"¡Argentinos! Una vez más —ojalá sea la última— las
Fuerzas Armadas deben hacer momentáneo abandono de sus
tareas específicas, en salvaguardia de los más
sagrados intereses "de la Nación". De esta manera, la
proclama lanzada a las 7 de la mañana del 28 de
septiembre de 1951, por el general retirado Benjamín
Menéndez, precedió la primera rebelión armada contra
Juan Domingo Perón.
Desde que asumió la presidencia en 1946, Perón no
había tenido, en apariencias, roces con las
instituciones militares, al menos con la gran mayoría
de sus hombres; pero en 1950, los panfletos y la
prensa clandestina circulaban de manera sugestiva en
los cuarteles. La unidad se resquebrajó al año
siguiente cuando Eva Perón fue postulada por la CGT
para ocupar el segundo término de la fórmula
presidencial, resistida por la oficialidad. Si no el
único, constituyó el envión más fuerte para que los
conjurados aceleraran sus trabajos agrupados bajo dos
jefes: Menéndez y el general Eduardo Lonardi, hasta
poco tiempo antes comandante del Primer Cuerpo de
Ejército. Ambos nuclearon oficiales de las tres armas
y dirigentes de los partidos políticos opositores como
Arturo Frondizi (UCR), Horacio Thedy (Partido
Demócrata Progresista), Américo Ghioldi (Partido
Socialista), Reynaldo Pastor (Partido Demócrata
Nacional), a quienes Menéndez convocó el 30 de julio
de 1951 en la casa del doctor Gastón Lacaze. Diez años
después, en septiembre de 1961, Menéndez relató a La
Prensa los detalles de esa entrevista: "Señores
—dijo—, existe la posibilidad de que reúna los
elementos necesarios para realizar un movimiento
armado. En el caso que lograra reunirlos, deseo saber
si podría contar con el apoyo de la opinión pública
expresada a través de los partidos políticos". La
respuesta, afirmativa y unánime, tranquilizó al
general.
LA DISIDENCIA. En el ejército la situación —sin
embargo— no era ideal para tamaña aventura golpista,
ya que los ánimos se irían sosegando con el retiro de
la candidatura de Evita, y los mismos conspiradores
—por su parte— no compartían los mismos puntos de
vista con respecto a la ejecución del movimiento.
A mediados de agosto, en el automóvil del entonces
capitán Julio R. Alsogaray, Menéndez y Lonardi
discutieron durante horas, mientras paseaban por
Palermo, los detalles de la acción revolucionaria. "Yo
creo que no es conveniente reformar la Constitución
hasta que se haya elegido un gobierno constitucional",
expuso Menéndez, a lo que su acompañante respondió:
"¿No cree usted que antes de pensar cómo gobernaremos
deberíamos tener una seguridad mínima de triunfo?".
Al descender, sin llegar a un acuerdo para fusionar
las fuerzas, convinieron en reunirse el 22 de
septiembre, pero un día antes, el vicecomodoro
Federico Zinny comunicó a Menéndez que Lonardi
desistía de la empresa por evaluar a su grupo como muy
débil y con poca coherencia. A manera de último
intento, aquél recurrió al brigadier Anacleto Llosa
para que reconviniera a Lonardi sobre su decisión; el
emisario regresó con una respuesta negativa.
El retiro del futuro jefe de la revolución de 1955
complicó los planes de Menéndez. y su gente. Reducidos
—sobre la hora— a un puñado de hombres debían sublevar
Campo de Mayo. El grupo estaba integrado, entre otros,
por los coroneles Rodolfo Laroher y Luis Bussetti; los
capitanes Alejandro Agustín Lanusse, Julio Alsogaray,
Gustavo Martínez Zuviría y Víctor Salas; los tenientes
primeros Ricardo Etcheverry Boneo, Luis Máximo
Premoli, Tomás Sánchez de Bustamante y Juan A.
