GOLPES MILITARES EN LA ARGENTINA
6 DE SETIEMBRE DE 1930
4 DE JUNIO DE 1943
DE YRIGOYEN A FARRELL
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Yrigoyen fue el único que no creyó en la inminencia del golpe de setiembre de 1930, y cayó sin defenderse. Ramón Castillo, aunque advertido, tampoco pudo hacer nada en junio de 1943 contra la conspiración de los militares

A las 7 y media de la mañana del 6 de setiembre de 1930 una escuadrilla de aviones militares Dewoitine, biplanos, sobrevolaron la zona céntrica de Buenos Aires para anunciar el derrocamiento del presidente Hipólito Yrigoyen. Los volantes que arrojaban los pilotos contenían una proclama revolucionaria (firmada por la junta militar presidida por el teniente general José Félix Uriburu) que decía así:
"El ejército y la armada de la Patria, respondiendo al clamor unánime del pueblo de la Nación y a los propósitos perentorios que nos impone el deber de argentinos en esta hora solemne para los destinos del país, han resuelto levantar su bandera para intimar a los hombres que han traicionado en el gobierno la confianza del pueblo y de la República el abandono inmediato de los cargos, que ya no ejercen para el bien común, sino para el logro de sus apetitos personales."
Este fue el aviso oficial de una sublevación que se venía gestando desde hacía por lo menos tres meses, y de cuyos movimientos tomaban debida nota, diariamente, tanto los sectores de la oposición como los partidarios de Yrigoyen. El presidente, viejo (al borde de los 80 años) y enfermo, prefería seguir siendo el único que ignoraba estos sucesos. A su alrededor se había tejido una red defensiva tan delgada que bastó un simple rasguño para deshacerla. Esas defensas se limitaban a organizarle manifestaciones populares y a esperar los acontecimientos.
El proceso, que hizo crisis el 6 de setiembre, se había agudizado en los últimos días de agosto de 1930.
En la noche del 28 de agosto de ese año una caravana de automóviles, camiones y ómnibus fuera de servicio desfiló por las calles de Buenos
Aires al grito de "¡Yrigoyen sí, otro no!" La mayoría eran afiliados al radicalismo, movilizados por los caudillos de los comités vecinales con la ayuda de algunos funcionarios del Estado, quienes les facilitaron los medios de trasporte. Esa manifestación fue encabezada por los jefes del famoso Klan Radical, cuyo lema era "100 por 100 de radicalismo".
La columna, identificada por millares de boinas blancas, se trazó un circuito que abarcaba las inmediaciones del Congreso. Por allí marcharon varias horas hasta agotarse, enarbolando fotos de Yrigoyen y banderas rojas y blancas.
Al día siguiente, 29 de agosto, el gobierno dispuso acuartelar las tropas en Campo de Mayo, y ordenó que efectivos del Escuadrón de Seguridad patrullaran las calles céntricas y custodiaran la Casa Radical y el domicilio particular del presidente. Yrigoyen, con una fuerte gripe, permanecía recluido en su modesta habitación de la calle Brasil (entre Lima y Bernardo de Irigoyen), y la jefatura del Poder Ejecutivo era ocupada provisionalmente por el vicepresidente, doctor Enrique Martínez. Al lado suyo, intercambiando noticias poco alentadoras, solían cuchichear los ministros de Relaciones Exteriores, Horacio Oyhanarte, y de Obras Públicas, José Benjamín Abalos.
Todos esperaban el estallido de un foco revolucionario, menos Yrigoyen, para quien no había "nada que temer". "¿Quién puede rebelarse en contra mío? ¿Por qué?", preguntaba el presidente a quienes le acercaban informaciones sobre la inminente revuelta en el Ejército. Esos rumores culpaban al general Agustín P. Justo, quien como ministro de Guerra del presidente Alvear había permitido escalar posiciones a los oficiales antirradicales. Pero Justo se defendió
de esos ataques, ante Elpidio González, ministro del Interior, a quien dio seguridades de que no tenía "ninguna conexión con los movimientos conspirativos".
El verdadero jefe del complot, efectivamente, no era él, sino Uriburu. Justo se reservaba para mejor oportunidad. Por el momento había cumplido su misión con creces: abrir las puertas del Estado Mayor del Ejército a los conspiradores.

