¿Por qué nadie organiza ahora un verdadero
complot?
Este año, después de muchos meses de paciencia, los
argentinos volvieron a hablar de conspiraciones. Los
diarios de mayor circulación publicaron editoriales y
las revistas políticas se llenaron de insinuaciones.
Sin embargo, nada pasó, y —al cierre de esta edición—
nada parecía próximo a suceder.
¿Se ha roto en la Argentina la tradición de los
complots? Una investigación de Panorama hace pensar
que sí: en el futuro, tal vez las conspiraciones sean
demasiado peligrosas, demasiado poco caballerescas,
demasiado poco pulcras para el gusto de la mayoría de
los antiguos conspiradores.
Una camioneta sin gomas
La figura del conspirador, que tanto animó la historia
nacional desde 1880 hasta hace poco tiempo, está
sufriendo un acelerado proceso de transformación.
En cierto sentido, el conspirador es un personaje
inseparable de un tipo determinado de estructura
social y política y, en la misma medida en que ésta se
modifica, aquél pierde su razón de ser. La asociación
de un grupo de personas para derrocar a la autoridad
tuvo, en el pasado, un punto en común: todas
pertenecían a la misma clase social, estaban
vinculadas por lazos familiares o comerciales y,
aunque podían llegar a matarse, procuraban que
sucediera lo menos posible. El elevado número de
conspiraciones que se prepararon en la Argentina desde
1810 contrasta francamente con el número de intentos
revolucionarios que realmente se llevaron a cabo. Esta
observación, más que revelar la dificultad de
materializar un propósito subversivo, pone en guardia
sobre otro aspecto: la conspiración, por el simple
hecho de existir, actúa sobre el gobierno amenazado,
moldea su conducta, desvía su orientación.
Para que ello ocurra, los conspiradores deben adoptar
los métodos del grupo de presión: en primer lugar, la
publicidad de sus propósitos. Esta contradicción entre
el secreto de la conspiración y la divulgación de su
existencia, es una de las claves para comprender por
qué el conspirador veterano es, al final de sus días,
un hombre desdichado. Pocos conspiradores han llegado
realmente al poder, aunque sirvieron de escalera para
que otros treparan por ella.
La política secreta es tan antigua como el país: San
Martín fue, sin duda, un conspirador, y la Logia
Lautaro es todavía un modelo de organización, donde la
ambición personal fue subordinada a un objetivo
político —la independencia sostenida por las armas—,
pero terminó destruyendo a la propia organización. El
proceso judicial contra la Logia Lautaro, instaurado a
la caída de su líder, el general Alvear, señala que
"explotaban el gobierno en beneficio propio".
Desde aquellos años lejanos, parece indudable que los
civiles desempeñan en un complot el papel de agentes
de relaciones públicas pero resultan, a fin de
cuentas, poco decisivos. No son ellos quienes fijan la
fecha del pronunciamiento; conocen solo aspectos
parciales del plan, ignoran el nombre de los
conjurados y, en algunos casos patéticos, han sido
sorprendidos por la noticia de que el día había
llegado, cuando las tropas ya estaban en la calle.
Leandro N. Alem, un conspirador fracasado, comentó la
revolución de 1890 con estas palabras: "Mi idea desde
un principio fue esta: preparar el espíritu del pueblo
para la revolución y buscar el apoyo del Ejército".
Sin embargo, Alem temía la intervención del Ejército
tanto como éste desconfiaba de los círculos civiles
secretos; en el último momento, apenas 400 civiles
estuvieron en el Parque de Artillería, frente a la
Plaza Lavalle, y quienes lucharon en ambos bandos
fueron soldados profesionales. A pesar de la cifra
pequeña, fue, tal vez, la ocasión en que más
conspiradores civiles llegaron a encontrarse con un
fusil en la mano y, sin ninguna discusión, una de las
oportunidades únicas en que pudieron disparar con
ellos.
Es evidente que los civiles participaron
"decorativamente" en los levantamientos de 1930 y
1943, y que recién volvieron a intervenir de modo
activo en la lucha en 1955, para desaparecer
absolutamente de la escena en 1962 y 1963.
