Sobreviviente de un cáncer de garganta ("tuvieron que
extirparme la laringe y las cuerdas vocales, de esto hace
tres años"), este notable actor y director —uno de los
fundadores del movimiento teatral independiente en la
Argentina— ofrece un notable ejemplo de tenacidad. Poco
conocido fuera de su ámbito de trabajo, ahora conduce a
los actores del film "Una mujer". Una historia que merece
ser contada
"Lo que persigue el actor, lo que puede considerarse su
máxima aspiración, es reproducir un acto infantil. Cuando
una criatura hace de monigote, lo que en realidad quiere
es que sus padres lo miren, lo aprueben y lo besen. Otro
tanto pasa con el actor cuando sube a un escenario. Quiere
ser aplaudido, aprobado, amado por su público. Lo que
luego hay que cuidar es que todo esto se convierta en una
tarea creativa, no en exhibicionismo. En nuestro país,
donde hay muy buenos actores, lamentablemente pocos han
aprendido a utilizarse a sí mismos. El actor es su propio
instrumento, por eso son tan importantes sus vivencias, su
psicología, su historia personal. Cuando somos chicos
aprendemos todo a ritmo acelerado y el tiempo, después,
nos va desacostumbrando a utilizar los sentidos. Miramos,
escuchamos, tocamos, todo por encima, superficialmente.
Por lo tanto, es básico para un actor desaprender,
comenzar a fojas cero...
"Las tensiones aparecen cuando se emplea mal la energía. Y
un actor tenso no puede pensar claramente, ni siquiera es
capaz de dominar su cuerpo. Claro que nada de todo esto es
gratuito, requiere infinita paciencia y estudiar y
ejercitarse. Un rigor que en nuestro medio es casi una
utopía. Aquí es bastante frecuente que una cara linda y
fotogénica ascienda al estrellato de la noche a la mañana.
Al revés de lo que sucede en Estados Unidos, donde la
competencia es tan dura. Pero eso no es todo: tantos años
en la profesión me enseñaron que además de talento y
esfuerzo personal, aquí hay que saber manejarse
socialmente. Asistir a fiestas del ambiente, ser
simpático, agradable, diplomático..."'
Algo para lo cual, evidentemente, Carlos Gandolfo no está
dotado: sus veinticinco años de ejercicio teatral, sin que
su nombre haya trascendido demasiado fuera de su área de
actividad, así lo prueban. Gandolfo tiene ahora 44 años,
está casado con la actriz Dora Baret, madre de sus dos
hijos, preside una escuela de actores y acaba de iniciar
una de sus escasas experiencias en el cine: dirige a los
actores del film Una mujer, protagonizado por Cipe
Lincovsky y Federico Luppi, y cuyo realizador es Juan José
Stagnaro. Pero su historia artística se remonta a los
orígenes del movimiento de teatros independientes en la
Argentina, en la década del 50; y creo no equivocarme si
digo que su personalidad escénica empezó a resplandecer
cuando integró el elenco de Nuevo Teatro. Por lo menos,
recuerdo su notable personificación de Jason, en Medea, de
Anouilh, junto a Alejandra Boero. La obra —breve— se daba
en una misma función junto a El amor al prójimo, en donde
asomaba un aficionado promisorio: Héctor Alterio.
—Bueno, sí, yo me he saboteado mucho por razones de
carácter, porque nunca me comuniqué bien con la gente,
porque nunca fui a fiestas. Para colmo,, ésta es una época
muy agresiva y hay que aprender a ser agresivo para poder
sobrevivir.
—¿Ya aprendiste?
—No sé, en cambio estoy convencido de otras cosas... No en
vano tuve un cáncer de garganta, un lugar de especial
incidencia para mi carrera. Freud escribió mucho acerca
del instinto de vida y el instinto de muerte, que pugnan
en el hombre permanentemente. Se trata del máximo
conflicto que lleva adentro el ser humano por eso uno
depende de cuál de estos dos factores lo dominen para
acceder al éxito o ser un fracasado.
—Según parece, te tuteás con el psicoanálisis.
—Soy un veterano... Hace más de veinte años que me
psicoanalizo y debo admitir que gracias al psicoanálisis
recuperé las ganas de vivir. La verdad, fue muy penosa mi
enfermedad, muy larga y muy angustiante, sobre todo cuando
enmudecí.
EL GRAN LUCHADOR
Hacía por lo menos diez años que no veía a Gandolfo, de
cuando inauguró el primer café concert que funcionó en
Buenos Aires (con el espectáculo Negro, azul, negro). Era
en una vieja casona —ahora demolida— de la calle Viamonte,
bautizada Café Teatral Estudio, reducto que catapultó a
Federico Luppi cuando hizo El tiempo de los carozos. Allí
lo vio el director Luis Mottura y lo contrató para
realizar Luv, con Norman Brisky y Eva Dongé.
