Julio De Caro, de vuelta al violín
tras veinte años de silencio, retorna una de las mayores figuras del tango
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Acostumbrado a estar siempre en la vanguardia musical, el veterano tanguero (primo de Vittorio de Sica y amigo de Mussolini, después de un prolongado, voluntario ostracismo, planea formar de nuevo su orquesta y viajar al Japón. Antes de la partida memora sus éxitos pasados y su vida transcurrida entre cortes, malevos y quebradas

La historia del tango, casi siempre detenida en el pintoresquismo anecdótico, a menudo equidistante entre lo fragmentario y lo apócrifo, le debe todavía a Julio De Caro una justa, definitiva ubicación. Singularísimo compositor y director, dúctil violinista (introdujo en su orquesta el extraño violín corneta) fue —qué duda cabe— el primer vanguardista del tango. Cincuenta años atrás, cuando apenas contaba 24 años de edad, arrasó con los rudimentarios esquemas instrumentales y creó un estilo, al amparo de un axioma que hoy resulta paradojal: "El tango también es música".
Claro que por ese entonces el característico ritmo rioplatense —aún marginal, erradicado de las casas de buena familia por ese tufillo prostibulario que le valió la condena urbi et orbi del papa Pío X— era un territorio transitado por semianalfabetos, musicales, cuyas posibilidades expresivas difícilmente llegaban más allá del silbido. Sobre ese mundillo elemental y dudoso recaló el joven De Caro —hijo, junto a otros once hermanos— de una familia de ilustre linaje: es primo del actor y director cinematográfico italiano Vittorio De Sica—. "Quizás yo no haya hecho otra cosa que vestir al tango", reflexionó, modestamente, la semana pasada, en su amplio piso de la avenida Callao el 1700, en pleno barrio norte de Buenos Aires. El nuevo ropaje no fue exclusivamente musical: "En la época en que las orquestas visitaban al Viejo Mundo disfrazadas de gauchos, yo presenté a mis ejecutantes vestidos de frac, una forma de dar al tango pasaporte de señor", memora JDC, abroquelado en sus emocionados recuerdos. A menudo, las lágrimas trepan a sus ojos como cuando evoca las agrias reyertas familiares que le valió su vocación tanguera: por deseo paterno debió ser médico. Eran tiempos de padres autoritarios y el joven Julio tuvo que emigrar del hogar, al amparo del legendario Eduardo Arolas, apodado El tigre del bandoneón`` y autor de cien páginas antológicas. Hasta 1923, en que forma su propia orquesta, De Caro milita en la agrupación de El Tigre, en el ya desaparecido cabaret Tabarís. Después, vienen los arduos años de creación donde ven la luz mil tangos memorables: Boedo, Mala junta, El monito, Copacabana, Tierra querida, El arranque, Guardia vieja. Una noche, en el cabaret Chanteclair, uno de sus colegas le contó su drama privado: dificultades económicas, su mujer que se moría, necesitada de una urgente intervención quirúrgica. Allí mismo De Caro habló con dos glorias de la cirugía argentina, habitúes al desaparecido cabaret: Enrique Finocchietto y Pedro Chutro. Ambos salieron a escape y operaren exitosamente. Cuando De Caro preguntó cómo podía pagar ese generoso gesto, Finocchietto contestó: "Hágalo con un tango". Así nació Buen amigo, una melodía que poco después se convirtió en el favorito de Eduardo de Windsor, candidato al trono inglés, quien se llevó varios discos a Londres.
Acosado por los fantasmas del ayer, desovilla los nombres de los compañeros muertos, una larga lista que transita los territorios de la leyenda: Roberto Firpo, Pedro Laurenz, Pedro Maffia, Carlos Gardel. "Me siento como un ser de otro planeta, sabe? Tengo tantos recuerdos, tantas penas de ver cómo pisotean al tango. Créanme que pesan más los sufrimientos que los años", se entristeció JDC. Claro que no todo son melancólicas evocaciones: piensa viajar a Japón con una orquesta de 50 músicos y tres solistas. "Vamos a mostrar, de nuevo, cómo se toca el tango", se entusiasmó, en un arranque juvenil.