Oscar Martínez Zemborain, que formó parte del comando
rebelde de Córdoba, en 1955, dijo que "los grupos
civiles tenían allí veinte miembros cada uno, un jefe
y un subjefe. Nos entrenábamos donde podíamos, porque
no teníamos plata. Por medio de correos nos
comunicábamos con la rama militar y nos costó un gran
esfuerzo conseguir una camioneta: un criador de
cerdos, que vive en Quilmes, nos dio el dinero, y
después robamos unos neumáticos, para ponerla en
funciones."
¿Quién paga el complot?
Uno de los temas críticos de la conspiración es el de
su financiamiento.
En 1890, fue una combinación de banqueros y ganaderos
: Manuel Ocampo, Heimendahl y Ernesto Tornquist,
Leonardo Pereyra, Félix de Alzaga, Torcuato de Alvear
y Carlos Zuberbühler. En 1930, sobre todo ganaderos:
los hermanos Guerrico, Daniel Videla Dorna, Santiago
Rey Basadre, Félix Bunge.
Un antiguo conspirador de la Marina admitió hace poco:
"Los únicos que gastan son los civiles". Pero
enseguida rechazó la idea de que en estos momentos
alguien pueda estar financiando el armamento de
civiles, sobre todo por dos causas: 1) el alto costo
de las armas modernas, sin las cuales ningún civil,
aunque fuese un romántico, aceptaría enfrentar al
ejército y a la policía; 2) la experiencia lamentable
de los últimos diez años en cuanto a distribución de
armas a los civiles.
Pero este análisis, curiosamente, no excluye que se
realicen en forma permanente abultadas transacciones
de armas.
Los últimos en incorporarse a este tráfico fueron los
grupos izquierdistas, entre quienes ha cundido una
pasión por los pertrechos militares semejante a la que
envolvió a los radicales durante el gobierno del
general Justo, y a los conservadores durante el
gobierno de Perón.
Según un perito en el comercio clandestino de armas, a
quien Panorama entrevistó en su oficina céntrica, "es
dudoso que el cincuenta por ciento de las armas que se
compran puedan dispararse alguna vez". El arma más
codiciada es la pistola ametralladora PAM, que se
obtiene con relativa facilidad al precio de 50 mil
pesos. Sin embargo, el mercado se ha resentido contra
ellas recientemente, a causa de que se trata de armas
que deben usarse unas pocas veces y cambiarse; casi
todas las que se venden están pasadas de "horas de
combate" y solo conservan la cualidad de producir
ruidos.
Las pistolas 45 son muy buscadas porque resulta fácil
obtener municiones a través de la Policía Federal: se
paga por ellas unos 15 mil pesos. Las pistolas
Parabellum y Luger se venden a menos de 10 mil, por la
dificultad en abastecerlas de proyectiles: sus
propietarios, en cambio, las conservan aceitadas y
envueltas en una gamuza, poique la fama de las marcas
provoca la admiración de los jóvenes y las señoras.
El enemigo invisible
Hay coincidencia en que las armas disponibles
pertenecieron en sus orígenes a arsenales -militares,
por lo menos en una considerable proporción, y que
salieron de ellos en dos ocasiones principales: cuando
los civiles antiperonistas fueron armados en Córdoba,
en 1955, y en abril de 1963, cuando algunos oficiales
colorados armaron a sus amigos.
En febrero de 1962, al descubrirse a los atracadores
del Banco de San Miguel (monto sustraído: 43 millones
de pesos), se informó oficialmente que el ex-boxeador
Antonio Quiroga había suministrado a la banda dos
ametralladoras PAM, tres pistolas 45 y una carabina
Winchester. Quiroga había sido uno de los jefes de
comandos civiles de Córdoba, en 1955.
Las armas de 1963 han ido a parar a manos de
organizaciones extremistas de derecha: Guardia
Restauradora Nacionalista y Tacuara. Pero a causa del
salto hacia la izquierda de una parte de los miembros
de Tacuara, es imposible determinar dónde se
encuentran ahora aquellas armas.