Precisamente porque la vida no fue generosa con este
artista (un profesional riguroso, para nada complaciente,
un purista del teatro que —triste paradoja— nunca pudo
vivir de él) es que me alegró enterarme que acaba de
retomar su actividad con el fervor de siempre. Después de
Una mujer, ópera prima de Stagnaro, asumirá la
responsabilidad de dirigir Final feliz, obra de teatro que
escribieron Sergio de Ceceo y Armando Chulak, y que tendrá
de protagonista femenina a Haydée Padilla.
Como nuestros horarios no coincidían, mi primera charla
con Gandolfo se produjo un sábado ya avanzada la tarde, en
su departamento de Charcas y Laprida. La habitación, con
ventana a la calle, estaba abarrotada de libros que
reflejan claramente los gustos intelectuales del
entrevistado. Había allí libros de arte, de teatro
universal en castellano e italiano, de psicoanálisis, de
cine, de historia argentina, abundantes novelas
policiales. En el trascurso del diálogo admitió que los
libros representan sus grandes lujos, igual que los buenos
discos. "En cambio, recién decido comprarme zapatos cuando
ya dan lástima los que tengo."
Debo reconocer que llegué a su casa con ciertas reservas,
por dos razones: recordaba que se trataba de una persona
comunicativa, y temía que luego de su enfermedad esta
característica hubiera recrudecido. Salió a recibirme un
hombre de tupida barba entre castaña y blanca, que hablaba
con voz afónica aunque muy clara, y que al rato me ofreció
café. Cinco minutos después mi tensión había desaparecido.
Es que de inmediato Gandolfo estuvo a sus anchas vertiendo
conceptos sobre teatro, cine, actores, un mundo que ama y
respeta con una lealtad casi increíble en
los tiempos que corren, y que por otra parte jamás le
redituó éxitos materiales. Su nombre nunca brilló en
ninguna marquesina ni encabezó contratos fabulosos y, cosa
rara, tampoco estuvo vinculado al celuloide, con todo que
hacer cine constituye para él un largo y acariciado sueño.
"Fíjate, es injusto que esté dirigiendo actores, yo que
podría ocuparme de la realización integral. Acepté esta
labor porque Stagnaro es un gran amigo y nos manejamos con
el mismo código. Aunque, debo ser objetivo y reconocer que
esto de vivir sobre ascuas agota; no saber cuándo vendrá
un nuevo trabajo, si pasarán meses o años. . . La verdad,
quisiera tener una continuidad sin sobresaltos. Vi
trascurrir los últimos diez años en medio de una terrible
preocupación: mi garganta.
"Yo estaba cada vez más afónico y durante cinco años los
médicos me trataron con desinflamantes. Hasta que un día,
el doctor Leuch me enfrentó con la realidad y así pude
salvar mi vida. Primero me extirparon la cuerda vocal
izquierda; estuve casi un año sin voz, recuperándome
lentamente. Fue una pesadilla, intenté suicidarme; calculá, soy actor, fui barítono, ¿para qué seguir viviendo?
Hasta que decidí acudir a la clínica del doctor Alberto
Fontana, para que me asistiera psíquicamente y ayudara a
mi mujer a sobrellevar tantos problemas. No entraba un
peso en casa. Entonces Alejandro Doria y Alejandro Romay
se portaron con una humanidad que no olvidaré: durante
varios años Dora tuvo trabajo en canal 9. En lo de
Fontana, lugar donde se nos atendió a Dora y a mí,
gratuitamente durante un año, aprendí a aceptar a este
otro Gandolfo. Un hombre que después de un intenso,
profundo tratamiento psíquico, previo a la operación,
decidió seguir luchando y vivir de esta otra manera.
—Querés decir, aceptando la realidad.
—Encarándola. Tuvieron que extirparme la laringe y las
cuerdas vocales, de esto hace tres años, la operación la
efectuó un especialista, el doctor Pradier. Después
sobrevino la etapa de aceptación: yo respiro por
la estoma, un agujerito producido merced a la
traqueotomía. Esta voz que escuchás es sofágica y ahora
estoy satisfecho con ella. Al principio me negué a emitir
el menor sonido. Estuve mudo un año, encerrado sin ver a
nadie, salvo a mi familia. Había tenido oportunidad de
escuchar a algunos operados de la laringe y su forma de
expresarse me aterraba, pronunciaban unos sonidos
horribles. Hasta que me consoló oír a un viejo colega del
teatro independiente a quien le pasó lo mismo; su manera
de hablar era aceptable. Poco tiempo después me decidí.
Fue cuando tuve delante mío a un hombre operado
veinticinco años atrás, cuya técnica y sonido me
convencieron de que podría al fin hablar de una manera
agradable, la doctora Gutkin, mi fonoaudióloga, mi base
respiratoria y mi buena dicción, hicieron el resto. No
obstante, Dora tardó en escucharme. Es que delante suyo
sentía vergüenza.
LA EXPERIENCIA
—Ya que te interesa tanto el cine, ¿podrías describirme
tus gustos?
