Memorias de Marcelino Viscarret, pionero de la aviación civil argentina
Una historia que cayó del cielo
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Nacido en España hace 79 años, el veterano piloto llegó a la Argentina siendo un adolescente. Desde que obtuvo su brevet en 1923, protagonizó aventuras casi legendarias, y cuenta en su haber valiosos lauros: cumplió el primer vuelo nocturno sin instrumental y efectuó el primer lanzamiento de un paracaidista en América del Sur.

En los tiempos de Marcelino Viscarret volar era una aventura. No había pistas adecuadas, los aviones eran poco más que cascajos, meros rezagos de la guerra y el número de raids que terminaba contra la copa de los árboles era alarmante. Se aterrizaba o decolaba en los grandes baldíos del Gran Buenos Aires o en las playas, cuando el río de la Plata estaba en bajante. Las peripecias sufridas por aquellos intrépidos pioneros acuñaron anécdotas múltiples y jugosas. Con esos antecedentes, cuando alguno de esos primeros pilotos civiles se decide a contar sus memorias, evidentemente se accederá a un material rico, inédito, testimonial de toda una época gloriosa para la aviación argentina. Sobre todo si quien las relata —como MV— acumula más de 8 mil horas de vuelo computadas, incluyendo 23.811 aterrizajes y se puede jactar de haber efectuado el primer lanzamiento sudamericano de un paracaidista, los primeros vuelos nocturnos sin instrumental y la primera fumigación, entre otras proezas.
En su departamento del barrio de Floresta no faltan, precisamente, elementos que estimulen su memoria: lámparas, cuadros, adornos, y hasta relojes, hechos con restos de los aviones que piloteó. Por si eso fuera poco, no tarda en desempolvar voluminosas carpetas que testimonian sus distintas aventuras: diplomas, fotos, notas en los periódicos y medallas. Entre los documentos, aparecen algunos papeles amarillentos que dan cuenta de una injusticia: a pesar de sus antecedentes, el casi octogenario Viscarret todavía no tiene acordada su jubilación, ni está reconocido oficialmente como precursor de la aviación civil argentina. Las causas de semejante atraso son meramente burocráticas.
Sin embargo, pese a esa falta de reconocimiento, Viscarret no se deprime y, empeñoso, cuenta su vida, sus aventuras. El relato que sigue es una transcripción fiel de sus declaraciones, efectuadas poco después de festejar los cincuenta años como aviador. Entre los saludos recibidos ese día, se contaba el del recientemente electo gobernador de Santa Cruz, doctor Héctor Zepernic, uno de sus últimos alumnos.

DE NAVARRA A BUENOS AIRES
Nací el 26 de abril de 1894, en Olaiz, provincia de Navarra, España. Mis familiares eran campesinos y, desgraciadamente, yo perdí a mis padres siendo aún un niño, teniendo tres hermanitos. El 12 de octubre de 1908 me embarqué para América. Tenía 14 años y quería hacer mi vida. Tenía derecho, ¿no? Si me quedaba en España hubiera tenido que trabajar la tierra, ya que todos mis antepasados habían sido labradores. Me vine al Uruguay donde hice cuatro años de mozo en el hotel de unos tíos. Pero eso no me convencía tampoco: me gustaban los fierros y no había vueltas que darle. Entonces, me compré una bicicleta, marca Zum, que encargué a Inglaterra en la casa Coates, de Montevideo. Me salió ochenta pesos oro. Pero, finalmente la vendí y me vine a Buenos Aires, sin bicicleta.
Al principio me empleé con una viuda francesa que tenía una estanzuela en 25 de Mayo, en la provincia de Buenos Aires. Me habían prometido muchas cosas con los autos, por eso me vine, pero pasaba el tiempo y ni veía los coches. Me hacían arreglar algunas máquinas y podía andar todo el tiempo que quisiera a caballo, pero yo quería manejar. Entonces, los abandoné. El día que se lo comuniqué, la francesa me ofreció el puesto de encargado de un ranchito que tenían sobre la ruta y que funcionaba como pulpería. ¡De tantas grescas que se armaban, el bolichero tenía que estar detrás de unas rejas para protegerse! Pero no me convencieron: yo quería andar sobre ruedas.