La paulatina desaparición del conspirador clásico
tiende a arruinar el negocio del alojamiento para las
reuniones secretas. Los reservados del desaparecido
restaurante Sibarita, en Corrientes y Pueyrredón,
fueron la sede del complot de 1930.
El entonces capitán Juan Perón relata una típica
asamblea de conjurados con un epílogo desopilante:
"La reunión seguía su curso natural y se hablaba de la
perspectiva que presentaba el Regimiento 3 de
Infantería, cuyo jefe y ayudante estaban
comprometidos, cuando un accidente fortuito vino a
malograrla e interrumpirla bruscamente. Eran las 23 y
45 minutos. Como la temperatura era muy baja, en el
salón se había puesto en un tarro una gran cantidad de
brasas, que hacían las veces de estufa. El anhídrido
carbónico se fue almacenando paulatinamente, porque
como es natural suponer, estábamos con la puerta
cerrada. Con la animación de la charla nadie reparó en
ello y así pasaron tres horas, cuando de improviso
notamos que el Mayor Allende se había desvanecido y
estaba intensamente pálido. Pusimos manos a la obra
para reanimarlo. Lo sacamos al patio pero como no
volviera en sí, la reunión quedó disuelta. El general
Uriburu escapó por una puerta lateral para salir al
negocio, ante la insinuación nuestra, para evitarle
compromisos. Después de masajes y agua, Allende volvió
en sí y entonces nos retiramos."
El hombre de la barba
En otras ocasiones, los conspiradores eligieron
lugares menos expuestos y, aun, tomaron la precaución
de asegurarse una rápida asistencia médica.
Este fue el caso del complot del coronel José
Francisco Suárez, cuyas deliberaciones se realizaron
en el Sanatorio América. Allí, en medio de
convalecientes y enfermeras, se reunían los conjurados
para matar a Perón, en febrero de 1952. Uno de ellos
reveló a la policía que "se reunían en forma
subrepticia, y sentados en torno a una mesa,
perfectamente encapuchados, recibían el juramento de
los incorporados, haciéndoles extender el brazo sobre
una bandera argentina, contrayendo desde ese momento
la obligación de mantener estricto secreto". También
indicó que había sido conducido hasta el sanatorio
"con los ojos vendados, desde dos cuadras antes".
El asunto fracasó y condujo a la cárcel a unos 50
militares retirados y civiles, entre otros al propio
coronel Suárez, al entonces coronel Toranzo Montero,
al almirante Me Lean y a políticos radicales, como los
doctores Alberto Candiotti, César Coronel y Germinal
Basso. Por lo menos uno de los políticos convocados a
esta conspiración, renunció a ella por razones
técnicas: el nacionalista Gutiérrez Herrero alegó que
se negaba a usar la capucha a causa de que ésta era
insuficiente para ocultar su espesa barba y, en este
caso, prefería deliberar a cara descubierta. Su
reclamo no fue aprobado.
Hasta hace veinte años, la preocupación exclusiva de
los conspiradores era evitar una filtración policial
en sus cuadros. Las fuerzas armadas no contaban con
una organización específica dedicada al espionaje y,
en consecuencia, cuando un jefe u oficial denunciaba
el conocimiento que tenía de una conjura, lo hacía a
título personal. Los casos eran raros, porque la
delación merecía la sanción moral de todos los
camaradas.
El capitán Francisco Manrique reveló a Panorama que
cuando preparaba el golpe contra Perón, en i 952,
comunicó sus proyectos a un general sobre cuya
posición no existía seguridad. "El general —refirió
Manrique— me miró a los ojos y me dijo que si él
hiciera lo que debía, inmediatamente me denunciaría a
mis jefes de la Marina". "Entonces —prosiguió el
atrevido marino— yo le respondí:
—Si, pero en ese caso usted se expondrá a que otro
día, más tarde, lo juzguen por traidor y mal patriota,
como a mi me juzgarían ahora por sedición".
La otra cara del amor
Una de las historias más curiosas y desconocidas de la
policía política argentina, fue escrita en 1933 por
Leopoldo Lugones hijo, que había tenido a su cargo la
persecución de los radicales al caer Hipólito
Yrigoyen.
