Yrigoyen fue el único que no creyó en la inminencia
del golpe de setiembre de 1930, y cayó sin defenderse.
Ramón Castillo, aunque advertido, tampoco pudo hacer nada
en junio de 1943 contra la conspiración de los militares
A las 7 y media de la mañana del 6 de setiembre de 1930
una escuadrilla de aviones militares Dewoitine, biplanos,
sobrevolaron la zona céntrica de Buenos Aires para
anunciar el derrocamiento del presidente Hipólito
Yrigoyen. Los volantes que arrojaban los pilotos contenían
una proclama revolucionaria (firmada por la junta militar
presidida por el teniente general José Félix Uriburu) que
decía así:
"El ejército y la armada de la Patria, respondiendo al
clamor unánime del pueblo de la Nación y a los propósitos
perentorios que nos impone el deber de argentinos en esta
hora solemne para los destinos del país, han resuelto
levantar su bandera para intimar a los hombres que han
traicionado en el gobierno la confianza del pueblo y de la
República el abandono inmediato de los cargos, que ya no
ejercen para el bien común, sino para el logro de sus
apetitos personales."
Este fue el aviso oficial de una sublevación que se venía
gestando desde hacía por lo menos tres meses, y de cuyos
movimientos tomaban debida nota, diariamente, tanto los
sectores de la oposición como los partidarios de Yrigoyen.
El presidente, viejo (al borde de los 80 años) y enfermo,
prefería seguir siendo el único que ignoraba estos
sucesos. A su alrededor se había tejido una red defensiva
tan delgada que bastó un simple rasguño para deshacerla.
Esas defensas se limitaban a organizarle manifestaciones
populares y a esperar los acontecimientos.
El proceso, que hizo crisis el 6 de setiembre, se había
agudizado en los últimos días de agosto de 1930.
En la noche del 28 de agosto de ese año una caravana de
automóviles, camiones y ómnibus fuera de servicio desfiló
por las calles de Buenos
Aires al grito de "¡Yrigoyen sí, otro no!" La mayoría eran
afiliados al radicalismo, movilizados por los caudillos de
los comités vecinales con la ayuda de algunos funcionarios
del Estado, quienes les facilitaron los medios de
trasporte. Esa manifestación fue encabezada por los jefes
del famoso Klan Radical, cuyo lema era "100 por 100 de
radicalismo".
La columna, identificada por millares de boinas blancas,
se trazó un circuito que abarcaba las inmediaciones del
Congreso. Por allí marcharon varias horas hasta agotarse,
enarbolando fotos de Yrigoyen y banderas rojas y blancas.
Al día siguiente, 29 de agosto, el gobierno dispuso
acuartelar las tropas en Campo de Mayo, y ordenó que
efectivos del Escuadrón de Seguridad patrullaran las
calles céntricas y custodiaran la Casa Radical y el
domicilio particular del presidente. Yrigoyen, con una
fuerte gripe, permanecía recluido en su modesta habitación
de la calle Brasil (entre Lima y Bernardo de Irigoyen), y
la jefatura del Poder Ejecutivo era ocupada
provisionalmente por el vicepresidente, doctor Enrique
Martínez. Al lado suyo, intercambiando noticias poco
alentadoras, solían cuchichear los ministros de Relaciones
Exteriores, Horacio Oyhanarte, y de Obras Públicas, José
Benjamín Abalos.
Todos esperaban el estallido de un foco revolucionario,
menos Yrigoyen, para quien no había "nada que temer".
"¿Quién puede rebelarse en contra mío? ¿Por qué?",
preguntaba el presidente a quienes le acercaban
informaciones sobre la inminente revuelta en el Ejército.
Esos rumores culpaban al general Agustín P. Justo, quien
como ministro de Guerra del presidente Alvear había
permitido escalar posiciones a los oficiales
antirradicales. Pero Justo se defendió
de esos ataques, ante Elpidio González, ministro del
Interior, a quien dio seguridades de que no tenía "ninguna
conexión con los movimientos conspirativos".
