La apoteosis del camp
El culto a la nostalgia y a la caricatura
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"El gran objeto 'camp' es la cursilería de la clase media argentina. Es enorme. La primera generación de hijos de inmigrantes careció en sus casas de un modelo de conducta e inventó, entonces, un lenguaje y un modo de actuar calcados del cine, la radio o las revistas femeninas. Al proponerse esos modelos —inalcanzables por lo irreales— cayeron en una emulación que los deja a mitad de camino. En vez de ser finos, son cursis". Manuel Puig esbozó, ante Panorama, su concepción del 'camp', una estética nacida lejos de los gustos académicos: "El camp lleva ese mundo cursi a la caricatura para demostrar que es indestructible; la sátira, en cambio, ridiculiza lo que provoca molestia y, sin perdón, lo destruye. A través de una identificación, el camp perdona crímenes contra el buen gusto".
Esos siete cielos de cursilería son explorados ahora con más emoción que burla. La moda femenina de los años 40, con sus zapatos de plataforma y sus vestidos de raso, el bolero, la comedia rosa, los manuales de cartas amorosas y el folletín pertenecen a un universo redescubierto por la nostalgia y definido, en parte, por una revolucionaria generación de críticos. Según algunos, esa búsqueda de peces de oro en el pasado sólo indica esterilidad creadora o un peligroso regodeo snob. Para la mayoría, sin embargo, implica una saludable democratización del gusto. Susan Sonotag escribió en 1964: "El camp es un tierno sentimiento. Fuera de un vago esbozo de dos páginas en la novela de Christopher Isherwood (El mundo en el crepúsculo, 1954), jamás el camp apareció en letras de molde. Por lo tanto, hablar de él es, en parte, traicionarlo. Alegaré en mi defensa la necesidad de aclararlo para mí misma y la de resolver un agudo conflicto en mi propia sensibilidad. El camp me irrita con tanta fuerza como me atrae".

¡AH! YVONNE DE CARLO! Con la misma técnica que se fabricaron miles de historietas superpobladas de revólveres y trompadas, Roy Lichtenstein armó la tapa del semanario Time del 21 de junio de 1968, después del asesinato de Bob Kennedy. Exhibió, así, una de las conquistas del arte pop. Este movimiento se ocupó de desenterrar formas de expresión condenadas por la cultura oficial y, enfatizando los estilos, logró a veces, modificar el mensaje. Si bien hace varios años que los cuadritos de Flash Gordon son expuestos como Obra de arte, esta marea de nostalgia no ha dejado de recoger frutos en el pasado.
Recuperando el estilo del folletín, los álbumes de familia y los diarios personales, las audiciones de radio y, sobre todo, la particular influencia que tuvo el cine comercial en la clase medía argentina, Manuel Puig creó 'La traición de Rita Hayworth' y 'Boquitas Pintadas', dos novelas escritas para "la gente que no lee", según confesó.
También en España, los artistas jóvenes están perturbados por ciertos estilos vigentes antes de 1940 y, por nombres y objetos conocidos a través del cine, la música popular y la publicidad.
Algunos poetas menores de 25 años antologados por José María Castelet en 'Nueve novísimos' trascriben letras de canciones, frases publicitarias, fragmentos de vetustos discursos. Entre cortinas rojas y chalinas, naipes, levitas y bastones de ámbar, aparecen Ava Gardner, María Félix, Mario Cabré e Yvonne de Carlo, "con su escote prefabricado y su fotogenia de payasa".
Unos gozosos recolectores de tesoros camp empezaron a crear en 1965, en Buenos Aires, objetos que asombraron por una audacia casi inocente. Ellos eligen, de aquella antigua cursilería, sólo los objetos tocados con una "ingenuidad santa, no gratuita". En su cocina que parece un nublado cielo, Dalila Puzzovio dijo: "El camp es para reencarnados. Es una ingenuidad alegre que hay que saber captar. El satén, por ejemplo, es camp, pero no lo es cualquier objeto hecho en satén". Más allá del buen y del mal gusto, valoran el destello de humor ajeno a la lógica, la explotación desaforada de un gesto hasta que deja de ser ridículo: los labios de Argentinita Coral pintados de rojo sangre de buey hasta la nariz; la histeria de Lola Flores en medio de sus paso-dobles; el aire ingenuo verdaderamente insuperable de María Duval. "Ramona Galarza sentada a orillas del Paraná, con las piernas cruzadas, un taco aguja que se le mete en el barro y un ramo de ceibo en los brazos, está fuera de todo juicio. Es maravillosa. A mí me encantaría sacarme una foto con ella", dijo Edgardo Giménez, uno de los sobrevivientes de aquel grupo en Buenos Aires.
