Casi en la esquina de Constitución y la avenida Entre
Ríos, al sur de Buenos Aires, una casa de dos plantas no
ha conseguido todavía quitarse de encima su estruendoso
pasado: un par de años atrás, desde sus vastos salones con
zócalo de piedra, emergían a la calle voces y golpes de
música; era un lugar para fiestas, y su repentina
transformación en sala de ensayos para los actores del
Canal 13 no ha alterado por fuera su fisonomía. Todas las
tardes, en el primer piso, se concentran los responsables
de una de las empresas culturales más riesgosas que se
hayan intentado este año en la Argentina: en torno del
director de televisión David Stivel (33 años) y de una
larga mesa que corta en dos la inhóspita sala, una decena
de intérpretes discute y ensaya sus papeles de Hamlet, la
tragedia más retumbante del inglés William Shakespeare,
cuya emisión está prevista para este mes —no hay fecha
segura—, en una versión de hora y media que reduce casi a
un tercio las cuatro horas del original.
"Hamlet, creo, es una excepción y no un síntoma en la
televisión argentina", define Stivel, mientras sobre un
reborde de piedra ocre, a sus espaldas, Juan Carlos Gené
memoriza moviendo los labios su parte de Polonio; Jorge
Rivera López subraya con un lápiz los fragmentos de
diálogo que corresponden a Laertes, y Bárbara Mujica
desmenuza mentalmente el personaje de Ofelia. Junto a
Stivel, Alfredo Alcón cubre con sus manos una edición
popular del Hamlet; no están allí todavía ni Violeta
Antier ni Ernesto Bianco, quienes encarnarán a la reina
adúltera, madre del protagonista, y al rey usurpador de
Dinamarca. El director ha concentrado otros nombres de
primera línea en el elenco; algunos como Pepe Soriano,
Tulio Carella y Guillermo Bredeston asumirán personajes
menores; otros, como Ubaldo Martínez o Fernando Siro, sólo
emitirán una frase. Según Stivel, esas irrupciones
minúsculas tienden a ser, básicamente, un símbolo: "He
querido sentir que ellos también estaban junto a nosotros
en esta empresa."
Como el propio director repite, la idea de Hamlet no es
una mera consecuencia del cuarto centenario de Shakespeare
(quien nació, se presume, en 1564); "Era uno de esos
proyectos que flotaban en el aire, y que acaban por
transformarse en propiedad de todos."
Ayer, lunes, Stivel y su equipo habían atravesado ya los
diez primeros días de lo que llaman "trabajo de mesa", a
razón de 5 ó 6 arduas horas por jornada, durante las
cuales leen el texto, aclaran las dudas personales,
establecen las complejidades y los límites de cada
personaje y fijan las bases para la puesta en escena. La
idea de que están inmersos en una suerte de milagro vuela
sobre cualquiera de ellos: "Es un fenómeno inesperado, no
creíamos que llegara a hacerse", comenta Gené.
Y sin embargo, ya está todo en marcha para que el lunes
próximo se grabe el tape de la emisión; a esta altura, en
trance de gestar el Hamlet, Stivel piensa que la mejor
actitud ante la pieza es aludir a la modernidad de su
contenido. "El protagonista —reflexiona— no debe ser visto
como un super héroe, empapado por un halo romántico; es
más valioso dar cuenta de sus luchas, advertir que está
forzado a defenderse del mundo que lo rodea."
Personalmente cree en la lucidez de Hamlet, en una
inteligencia "que raya en la genialidad"; y ese rasgo, por
cierto, "le parece locura a un mundo que se rige por otros
valores convencionales. Aunque —se pregunta Stivel—,
¿quién es el loco? ¿Todos los demás o él?".
No se sabe con certeza todavía cuánto costará esta empresa
fenomenal; el realizador supone que excederá el millón de
pesos, pero no está ahora en condiciones de asegurarlo.
El ojo del huracán
El hecho de que Hamlet sea una excepción y no un síntoma
de la televisión argentina, como dice Stivel, no sólo
califica a los programas de 1964. Es un fenómeno
francamente insólito en la década que lleva de vida ese
espectáculo; los últimos 4 años, caracterizados por la
irrupción de 3 nuevas estaciones que rompen en Buenos
Aires la hegemonía de LS82 Canal 7 —controlado por el
Estado— desde 1955, demuestran hasta qué punto la
competencia trastornó el panorama.
Los magros ciclos desplegados por el 7, habitualmente
desposeídos de todo interés cultural, persistieron en ese
canal hasta principios de este año; con su fracaso como
punto de comparación, se puede ahora examinar cómo las
otras emisoras fluyeron de un género dominante a otro,
anticipándose a los gustos del público, o creando esos
gustos, sin que el canal oficial consiguiese darles
alcance.