En esos años, el conspirador más temido era el general
Severo Toranzo —padre de los generales Toranzo
Montero—, quien huyó al Uruguay
al descubrirse su complot contra Uriburu, a principios
de 1931. Lugones vigilaba obsesivamente el Hotel des
Anglais, donde Toranzo se hospedaba en Montevideo, y
la casa del general, en la calle Virrey del Pino, en
Bel-grano. Pero sus pesquisas no daban resultados: "no
podía esperarse gran cosa de los agentes, que se
situaban en las esquinas, pues por excesivas
precauciones que adoptaran, al cabo de un par de días
eran descubiertos".
La solución, relata Lugones, surgió cuando por razones
del servicio se presentó ante él un agente de policía
"español", como de 30 años de edad, más bien alto,
vigoroso, de buena planta, de cabello rubio
ensortijado, cutis naturalmente terso, con mejillas
siempre rosadas y ojos grandes, brillantes y
almendrados. Era muy pulcro en el vestir. "No sé por
qué se me ocurrió que reunía, acaso sin que él lo
supiese, las condiciones de esos tenorios de barrio
que enloquecen a la criadas y que concluyen por tener
una 'novia' en caída esquina". Parece que el policía
enamoró a una de las mucamas de la familia Toranzo y
gracias a ella se introdujo en la casa, donde llegó a
mantener conversaciones con la esposa del general, que
en una ocasión hasta le entregó una carta para sacarla
de allí sin que lo vieran. Pero el pesquisa tuvo por
fin que huir, pues por un exceso de celo profesional
enamoró a las dos mucamas de la familia y la
situación, francamente, se le tornó peligrosa.
Otras veces, la policía ha llevado adelante la
infiltración de sus elementos y existen, por lo menos,
dos casos en que éstos llegaron a posiciones
inconcebibles dentro de la organización conspirativa.
En el congreso nacional de los estudiantes
izquierdistas, celebrado por "Insurrexit" en 1935, se
descubrió que el delegado del colegio industrial Otto
Krause, que ocupaba un cargo en la dirección
clandestina de la Federación Juvenil Comunista, era un
empleado de investigaciones, llamado Ángel Sablich
Muñiz. Esta olvidada historia encontró una versión
moderna el año pasado, cuando los guerrilleros que
actuaban en Salta cayeron sistemáticamente en poder de
la Gendarmería: según los protagonistas del episodio,
el grupo estuvo infiltrado desde el primer momento por
un empleado de la policía, Andrés Fernández, quien ha
desarrollado una extraordinaria habilidad para
penetrar los núcleos conspirativos peronistas,
apoyándose en el antecedente de que fue condenado por
un tribunal Conintes, en 1960.
El caso del general robado
Existe una literatura especial relativa a
conspiraciones, golpes de estado y complots.
El general José María Sarobe escribió un volumen sobre
los preparativos de la revolución de 1930 y el
teniente coronel Atilio Catáneo dedicó más de 400
páginas a relatar las conspiraciones radicales contra
el general Justo. La revolución del treinta fue la que
desató mayor cantidad de literatura, aunque la de 1890
produjo algunos documentos interesantes, como "El
secreto de la revolución: Lo que no se ha dicho",
escrito por José María Mendía en 1893. Todos estos
testimonios tienen en común la tendencia a idealizar
la participación de determinadas personas que, por ser
las que se han beneficiado con la conquista del poder,
dejan en las sombras, frecuentemente, a esforzados
conspiradores despojados de su botín.
Pero es evidente que la historia es ingrata con los
buenos conspiradores: los amigos, y hasta los
enemigos, del general Benjamín Menéndez reconocen que
su mala fortuna no tiene paralelo en la historia
argentina ni latinoamericana.
Menéndez, un hombre forjado en la recia escuela de la
caballería, vivió asaltando el poder sin pensar
demasiado en los instrumentos para hacerlo. Su
catástrofe más resonante, la insurrección de 1951, lo
condujo al presidio en la Patagonia, donde mantuvo una
conducta personal inalterable aunque su posición
política sufrió una transformación espectacular:
abandonó las filas nacionalistas y pasó a las
liberales, tal vez impregnado por la ideología de
quienes fueron varios años sus compañeros . de
cautiverio. Para Menéndez, los problemas argentinos
siguen siendo de "inconducta", desfallecimientos
morales de tipo colectivo que hacen indispensable la
acción directa. Sin embargo, Menéndez está considerado
como una figura pasada de moda cuya edad avanzada lo
hace fácil presa de jóvenes oficiales deseosos de
utilizarlo como pantalla.