Cubierta de joyas y empapada en perfume, Sarita Rivera, una corista alemana que triunfó en España, deslumbró con sus extravagancias a los noctámbulos porteños de fines de la década del 30. Su figura —un ejemplo clave del código camp— sugiere el puro artificio, la apasionada exageración. Solía ponerse un sombrero encima de otro, nunca comía sin champagne y, en las fechas patrias, se envolvía en estolas de zorro muy largas, blancas y celestes. "Mi cama tenía forma de ostra y en la terraza había una pileta construida especialmente para mí. Nadie más la usaba, Mi madre decía que yo era la perla dentro de la ostra".
Con un disfraz absolutamente opuesto, también la Madre María, la mujer del manto negro, desnuda una ingenuidad global respecto del mundo real. La aparición y extraordinaria vigencia de su mito muestran hasta qué punto frutos del pensamiento mágico pueden sobrevivir en una sociedad moderna. Se dedicó sin mesura, con una camp desinhibición, a las profecías: "Vendrán terremotos, inundaciones, plagas y cuanto de malo existe, la enfermedad que más vendrá será la perturbación y la locura".

PEBETEROS. El estilo que, durante varias décadas, caracterizó al cine, la radio, el periodismo y otras formas de expresar la vida cotidiana argentina se ganan, sin esfuerzo, el calificativo de camp. Desde 'Los tortolitos', una audición radial (emitida de lunes a viernes, a las 19.40 por Radio El Mundo, con Blanquita Santos y Héctor Maseli) devorada por la clase media durante 22 años, hasta la literatura pueril de Margarita Abella Caprile, habitante de la clase alta, contienen elementos que los convierten en objetos camp. Determinados por ciertos modos de uso social (afán de entretenimiento, falta de crítica), ambos extremos participan de una común imagen ingenua del mundo.
Cuando Niní Marshall creó a su personaje Catita, vivió una preconciencia del camp: lo cursi. "Catita quería ser fina —contó la semana pasada a Panorama— y exageraba todo. Si estaban de moda los rulos, ella se hacía rulos hasta en las cejas; si se usaba el sombrero un poco inclinado, ella se lo colgaba de la oreja. Fracasaba y, entonces, no era fina sino cursi".
El mundo que Niní Marshall reflejó tomando cierta crítica distancia, quedó registrado, con sus vicios camp, en legendarios programas radiales que, casi, no hay argentino de más de 20 años que alguna vez no haya oído: Los Pérez García y Los tortolitos. Innúmeros conflictos familiares se solucionaban con un sentido común ingenuo y determinado por su grado de entretenimiento. "Sos un loco lindo, alto y ancho que no puedo más", repetía Blanquita Santos con su voz de tiple.
Sobreviven, todavía, algunos dorados programas de radio. Todas las noches, por Radio Mitre, el amigo invisible emite "un rayo de luz de los grandes pensadores de la vida". El misterioso juego de su identidad y, sobre todo, los "pensamientos" que elige lo convierten en un inefable duende camp.
"¿Mario Clavel? —preguntó asombrada Susana Cervetti de López (35 años, 2 hijos)— ¿Cómo no me voy a acordar? Aunque nunca tuve un disco de él porque en la época que cantaba yo no tenía tocadiscos, todavía me acuerdo de sus canciones". Asediada por sus cinco gatos, recitó en un murmullo: "Cuando vuelvas, / virgencita del recuerdo, / arderán los pebeteros / una lluvia de luceros / a tus pies se tenderán". También recuerda a una cantante de nombre artificioso y aliterado, que pertenece al camp más puro: Eider Barber. Ahora vive en España, pero a principios de los 50 llenó Buenos Aires de canarios tristes: "Ya no canta más mi canario / desde el día en que te fuiste", rimaba el bolero.
Sin embargo, la máxima sacerdotisa de ese género fue la mexicana Elvira Ríos, que llevó los lamentos, las inexplicables separaciones y el martirologio de las letras de los boleros hasta sus últimas consecuencias: con voz masculina, 'trágica, le imprimió características místicas a estrofas que configuran el apogeo del camp. Noches de serenata de plata y organdí / quejas para la ingrata / que por traidor perdí / fue un himno de batalla entonado, durante la década del 40, por millares de señoritas. "En realidad —aclaró un fanático de la diosa del bolero—, cuando Elvira Ríos vino por primera vez a la Argentina, en 1942, se rumoreaba que era un hombre. Además, sus letras eran demasiado ambiguas: a veces, al cantar, lloraba por el amor de una mujer". Esa ambivalencia, no obstante, no le impidió filmar algunas películas, como por ejemplo 'Ven, mi corazón te llama', donde se convertía, de pronto, en el colmo de la femineidad. Para muchos, la Ríos estaba más allá del bien y del mal.