El verdadero jefe del complot, efectivamente, no era él,
sino Uriburu. Justo se reservaba para mejor oportunidad.
Por el momento había cumplido su misión con creces: abrir
las puertas del Estado Mayor del Ejército a los
conspiradores.
SILBATINA EN LA RURAL
En la tarde del 31 de agosto, la tradicional exposición
ganadera en la Rural sirvió de tribuna opositora y caldeó
los ánimos en contra del Gobierno. Una ensordecedora
silbatina recibió esa vez al ministro de Agricultura y
Ganadería, Juan B. Fleítas, cuando fue a ocupar su sitio
junto a las autoridades de la Sociedad Rural, en Palermo,
y a llevar la representación de Yrigoyen. Como resultado
del incidente fue suspendido el desfile de animales
premiados, y la Rural debió excusarse mediante una nota
dirigida al ministro abucheado.
Pero el episodio más dramático para la tambaleante
estabilidad del régimen constitucional ocurrió 24 horas
después, cuando el general Luis Dellepiane, uno de los
pocos jefes militares fieles al radicalismo, renunció a su
cargo de ministro de Guerra. "He acompañado —decía
Dellepiane en su dimisión dirigida al presidente—, a pesar
de mi voluntad y contrariando mi conciencia, a Vuestra
Excelencia, en la refrendación de decretos concediendo
dádivas generosas. . ." Más adelante recordaba su
actuación en la Semana Trágica, en enero de 1919, "cuando
colaboré para mantener la estabilidad del Gobierno, en
momentos en que todo parecía perdido" (fue durante la
primera presidencia de Yrigoyen), para terminar
denunciando a quienes rodeaban esta vez al primer
magistrado: "A su lado ahora solamente hay adulones y muy
pocos leales."
La baja del general Dellepiane restaba al Gobierno la
única carta posible para jugar en el momento decisivo,
pues con él desaparecía el timón defensivo. Dellepiane era
el único que podía detener, llegado el caso, el estallido
revolucionario. En cambio, Elpidio González, quien asumió
interinamente la cartera de Guerra, enardeció aún más los
ánimos opositores. Para peor, al aceptar la renuncia de
Dellepiane (en nombre de Yrigoyen), González se olvidó de
colocar una consabida frase de rutina: la que agradece
"los importantes y valiosos servicios prestados". Poco
después González dijo a los periodistas al referirse a la
aceptación de esa renuncia: "Lo que debía hacerse está
hecho; ahora esperamos".
Esta respuesta enigmática, en el mejor estilo de Yrigoyen,
en lugar de
aclarar las cosas contribuyó a confundirlas aún más. El
Gobierno estaba sin defensa, sumergido en el caos interno,
arrasado por la crisis económica y sin apoyo popular. Pero
seguía siendo, sin embargo, el régimen constitucional. No
pocos radicales advirtieron que Yrigoyen no podría
reintegrarse más a la Presidencia, y empezaron a proponer
soluciones legalistas. La mayoría coincidió en sustituir a
Yrigoyen con Martínez, en quien veía una salida
provisional hasta la terminación del período. Pero los
acontecimientos iban a una velocidad mayor y no les dieron
tiempo a jugar esa carta.
YRIGOYEN DELEGA EL MANDO
La insistencia de los correligionarios recién convenció a
Yrigoyen en la tarde del 5 de setiembre. Ese día, el
anciano caudillo delegó el mando en el vicepresidente
Martínez, y éste decretó el estado de sitio por treinta
días, su primera maniobra en el cargo.
Era la única forma de terminar con los desórdenes
callejeros de los últimos días, durante los cuales se
habían tiroteado en pleno centro de Buenos Aires las dos
fracciones antagónicas: el Klan Radical y los grupos
nacionalistas de choque inspirados por Uriburu.