Ese mismo año, 1914, saqué el registro de conductor. Me inscribí en una escuela de choferes en Palermo, frente al Jardín Zoológico. Tenían coches Fiat de cuatro cilindros. Muy bien. Casi en seguida me puse a trabajar en La Federal, una compañía francesa de taxis, que estaba en la calle Cangallo. Tenían 250 autos, todas cafeteras de dos cilindros. A la mañana entregaban el auto, con su goma de auxilio, la caja de herramientas y los faroles. A la noche, se devolvía todo, perfectamente limpio y ordenado. Pero había que pagar la nafta y los arreglos. No quedaba ni un centavo de ganancia, aunque a mí no me importaba: quería desasnarme, aprender a manejar mejor, saber moverme en esta ciudad que era nueva para mí. Sin embargo, no aguanté más de quince días. Entonces, me compré un auto. ¡Y qué auto! Un Dayler, el coche más lujoso que había llegado al país, la marca de los príncipes y de los presidentes de la época. Invertí en él todo lo que había ahorrado en Uruguay, como tres mil pesos. El motor era sin válvulas, lo que lo hacía muy silencioso. Además, por su comodidad era el favorito de las damas de la sociedad que normalmente tenían problemas con sus vestidos al subir a un auto. Andaba por la Avenida de Mayo y la gente se daba vuelta. Los mozos de plata, para darse corte, me contrataban por todo el día y me hacían esperarlos en la puerta de los cafés. Con ese auto anduve hasta 1925 y me dio tantas ganancias que, como explicaré más adelante, hasta me pude comprar un avión

LOS AVIONES Y YO
Mi espíritu era, evidentemente, inquieto: no bien tuve mi auto, ya me vinieron ganas de volar. Por ese entonces, las condiciones eran muy distintas de las de ahora. No había aviación civil y, cada vez que llegaba alguna delegación militar a hacer exhibiciones, íbamos siempre los mismos cuatro o cinco a curiosear las máquinas, a preguntarlo todo. Por eso, me llamó poderosamente la atención al ver, en el altillo del garaje donde guardaba mi taxi — Rivadavia al 4300— algo parecido a un fuselaje de avión. En seguida, pregunté por el dueño y me lo presentaron: era Domingo Mira, una gloria de nuestra aviación. De la charla, surgió una especie de pacto: él me permitiría interiorizarme de los secretos de la aviación y yo, los sábados y domingos, convertiría mi auto en remolcador de aviones. Íbamos a un enorme baldío entre las calles Asamblea y José María Moreno, donde está el barrio Cafferata, y allí intentaba hacerle levantar vuelo a su Golondrina. Pero el terreno estaba lleno de zanjas y pozos, por lo que eran más las veces que teníamos que volver con el avión destrozado que las que se podían levantar vuelo.
Así tuve mis primeros conocimientos, pero Mira no me llevó nunca a volar. Así que a fines de ese mismo año, el 19 de diciembre de 1919, nos pusimos de acuerdo con unos amigos y fundamos el Centro Pro Aviación Civil. Nuestra primera tarea consistió en hacer rifas y festivales, hasta conseguir el dinero suficiente como para comprar cinco aviones Caudrón, tipo C-III, que poseía el Servicio Aeronáutico del Ejército. También pudimos comprar un hangarcito donde guardábamos las máquinas. Rebosantes de alegría, iniciamos el primer curso oficial de pilotos civiles, el día 15 de septiembre de 1921. Lejos estábamos de pensar que nuestras penurias no habían terminado. ¡Pasaron otros dos años antes de que pudiera recibir mi brevet!
Siete meses después de iniciado el curso, un violento temporal nos tiró abajo el hangar y destrozó a nuestros tan preciados aviones. Pese al esfuerzo que hicieron los mecánicos, entre el montón de restos sólo se pudieron rearmar dos. Entonces, la Misión Aeronáutica Italiana nos ofreció albergue y su pista del aeródromo de Castelar. Allí iniciamos los vuelos de entrenamiento pero, ante la falta de máquinas, debimos dividirnos en dos grupos. ¡Y a mí me tocó el segundo! Por esa razón, recién recibí mi brevet el 9 de abril de 1923 y mi matrícula es la número 11. Aunque, en verdad, mi primer vuelo ocurrió cuando tenía seis años. Se efectuó a una altura de tres metros: fue cuando me metí en el corral de una cabra que tenía mi familia...
A esta altura de la charla, Viscarret parece haber rejuvenecido; evidentemente, la evocación le entusiasma. Bromea, ríe. Explica con lujo de detalles cada uno de los pasos que dio, cada maniobra que debía hacer su avión. Su memoria es notable. De pronto, busca en un cajón y saca su curriculum, prolijamente redactado, que abarca varías páginas; pretende narrar todo, revivir su carrera. Finalmente, opta por hacer un resumen de las principales hazañas.