CARAMELOS SURTIDOS. Varios maniquíes desnudos o cubiertos con trajes de negras solapas de terciopelo ocupan los subsuelos de las Grandes Tiendas Unidas. Inmóviles, con los brazos como alas y los índices delicadamente extendidos, esperan las caricias nocturnas del plumero. Cuando el viejo ordenanza empieza su trabajo, uno de ellos pestañea. La ondulada, larga, rubia cabellera parece de Mirtha Legrand. Descomponiendo su contorno de cera, se mete en un carretón lleno de brazos, piernas y desarticulados cuerpos que van al depósito. Detrás, otros figurines quedaron sin ropa, convertidos en finos espantapájaros entre las Mancas columnas. Un rato antes, el rubio maniquí había preguntado, sonriendo como en una propaganda de pasta dentífrica, en fijo primer plano, sobre fondo con nubes: "¿No soy, acaso, la vendedora de fantasías?".
Fue, casi, el último gozoso personaje inverosímil —camp— interpretado con transparente sinceridad por María Rosa Martínez Suárez en una esmerada policial de Daniel Tinayre (1949). Casi una década antes, en espaciosos salones, con piano de cola y teléfonos blancos, cortinas de voille y una infaltable escalera de barrotes cromados, recibía infinitos ramos de rosas de manos de Roberto Airaldi (Soñar no cuesta nada, Claro de luna). Cuando tenía 14 años, alguien, misteriosamente, le enviaba orquídeas, todos los martes. Fue en 1941, e inauguró, en el cine argentino, el nutrido ciclo de las ingenuas. "La comedia nuestra —recuerda ahora Airaldi— tenía un lenguaje lindo, sin checheos. Tenía ese aire de galanes. El cine europeo nos trasmitió un modo prosaico de recibir a la novia. Sin levantarse del sillón ni darle un beso, le dice: «Hola, ¿cómo te va?». Hay que recibir a la mujer como se recibe un ramo de flores".
Entre almohadas altas como montañas y blandas como nubes, semejante a una princesa de Hans Christian Andersen que hubiera recorrido el Hollywood más rosado, floreció María Duval. Las situaciones y lenguajes irreales de sus films más saboreados (Canción de cuna, Cuando florezca el naranjo, Novia de primavera) encantaron a la clase media argentina de los años 40, sedienta de fantasía descontrolada e intrascendente. Después de enternecer a señoras que dividían su tiempo entre el tejido
y la vereda, María Duval se casó con uno de los dueños de Mu-Mu y comió tantos caramelos que engordó hasta borrar, sin remedio, su imagen de hada y parecerse, poco a poco, a una de aquellas señoras.

MUJERES APASIONADAS. Sostiene en sus manos una copa de cognac como si fuera una milagrera bola de cristal. Recostada en un profundo, interminable sofá y cubierta con un vestido largo, casi una túnica, Mecha Ortiz sufre alguna espera. La imagen podría pertenecer a varias películas; encarnó, casi siempre, mujeres de enigmático pasado. Algunos directores quisieron convertirla en la Greta Garbo argentina. Impresionado por la escena en que la divina besa a John Gilbert por encima de dionisíacas uvas "españolas" (en Reina Cristina), Carlos Hugo Christensen le hizo acariciar opulentos racimos en Safo, historia de una pasión. Encerrada en una alcoba de prostituta sabia, con 'las cejas
casi invisibles y enorme escote, enloquecía al adolescente Roberto Escalada. Su voz grave, entonces, acentuaba —según el código camp— el encanto de ese erotismo prehistórico.
Esta inclinación por las figuras evanescentes no excluye, sin embargo, el aprecio por los favorecidos con propiedades sexuales excesivas: Jayne Mansfield y Víctor Matare, por ejemplo. La opulenta y casi cursi femineidad de Isabel Sarli es un lujo del gusto camp. Después de representar morbosas, lentas ninfas en los films de Armando Bo, es capaz de componer, ante un público de televisión, una pequeña sinfonía: "El amor... está en los árboles, está... en los animales, está... en dos ojos, está... en todo el amor".