Esa decisión no logró detener, en cambio, la conspiración
militar. Los conjurados se siguieron reuniendo diariamente
y uno de ellos, el capitán Juan Domingo Perón, contaría
después en sus memorias (Lo que yo vi de la preparación y
realización de la revolución del 6 de setiembre de 1930;
Buenos Aires, 1931) que en la noche del 5 de setiembre se
enteró de que el golpe iba a estallar en la madrugada del
día siguiente.
Al describir algunas escenas conspirativas en las que le
tocó participar, Perón dejó estampada una imagen de
aquellos momentos: "A las 21,10 yo estaba en la esquina de
Crítica. La sexta edición había sido confiscada y quemada
en grandes hogueras en el centro de la calle. La manzana
estaba rodeada de policías a caballo y a pie, amén de
numerosos pesquisas que rodeaban disimuladamente la
manzana. Los canillitas, en grupo, a media cuadra,
prorrumpían en gritos e improperios contra los agentes del
orden. El grito de 'chorros' resonaba por todas partes.
Numerosos vendedores de diarios, llorosos y maltrechos,
conversaban con los ciudadanos". (El vespertino Crítica,
dirigido por Natalio Botana, era en ese momento la voz
opositora más poderosa.)
A las 5 de la mañana del 6 de setiembre un grupo de
legisladores se dio cita en la casa del diputado nacional
Manuel Fresco, y partió luego rumbo a Campo de Mayo. Eran
los integrantes del bloque conservador: Antonio
Santamarina, José María Bustillo, Luis Grisolía, Raúl
Díaz, Miguel Ángel Cárcano, José Aguirre Cámara, Damián
Fernández, Carlos A. Astrada, Oscar Gómez Palmés, Nicanor
Costa Méndez, Laureano Landaburu, José Lucas Penna, el
senador nacional Leopoldo Melo y el propio Fresco.
Una vez en el despacho del jefe de la guarnición de Campo
de Mayo, general Elías Álvarez, los diputados
conservadores expusieron su propósito de acompañar a los
militares golpistas a tomar el poder. Álvarez los escuchó
detenidamente y les dijo: "Señores, siento que la Patria
está con ustedes. . ." Después los condujo a una
habitación contigua, los encerró y dio una orden estricta
a los dos soldados de guardia: "Si estos señores intentan
hacer algo raro, hay que tirar a matar."
Según el testimonio de Manuel Fresco, "la actitud de
Álvarez era dubitativa y desconcertante, pues nos encerró
a nosotros y empezó a tomar juramento a sus oficiales para
comprometerlos con la sublevación". La intención del
general Álvarez era plegarse al movimiento, pero como no
tenía seguridades del triunfo prefirió mantenerse a la
expectativa, dejando las dos puertas abiertas.
Por su parte, el teniente coronel Florencio Campos se negó
a jurar fidelidad al movimiento, trepó a un caballo y se
fue galopando hasta las otras unidades, para avisar que
Campo de Mayo estaba sublevado. Un par de horas después,
Campos retornó angustiado y vencido, pues acababa de
comprobar que nadie se atrevía a reprimir la sublevación.
Finalmente, los diputados conservadores fueron liberados y
salieron de allí sin mucha confianza en el apoyo del
general Álvarez.
Simultáneamente, otro grupo civil cumplía similares
funciones en el Colegio Militar de la Nación. Eran los
diputados Antonio de Tomaso, Héctor González Iramain y
Manuel A. Alvarado, y el director de Crítica, Natalio
Botana. Esta misión podía haberse obviado, pues el coronel
Francisco Reynolds (director del instituto) era uno de los
más conspicuos conspiradores, aunque servía para
comprometer la participación de los sectores políticos.
LOS CIVILES EN LAS CALLES
A las 7 y media llegó al Colegio Militar el jefe de la
sublevación. Uriburu iba acompañado por dos militares, los
tenientes coroneles Emilio Kinkelín y Juan Bautista
Molina, y por cuatro civiles, Raúl Guerrico, Alfredo
Rodríguez, Matías G. Sánchez Sorondo y Mariano P.