En 1963, por ejemplo, fue neto el apogeo de los ciclos
musicales para la juventud: de ese año data el
encumbramiento de Palito Ortega y de los cantantes del
Clan lanzados por el Canal 13; también ese año marca el
afianzamiento de Escala musical (Canal 13), un programa
que logra arrastrar hasta Buenos Aires a Chubby Cheker,
héroe del twist, y la irrupción de Ritmo y juventud.
En 1962 había sido típico el auge de los grandes golpes
cómicos: fue también Canal 13 quien lanzó entonces una
andanada fenomenal de figuras, desde el impertérrito Juan
Verdaguer o el casi surrealista Pepe Biondi hasta un Luis
Sandrini que se obstinaba en repetir el tono tragicómico
de Felipe y un José Marrone cuya eficacia estaba
exclusivamente apoyada sobre el desparpajo. También por
entonces se impone Tato Bores, empecinado desde 1961 en
crear —sobre libretos de César Bruto— un juego de
sarcasmos políticos que no dejaba respiros al espectador.
Fue, quizá, el golpe más imaginativo que haya dado el
Canal 9.
Un año atrás, en 1961, con sus elencos de intérpretes
todavía en formación y sus equipos técnicos incipientes,
las emisoras habían recurrido a las grandes seriales
norteamericanas, desde la brutal Mike Hammer hasta los
westerns Maverick, Bat Masterson y Caravana. Cuando el
Canal 7 quiso recuperar el terreno perdido y contrató Los
intocables, a principios de 1962, se encontró con un
público fatigado y ávido de otros acicates.
La batalla por la primacía se desencadenó poco antes de la
Navidad pasada, cuando los ejecutivos de las emisoras se
reunieron en cónclave para trazar sus planes de guerra.
Fue por esa época que el Canal 9 pasó a manos de Alejandro
Romay, propietario de radio Libertad, y emprendió una
política de rápida captación popular.
Los síntomas más evidentes de la lucha se produjeron en
los programas vespertinos de los fines de semana, cuya
duración media excedía las cinco horas, al menos en los
canales 9 y 13. Durante 1963, el Canal 11 se había
contentado con preparar para esos espacios tiras de films
norteamericanos y el 7 había optado por imitarlo, aunque
con un mayor acopio de material español y mexicano.
Cuando el Canal 13 logró arrebatar a su competidor el
ciclo Sábados circulares, los observadores supusieron que
le había asestado un golpe decisivo. El 9 se rehízo casi
en seguida, organizando un ciclo con rasgos parecidos,
Sábados Continuados, y alimentando sus 8 horas de duración
con los ídolos del ex Club del Clan. Hasta tal punto ese
gesto desarmó al adversario que, durante mayo pasado, el
rating promedio de este último programa alcanzó a 31,5
según IPSA y 28,4 según el Instituto Verificador de
Audiencia, sobre 12,3 y 18,1 del adversario.
Otro desplazamiento notable fue el de Tato siempre en
domingo, del 9 al 11, y como el anterior, estuvo
justificado por una mayor audacia empresaria. Ocurre que,
durante 1964, los golpes de efecto de los canales
tendieron a estabilizar sus posiciones; la emisora
oficial, que estaba a punto de desmoronarse, empezó a
salir de su naufragio cuando se confió su dirección
general al actor Francisco Petrone; los farragosos
programas comerciales cedieron paso a ciclos de un interés
cultural más sostenido: el teleteatro vespertino, por
ejemplo, se confió al excelente director de cine Rodolfo
Kuhn, y los domingos por la tarde, en el espacio dominado
por el entretenimiento La feria de la alegría (Canal 9),
la ofensiva se completó con una exhumación de los mejores
sainetes argentinos. Pero quizá el golpe más inesperado
fue la inclusión de films de primer orden, estrenados
menos de un lustro atrás, en las programaciones nocturnas:
La noche del cazador, de Charles Laughton, e Hiroshima mon
amour, de Alain Resnais, fueron los ejemplos más empinados
de esa política.
Despaciosamente, el Canal 7 fue conquistando la audiencia
perdida, con un promedio de 4,3 en los horarios centrales,
durante el mes de mayo (según IPSA). Al mismo tiempo, el
9, empecinado quizá obsesivamente en halagar a su
audiencia, no alcanzaba el estrepitoso rating esperado por
sus ejecutivos (11,9 en mayo, horarios centrales), y el
crecimiento del Canal 11, que se había insinuado ya
sólidamente en 1963, acababa por consolidarse (14,0 en
mayo, también en horarios centrales).