Merbilhaa; el teniente Marcelo de Elía y el
subteniente Ernesto Repetto y ambos hijos del jefe
rebelde, los mayores Rómulo y Benjamín Menéndez. Unido
a dicho núcleo estuvieron el capitán de navío Vicente
P. Baroja y el brigadier mayor Samuel Guaycochea.
La fecha del alzamiento quedó establecida para el 28
de septiembre, determinación apresurada si se tiene en
cuenta el poco tiempo que restaba para planificar y
coordinar las operaciones, tarea cuya jefatura estuvo
a cargo del mayor Manuel Reimundes. Las opciones que
se le ofrecían a Menéndez y sobre las que trazó sus
planes, encerraban, sin embargo, una porción de
esperanza para el éxito de su obra. La aviación naval,
suficientemente poderosa, había sido estacionada en
Punta Indio para los ejercicios de rutina y era
importante aprovecharía antes de que fuera
desconcentrada; su función sería oponerse al
regimiento blindado de Magdalena, leal a Perón, con un
formidable poder de fuego, que arribaría a Buenos
Aires el 29. El día señalado para la rebelión resultó
viernes. Dejaba un margen de cuatro días para decretar
feriado bancario, sumándole el lunes y el martes para
bloquear de esa manera los bienes de Perón. Desde
luego, la más arriesgada de todas las tareas consistía
en la detención del presidente, que debía concurrir a
Campo de Mayo para asistir a un acto en la Escuela de
Suboficiales.
EL FRACASO. Después de almorzar (el jueves 27), los
conspiradores se reunieron en una casa de Morón
(propiedad de Rafael Ayerza), y allí Menéndez, con la
ayuda de su hijo Rómulo, escribió la proclama
revolucionaria. Antes del amanecer estaban impresos
alrededor de medio millón de ejemplares para que los
pilotos comprometidos las arrojaran desde sus aviones
sobre Buenos Aires.
Las primeras acciones ocurridas después de las cinco
de la mañana del 28, fortificaron en Menéndez la idea
de haber pergeñado un plan que fluía con
sincronización. En la puerta 8 de Campo de Mayo, el
capitán Alejandro Lanusse lo esperaba, tal como estaba
previsto, después de rendirla media hora antes, con
los hombres de la Escuela de Equitación. en la de
Caballería, sublevada por él capitán Salas, encontró a
los efectivos en formación para ser arengados por el
general. Pero al llegar al regimiento motorizado C-8,
algo falló y el plan comenzó a desmoronarse. Con el
arribo de su jefe, él coronel Julio Cáceres, y la
resistencia que opuso al reclamo de los
revolucionarios, los suboficiales, adictos en su
totalidad a Perón, se aprestaron a reconquistar la
Unidad. Mientras Cáceres discutía en forma violenta
con Franklin y Arturo Rawson —dos capitanes
sublevados— una ráfaga de metralla barrió el patio del
regimiento y todos, parapetados detrás de cualquier
refugio, abrieron fuego en forma simultánea. El
capitán José Iglesias Bricckles fue herido en la
espalda, Rómulo Menéndez en un pie y el cabo Miguel
Fariña cayó muerto, la única baja de la jornada.
Una hora y media antes del tiroteo, el capitán Roberto
Tezón, encargado de levantar el C-8, comprobó con
desilusión que faltaba nafta para poner en marcha a
los tanques. El fluido llegó momento antes de
producirse la escaramuza remitido en un camión
cisterna por el brigadier Guaycochea desde la base de
El Palomar, pero de los treinta Sherman estacionados
en el C-8 apenas 7 pudieron ser puestos en marcha.
Por fin, a las siete y cuarto de la mañana, una vez
superado él inconveniente con los suboficiales,
Menéndez dio la orden de marchar "antes que la
confusión desbarate todos los planes". Del manojo de
blindados movilizados, cinco debieron desecharse por
desperfectos, y la columna se completó con un par de
carriers y doscientos hombres de caballería que
escaparon al control del jefe leal del regimiento,
coronel Guillermo del Pino, y de su segundo, el mayor
Juan Carlos Onganía.
Antes de que se cumplieran las cinco horas de
iniciadas las operaciones, Menéndez comprendió que su
revolución agonizaba. Dos sucesos precipitarían el
final: al llegar al Colegio Militar —alrededor de las
once de la mañana— buscó la colaboración del director
del establecimiento, general Héctor Ladvocat, de quien
obtuvo la negativa de plegarse al movimiento. Más
tarde, mientras su humilde columna marchaba hacia el
punto de reunión con los efectivos mecanizados de los
cuarteles de La Tablada, recibió la noticia
desagradable de que su jefe, el mayor Pío de Elía,
acababa de rendirse al general Ángel Solari,
Comandante en Jefe del Ejército. "Es imposible
mantenernos en rebeldía —les dijo a los oficiales
admitiendo 'su derrota—. Yo me rendiré ante el general
Ladvocat".