Ceballos. El Colegio estaba preparado para salir desde la
madrugada, con ropas de fajina y pertrechos de guerra,
alineado en el patio de armas.
Los grupos civiles esperaban a las tropas en lugares
estratégicos de la ciudad. Alberto Viñas, al frente del
Centro Universitario, debía aguardar en la estación
ferroviaria Belgrano R, con 40 automóviles, la llegada de
Uriburu para escoltarlo hasta el Colegio Militar. Pero a
la hora convenida, 7 y cuarto, el jefe rebelde no llegó y
Viñas debió cambiar sus planes. "Organícense en columna
detrás mío —dijo a sus cien hombres— y sigan mi automóvil;
no se entreguen por nada del mundo." La columna de Viñas
enfiló hacia El Palomar y cuando pasaba por la seccional
39ª de la policía (en la calle Olazábal) fue tiroteada sin
consecuencias. A las 8 y media llegaron al Colegio.
A esa hora, la policía creía haber desbaratado la
rebelión. Dos conspiradores civiles, Rodolfo Moreno y
Daniel Videla Dorna, estaban detenidos en las seccionales
44ª y 38ª, junto a otros implicados, a quienes se les
secuestró abundante armamento. Pero se trataba de un
espejismo, pues el golpe militar estaba en marcha y ya no
podía ser detenido. Los aviones biplanos que anunciaron el
derrocamiento de Yrigoyen con una lluvia de volantes sobre
la ciudad habían dado la voz de alerta. Ya nadie creyó que
el Gobierno pudiera sostenerse mucho tiempo más. Una
multitud bulliciosa esperaba el arribo de las tropas en
Liniers, en la avenida Rivadavia, apiñada sobre los
paredones del ferrocarril Oeste.
Veinte vigilantes apostados trataban de mantener el orden
como podían, pero la gente los asustaba con falsas
noticias: "Les conviene irse, muchachos, vienen los
soldados con cañones y morteros. La radio dijo recién que
hubo un tiroteo en Morón y que murieron 5 policías. . ."
SALEN LAS TROPAS
A las 10 de la mañana el Colegio Militar era un hervidero.
El coronel Reynolds estaba ya listo para salir al frente
de las tropas, cuando mantuvo un último diálogo con
Uriburu. Habían convenido tomar distintos caminos.
Reynolds entraría en la Capital por la avenida San Martín
y se uniría a Uriburu en el monumento a los Españoles.
Pero querían sincronizar los movimientos con el jefe de la
sublevación:
—¿Hasta qué hora lo espero, mi general?
—¡Hasta que llegue, coronel!
—No, no. . . usted me tiene que decir una hora precisa.
¿Cómo me voy a quedar allí esperándolo, si a usted le
ocurre algo y no llega?
—Está bien. . . digamos las tres de la tarde. Si a esa
hora yo no he llegado con mis tropas, usted sigue hasta la
Casa Rosada y la toma.
Uriburu encomendó a Sánchez Sorondo que cursara un
telegrama al vicepresidente Martínez, en estos términos:
"En estos momentos marcho sobre la Capital, al frente de
las tropas de la primera, segunda y tercera divisiones del
Ejército. Debo encontrar a mi llegada su renuncia, así
como la del presidente titular. Les haré responsables de
la sangre que llegue a verterse para defender a un
Gobierno unánimemente repudiado por la opinión pública".
A las 10 y 10 los cadetes salieron del Colegio rumbo a la
Capital, mientras la contraseña revolucionaria era
trasmitida a todas las unidades del interior del país
anunciando el estallido. "Tiempo tormentoso" era la clave
que circulaba por las emisoras telegráficas.