Pero la primacía que el Canal 13 ostentaba casi desde el
arranque de la fabulosa carrera logró mantenerse (su
rating promedio en mayo fue de 21,5), pese al fracaso de
algunos de sus programas más ambiciosos —el ejemplo
mayúsculo: Mejor nos reímos, de los domingos a la siesta—
y a la temporaria ausencia de uno de sus ejecutivos clave,
el director general Oscar Luis Massa. Quizá esa victoria
se deba al sostenimiento de algunos programas
notabilísimos —Telecataplum, sobre todo, un ciclo uruguayo
que en la penúltima de sus emisiones deslumbró con una
parodia de Edipo rey, la tragedia de Sófocles— y a su
impecable organización administrativa. La conciencia de
que la limpieza financiera importaba tanto como la
imaginación artística fue una carta que jugó también el
Canal 11, y una de las que más tienen que ver con su
encumbramiento.
"La televisión es una industria, pero posibilita la
realización de obras de arte", definió Stivel mientras
preparaba Hamlet. En la Argentina, esa frase no
corresponde del todo a la realidad, pero fue en 1964
cuando empezó a enarbolarse como una bandera definitiva.
Que es, en rigor, lo que importa.
Alfredo Alcón
Tiene 34 años, pero su apariencia es casi la de un
adolescente. Replegado en sí mismo, como si estuviera
siempre a punto de sobresaltarse, su historia personal es
casi un espejo de esa turbulencia emocional en la que
parece sumergido. Una década atrás, cuando irrumpió en el
ciclo Las dos carátulas, de Radio Nacional, recién
egresado del Conservatorio de Arte Escénico, empezó el
crecimiento de su nombre: el actor José Cibrián lo
arrastró por entonces hacia el incipiente Canal 7 y le
permitió descollar en las versiones de El cisne (Ferenc
Molnar) y Chatterton (Alfred de Vigny) que él mismo
dirigía. Después, sobreviene un intervalo borroso en el
que Alfredo Alcón se casa, viaja a España e intenta
metamorfosearse en torero. Hay versiones de terceros,
según las cuales creyó que el enfrentamiento con un toro
era algo simple, elemental, un mero juego de elegancia;
pero al entrar en el ruedo, advirtió las dificultades de
semejante batalla y prefirió alejarse.
Si nunca llegó a ser un mito, es justamente porque se
resistió a serlo. Pero sus cautelosas incursiones en el
teatro o en el cine le han permitido forjar la más sólida
fama interpretativa de la Argentina: a esta altura, es el
Actor por antonomasia, el único hombre en quien piensan
los creadores y los empresarios cuando tienen entre manos
un personaje gigantesco. El último es Hamlet, a quien
encarnará en un único espectáculo de hora y media, por el
Canal 13. Alcón nunca ha visto otro Hamlet que el de
Laurence Olivier (un film de 1947), pero en el fondo, ni
siquiera cree que haya sido necesario confrontar su propia
experiencia shakespiriana con experiencias ajenas; ante el
Hamlet sólo siente reacciones viscerales: cree que es
cuestión de zambullirse emocionalmente en la obra,
palparla y vivirla. También ése parece su modo de ver el
mundo.
La fama de Alcón está levantada, a los ojos de la gente,
sobre un film (Un guapo del 900, de Leopoldo Torre
Nilsson), una pieza teatral (Recordando con ira, de John
Osborne) y una tragedia televisada (Judith, de Hebbel).
Pero esa fama se compone, además, de renunciamientos
personales, de su afán por hacer "sólo lo que me gusta".
En televisión, sobran los dedos de las manos para contar
sus irrupciones: fuera de Judith, su nombre se empinó en
algunos ciclos biográficos emitidos por el Canal 9 en 1962
(Mayerling, El rey del fósforo), en la versión de Los
acosados de Eugene O'Neill y, más memorablemente, en Yerma
(Canal 13), donde compartió en 1963, junto con María
Casares, una de las victorias más rotundas de la
televisión argentina.
Todo eso le abrió las ventanas de un universo más amplio:
una mañana de 1962, cuando caminó hasta un quiosco vecino
a la Plaza de la República, en Buenos Aires, advirtió que
la gente lo miraba de un modo distinto. En la esquina, el
diariero le puso las manos sobre el hombro y le dijo:
"Señor Alcón, anoche lo vi en Judith, de Hebbel". Alcón
todavía se acuerda de eso, piensa que si hasta el último
de los hombres tiene acceso a las grandes obras, la
televisión queda ya justificada. Algo que calla, sin
embargo, es que en esas grandes obras, incluida Hamlet, es
su imagen la que irrumpe invariablemente.
4 de agosto de 1964
Página 43 - PRIMERA PLANA
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