FANTASMAS DEL DOS POR CUATRO
A lo largo de una extensa charla de más de dos horas de duración, el famoso maestro habló sobre los asesinos del tango, la política musical, sus primeros devaneos artísticos, la vida alegre, Piazzolla, Mussolini y otros hitos legendarios de su arduo viaje retrospectivo. Lo que sigue es una síntesis de esa espléndida, nostálgica excursión.
—¿Cree que el tango se está muriendo?
—Mire, creo que lo quieren matar, lo cual no quiere decir que muera. Estimo que eso es imposible mientras haya argentinos
bien argentinos. ..
—¿Quiénes lo quieren matar?
—Hace 20 años que dejé de tocar y en ese lapso, ninguno de los gobiernos se ocupó debidamente del tango. Las radios oficiales le cerraron las puertas, no hubo estímulo de ninguna especie. Entonces me pregunto yo: Si no respetamos nuestra más auténtica tradición musical ¿para qué cantamos el Himno Nacional? ¿Para que honramos nuestra bandera? ¿Para qué hablamos de San Martín y Belgrano?
—¿Por eso usted dejó de tocar?
—Dejé allá por 1953. A mí no me gustan los manoseos: Eso de tener que ir a tocar al Obelisco, a Olivos o a Entre Ríos no va con mi temperamento. Yo nunca me metí en política ni lo voy a hacer.
—¿Cree que el actual gobierno se ocupará del tango?
—Soy muy optimista en tal sentido. Por lo que veo creo que está interesado en hacer una política argentinista, que es lo que el pueblo quiere.
—¿Qué medidas oficiales deberían tomarse en pro del tango?
—Crear un instituto de capacitación y especialización de tango, música considerada como folklore ciudadano. Así podrán ingresar nuevos valores. Deben poblarse nuevamente las emisoras para que aparezcan nuevos Gardeles, nuevos Piazzollas...
—¿Lamentó usted abandonar el tango?
—No hablemos de abandono porque hubo uno que fue mucho más tremendo y no puedo recordarlo sin un estremecimiento. ¿Usted sabía que mi padre me echó de casa cuando yo era casi una criatura?
—¿Cómo fue eso?
—Fue debido al tango, precisamente. Papá era un gran músico, un gran hombre, con ideas algo rígidas, producto de la época. El quería que yo fuera médico y cuando se enteró de que me gustaba el tango, me echó de casa.
—¿Cuándo comenzó a gustarle?
—Desde muy chico. Me volvía loco al escuchar un tango. A los 15 años, me pusieron unos pantalones largos y me llevaron a escondidas al Palais de Glace, un lujoso salón donde tocaba Roberto Firpo. Allí estaba yo sentado, medio disfrazado cuando comienzo a oír una gritería: "¡Que toque el ¡pibe!" Yo también me uní al coro, pensando que pedían El Pibe, un famoso tango de Greco. De pronto dos brazos que me alzan en vilo y me llevan al proscenio. Cuando me pusieron el violín bajo el brazo, me abandonó el miedo. Toqué La Cumparsita, pidiendo permiso para introducir dos contrapuntos. Cuando acabé la pieza, hubo una ovación delirante.
—¿Cómo vivió ese primer contacto con el público?
—Me asusté mucho, ¿sabe? Ese era un lugar muy especial. Estaba lleno de 'cocottes', que eran las mantenidas de los hombres ricos, de la talla de Benito Villanueva o de un Alzaga Unzué ... Cuando bajaba del palco una de ellas se me tiró encima y la emprendió a besos y mordiscos. Me baboseaban todo. Yo estaba espantado. Hasta que un hombre le dio un empujón y me dijo: "Vení, pibe, vos vas a tocar conmigo. Enredándome en los pantalones, gané la calle perseguido por mi salvador. Era nada menos que Eduardo Arolas.
—Se decía que Arolas no gozó de buena fama, que era proxeneta y otras cosas... ¿Cómo logró conciliar su estilo burgués con esa forma de malevaje?