En verdad, los regimientos sublevados hasta ese momento no
podían decidir el triunfo del golpe, pues las guarniciones
más importantes (entre ellas Campo de Mayo) seguían en una
actitud pasiva. El general Elías Álvarez hablaba, se
juramentaba, pero no movía un solo soldado en apoyo de
Uriburu. Seguía esperando. Por eso, Sánchez Sorondo se
atrevió a aumentar las cifras en el telegrama dirigido al
Gobierno, asegurando que contaba con el apoyo de tres
divisiones del Ejército.
Por su parte, los oficiales alzados telefonearon a las
unidades más cercanas para advertirles que "todo Campo de
Mayo se dirige hacia Buenos Aires" y que "la Armada se ha
levantado íntegramente contra Yrigoyen". El efecto
psicológico de estos falsos informes fue decisivo, pues en
muchos casos neutralizó las defensas y en otros decidió el
apoyo a la revolución en marcha.
"A COMPRAR PAN"
Una multitud de civiles se agrupó en torno del monumento a
los Españoles, a la espera de las tropas conducidas por
Reynolds. Hasta allí se llegó entonces el general Justo,
en su automóvil particular, acompañado por el coronel
Smith, quien dirigió una breve arenga reclamando "calma y
mesura para no empañar la empresa patriótica emprendida
por el Ejército". Concluía Smith su discurso, parado en el
estribo del automóvil de Justo, cuando llegó el coronel
Villafañe, a pie, y preguntó "por qué razón se ha juntado
tanta gente en este lugar, sin autorización policial y en
pleno estado de sitio". Un vigilante le informó que
estaban esperando a los revolucionarios.
—¿Qué revolucionarios? —protestó Villafañe.
—¿Cómo? ¿Me va a decir que usted no sabe nada, coronel?
Efectivamente, Villafañe acababa de llegar de Montevideo e
ignoraba los detalles de la situación. Sólo le había
llamado la atención que sonara la sirena de Crítica.
Uriburu y Reynolds unieron sus efectivos antes de llegar
al monumento, en la esquina de Olazábal y avenida Melián,
y al ser informados de que en los cuarteles de los
regimientos uno y dos de infantería (Palermo) se habían
apostado tropas para reprimir el levantamiento,
resolvieron modificar el itinerario. En la esquina de
Rivera (hoy Córdoba) y Medrano, Uriburu debió solucionar
un problema delicado que le plantearon dos subtenientes:
—La tropa tiene hambre, mi general. Desde las 4 de la
mañana que están en pie y con un desayuno liviano . . .
—Córranse hasta la panadería de la esquina y compren todo
el pan que hay. Aquí tienen dinero.
A los pocos minutos, los dos oficiales volvieron hasta el
automóvil de Uriburu.
—Hay poco pan, mi general. No alcanza. La panadería es
chica. . .
—Entonces, adelántense hasta el centro. Hay una panadería
grande en Sarmiento y Cerrito. Compren allí y esperen a
que lleguemos.
LOS BOMBEROS Y LOS GRANADEROS
Uriburu había comprometido el apoyo de los bomberos, a
quienes se les encomendó la toma del Departamento Central
de Policía (adicto a Yrigoyen), a pesar de las protestas.
"Estamos para apagar el fuego, no para encenderlo", se
quejó el capitán de los bomberos cuando se le ordenó
prepararse para lanzar un ataque. Sin embargo, cuando ya
estaba todo dispuesto sonó la alarma y un incendio los
salvó a tiempo de participar en la sublevación.
En el otro bando se produjo también una deserción de
último momento. El cuerpo de Granaderos a Caballo,
capitaneado por el coronel Luis María Vázquez, iba a salir
en defensa de Yrigoyen, cuando sus propios oficiales y
suboficiales desarmaron las ametralladoras, arrestaron a
Vázquez y se plegaron al movimiento.
