Carlos Gandolfo
HERMOSA LECCION DE UN HOMBRE DE TEATRO
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Sobreviviente de un cáncer de garganta ("tuvieron que extirparme la laringe y las cuerdas vocales, de esto hace tres años"), este notable actor y director —uno de los fundadores del movimiento teatral independiente en la Argentina— ofrece un notable ejemplo de tenacidad. Poco conocido fuera de su ámbito de trabajo, ahora conduce a los actores del film "Una mujer". Una historia que merece ser contada

"Lo que persigue el actor, lo que puede considerarse su máxima aspiración, es reproducir un acto infantil. Cuando una criatura hace de monigote, lo que en realidad quiere es que sus padres lo miren, lo aprueben y lo besen. Otro tanto pasa con el actor cuando sube a un escenario. Quiere ser aplaudido, aprobado, amado por su público. Lo que luego hay que cuidar es que todo esto se convierta en una tarea creativa, no en exhibicionismo. En nuestro país, donde hay muy buenos actores, lamentablemente pocos han aprendido a utilizarse a sí mismos. El actor es su propio instrumento, por eso son tan importantes sus vivencias, su psicología, su historia personal. Cuando somos chicos aprendemos todo a ritmo acelerado y el tiempo, después, nos va desacostumbrando a utilizar los sentidos. Miramos, escuchamos, tocamos, todo por encima, superficialmente. Por lo tanto, es básico para un actor desaprender, comenzar a fojas cero...
"Las tensiones aparecen cuando se emplea mal la energía. Y un actor tenso no puede pensar claramente, ni siquiera es capaz de dominar su cuerpo. Claro que nada de todo esto es gratuito, requiere infinita paciencia y estudiar y ejercitarse. Un rigor que en nuestro medio es casi una utopía. Aquí es bastante frecuente que una cara linda y fotogénica ascienda al estrellato de la noche a la mañana. Al revés de lo que sucede en Estados Unidos, donde la competencia es tan dura. Pero eso no es todo: tantos años en la profesión me enseñaron que además de talento y esfuerzo personal, aquí hay que saber manejarse socialmente. Asistir a fiestas del ambiente, ser simpático, agradable, diplomático..."'
Algo para lo cual, evidentemente, Carlos Gandolfo no está dotado: sus veinticinco años de ejercicio teatral, sin que su nombre haya trascendido demasiado fuera de su área de actividad, así lo prueban. Gandolfo tiene ahora 44 años, está casado con la actriz Dora Baret, madre de sus dos hijos, preside una escuela de actores y acaba de iniciar una de sus escasas experiencias en el cine: dirige a los actores del film Una mujer, protagonizado por Cipe Lincovsky y Federico Luppi, y cuyo realizador es Juan José Stagnaro. Pero su historia artística se remonta a los orígenes del movimiento de teatros independientes en la Argentina, en la década del 50; y creo no equivocarme si digo que su personalidad escénica empezó a resplandecer cuando integró el elenco de Nuevo Teatro. Por lo menos, recuerdo su notable personificación de Jason, en Medea, de Anouilh, junto a Alejandra Boero. La obra —breve— se daba en una misma función junto a El amor al prójimo, en donde asomaba un aficionado promisorio: Héctor Alterio.
—Bueno, sí, yo me he saboteado mucho por razones de carácter, porque nunca me comuniqué bien con la gente, porque nunca fui a fiestas. Para colmo,, ésta es una época muy agresiva y hay que aprender a ser agresivo para poder sobrevivir.
—¿Ya aprendiste?
—No sé, en cambio estoy convencido de otras cosas... No en vano tuve un cáncer de garganta, un lugar de especial incidencia para mi carrera. Freud escribió mucho acerca del instinto de vida y el instinto de muerte, que pugnan en el hombre permanentemente. Se trata del máximo conflicto que lleva adentro el ser humano por eso uno depende de cuál de estos dos factores lo dominen para acceder al éxito o ser un fracasado.
—Según parece, te tuteás con el psicoanálisis.
—Soy un veterano... Hace más de veinte años que me psicoanalizo y debo admitir que gracias al psicoanálisis recuperé las ganas de vivir. La verdad, fue muy penosa mi enfermedad, muy larga y muy angustiante, sobre todo cuando enmudecí.

