los colonos a plazos de veinte o treinta años y donde se
establecerán definitivamente. Una agraciada asistenta social
observó que esta transitoriedad, unida al hecho de que los
nuevos colonos se introducirán en una comunidad ya
existente, que les es ajena, puede acarrear previsibles
conflictos psicológicos. Y agregó con un mohín reflexivo:
"Pueden llegar a sentirse advenedizos". Desde otro ángulo,
un psicólogo social que estudió estos problemas en los
Estados Unidos objetó el criterio con que se llevará a cabo
todo el proyecto. Según él, el hecho de que parte de lo que
ganen los colonos en su nueva labor se destine a entidades
de beneficencia "significa que son utilizados para fines
ajenos a su propia rehabilitación, que deben pagar un precio
para ser rehabilitados". A estos y otros reparos, el
profesor Nagy, la señora Allio de Martínez y otros
organizadores de la experiencia oponen el entusiasmo de las
quince familias y una filosofía de la acción, según la cual
las dificultades se irán resolviendo sobre la marcha: "De
todos modos, algo hay que hacer". Por ahora, los
interrogantes quedan en el aire, y habrá que esperar que las
respuestas las dé el tiempo, la nueva realidad que un grupo
de hombres y mujeres animosos están creando con su esfuerzo
de todos los días. Revista Panorama marzo de 1965
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Pie de fotos -No solo cambiará el contorno
físico, sino también los hábitos de la vida diaria esos
pequeños quehaceres que conforman la existencia. Los rostros
serios, reconcentrados, expresan al mismo tiempo
preocupación y esperanza en el futuro.
-Criados en el hacinamiento y la
promiscuidad de la villa miseria, tal vez el futuro les
depara una nueva vida en las tierras incultas de la
Fundación Obligado, que deberán fructificar roturadas por la
esperanzada voluntad de sus padres
-Imagen renacentista en Villa
Garrotazo. En la puerta de su casilla de madera, la madre
más joven de la villa (tiene apenas diecisiete años)
pareciera atisbar recelosa el porvenir que le aguarda, como
desde lo alto de un mangrullo.
-Alejandro T. Nagy, dirigente de
ACRA, conversa con pobladores de Villa Garrotazo. Desde 1935
hasta el fin de la ocupación alemana organizó cooperativas
agrarias en Hungría. Ahora confía en crear en Santa Fe una
comunidad modelo
-Estancia San Pedro el Grande,
donde se instalarán "los que vuelven". Todas las semanas
carnean una res para el consumo de los que allí trabajan.
-Carmen Allio de Martínez,
presidenta de la Fundación Obligado y una de las más
entusiastas propulsoras de la experiencia santafesina.
-Doctor José R. Ibáñez, director
de APANEC, una de las tres instituciones involucradas en la
aventura de las quince familias de Villa Garrotazo.
-Alida Pionelli, directora de la
escuela hospitalaria de APANEC; allí se imparte enseñanza
especializada, diariamente, a niños y adultos espásticos |
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