A todo esto, Elpidio González consideraba que la situación
seguía favorable al Gobierno y trataba de despistar los
rumores alegando que la aviación no era rebelde. "Los
aparatos que sobrevuelan la ciudad son leales y están en
misión de reconocimiento", decía. Seguramente, él no había
leído los volantes con las proclamas que estos aviones
lanzaban en cada uno de sus raids aéreos. Las pizarras de
los diarios (la de Crítica era la más leída) informaban
paso a paso de todos los detalles del avance rebelde sobre
la Casa Rosada. Sólo intentaba mitigar esas noticias (con
estériles comunicados) el vespertino La Época, de franca
tendencia oficialista.
Ante la inoperancia del Gobierno para organizar la
resistencia (la ausencia del general Dellepiane se hacía
sentir), el resto de las unidades se fue plegando
lentamente a la sublevación. Ya no se trataba de la
pasividad cómplice, sino también de la adhesión
espontánea, como la del 3 de infantería, que a la una de
la tarde se definió en favor de Uriburu. Desorientados, en
la Casa de Gobierno empezaron a discutir Elpidio González
y Enrique Martínez. Este último, sin poder reprimir su
excitación, gritó al ministro del Interior en presencia
del personal de intendencia:
—¡Me han engañado! ¡Me han vendido! Me entregaron el poder
porque esto se derrumbaba. No me va a decir usted que
ignoraba esta situación . . .
—Resignémonos, doctor Martínez. Estuvimos hermanados en un
mismo ideal partidario y es necesario que así afrontemos
los acontecimientos.
—¡No improvisemos frases, González! ¡Por favor!
En ese momento, las 5 en punto de la tarde, Martínez
resolvió izar la bandera blanca en la Casa Rosada, a la
espera de los sublevados. Media hora después, los cadetes
del Colegio Militar, que venían por la avenida Callao,
desembocaron en el Congreso Nacional y fueron atacados
desde los altos de ese edificio.
EL TIROTEO FRENTE AL CONGRESO
Al conocerse la noticia de que el Gobierno estaba
dispuesto a parlamentar, la gente se abalanzó sobre los
jefes rebeldes y rodeó el coche abierto de Uriburu para
felicitarlo. Se consideraba que Yrigoyen estaba
prácticamente derrotado Y que el triunfo era —según la
jerga popular— un paseo. "¡El paseo de los cadetes", como
se lo denominaría después.
Pero cuando la columna llegó a la cuadra de Callao, entre
Bartolomé Mitre y Rivadavia, se oyeron los primeros
estampidos. Desde la esquina de la confitería del Molino
llovían balas sobre las tropas y sobre la gente, la que
empezó a desbandarse en forma peligrosa. El despliegue de
los cadetes fue rapidísimo. Los que encabezaban la columna
se parapetaron detrás de los caballos, para repeler el
fuego, y el resto se distribuyó estratégicamente en el
monumento a los dos Congresos y en la esquina de Rivadavia
y Rodríguez Peña. Desde allí disparaban sobre el Congreso
(apuntando a los ventanales), la confitería Del Molino y
el hotel Mar del Plata, desde donde se suponía que habían
partido los tiros.
El tiroteo duró media hora, y cuando terminó, a las 6 de
la tarde, se supo que los dos cadetes heridos, y llevados
a la confitería La Opera para ser atendidos, fallecieron
en brazos de sus camaradas. Eran alumnos del último año:
Jorge Güemes Tormo y Carlos Larguía. Para ese entonces, un
grupo de civiles había comenzado a incendiar las
instalaciones del diario La Época (en avenida de Mayo al
700) y el presidente Yrigoyen abandonaba su domicilio en
compañía del doctor Oyhanarte, para trasladarse a La
Plata. En el Departamento de Policía también era izada la
bandera de parlamento.