SILBATINA EN LA RURAL
En la tarde del 31 de agosto, la tradicional exposición ganadera en la Rural sirvió de tribuna opositora y caldeó los ánimos en contra del Gobierno. Una ensordecedora silbatina recibió esa vez al ministro de Agricultura y Ganadería, Juan B. Fleítas, cuando fue a ocupar su sitio junto a las autoridades de la Sociedad Rural, en Palermo, y a llevar la representación de Yrigoyen. Como resultado del incidente fue suspendido el desfile de animales premiados, y la Rural debió excusarse mediante una nota dirigida al ministro abucheado.
Pero el episodio más dramático para la tambaleante estabilidad del régimen constitucional ocurrió 24 horas después, cuando el general Luis Dellepiane, uno de los pocos jefes militares fieles al radicalismo, renunció a su cargo de ministro de Guerra. "He acompañado —decía Dellepiane en su dimisión dirigida al presidente—, a pesar de mi voluntad y contrariando mi conciencia, a Vuestra Excelencia, en la refrendación de decretos concediendo dádivas generosas. . ." Más adelante recordaba su actuación en la Semana Trágica, en enero de 1919, "cuando colaboré para mantener la estabilidad del Gobierno, en momentos en que todo parecía perdido" (fue durante la primera presidencia de Yrigoyen), para terminar denunciando a quienes rodeaban esta vez al primer magistrado: "A su lado ahora solamente hay adulones y muy pocos leales."
La baja del general Dellepiane restaba al Gobierno la única carta posible para jugar en el momento decisivo, pues con él desaparecía el timón defensivo. Dellepiane era el único que podía detener, llegado el caso, el estallido revolucionario. En cambio, Elpidio González, quien asumió interinamente la cartera de Guerra, enardeció aún más los ánimos opositores. Para peor, al aceptar la renuncia de Dellepiane (en nombre de Yrigoyen), González se olvidó de colocar una consabida frase de rutina: la que agradece "los importantes y valiosos servicios prestados". Poco después González dijo a los periodistas al referirse a la aceptación de esa renuncia: "Lo que debía hacerse está hecho; ahora esperamos".
Esta respuesta enigmática, en el mejor estilo de Yrigoyen, en lugar de
aclarar las cosas contribuyó a confundirlas aún más. El Gobierno estaba sin defensa, sumergido en el caos interno, arrasado por la crisis económica y sin apoyo popular. Pero seguía siendo, sin embargo, el régimen constitucional. No pocos radicales advirtieron que Yrigoyen no podría reintegrarse más a la Presidencia, y empezaron a proponer soluciones legalistas. La mayoría coincidió en sustituir a Yrigoyen con Martínez, en quien veía una salida provisional hasta la terminación del período. Pero los acontecimientos iban a una velocidad mayor y no les dieron tiempo a jugar esa carta.

YRIGOYEN DELEGA EL MANDO
La insistencia de los correligionarios recién convenció a Yrigoyen en la tarde del 5 de setiembre. Ese día, el anciano caudillo delegó el mando en el vicepresidente Martínez, y éste decretó el estado de sitio por treinta días, su primera maniobra en el cargo.
Era la única forma de terminar con los desórdenes callejeros de los últimos días, durante los cuales se habían tiroteado en pleno centro de Buenos Aires las dos fracciones antagónicas: el Klan Radical y los grupos nacionalistas de choque inspirados por Uriburu.
Esa decisión no logró detener, en cambio, la conspiración militar. Los conjurados se siguieron reuniendo diariamente y uno de ellos, el capitán Juan Domingo Perón, contaría después en sus memorias (Lo que yo vi de la preparación y realización de la revolución del 6 de setiembre de 1930; Buenos Aires, 1931) que en la noche del 5 de setiembre se enteró de que el golpe iba a estallar en la madrugada del día siguiente.
Al describir algunas escenas conspirativas en las que le tocó participar, Perón dejó estampada una imagen de aquellos momentos: "A las 21,10 yo estaba en la esquina de Crítica. La sexta edición había sido confiscada y quemada en grandes hogueras en el centro de la calle. La manzana estaba rodeada de policías a caballo y a pie, amén de numerosos pesquisas que rodeaban disimuladamente la manzana. Los canillitas, en grupo, a media cuadra, prorrumpían en gritos e improperios contra los agentes del orden. El grito de 'chorros' resonaba por todas partes. Numerosos vendedores de diarios, llorosos y maltrechos, conversaban con los ciudadanos". (El vespertino Crítica, dirigido por Natalio Botana, era en ese momento la voz opositora más poderosa.)