El teniente coronel León Santamaría, que en 1960
ocupaba una macilenta oficina militar, se acercó a
Menéndez ese año. ofreciéndole su colaboración para el
golpe que, previsiblemente, el anciano militar estaba
organizando. "Le robé el general Giovanonni —recuerda
ahora Santamaría, y agrega ante otra pregunta de
Panorama—: Desde entonces, Menéndez me tiene ojeriza".
La revolución de Santamaría fue, en toda la extensión,
una acción destinada, más que a conquistar el poder, a
dañar la imagen del gobierno de Frondizi. Fue, en
realidad, la acción de un grupo de presión. El golpe
de San Luis resultó, salvando las distancias, un
detonante histórico como el que hizo exclamar al
senador Pizarro, en 1890: "La revolución está vencida,
pero el gobierno está muerto". Santamaría la explicó a
Panorama de este modo: "Durante 8 horas, les
sublevamos un Comando. Para el país, era una
provincia. Para el mundo, medio país. Y eso, les
gustara o no, se lo tuvieron que tragar".
Las muertes insignificantes
Este planteo de la conspiración —su utilización como
mero explosivo, aunque sin fuerza para dominar la
situación más tarde— puede explicar que algunas épocas
hayan estado literalmente minadas de complots y que
éstos mantuvieran entre sí comunicaciones más o menos
clandestinas.
El vetusto restaurante Edelweis, en la calle Libertad,
fue el centro de reunión de los conspiradores
nacionalistas en los años treinta y cuarenta. José
Luis Torres, los hermanos Irazusta, Raúl Scalabrini
Ortiz y otros, bebían cerveza bajo una horrible escena
bávara que ya no existe e intercambiaban noticias.
Arturo Jauretche, que era un cliente más o menos
asiduo en aquellos años, reveló a Panorama que una
madrugada los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta
trataban de convencerlo para que se pasara,
precisamente, al complot del general Menéndez, que
estallaría sin falta un mes después, cuando un amigo
abrió las puertas de vaivén del Edelweis y le hizo una
señal: Jauretche se puso de pie y dio por terminada la
reunión. Esa madrugada era el 4 de Junio de 1943 y los
hombres del general Rawson estaban entrando en la
capital por la avenida de los Constituyentes.
Según Jauretche, la sorpresa de sus amigos
conspiradores fue solo comparable con la de cierto
hombre de acción del radicalismo, un tal Oviedo, que
el mediodía del mismo 4 de Junio insistía en que no
podía pasar nada, "porque su jefe, el coronel Bosch,
no le había dado la orden de mover a la gente de los
bañados".
El coronel Bosch tenía una fama legendaria, que se
había alimentado con la extraordinaria historia del
levantamiento radical contra el gobierno del general
Justo, en Corrientes. Bosoh había avanzado hacia el
centro de la ciudad de Paso de los Libres, envuelto en
la bandera argentina y rodeado de una tropa irregular
de paisanos de la región y porteños revolucionarios.
Pero el fuego de las ametralladoras del ejército
nacional dispersó a sus fuerzas. Fue la suya una
patriada, como la calificó Jorge Luis Borges, que
escribió sobre ella con estas palabras: "Está
descontado el fracaso: un fracaso amargado por la
irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de
una muerte que será decretada insignificante. La
muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan
el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen
carcelario. Afrontarlos, demanda un coraje
particular".
Golpe ¿para quién?