En compañía de Reimundes, Repetto, Costa, Llosa y
Busetti, Menéndez retornó al Colegio Militar y junto
con su comitiva se presentó detenido.
Igual suerte corrió él capitán de navío Vicente Baroja
con la aviación naval accionando desde Punta Indio.
Desde las nueve de la mañana estableció un circuito
aéreo para bloquear la salida de aviones desde Buenos
Aires y formar una muralla para contener la eventual
fuga de Perón. Las noticias del fracaso del alzamiento
la obtuvo en Punta Indio por intermedio de los
aviadores sublevados que llegaban desde El Palomar,
apresados por las fuerzas de Solari, y por los de El
Plumerillo, donde la revolución no había tenido
resonancia.
LAS SENTENCIAS. A las tres y media de la tarde en la
Plaza de Mayo, la muchedumbre interrumpió varias veces
e1 discurso de Perón pidiendo justicia para con los
rebeldes; "¡A la horca!", fue la pena más reclamada
para esa ocasión. "Con los malos soldados que han
envilecido por primera vez en nuestros tiempos el
sagrado uniforme, con los malos oficiales, he de ser
inflexible", prometió enronquecido el presidente. El
mismo día quedó constituido el Consejo Supremo de las
Fuerzas Armadas para juzgar a los revoltosos,
presidido por el general retirado Francisco Reynolds,
quien siendo director del Colegio Militar en 1930
colaboró en el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen. Con
celeridad desconocida, el 4 de octubre —es decir seis
días más tarde— se dieron a conocer las sentencias.
Menéndez fue condenado a 15 años de prisión; a 6, el
coronel Larcher y los mayores Agustín Pío de Elía y
Armando Repetto; Julio Alsogaray debía permanecer 5
años en prisión y Busetti, Llosa y Costa Paz, 4.
Primero prisión preventiva y después con condenas por
diferente cantidad de años fueron sentenciados los
capitanes Lanusse, Martínez Zuviría y Manuel Soria,
los tenientes primeros Antonio Benavídez, Etcheverry
Boneo, Luis M. Premoli, Raúl Mouglier, Merbilhaa, el
subteniente Repetto, Sánchez de Bustamante y una
interminable lista de oficiales.
El 17 de octubre, luego de ser trasladados en un tren
especial (luego en colectivo) con una severa custodia
—viajaron engrillados—, a los prisioneros les cupo la
desagradable primicia de inaugurar el penal de Rawson
—en Chubut— el mismo día que Perón condecoraba con la
Medalla de la Lealtad a los oficiales que habían
participado en la represión de la chirinada del 28 de
septiembre, según su propia definición.
La vida en la cárcel fue penosa para esa generación de
oficiales que transitó por la conjura hasta alcanzar
la madurez política. En 1962 y 1963, después de las
reyertas entre azules y colorados, matices elegidos
para poner de manifiesto las pretensiones políticas
del ejército, consolidó sil camino hasta el poder,
previo derrocamiento, en 1966, de Arturo Illia.
Del grupo más activo de los complotados, en su mayoría
pertenecientes al arma de caballería, Lanusse, Sánchez
de Bustamante, Alsogaray, Reimundes, Héctor Repetto,
Raúl Mouglier, Martínez Zuviría, Etcheverry Boneo,
entre otros, los dos primeros conducen la presidencia
de la República y la coordinación del Plan Político,
respectivamente. Alsogaray surgió como uno de los
inspiradores del movimiento del 28 de junio del 66 y
fue Comandante en Jefe del Ejército hasta agosto de
1968. Repetto y Mouglier desempeñaron la Secretaría de
la Presidencia, el primero durante el gobierno
de-Onganía y el último en la administración de
Levingston. Reimundes alcanzó la dirección de YPF,
Martínez Zuviría, después de detentar él mando del
Primer Cuerpo de Ejército, ocupa actualmente el cargo
de embajador argentino en Inglaterra, y Etcheverry
Boneo comanda la poderosa Primera Brigada Blindada,
con asiento en Tandil.
Los que brillan hoy en la constelación del generalato,
que en 1951 comenzaban 1a carrera de las armas, pueden
recordar el 28 de septiembre de ese año como el día de
la iniciación en el rito de la lucha política.
Benjamín Menéndez, por su parte, casi nonagenario, es
posible que aún guarde en su memoria la respuesta que
le dio Ladvocat cuando trató de ganar la adhesión del
Colegio Militar para su causa: "No más revoluciones,
general".
Revista Panorama
28.09.1971