A las 5 de la mañana del 6 de setiembre un grupo de legisladores se dio cita en la casa del diputado nacional Manuel Fresco, y partió luego rumbo a Campo de Mayo. Eran los integrantes del bloque conservador: Antonio Santamarina, José María Bustillo, Luis Grisolía, Raúl Díaz, Miguel Ángel Cárcano, José Aguirre Cámara, Damián Fernández, Carlos A. Astrada, Oscar Gómez Palmés, Nicanor Costa Méndez, Laureano Landaburu, José Lucas Penna, el senador nacional Leopoldo Melo y el propio Fresco.
Una vez en el despacho del jefe de la guarnición de Campo de Mayo, general Elías Álvarez, los diputados conservadores expusieron su propósito de acompañar a los militares golpistas a tomar el poder. Álvarez los escuchó detenidamente y les dijo: "Señores, siento que la Patria está con ustedes. . ." Después los condujo a una habitación contigua, los encerró y dio una orden estricta a los dos soldados de guardia: "Si estos señores intentan hacer algo raro, hay que tirar a matar."
Según el testimonio de Manuel Fresco, "la actitud de Álvarez era dubitativa y desconcertante, pues nos encerró a nosotros y empezó a tomar juramento a sus oficiales para comprometerlos con la sublevación". La intención del general Álvarez era plegarse al movimiento, pero como no tenía seguridades del triunfo prefirió mantenerse a la expectativa, dejando las dos puertas abiertas.
Por su parte, el teniente coronel Florencio Campos se negó a jurar fidelidad al movimiento, trepó a un caballo y se fue galopando hasta las otras unidades, para avisar que Campo de Mayo estaba sublevado. Un par de horas después, Campos retornó angustiado y vencido, pues acababa de comprobar que nadie se atrevía a reprimir la sublevación. Finalmente, los diputados conservadores fueron liberados y salieron de allí sin mucha confianza en el apoyo del general Álvarez.
Simultáneamente, otro grupo civil cumplía similares funciones en el Colegio Militar de la Nación. Eran los diputados Antonio de Tomaso, Héctor González Iramain y Manuel A. Alvarado, y el director de Crítica, Natalio Botana. Esta misión podía haberse obviado, pues el coronel Francisco Reynolds (director del instituto) era uno de los más conspicuos conspiradores, aunque servía para comprometer la participación de los sectores políticos.

LOS CIVILES EN LAS CALLES
A las 7 y media llegó al Colegio Militar el jefe de la sublevación. Uriburu iba acompañado por dos militares, los tenientes coroneles Emilio Kinkelín y Juan Bautista Molina, y por cuatro civiles, Raúl Guerrico, Alfredo Rodríguez, Matías G. Sánchez Sorondo y Mariano P. Ceballos. El Colegio estaba preparado para salir desde la madrugada, con ropas de fajina y pertrechos de guerra, alineado en el patio de armas.
Los grupos civiles esperaban a las tropas en lugares estratégicos de la ciudad. Alberto Viñas, al frente del Centro Universitario, debía aguardar en la estación ferroviaria Belgrano R, con 40 automóviles, la llegada de Uriburu para escoltarlo hasta el Colegio Militar. Pero a la hora convenida, 7 y cuarto, el jefe rebelde no llegó y Viñas debió cambiar sus planes. "Organícense en columna detrás mío —dijo a sus cien hombres— y sigan mi automóvil; no se entreguen por nada del mundo." La columna de Viñas enfiló hacia El Palomar y cuando pasaba por la seccional 39ª de la policía (en la calle Olazábal) fue tiroteada sin consecuencias. A las 8 y media llegaron al Colegio.
A esa hora, la policía creía haber desbaratado la rebelión. Dos conspiradores civiles, Rodolfo Moreno y Daniel Videla Dorna, estaban detenidos en las seccionales 44ª y 38ª, junto a otros implicados, a quienes se les secuestró abundante armamento. Pero se trataba de un espejismo, pues el golpe militar estaba en marcha y ya no podía ser detenido. Los aviones biplanos que anunciaron el derrocamiento de Yrigoyen con una lluvia de volantes sobre la ciudad habían dado la voz de alerta. Ya nadie creyó que el Gobierno pudiera sostenerse mucho tiempo más. Una multitud bulliciosa esperaba el arribo de las tropas en Liniers, en la avenida Rivadavia, apiñada sobre los paredones del ferrocarril Oeste.