Los radicales llegaron a perfeccionar su condición de
conspiradores hasta el punto que organizaron una
sociedad secreta de socorros mutuos, denominada "Corda
Frates", con el propósito de sostenerse en la
adversidad. La fundaron en 1936 y, aunque su actividad
se perdió en el tiempo, de ella surgieron no menos de
seis gobernadores provinciales peronistas, y unos
cuantos diputados de la misma tendencia. Curiosamente,
todos ellos, empujados a la sedición y al destierro
por el pronunciamiento de Uriburu, formaron filas en
torno a Perón, que había conspirado con el general, y
que la tarde del 6 de setiembre de 1930 entró en la
ciudad en el estribo de un auto abierto que ocupaba el
general Agustín P. Justo, cerebro del movimiento
militar.
Toda una época de la política argentina atraviesa por
encuentros a medianoche, bares neblinosos, visitas a
la guardia de los cuarteles, preparación de explosivos
y conversaciones a media voz. Difícilmente los hombres
públicos de más de cincuenta años podrían sostener que
no conspiraron alguna vez, y hasta el mismo Frondizi,
que lo negó en muchas ocasiones, figura en más de un
testimonio comprometedor. ("Fui de ahí a ver al Dr.
Frondizi, que tenía varios "hombres seleccionados",
escribe un enlace del teniente coronel Cattáneo, en
1933).
La mayor y más peligrosa tentación de los
conspiradores de cualquier tendencia es la acumulación
de bombas en distritos urbanos. Un extremo temerario
es la fabricación de los explosivos, tarea
generalmente a cargo de aficionados a la química o, a
veces, de estudiantes. En 1964, un polvorín de esta
clase estalló en la calle Posadas, en el sector
residencial de Buenos Aires, y produjo muchos muertos
y heridos. Los peronistas vinculados con el general
Miguel Ángel Iñíguez también tuvieron abundantes
contratiempos con el manipuleo de armas y explosivos.
Pero eso fue antes, "porque ahora — explicó el general
Iñíguez a Panorama— ni yo ni el peronismo estamos en
la subversión". "Conspiré desde 1955 —añadió— porque
el pueblo estaba entregado y no se podía expresar.
Cuando el pueblo no pesa en las urnas, la conspiración
es legítima. Ahora conspiran las minorías, los falsos
democráticos, que no tienen pueblo atrás".
Iñíguez capitaneó una tentativa al estilo clásico, sin
tomar en cuenta que las condiciones habían cambiado:
el suyo fue un "puscht" poco semejante al de
Santamaría, porque éste solo buscaba dañar al gobierno
y facilitar la tarea a otros, mientras que Iñíguez no
tenía detrás suyo ninguna fuerza militar y el
peronismo no estaba en condiciones políticas de
aprovecharse del golpe.
El 11 de diciembre de 1960, con 50 civiles armados
hasta con pistolas y unos 30 militares retirados,
Iñíguez asaltó el regimiento 11 de Infantería, en
Rosario. Su lugarteniente, el coronel Barredo, fue
muerto por la guardia y, después de una confusa
acción, quedaron seis muertos y diez heridos. En los
medios donde se trafican armas, se afirma que los
amotinados del 11 entregaron un camión con pertrechos
a los rebeldes, y que estos consiguieron escapar.
Cuando Panorama interrogó a Iñíguez sobre sus planes
futuros, éste respondió sin pestañear: "Si la
legalidad termina y el pueblo es otra vez coartado en
su expresión, y sojuzgado, volveré a tomar las armas
con toda naturalidad".
Pero otros estiman que el general ha renunciado a la
conspiración, y que vive profundamente impresionado
por los avances izquierdistas en América Latina; en
todo caso, en el ejército se cree que Iñíguez no se
embarcaría en una acción que luego no pudiera,
ideológicamente, controlar.
Final del juego
En líneas generales, la sensación de que una ruptura
del equilibrio político podría abrir las puertas al
comunismo parece encontrarse en la base de la
resistencia a la conspiración que se advierte en
medios que antes bullían en preparativos y cabildeos.
Este riesgo, ¿existe realmente?
Los servicios de inteligencia militar sostienen que
sí; ya ahora podría esperarse una moderada
participación de civiles izquierdistas armados en caso
de que se produjera un pronunciamiento militar, como
los de 1962-1963. La reciente experiencia de Santo
Domingo ha vuelto a poner de actualidad la
investigación sobre esta posible novedad en los
pronunciamientos argentinos. Cierta o no, ella detiene
también a hombres como el general Enrique Rauch, que
el año anterior, con la única escolta de dos amigos
civiles, pretendió levantar la guarnición de Rosario.