—Me encanta el cine norteamericano desde antes de John
Ford y el cine francés, empezando por un director que amo:
Renoir. Durante el 74 los argentinos gestaron un buen
cine, un cine digno.
—¿Qué te pareció La tregua?
—Me gustó el tema, no la interpretación. ¡Hay mucha
sobreactuación, morisquetas, gestos gratuitos. Para actuar
no hace falta gesticular. Es esencial olvidarse de esto.
Cuando menos troncos tenga el actor, tanto mejor. A
propósito de este film, muchas veces me he puesto a
estudiar por qué algunos temas promueven semejante éxito.
La tregua es una palabra que tiene notables connotaciones
en nuestro país, grandes y profundas. Toda la película
transcurre como un sueño. El protagonista, un hombre
bueno, un buen compañero, un buen padre y un buen amante,
no transgrede las leyes, no se casa con esa chica que
puede ser su hija, ella muere y él vuelve a ser el de
antes. Es decir, todo ocurre para que todo siga igual.
Cada una de estas cosas aparece en las fantasías internas
del público; para la moral burguesa que ese hombre se
hubiera casado con una jovencita habría sido vergonzante.
Suele pasar que en un éxito jueguen valores independientes
de la mejor o peor realización. Yo he visto espectáculos
muy mal hechos que tuvieron éxito.
—¿Dónde está el secreto?
—Para mí, el espectador no sólo va al teatro o al cine a
divertirse o a distraerse. Va en busca de esa fantasía
primaria de espiar por el ojo de la cerradura, para ver
qué hacen mamá y papá en su cuarto. Por eso, toda vez que
se ha intentado romper esa área de veda que se produce
entre el escenario y el público, emerge otro fenómeno. Las
leyes primordiales del teatro están regidas por ese
espacio que ocupa el escenario y ese otro espacio donde se
instala el público. Al espectador le fascina conservar su
intimidad, escondido en la penumbra, mientras espía lo que
está pasando en casa de Virginia Wolff o de Blanche
Dubois.
—¿Qué diferencia existe entre actores de la talla de
Alippi, Muiño o Parravicini, y Pepe Soriano, Héctor
Alterio o Alfredo Alcón?
—Creo que hoy existe un mayor deseo de verdad sobre el
escenario. Se trata de encarnar personajes más creíbles;
en la actualidad, hay tendencia a eliminar el arte de la
actuación, que se reemplaza con la recreación de un
personaje, en una circunstancia y una situación
determinadas. El teatro se ha vuelto situacional.
—Luego de tantos años y habiendo podido tomar distancia,
¿qué opinión te merece el teatro independiente?
—Fue una etapa que tuvo virtudes: formó estupendamente a
una camada de la cual quedan pocos. Se trabajaba mucho,
con continuidad y permanencia. Y tuvo defectos: sólo
estuvimos abocados a montar obras extranjeras, ignorando
las nacionales. Nos ocupamos más de Brecht, de Chejov, de
Shakespeare, de Gorgi, que de Discépolo, Florencio Sánchez
u otros tantos autores formidables. Los ignorábamos
olímpicamente y provocamos una verdadera distorsión.
—¿Y qué me decís de un hombre que no claudicó jamás, me
refiero a Rubén Pesce, director del teatro Florencio
Sánchez?
—Es verdad, es un tipo macanudo que no claudicó nunca,
pero que tampoco marchó con la época, como les ocurrió a
Pedro Asquini y Alejandra Boero, gente muy valiosa que
lamentablemente no ha comprendido que estamos en la era
atómica y que se hace necesario apelar a otra cosa.
Yo lo dije antes: por razones de tiempo, porque felizmente
Gandolfo ya no dispone de cuatro horas libres para
someterse a un reportaje, esta conversación se fue
pergeñando en distintas etapas. Una de ellas, la última,
la más breve, transcurrió casi al ritmo vertiginoso de los
flashes de nuestro fotógrafo. Las imágenes que se
registraron en dorada tarde de un otoño primerizo fueron
captadas en una casa de La Lucila, donde se rodaron
secuencias de 'Una mujer'.
Sin embargo, a manera de final, me reservo una escena más
doméstica, mucho más tierna. Durante la primera
entrevista, aquel sábado ya entrada la noche, Emanuel (7
años), el primogénito de los Gandolfo, acabó por dormirse
acurrucado junto a su padre. Es que como su mamá se
hallaba ausente, filmando en la provincia de Corrientes, y
Matías, el hermanito menor, estaba con ella, el pobre
chico ya no sabía a qué artimañas recurrir para atraer la
atención de su padre. Con todo derecho, quería apartarlo
de una vez por todas de esa aburrida, incomprensible
conversación, en cuyo transcurso habrá podido rescatar
algunas palabras que le sonaban conocidas: teatro,
vocación, amor, vivir, luchar, trabajo. Pero cayó rendido.
Perdón.
Dionisia Fontán
Siete Días Ilustrados
02.05.1975
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Un ensayo de la filmación de "Una mujer" |
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Carlos Gandolfo con María Vaner y Cipe Lincovsky |
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