Veinte vigilantes apostados trataban de mantener el orden como podían, pero la gente los asustaba con falsas noticias: "Les conviene irse, muchachos, vienen los soldados con cañones y morteros. La radio dijo recién que hubo un tiroteo en Morón y que murieron 5 policías. . ."

SALEN LAS TROPAS
A las 10 de la mañana el Colegio Militar era un hervidero. El coronel Reynolds estaba ya listo para salir al frente de las tropas, cuando mantuvo un último diálogo con Uriburu. Habían convenido tomar distintos caminos. Reynolds entraría en la Capital por la avenida San Martín y se uniría a Uriburu en el monumento a los Españoles. Pero querían sincronizar los movimientos con el jefe de la sublevación:
—¿Hasta qué hora lo espero, mi general?
—¡Hasta que llegue, coronel!
—No, no. . . usted me tiene que decir una hora precisa. ¿Cómo me voy a quedar allí esperándolo, si a usted le ocurre algo y no llega?
—Está bien. . . digamos las tres de la tarde. Si a esa hora yo no he llegado con mis tropas, usted sigue hasta la Casa Rosada y la toma.
Uriburu encomendó a Sánchez Sorondo que cursara un telegrama al vicepresidente Martínez, en estos términos: "En estos momentos marcho sobre la Capital, al frente de las tropas de la primera, segunda y tercera divisiones del Ejército. Debo encontrar a mi llegada su renuncia, así como la del presidente titular. Les haré responsables de la sangre que llegue a verterse para defender a un Gobierno unánimemente repudiado por la opinión pública".
A las 10 y 10 los cadetes salieron del Colegio rumbo a la Capital, mientras la contraseña revolucionaria era trasmitida a todas las unidades del interior del país anunciando el estallido. "Tiempo tormentoso" era la clave que circulaba por las emisoras telegráficas.
En verdad, los regimientos sublevados hasta ese momento no podían decidir el triunfo del golpe, pues las guarniciones más importantes (entre ellas Campo de Mayo) seguían en una actitud pasiva. El general Elías Álvarez hablaba, se juramentaba, pero no movía un solo soldado en apoyo de Uriburu. Seguía esperando. Por eso, Sánchez Sorondo se atrevió a aumentar las cifras en el telegrama dirigido al Gobierno, asegurando que contaba con el apoyo de tres divisiones del Ejército.
Por su parte, los oficiales alzados telefonearon a las unidades más cercanas para advertirles que "todo Campo de Mayo se dirige hacia Buenos Aires" y que "la Armada se ha levantado íntegramente contra Yrigoyen". El efecto psicológico de estos falsos informes fue decisivo, pues en muchos casos neutralizó las defensas y en otros decidió el apoyo a la revolución en marcha.

"A COMPRAR PAN"
Una multitud de civiles se agrupó en torno del monumento a los Españoles, a la espera de las tropas conducidas por Reynolds. Hasta allí se llegó entonces el general Justo, en su automóvil particular, acompañado por el coronel Smith, quien dirigió una breve arenga reclamando "calma y mesura para no empañar la empresa patriótica emprendida por el Ejército". Concluía Smith su discurso, parado en el estribo del automóvil de Justo, cuando llegó el coronel Villafañe, a pie, y preguntó "por qué razón se ha juntado tanta gente en este lugar, sin autorización policial y en pleno estado de sitio". Un vigilante le informó que estaban esperando a los revolucionarios.
—¿Qué revolucionarios? —protestó Villafañe.
—¿Cómo? ¿Me va a decir que usted no sabe nada, coronel?
Efectivamente, Villafañe acababa de llegar de Montevideo e ignoraba los detalles de la situación. Sólo le había llamado la atención que sonara la sirena de Crítica.
Uriburu y Reynolds unieron sus efectivos antes de llegar al monumento, en la esquina de Olazábal y avenida Melián, y al ser informados de que en los cuarteles de los regimientos uno y dos de infantería (Palermo) se habían apostado tropas para reprimir el levantamiento, resolvieron modificar el itinerario. En la esquina de Rivera (hoy Córdoba) y Medrano, Uriburu debió solucionar un problema delicado que le plantearon dos subtenientes:
—La tropa tiene hambre, mi general. Desde las 4 de la mañana que están en pie y con un desayuno liviano . . .