"Pero el colmo del gusto camp —opina Manuel Puig— es Libertad Lamarque". Las manos crispadas, que suben hasta un rostro arrugado por la congoja, fueron un recurso inmodificable de su estilo. Un gimoteo tibio, inconsistente, repetido durante más de tres décadas le quitó siempre contenido a sus batallados tangos. Desde que Floren Delbene la engañó en Ayúdame a vivir (1936), no le faltó un coro que le ofrendara húmedos pañuelos y le aplaudiera los tangos, canción que —como en una ópera— sublimaban las peripecias del drama. "Libertad Lamarque no pone distancia entre lo que hace y ella; cree en lo que interpreta. Cree en Madreselva. Eso la vuelve enternecedora", dictaminó el autor de Boquitas pintadas. "Tita Merello, en cambio, no es camp porque nunca es inocente. Tampoco lo es Gardel. Su mesura, su absoluta sobriedad lo salvan de ingresar en esta categoría. Él nunca cargó las tintas".
Esas postales que son adorno exclusivo de colectiveros —la silueta de Gardel emerge de un manto de pomposas nubes— y las letras de Alfredo Le Pera son, en cambio, camp puro.
Recuperada por la nostalgia, la silueta de Zully Moreno se acomoda gloriosamente en este mundo. Hace casi 20 años, su figura era un modelo perfecto para manicuras o vendedoras de tienda. Uno de sus recursos dramáticos consistía en mirar fijamente el vacío, volver la cabeza hacia su galán y, elevando ambas cejas, emitir en el mismo tono de voz un reproche o una confesión amorosa. En la última escena de La calle del pecado se lleva una mano al cuello y se arranca el collar. Las perlas ruedan por el suelo. Los ojos se le agrandan ante la partida "inexorable" del tren. Estos gestos no conmueven, con todo, al experto Puig: "Zully es camp en lo exterior, en el peinado, en el vestido. Ella cree sólo en su belleza, y eso no es enternecedor".

EL MUNDO DEL DIAL Sonrisas radiotelefónicas. Anhelo, vahído, juvenil cancionista, augurio, platinada, broadcasting, fresca personalidad. Estas palabras-clave del periodismo del espectáculo estereotiparon, durante dos décadas (del 30 al 50) el lenguaje de las revistas Sintonía y Radiolandia. Destinado a fabricar esplendorosas aureolas sobre rubias cabezas femeninas y engominadas, compactas, brillantes, cabelleras masculinas, el texto serpentea, como una víbora, entre la figura de Juan Carlos Thorry —sonrisa, traje cruzado, pañuelo blanco al cuello—, dos bailarinas instaladas sobre un piano, "ocho tentaciones del Politeama", los Santa Paula Serenaders cantando el fox-trot La vestida de rojo y una cara que el redactor no necesita nombrar sino como "Miss Radio 1935". Todo el mundo sabía que se trataba de Libertad Lamarque. Las fotos recortadas, sin fondo, un micrófono enorme rodeado de sonrisas en mitad de la página componían una diagramación-collage deslumbradora y divertida.
Los delirantes avisos de cosméticos contribuían, entonces, a dorar la imagen camp. El rouge —conspicuo protagonista de la época— enardecía la imaginación de los avisadores. Tangee, por ejemplo, aconsejaba evitar el aspecto pintarrajeado". Los labios sin tocar parecen flores marchitas, los pintados desagradan a los hombres ("¡No arriesgue usted parecer pintada!"); con Tangee, en cabio, "se aviva el color natural y se evita la apariencia pintorreada". 'Para los hombres, los fabricantes de gomina crearon los avisos más memorables de la época: Brancato exhibió la figura de un personaje de bigotito y reluciente peinado. Para representar la idea del asma, la bronquitis y el catarro, un creativo de Bronquial de 1921 dibujó a un hombre con el pecho ferozmente oprimido por una tenaza. La legendaria cabeza de Geniol, amenazada por los clavos ("Venga del aire o del sol / del vino o de la cerveza / cualquier dolor de cabeza / se quita con un Geniol".) es un disparatado, inolvidable aviso camp de la época.