—Lo que se dice de Arolas habrá sido antes. Cuando yo lo conocí era un señor y un gran maestro. ¿De qué escuela cree que provinieron Laurenz y Maffia? Con el malevaje yo no tuve nada que ver... Siempre lo pasé estudiando, arreglando y tocando mi música.
—Pero algunas escapaditas habrá tenido...
—Mire, yo he sido siempre muy hombre. Pero también fui muy honesto. Jamás desgracié a ninguna muchacha. Siempre las aconsejaba que no se casaran con artistas, que nosotros no estamos hechos para el matrimonio. No voy a negar que conviví con dos señoras, pero tuve la delicadeza, cuando me despedí de ellas, de dejar su futuro económico asegurado. A una le regalé una casa, completamente instalada, en Vicente López. Para la otra, que se fue a Francia, saqué todo el dinero que tenía en un banco y se lo regalé. Ambas habían dejado su arte por mí y no era justo que yo las dejara desprotegidas.
—¿Y usted cuándo se casó?
—Tarde, a los 59 años, cuando ya sabía mucho de la vida y no me iba a dejar llevar por las locas tentaciones. Tuve la suerte de dar con una gran mujer a la cual no he faltado ni con el pensamiento.
—¿Usted ganó mucho dinero?
—Claro, fíjese que en 1922 me vinieron a buscar de Brasil. Como no quería ir, pedí una suma exorbitante. Dos mil pesos diarios. Piense que el sueldo de un diputado o un gerente de banco era de 500 pesos. Por 60 mil pesos uno podía comprarse una casa en la calle Corrientes, y yo pedía esa suma por un mes de trabajo.
—Sin embargo, se dice que inicialmente usted era resistido por el público.
—No. Yo nunca fui rechazado. A mí venían a escucharme el compadrito, el lustrabotas y el hombre de sociedad. Fui resistido solos por los mediocres.
—¿Qué le dio usted al tango?
—Antes no había orquestación, se tocaba a la parrilla, o sea de oído. El estilo que yo he creado es musicalmente evolucionado. pero sin perder, por eso, su esencia tradicional.
—Así como usted fue el padre del tango clásico, ¿puede considerarse que Astor Piazzolla es el padre del tango de vanguardia?
—Es un compositor de avanzada, capaz de escribir buenos tangos. Pero voló muy alto, porque el tango es sólo una danza canción. Tiene una medida, un nivel. Por eso le aconsejé que denominara a sus trabajos con el nombre de música de Buenos Aires y no los llamara tango de vanguardia.
—A usted lo oyeron tocar personajes importantes como Benito Mussolini, el Aga Khan y otros. ¿Tiene un recuerdo especial de alguno de ellos?
—Guardo un recuerdo inolvidable de Benito Mussolini. Me había oído tocar por Radio Torino y quedó muy emocionado. Entonces por medio de un amigo, el príncipe Giovanelli, me hizo llamar. En medio del almuerzo que sirvió en mi honor, comenzó a insistirme con que yo era italiano porque mis padres lo eran. Finalmente me levanté, tras muchas explicaciones del Duce, y le dije que si seguía reiterando eso, la comida me iba a hacer muy mal porque yo era y me sentía auténticamente argentino. Además le expliqué que el tango no tenía nada que ver con las canzonettas. Parece que mi gesto le agradó. Mandó a llamar a unas personas y al rato me dio una tarjeta rosada que decía: "Libre tránsito por toda Italia". Yo no le tenía mucha simpatía, pero eso me causó una profunda impresión y de algún modo cambió mi opinión sobre este personaje tan contradictorio.
—¿Nunca se reconcilió con su padre?
—El sabía en qué ambiente me había metido, por eso pienso ahora que tenía razón. Tuve la suerte de salvarme. Un día lo encontré semiescondido, durante un concierto que dábamos en el cine Opera. Tratando de ocultar su emoción me pidió que fuésemos a casa. Ese día fumé delante de él por primera vez en mi vida, yo tenía 37 años. Nunca se borrará de mi mente el momento en que mi padre me perdonó. El, tan chapado a la antigua me abrazó y me dijo: Hijo, lo que hacés es tan sublime que no parece tango.
Revista Siete Días Ilustrados
24.12.1973

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Julio De Caro


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