Las acciones no pasaron de un almuerzo con el jefe de
ésta, general Carlos Rosas, y la única baja fue el
propio anfitrión, destituido por no haber denunciado a
tiempo a su visitante.
Una consulta informal efectuada por Panorama puso de
relieve que, a pesar de sus constantes avances, los
servicio de espionaje militar y de investigación
policial no resultarían suficientes para sofocar una
verdadera conspiración, organizada a nivel castrense.
De todos modos, se cree que los servicios no cuentan
todavía ni con la décima parte de la variedad y
cantidad de elementos que pone en acción cualquier
equivalente de los Estados Unidos o la URSS.
En los Estados Unidos, recientemente cobro estado
público la asombrosa historia de "la aceituna
delatora", presuntamente utilizada por los agentes de
la CIA y del FBI. Se trata de la aceituna inevitable
en el martini (o clarito) que los norteamericanos
beben habitualmente. Esta aceituna alberga en el
carozo, un microtransmisor y es servida a la persona a
la que se desea vigilar de cerca. El "carozo" emite
una señal que capta el receptor especial que lleva
consigo el encargado del seguimiento. De manera que a
partir del momento en que come la aceituna, y mientras
ella se encuentra en el cuerpo, cualquier esfuerzo
para despistar al otro resulta estéril: la señal le
impide alejarse más de cincuenta metros. Los
informantes dicen que es asombrosa la cantidad de
gente que traga los carozos.
La conclusión es que el complot tradicional ha muerto
y que, excepto algunos ancianos conspiradores
refractarios a la paz hogareña, nadie cree ya en la
Argentina que sea viable la conquista del poder por su
intermedio. El país es demasiado grande, los medios de
comunicación son numerosos y el fantasma de la guerra
revolucionaria ronda amenazadoramente: nadie puede
imaginarse a un veterano abriendo las compuertas del
poder a los comunistas, como tampoco nadie puede
imaginarse a un dirigente izquierdista dialogando
sobre el futuro con un fogueado conspirador, entrenado
para el encuentro furtivo, la contraseña y el día
señalado. Los nuevos tiempos han sepultado la
"chirinada", ese tiempo cuando — antes y después del
golpe— nada cambiaba. Tal vez haya revoluciones en el
futuro; pero todos saben que, entonces, el golpe habrá
dejado de ser un juego de salón.
¿Cuánto cuesta un golpe?
El item básico de toda cuenta de conspiración es la
compra de armas, para dotar a los grupos civiles de
alguna eficacia o (más frecuentemente) de la
posibilidad de hacer ruido.
Se considera que en la Argentina existe un parque
clandestino de armas para cerca de quince mil
personas: se ha ido acumulando con el tiempo, con
fuerte incremento alrededor de 1955, cuando
considerables cargamentos de armas largas y "Pam"
entraban al país por Bolivia. En esa época, también
las armas cortas se deslizaban con facilidad por la
frontera sur con Chile o por la entrerriana con el
Uruguay. Además, los comandos civiles recibieron, de
unidades sublevadas, armas que nunca fueron devueltas
al Ejército.
Otra vía de obtención de armas puede ser el Partido
Comunista que arrienda o vende —si le resulta
políticamente redituable la operación— armas cortas
para autodefensa y episodios menores de agitación. Y
también suelen negociar armas algunos suboficiales y
hasta soldados que, en eventualidades golpistas (como
ser, los sucesos de abril de 1963) roban armas de los
depósitos.
De todos modos, la fuente principal es el mercado
negro de armas. Algunos izquierdistas incautos
codician todavía las pistolas ametralladoras PAM que
abundan y suelen encontrarse en estado inutilizable, a
pesar de su temible apariencia: es razonable un precio
de 50 mil pesos por cada una. Las pistolas 45
(apetecibles porque los proyectiles se consiguen
fácilmente) pueden obtenerse por 15.000 pesos. Las
Parabellum o Luger calibre 9 son de alta calidad, pero
los proyectiles son difíciles de hallar en plaza. Una
Parabellum cuesta 10.000 pesos. Los conspiradores
suelen pagar alrededor de cien armas; casi nunca
llegan a usarlas. A veces, porque el complot fracasa a
tiempo; también porque muchos vendedores no tienen el
lote que pregonan, sino solo las muestras.