URIBURU EN LA PRESIDENCIA
Al escucharse los primeros disparos, Uriburu y Justo (éste
acababa de unirse a la columna) partieron de inmediato
rumbo a la Casa de Gobierno. Sabían que los estaban
esperando para entregarles el poder y debían apurarse
antes que un simple tiroteo cambiara el destino de la
sublevación. Hasta ese momento el jefe había avanzado sin
resistencia, aprovechando la indecisión del Gobierno, y
estaba ganando psicológicamente la batalla. "Es una
locura, no irán muy lejos porque al entrar en la Capital
estarán en inferioridad numérica", le habían sentenciado
los pocos militares adictos a Yrigoyen. El razonamiento
era cierto, pero como ninguno de ellos se animó a impartir
la orden de resistencia, Uriburu siguió avanzando hasta
que dominó la situación. Lo dejaron hacer; e hizo, no más.
A las 6 y 10 de la tarde Uriburu y Justo llegaron a la
Casa Rosada y se entrevistaron con Martínez en el comedor
de la Presidencia. Este redactó su renuncia, la entregó y
se fue a su casa. El Gobierno había sido derrotado y
estaba ahora en manos de los militares golpistas. Una hora
más tarde Yrigoyen llegó a La Plata e intentó organizar
una resistencia, pero los militares le explicaron que ya
nada se podía hacer y se negaron a acompañarlo. Entonces
el caudillo, con 38 grados de fiebre y 79 años sobre las
espaldas, optó por entregarse detenido en el cuartel del
regimiento 7º de infantería y suscribir su renuncia.
En una esquela con membrete del gobernador de la provincia
de Buenos
Aires, Yrigoyen hizo escribir a máquina este texto: "Ante
los sucesos ocurridos, presento en absoluto la renuncia
del cargo de Presidente de la Nación Argentina." Después
tomó una lapicera y con pulso tembloroso agregó: "Dios
guarde a V.E." Debajo estampó su firma. La dimisión estaba
dirigida "al señor jefe de las fuerzas militares de La
Plata".
A las 10 de la noche de aquel 6 de setiembre, cuando la
deposición era un hecho irreversible y Uriburu informaba
telegráficamente a todas las guarniciones militares del
interior que acababa de asumir la Presidencia "por
renuncia de Yrigoyen y Martínez", una multitud de
exaltados penetraba en la casa particular del presidente
derrocado y sacaba a la calle todo su moblaje: una cama de
hierro, una mesita de luz y cuatro sillas. Con ese botín
de guerra se hizo una fogata en la vía pública.
Al día siguiente, mientras Uriburu designaba sus ministros
y juraba con ellos en el salón blanco de la Presidencia,
Yrigoyen era trasladado a un buque de guerra que lo
llevaría hasta la isla Martín García.
1932 - 43: "LA UNANIMIDAD DE UNO"
"¡Bendito sea el fraude!", pudo exclamar en 1934, en pleno
recinto parlamentario, un diputado conservador. Desde que
el 5 de abril de 1931 el radicalismo triunfara
abrumadoramente en las elecciones para gobernador en la
provincia de Buenos Aires, las autoridades surgidas del
golpe del 30 optaron por instaurar un nuevo sistema
electoral: el fraude patriótico. Fue la fórmula adoptada
para guardar el orden e impedir que la Unión Cívica
Radical volviera a adueñarse del poder.
Sobrevino entonces un período de aguda apatía ciudadana.
El descreimiento era su rasgo distintivo. Y la política,
en el lenguaje común, comenzó a ser sinónimo de falencia y
duplicidad. Esta década, bautizada con el calificativo de
'infame', vio sucederse a tres gobiernos, impuestos por la
Fórmula de la Concordancia; una alianza de los
conservadores con el socialismo Independiente, orientado
por Antonio de Tomaso y Federico Pinedo: Agustín P. Justo
(1932-38), Roberto Ortiz (1938-40), Ramón S. Castillo
(1940-43).