FORRADO EN SATEN. Una llave mágica para captar lo camp en objetos y costumbres es considerarlos como representando un papel, enfatizar el símil de la vida como teatro. Arqueando las cejas como un Mefistófeles caricaturesco e inofensivo,, Santiago Gómez Cou improvisó ante Panorama: "El teatro es como el amor. Los ensayos equivalen al romance dulce: primero, las miradas y los encuentros. Están, el «Hoy tus ojos tienen un color distinto», el «¡Uy!, te salió un nuevo lunar». Después, el día del estreno es como la noche de bodas. Las actuaciones siguientes son la vida marital: sexo, sí, pero también dedicación y cariño". Meditó un momento y perfeccionó los últimos detalles de su sinfonía: "El teatro —como el amor-está en perpetua crisis. En el amor, la crisis es el llanto; en el teatro, las salas vacías. La tristeza o la alegría, en el amor, la dan los hijos; en el teatro, los críticos".
Modulando su voz legendaria —una bocanada del Hades—, Gómez Cou continuó: "Yo empecé a hacer teatro a los 19 anos. Pero ya había bebido poesía: Juan Ramón Jiménez, Amado Nervo.
¡Cómo quería el viejo Juan Ramón a la que fue su amada de toda su vida!".
En un ahogo de esteticismo, las gentes de gusto del siglo XVIII crearon las primeras formas del camp. La novela gótica, las "chinoiseries" y las ruinas artificiales fueron el fruto de un amor desenfrenado por el puro artificio. Los estetas persiguieron las figuras sutiles, esotéricas; tranformaron la naturaleza en un objeto artificial: Versalles. El art nouveau, más tarde, convirtió las instalaciones de luz en ramos de flores, peces o estrellas, el living en una gruta o un paisaje submarino.
Otro visionario del camp, Ramón Gómez de la Serna, sostuvo que lo cursi desciende del barroco. Cuando este estilo exageró sus volutas nació el rococó: "Apeñusca o garrapiña conchas, feldespatos, caramelos, riscos de costas en miniatura, moluscos, cristales de roca, plumas de pájaro". A comienzos del siglo proliferaron los ascensores semejantes a acuarios secos y las galerías de fotógrafos como cuartos de hotel para novios felices, con imprescindible fondo de nubes.
"¡Ay, tenías razón, qué lujo de no creer! Al entrar me vi a los lados esos balcones de palacios a todo lujo, con plantas tan cuidadas, y los vitrales de colores, y encima de la pantalla ese arco iris, me quedé muda cuando mi marido me codea y me señala el techo... ahí ya por poco grito, las estrellas brillando y las nubes moviéndose que es un cielo de veras. La película era buena pero lo mismo yo de vez en cuando miraba para arriba, y los movimientos de nubes seguían durante toda la función. Con razón cobran tan caro." (Boquitas pintadas.)
Desaforado ejemplo de arquitectura camp en Buenos Aires, el estilo del cine Opera en la avenida Corrientes falsifica tanto el arte como la naturaleza. Las casas de cromados balcones —que contienen cierta herencia Bauhaus— y fachadas coronadas con alegorías que proliferan en el Barrio Norte, Juncal hacia el bajo, también confiesan un gusto camp, en su forma más tenuemente ingenua. Sus interiores, abundantes en alfombras de largo pelaje, están envueltos en cortinados de satén y poblados de sillones con tapiz de raso. Los gabinetes íntimos tienen puertas forradas en cuero y no es extraño que los rincones simulen cataratas, con flores, agua, piedras, caracoles y plantas artificiales.
Las cosas que simulan ser otras —gracias a su textura o a su forana— recibieron el siglo pasado, en Alemania, el nombre de Kitsch. Los franceses recuperaron el término hace una década y compitiendo con el camp que desde los años 50 usan los norteamericanos, lo lanzaron al mercado de la moda. Designan, el mismo mundo de objetos.
Los poemas de Amado Nervo y Alfonsina Storni impresos en cartones que envolvían medias femeninas, las cajas de fósforos que multiplicaban la imagen de Mecha Ortiz en los bares suburbanos, las flores de plástico y las academias de baile contribuyeron a la oculta creación de una estética. Se nutrieron de simbólicos, irreales lujos: el platino de Carole Lombard, las boas de plumas blancas, las bombonerías, el publicitado lenguaje de los perfumes, las casas como puro escenario. Un fuerte ataque de nostalgia impulsa hoy a los jóvenes a disfrazarse con los cursis adornos de sus tías, usar inverosímiles hombreras o guardar fotos de Zully Moreno. Tal vez esta moda en busca del tiempo perdido no signifique, solamente, esterilidad, snobismo o un artificioso recurso para vincular generaciones distintas; puede indicar, también, la comprensión de una forma expresiva popular, marcada por convenciones que, en la Argentina, unos pocos paisajistas de la dase media tienden a descubrir.
Ana Basualdo
Revista Panorama
28.09.1971

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