—Córranse hasta la panadería de la esquina y compren todo el pan que hay. Aquí tienen dinero.
A los pocos minutos, los dos oficiales volvieron hasta el automóvil de Uriburu.
—Hay poco pan, mi general. No alcanza. La panadería es chica. . .
—Entonces, adelántense hasta el centro. Hay una panadería grande en Sarmiento y Cerrito. Compren allí y esperen a que lleguemos.

LOS BOMBEROS Y LOS GRANADEROS
Uriburu había comprometido el apoyo de los bomberos, a quienes se les encomendó la toma del Departamento Central de Policía (adicto a Yrigoyen), a pesar de las protestas. "Estamos para apagar el fuego, no para encenderlo", se quejó el capitán de los bomberos cuando se le ordenó prepararse para lanzar un ataque. Sin embargo, cuando ya estaba todo dispuesto sonó la alarma y un incendio los salvó a tiempo de participar en la sublevación.
En el otro bando se produjo también una deserción de último momento. El cuerpo de Granaderos a Caballo, capitaneado por el coronel Luis María Vázquez, iba a salir en defensa de Yrigoyen, cuando sus propios oficiales y suboficiales desarmaron las ametralladoras, arrestaron a Vázquez y se plegaron al movimiento.
A todo esto, Elpidio González consideraba que la situación seguía favorable al Gobierno y trataba de despistar los rumores alegando que la aviación no era rebelde. "Los aparatos que sobrevuelan la ciudad son leales y están en misión de reconocimiento", decía. Seguramente, él no había leído los volantes con las proclamas que estos aviones lanzaban en cada uno de sus raids aéreos. Las pizarras de los diarios (la de Crítica era la más leída) informaban paso a paso de todos los detalles del avance rebelde sobre la Casa Rosada. Sólo intentaba mitigar esas noticias (con estériles comunicados) el vespertino La Época, de franca tendencia oficialista.
Ante la inoperancia del Gobierno para organizar la resistencia (la ausencia del general Dellepiane se hacía sentir), el resto de las unidades se fue plegando lentamente a la sublevación. Ya no se trataba de la pasividad cómplice, sino también de la adhesión espontánea, como la del 3 de infantería, que a la una de la tarde se definió en favor de Uriburu. Desorientados, en la Casa de Gobierno empezaron a discutir Elpidio González y Enrique Martínez. Este último, sin poder reprimir su excitación, gritó al ministro del Interior en presencia del personal de intendencia:
—¡Me han engañado! ¡Me han vendido! Me entregaron el poder porque esto se derrumbaba. No me va a decir usted que ignoraba esta situación . . .
—Resignémonos, doctor Martínez. Estuvimos hermanados en un mismo ideal partidario y es necesario que así afrontemos los acontecimientos.
—¡No improvisemos frases, González! ¡Por favor!
En ese momento, las 5 en punto de la tarde, Martínez resolvió izar la bandera blanca en la Casa Rosada, a la espera de los sublevados. Media hora después, los cadetes del Colegio Militar, que venían por la avenida Callao, desembocaron en el Congreso Nacional y fueron atacados desde los altos de ese edificio.

EL TIROTEO FRENTE AL CONGRESO
Al conocerse la noticia de que el Gobierno estaba dispuesto a parlamentar, la gente se abalanzó sobre los jefes rebeldes y rodeó el coche abierto de Uriburu para felicitarlo. Se consideraba que Yrigoyen estaba prácticamente derrotado Y que el triunfo era —según la jerga popular— un paseo. "¡El paseo de los cadetes", como se lo denominaría después.
Pero cuando la columna llegó a la cuadra de Callao, entre Bartolomé Mitre y Rivadavia, se oyeron los primeros estampidos. Desde la esquina de la confitería del Molino llovían balas sobre las tropas y sobre la gente, la que empezó a desbandarse en forma peligrosa. El despliegue de los cadetes fue rapidísimo. Los que encabezaban la columna se parapetaron detrás de los caballos, para repeler el fuego, y el resto se distribuyó estratégicamente en el monumento a los dos Congresos y en la esquina de Rivadavia y Rodríguez Peña. Desde allí disparaban sobre el Congreso (apuntando a los ventanales), la confitería Del Molino y el hotel Mar del Plata, desde donde se suponía que habían partido los tiros.