Pero, además de las armas, un golpe bien organizado
requiere un jefe profesionalizado con sus ayudantes:
alrededor de 300.000 pesos mensuales incluyendo
viáticos. Para conspirar no pueden faltar uno o dos
departamentos céntricos que insumen 25.000 pesos
mensuales cada uno, y alguna quinta para entrenamiento
de civiles o cónclaves del estado mayor: golpistas de
todas las tendencias han alquilado, durante los
últimos años, la popular quinta La Paloma, en Villa
Sarmiento; ahora cuesta 60.000 pesos por mes.
Finalmente, la organización puede ser tildada de
imperfecta si no se soborna a ciertos agentes de los
servicios de informaciones militares y de Coordinación
Federal, para prevenirse de allanamientos, detenciones
y, a veces, de apremios ilegales. Pero esto no es
caro: diez inescrupulosos funcionarios pueden costar
150.000 pesos por mes en total.
Por fin, el eterno refinamiento de la publicidad: se
requiere un panfleto
mensual para cada oficial en actividad de las Fuerzas
Armadas. Estos gastos (imprenta clandestina muy cara,
estampillas, sobres, algún redactor entendido en
acción psicológica) pueden sumar 150.000 pesos
mensuales.
Resulta razonable preparar un golpe durante diez
meses, aunque algunos lo han hecho en solo 15 días, y
otros, como el. teniente coronel León Santamaría,
preparó la asonada de San Luis durante un año y tres
meses. Teniendo en cuenta aquel plazo, el gasto total
asciende a 10 millones básicos (armamento) más 700 mil
pesos mensuales para gastos generales durante diez
meses. En suma, alrededor de 17 millones. Una graciosa
versión completaba este cuadro días atrás: un conocido
contrabandista tenía en venta un carrier del Ejército
desarmado. El vehículo había sido robado en setiembre
de 1962. Pero, de entonces a ahora, nadie se presentó
a comprarlo. "Los buenos tiempos han pasado",
filosofan los traficantes.
Y AHORA ¿QUÉ?
Una tesis caratulada "Asunción de la vacancia del
poder civil por la pirámide castrense" circuló durante
los últimos meses con cierta insistencia en medios
allegados a los mandos azules del Ejército. El folleto
no es, por cierto, la única vertiente teórica del golpismo. Pero, desde distintas posiciones, todos los
grupos conspiradores hacen hincapié en la pirámide
castrense, en el Ejército como institución de orden,
presentándolo como "única solución ante el caos
político y social que el gobierno civil no podrá
controlar".
Una concienzuda investigación del ámbito militar y su
periferia más o menos conspirativa permitió a Panorama
esbozar un esquema de la situación del raleado
golpismo en sus diversas variantes. A pesar de los
rumores, la posibilidad de "chirinadas" o golpes
facciosos está eliminada: un severo profesionalismo
tiene ¿hora plena vigencia en el Ejército. Pero, en
cambio, desde diversos puntos de vista, la
conspiración asume otra cara: el Ejército en bloque,
institucionalmente, podría hacerse cargo de una
realidad que el gobierno civil y los partidos
políticos no pueden encauzar (peronismo, crisis
económica, Santo Domingo).
Tampoco la sucesión del general Juan Carlos Onganía
como comandante en jefe parece ser problema: en los
círculos castrenses se afirma sin dubitaciones que el
heredero será el general Pascual Pistarini, un
"azul-azul".
Los amigos militares más allegados a Onganía
(Guillermo Salas Martínez, Jorge Shaw, Melitón Díaz de
Vivar, Cándido López) insisten tenazmente en el
legalismo; sin embargo, algunos asesores de extracción
nacionalista los incitan a provocar un pronunciamiento
castrense que desate un gobierno militar con apoyo
sindical y eclesiástico, especulando con la formación
católica de los azules.
Revista Panorama
Julio de 1965