EL GRAN LUCHADOR
Hacía por lo menos diez años que no veía a Gandolfo, de cuando inauguró el primer café concert que funcionó en Buenos Aires (con el espectáculo Negro, azul, negro). Era en una vieja casona —ahora demolida— de la calle Viamonte, bautizada Café Teatral Estudio, reducto que catapultó a Federico Luppi cuando hizo El tiempo de los carozos. Allí lo vio el director Luis Mottura y lo contrató para realizar Luv, con Norman Brisky y Eva Dongé.
Precisamente porque la vida no fue generosa con este artista (un profesional riguroso, para nada complaciente, un purista del teatro que —triste paradoja— nunca pudo vivir de él) es que me alegró enterarme que acaba de retomar su actividad con el fervor de siempre. Después de Una mujer, ópera prima de Stagnaro, asumirá la responsabilidad de dirigir Final feliz, obra de teatro que escribieron Sergio de Ceceo y Armando Chulak, y que tendrá de protagonista femenina a Haydée Padilla.
Como nuestros horarios no coincidían, mi primera charla con Gandolfo se produjo un sábado ya avanzada la tarde, en su departamento de Charcas y Laprida. La habitación, con ventana a la calle, estaba abarrotada de libros que reflejan claramente los gustos intelectuales del entrevistado. Había allí libros de arte, de teatro universal en castellano e italiano, de psicoanálisis, de cine, de historia argentina, abundantes novelas policiales. En el trascurso del diálogo admitió que los libros representan sus grandes lujos, igual que los buenos discos. "En cambio, recién decido comprarme zapatos cuando ya dan lástima los que tengo."
Debo reconocer que llegué a su casa con ciertas reservas, por dos razones: recordaba que se trataba de una persona comunicativa, y temía que luego de su enfermedad esta característica hubiera recrudecido. Salió a recibirme un hombre de tupida barba entre castaña y blanca, que hablaba con voz afónica aunque muy clara, y que al rato me ofreció café. Cinco minutos después mi tensión había desaparecido. Es que de inmediato Gandolfo estuvo a sus anchas vertiendo conceptos sobre teatro, cine, actores, un mundo que ama y respeta con una lealtad casi increíble en
los tiempos que corren, y que por otra parte jamás le redituó éxitos materiales. Su nombre nunca brilló en ninguna marquesina ni encabezó contratos fabulosos y, cosa rara, tampoco estuvo vinculado al celuloide, con todo que hacer cine constituye para él un largo y acariciado sueño. "Fíjate, es injusto que esté dirigiendo actores, yo que podría ocuparme de la realización integral. Acepté esta labor porque Stagnaro es un gran amigo y nos manejamos con el mismo código. Aunque, debo ser objetivo y reconocer que esto de vivir sobre ascuas agota; no saber cuándo vendrá un nuevo trabajo, si pasarán meses o años. . . La verdad, quisiera tener una continuidad sin sobresaltos. Vi trascurrir los últimos diez años en medio de una terrible preocupación: mi garganta.
"Yo estaba cada vez más afónico y durante cinco años los médicos me trataron con desinflamantes. Hasta que un día, el doctor Leuch me enfrentó con la realidad y así pude salvar mi vida. Primero me extirparon la cuerda vocal izquierda; estuve casi un año sin voz, recuperándome lentamente. Fue una pesadilla, intenté suicidarme; calculá, soy actor, fui barítono, ¿para qué seguir viviendo? Hasta que decidí acudir a la clínica del doctor Alberto Fontana, para que me asistiera psíquicamente y ayudara a mi mujer a sobrellevar tantos problemas. No entraba un peso en casa. Entonces Alejandro Doria y Alejandro Romay se portaron con una humanidad que no olvidaré: durante varios años Dora tuvo trabajo en canal 9. En lo de Fontana, lugar donde se nos atendió a Dora y a mí, gratuitamente durante un año, aprendí a aceptar a este otro Gandolfo. Un hombre que después de un intenso, profundo tratamiento psíquico, previo a la operación, decidió seguir luchando y vivir de esta otra manera.
—Querés decir, aceptando la realidad.
—Encarándola. Tuvieron que extirparme la laringe y las cuerdas vocales, de esto hace tres años, la operación la efectuó un especialista, el doctor Pradier. Después sobrevino la etapa de aceptación: yo respiro por
la estoma, un agujerito producido merced a la traqueotomía. Esta voz que escuchás es sofágica y ahora estoy satisfecho con ella. Al principio me negué a emitir el menor sonido. Estuve mudo un año, encerrado sin ver a nadie, salvo a mi familia. Había tenido oportunidad de escuchar a algunos operados de la laringe y su forma de expresarse me aterraba, pronunciaban unos sonidos horribles. Hasta que me consoló oír a un viejo colega del teatro independiente a quien le pasó lo mismo; su manera de hablar era aceptable. Poco tiempo después me decidí. Fue cuando tuve delante mío a un hombre operado veinticinco años atrás, cuya técnica y sonido me convencieron de que podría al fin hablar de una manera agradable, la doctora Gutkin, mi fonoaudióloga, mi base respiratoria y mi buena dicción, hicieron el resto. No obstante, Dora tardó en escucharme. Es que delante suyo sentía vergüenza.