El tiroteo duró media hora, y cuando terminó, a las 6 de la tarde, se supo que los dos cadetes heridos, y llevados a la confitería La Opera para ser atendidos, fallecieron en brazos de sus camaradas. Eran alumnos del último año: Jorge Güemes Tormo y Carlos Larguía. Para ese entonces, un grupo de civiles había comenzado a incendiar las instalaciones del diario La Época (en avenida de Mayo al 700) y el presidente Yrigoyen abandonaba su domicilio en compañía del doctor Oyhanarte, para trasladarse a La Plata. En el Departamento de Policía también era izada la bandera de parlamento.

URIBURU EN LA PRESIDENCIA
Al escucharse los primeros disparos, Uriburu y Justo (éste acababa de unirse a la columna) partieron de inmediato rumbo a la Casa de Gobierno. Sabían que los estaban esperando para entregarles el poder y debían apurarse antes que un simple tiroteo cambiara el destino de la sublevación. Hasta ese momento el jefe había avanzado sin resistencia, aprovechando la indecisión del Gobierno, y estaba ganando psicológicamente la batalla. "Es una locura, no irán muy lejos porque al entrar en la Capital estarán en inferioridad numérica", le habían sentenciado los pocos militares adictos a Yrigoyen. El razonamiento era cierto, pero como ninguno de ellos se animó a impartir la orden de resistencia, Uriburu siguió avanzando hasta que dominó la situación. Lo dejaron hacer; e hizo, no más.
A las 6 y 10 de la tarde Uriburu y Justo llegaron a la Casa Rosada y se entrevistaron con Martínez en el comedor de la Presidencia. Este redactó su renuncia, la entregó y se fue a su casa. El Gobierno había sido derrotado y estaba ahora en manos de los militares golpistas. Una hora más tarde Yrigoyen llegó a La Plata e intentó organizar una resistencia, pero los militares le explicaron que ya nada se podía hacer y se negaron a acompañarlo. Entonces el caudillo, con 38 grados de fiebre y 79 años sobre las espaldas, optó por entregarse detenido en el cuartel del regimiento 7º de infantería y suscribir su renuncia.
En una esquela con membrete del gobernador de la provincia de Buenos
Aires, Yrigoyen hizo escribir a máquina este texto: "Ante los sucesos ocurridos, presento en absoluto la renuncia del cargo de Presidente de la Nación Argentina." Después tomó una lapicera y con pulso tembloroso agregó: "Dios guarde a V.E." Debajo estampó su firma. La dimisión estaba dirigida "al señor jefe de las fuerzas militares de La Plata".
A las 10 de la noche de aquel 6 de setiembre, cuando la deposición era un hecho irreversible y Uriburu informaba telegráficamente a todas las guarniciones militares del interior que acababa de asumir la Presidencia "por renuncia de Yrigoyen y Martínez", una multitud de exaltados penetraba en la casa particular del presidente derrocado y sacaba a la calle todo su moblaje: una cama de hierro, una mesita de luz y cuatro sillas. Con ese botín de guerra se hizo una fogata en la vía pública.
Al día siguiente, mientras Uriburu designaba sus ministros y juraba con ellos en el salón blanco de la Presidencia, Yrigoyen era trasladado a un buque de guerra que lo llevaría hasta la isla Martín García.

1932 - 43: "LA UNANIMIDAD DE UNO"
"¡Bendito sea el fraude!", pudo exclamar en 1934, en pleno recinto parlamentario, un diputado conservador. Desde que el 5 de abril de 1931 el radicalismo triunfara abrumadoramente en las elecciones para gobernador en la provincia de Buenos Aires, las autoridades surgidas del golpe del 30 optaron por instaurar un nuevo sistema electoral: el fraude patriótico. Fue la fórmula adoptada para guardar el orden e impedir que la Unión Cívica Radical volviera a adueñarse del poder.