Fue una sucesión ordenada. Porque la interrupción de la
presidencia de Ortiz se debió a la renuncia por enfermedad
y posterior muerte de éste, que debió ser reemplazado por
el vicepresidente Castillo. La Alianza Civil, integrada
por el socialismo y la democracia progresista sólo pudo
lograr, naturalmente, algunas bancas en el Congreso. Fue
la época del ensayo corporativo, consumado por Manuel
Fresco en la provincia de Buenos Aires, y que le permitió
acuñar al presidente Castillo una frase preferida: "El
gobierno de la unanimidad de uno", parodiando al
folklórico 'L'état c'est moi' de Luis XIV.
El ensayista Félix Luna definió ese período como de "años
sin grandeza, pequeños, banales. Como en tiempos del
reinado de Luis Felipe, en Francia, el pueblo se aburría".
La necesidad de un cambio parecía imponerse. La guerra
mundial y la migración interna, del campo a la ciudad,
empezó a influir decisivamente en el panorama argentino.
En la madrugada del viernes 4 de junio de 1943, el
presidente Castillo reunió a sus ministros en la Casa de
Gobierno para imponerles de una grave situación: "Un grupo
de oficiales que viene conspirando desde hace algún tiempo
ha decidido sacar hoy las trepas a la calle para
derrocarnos". Castillo no se equivocaba. El general que
comandaba al grupo conspirador era Pedro Pablo Ramírez
(Palito), a quien en la mañana del 3 de junio Castillo le
había pedido la renuncia como ministro de Guerra. A las 5
y media, las presunciones de Castillo tuvieron
confirmación: el general Arturo Rawson, íntimo de Ramírez,
le enviaba un ultimátum anunciándole que tenía 9 mil
hombres apostados al borde de la ciudad, "para tomar el
poder por la fuerza". Efectivamente, pocas horas después,
Rawson era dueño del poder.
Es que el candidato de Castillo para las elecciones
presidenciales que debían realizarse en 1944 era
Robustiano Patrón Costas, un decidido partidario de la
ruptura de relaciones con el Eje. Esto disgustó a la
mayoría del ejército, imbuido por entonces de las
doctrinas germanas.
Pero esta vez, el levantamiento no fue un simple desfile
de cadetes, como en 1930. Frente a la Escuela de
Suboficiales, a las 11 y 20 de la mañana, un intenso
tiroteo dejó un saldo de 50 soldados muertos y 60 hombres
con heridas de todo tipo. También debieron computarse tres
muertes civiles, pues al producirse el tiroteo quedó
encerrado por el fuego un colectivo de la línea 29 y las
balas alcanzaron a los pasajeros.
A las 2 y media de la tarde Rawson entró triunfante en la
Casa de Gobierno para despojar de la presidencia a
Castillo y asumir él esa investidura. Pero Castillo ya no
estaba. Se encontró, en cambio, con su amigo: el general
Pedro Pablo Ramírez, quien se le había adelantado. Al ver
a Rawson triunfante, Ramírez debió resignarse a que éste
asumiera. Pero instantáneamente comenzó a tejer la trama
de una red que permitiera arrebatarle el puesto. Para eso
contaba con la solidaridad del GOU, la logia que había
tramado el derrocamiento de Castillo (ver número anterior)
y que apoyara circunstancialmente al liberal Rawson en su
intentona. Cumplida esa misión, Ramírez aparecía como el
mejor candidato para sucederlo.
La presidencia de Rawson duró apenas 48 horas. Para dar la
sensación de que la estabilidad del gobierno
revolucionario no volvería a tambalearse, se lanzó un
slogan con las iniciales del nuevo jefe de Estado: "Pedro
Pablo Ramírez: Presidente Para Rato". No fue así. Porque a
los siete meses (el 26 de enero de 1944) el GOU también se
Jo deglutió, confiando la presidencia a Edelmiro J.
Farrell. Para entonces, los hilos del gobierno empezaban a
ser hábilmente manejados por un personaje que lograba los
primeros dividendos de tantos desencuentros y que
intentaba trepar a la cúspide de la popularidad: el
coronel Juan Domingo Perón, uno de los estrategos del GOU.
Revista siete Días Ilustrados
02.07.1968
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