LA EXPERIENCIA
—Ya que te interesa tanto el cine, ¿podrías describirme tus gustos?
—Me encanta el cine norteamericano desde antes de John Ford y el cine francés, empezando por un director que amo: Renoir. Durante el 74 los argentinos gestaron un buen cine, un cine digno.
—¿Qué te pareció La tregua?
—Me gustó el tema, no la interpretación. ¡Hay mucha sobreactuación, morisquetas, gestos gratuitos. Para actuar no hace falta gesticular. Es esencial olvidarse de esto. Cuando menos troncos tenga el actor, tanto mejor. A propósito de este film, muchas veces me he puesto a estudiar por qué algunos temas promueven semejante éxito. La tregua es una palabra que tiene notables connotaciones en nuestro país, grandes y profundas. Toda la película transcurre como un sueño. El protagonista, un hombre bueno, un buen compañero, un buen padre y un buen amante, no transgrede las leyes, no se casa con esa chica que puede ser su hija, ella muere y él vuelve a ser el de antes. Es decir, todo ocurre para que todo siga igual. Cada una de estas cosas aparece en las fantasías internas del público; para la moral burguesa que ese hombre se hubiera casado con una jovencita habría sido vergonzante. Suele pasar que en un éxito jueguen valores independientes de la mejor o peor realización. Yo he visto espectáculos muy mal hechos que tuvieron éxito.
—¿Dónde está el secreto?
—Para mí, el espectador no sólo va al teatro o al cine a divertirse o a distraerse. Va en busca de esa fantasía primaria de espiar por el ojo de la cerradura, para ver qué hacen mamá y papá en su cuarto. Por eso, toda vez que se ha intentado romper esa área de veda que se produce entre el escenario y el público, emerge otro fenómeno. Las leyes primordiales del teatro están regidas por ese espacio que ocupa el escenario y ese otro espacio donde se instala el público. Al espectador le fascina conservar su intimidad, escondido en la penumbra, mientras espía lo que está pasando en casa de Virginia Wolff o de Blanche Dubois.
—¿Qué diferencia existe entre actores de la talla de Alippi, Muiño o Parravicini, y Pepe Soriano, Héctor Alterio o Alfredo Alcón?
—Creo que hoy existe un mayor deseo de verdad sobre el escenario. Se trata de encarnar personajes más creíbles; en la actualidad, hay tendencia a eliminar el arte de la actuación, que se reemplaza con la recreación de un personaje, en una circunstancia y una situación determinadas. El teatro se ha vuelto situacional.
—Luego de tantos años y habiendo podido tomar distancia, ¿qué opinión te merece el teatro independiente?
—Fue una etapa que tuvo virtudes: formó estupendamente a una camada de la cual quedan pocos. Se trabajaba mucho, con continuidad y permanencia. Y tuvo defectos: sólo estuvimos abocados a montar obras extranjeras, ignorando las nacionales. Nos ocupamos más de Brecht, de Chejov, de Shakespeare, de Gorgi, que de Discépolo, Florencio Sánchez u otros tantos autores formidables. Los ignorábamos olímpicamente y provocamos una verdadera distorsión.
—¿Y qué me decís de un hombre que no claudicó jamás, me refiero a Rubén Pesce, director del teatro Florencio Sánchez?
—Es verdad, es un tipo macanudo que no claudicó nunca, pero que tampoco marchó con la época, como les ocurrió a Pedro Asquini y Alejandra Boero, gente muy valiosa que lamentablemente no ha comprendido que estamos en la era atómica y que se hace necesario apelar a otra cosa.
Yo lo dije antes: por razones de tiempo, porque felizmente Gandolfo ya no dispone de cuatro horas libres para someterse a un reportaje, esta conversación se fue pergeñando en distintas etapas. Una de ellas, la última, la más breve, transcurrió casi al ritmo vertiginoso de los flashes de nuestro fotógrafo. Las imágenes que se registraron en dorada tarde de un otoño primerizo fueron captadas en una casa de La Lucila, donde se rodaron secuencias de 'Una mujer'.
Sin embargo, a manera de final, me reservo una escena más doméstica, mucho más tierna. Durante la primera entrevista, aquel sábado ya entrada la noche, Emanuel (7 años), el primogénito de los Gandolfo, acabó por dormirse acurrucado junto a su padre. Es que como su mamá se hallaba ausente, filmando en la provincia de Corrientes, y Matías, el hermanito menor, estaba con ella, el pobre chico ya no sabía a qué artimañas recurrir para atraer la atención de su padre. Con todo derecho, quería apartarlo de una vez por todas de esa aburrida, incomprensible conversación, en cuyo transcurso habrá podido rescatar algunas palabras que le sonaban conocidas: teatro, vocación, amor, vivir, luchar, trabajo. Pero cayó rendido. Perdón.
Dionisia Fontán
Siete Días Ilustrados
02.05.1975

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Carlos Gandolfo
Un ensayo de la filmación de "Una mujer"

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Carlos Gandolfo con María Vaner y Cipe Lincovsky