Sobrevino entonces un período de aguda apatía ciudadana. El descreimiento era su rasgo distintivo. Y la política, en el lenguaje común, comenzó a ser sinónimo de falencia y duplicidad. Esta década, bautizada con el calificativo de 'infame', vio sucederse a tres gobiernos, impuestos por la Fórmula de la Concordancia; una alianza de los conservadores con el socialismo Independiente, orientado por Antonio de Tomaso y Federico Pinedo: Agustín P. Justo (1932-38), Roberto Ortiz (1938-40), Ramón S. Castillo (1940-43).
Fue una sucesión ordenada. Porque la interrupción de la presidencia de Ortiz se debió a la renuncia por enfermedad y posterior muerte de éste, que debió ser reemplazado por el vicepresidente Castillo. La Alianza Civil, integrada por el socialismo y la democracia progresista sólo pudo lograr, naturalmente, algunas bancas en el Congreso. Fue la época del ensayo corporativo, consumado por Manuel Fresco en la provincia de Buenos Aires, y que le permitió acuñar al presidente Castillo una frase preferida: "El gobierno de la unanimidad de uno", parodiando al folklórico 'L'état c'est moi' de Luis XIV.
El ensayista Félix Luna definió ese período como de "años sin grandeza, pequeños, banales. Como en tiempos del reinado de Luis Felipe, en Francia, el pueblo se aburría". La necesidad de un cambio parecía imponerse. La guerra mundial y la migración interna, del campo a la ciudad, empezó a influir decisivamente en el panorama argentino.
En la madrugada del viernes 4 de junio de 1943, el presidente Castillo reunió a sus ministros en la Casa de Gobierno para imponerles de una grave situación: "Un grupo de oficiales que viene conspirando desde hace algún tiempo ha decidido sacar hoy las trepas a la calle para derrocarnos". Castillo no se equivocaba. El general que comandaba al grupo conspirador era Pedro Pablo Ramírez (Palito), a quien en la mañana del 3 de junio Castillo le había pedido la renuncia como ministro de Guerra. A las 5 y media, las presunciones de Castillo tuvieron confirmación: el general Arturo Rawson, íntimo de Ramírez, le enviaba un ultimátum anunciándole que tenía 9 mil hombres apostados al borde de la ciudad, "para tomar el poder por la fuerza". Efectivamente, pocas horas después, Rawson era dueño del poder.
Es que el candidato de Castillo para las elecciones presidenciales que debían realizarse en 1944 era Robustiano Patrón Costas, un decidido partidario de la ruptura de relaciones con el Eje. Esto disgustó a la mayoría del ejército, imbuido por entonces de las doctrinas germanas.
Pero esta vez, el levantamiento no fue un simple desfile de cadetes, como en 1930. Frente a la Escuela de Suboficiales, a las 11 y 20 de la mañana, un intenso tiroteo dejó un saldo de 50 soldados muertos y 60 hombres con heridas de todo tipo. También debieron computarse tres muertes civiles, pues al producirse el tiroteo quedó encerrado por el fuego un colectivo de la línea 29 y las balas alcanzaron a los pasajeros.
A las 2 y media de la tarde Rawson entró triunfante en la Casa de Gobierno para despojar de la presidencia a Castillo y asumir él esa investidura. Pero Castillo ya no estaba. Se encontró, en cambio, con su amigo: el general Pedro Pablo Ramírez, quien se le había adelantado. Al ver a Rawson triunfante, Ramírez debió resignarse a que éste asumiera. Pero instantáneamente comenzó a tejer la trama de una red que permitiera arrebatarle el puesto. Para eso contaba con la solidaridad del GOU, la logia que había tramado el derrocamiento de Castillo (ver número anterior) y que apoyara circunstancialmente al liberal Rawson en su intentona. Cumplida esa misión, Ramírez aparecía como el mejor candidato para sucederlo.
La presidencia de Rawson duró apenas 48 horas. Para dar la sensación de que la estabilidad del gobierno revolucionario no volvería a tambalearse, se lanzó un slogan con las iniciales del nuevo jefe de Estado: "Pedro Pablo Ramírez: Presidente Para Rato". No fue así. Porque a los siete meses (el 26 de enero de 1944) el GOU también se Jo deglutió, confiando la presidencia a Edelmiro J. Farrell. Para entonces, los hilos del gobierno empezaban a ser hábilmente manejados por un personaje que lograba los primeros dividendos de tantos desencuentros y que intentaba trepar a la cúspide de la popularidad: el coronel Juan Domingo Perón, uno de los estrategos del GOU.
Revista siete Días Ilustrados
02.07.1968

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