Como yo quería volar, y las máquinas de nuestro centro estaban para enseñar, a fines de 1923 me compré un avión, un S.A.M.L., con motor Fiat de seis cilindros refrigerados por agua, con una potencia de 100 HP. Era sobrante de la Primera Guerra Mundial y me costó 3.500 pesos. Para la época era mucho, pero no se olviden, mi taxi me daba buenos dividendos. Así, luego de un breve período de adaptación a la máquina, comencé a hacer vuelos con pasajeros a Montevideo, San Luis, Córdoba, y otras ciudades. En fin, me prendía en cuanto lugar se desarrollara alguna actividad aeronáutica.
Así, el 25 de mayo de 1925 lancé a José I. Izquierdo, en lo que sería el primer lanzamiento de un paracaidista desde un avión sobre continente sudamericano. En aquel entonces operaba en el aeropuerto de San Fernando, y un buen día se me acercó un muchacho diciéndome que quería ser paracaidista; traía el paracaídas metido en una enorme bolsa marinera. En esos tiempos no eran como los de ahora, que se ponen debajo del asiento o se calzan como una mochila. ¿Y dónde metamos entonces semejante bolsa? Se me ocurrió atarla en la punta del ala; las cuerdas llegaban hasta la espalda del muchacho, cosa que cuando él se largara, la tela se fuera deslizando sin engancharse en ningún lado.
Salimos a volar y una vez que estuve a quinientos metros, le dije: "Voy a enfrentar el viento y después pondré el avión de costado para que, cuando usted se largue, el viento lo tire hacia afuera y no me lo mande abajo del fuselaje". Bueno, la cosa es que yo enfrento al viento, me pongo de costado. Y cuando miro para atrás, el tipo estaba bien agarradito, apretado contra el asiento. Le grito: "¡Lárguese!'" y, a modo de respuesta miró hacia abajo. Y no era para menos: ¡No se había largado nunca!
La segunda vez, no necesité gritarle. Apenas el avión estuvo en posición, se tiró y el paracaídas salió sin problemas: quedó la bolso marinera, vacía, flotando en el aire. Pero entonces me llevé un gran susto: por más que miraba para todos lados, no lo veía. Entonces me dije: "¡Zas, se mató!, y empecé a dar vueltas para ver dónde había caído. Lo busqué y lo busqué, hasta que al final vi algo blanco que me pareció aplastado contra el piso. Pensando en una tragedia, perdí altura, para ver qué había pasado. Cuando estaba a unos cincuenta metros del piso me di cuenta de mi error: Izquierdo estaba bajando lo más campante, loco de contento. Mirando desde arriba me había confundido. Después de eso, me venía a ver todos los días para que lo volviera a tirar. Yo me negué siempre: él era menor de edad y no quería volver a correr riesgos. Ese, repito, fue el primer lanzamiento que se hacía en toda Sudamérica. Vale decir, éramos precursores.

PUBLICIDAD NOCTURNA
Hacia fines de 1925, y hasta bien entrado 1926, tuve que hacer otra de mis locuras. Resulta que me habían contratado para hacer publicidad nocturna de Bilz, una gaseosa que estaba de moda en aquel entonces. Los inconvenientes para despegar y aterrizar eran innumerables, pero ya los voy a contar algo más adelante.
Primero, prefiero contar otra odisea: cómo conseguimos cumplir la parte del contrato que me obligaba a llevar un cartel luminoso con la copia fiel del conocido logotipo de la bebida. Montamos un bastidor agarrado a las alas.
Y sobre esa armazón conectamos 210 lamparitas —separadas entre sí por unos veinte centímetros— formando las letras. El conjunto estaba alimentado por una batería de 12 voltios, que duraba una hora. Más de una vez pensé que iba a morir quemado, porque al menor cortocircuito se me incendiaba todo el avión, que era de tela y madera. ¡Y había tantos cables por todos lados!
Para colmo, mi avión no era adecuado para los vuelos nocturnos: carecía de todo tipo de instrumental, ni siquiera altímetro.
Y tenía que volar a doscientos metros de altura pues de lo contrario nadie me vería. Los vuelos se hacían entre las 21 y las 22 horas. Salía de San Fernando, de un aeródromo chico, que tampoco estaba equipado para vuelos nocturnos. Entonces para poder volar usaba dos latas grandes llenas de aceite viejo, con una mecha encendida. Como había que decolar y aterrizar de frente al viento, yo ponía las latas en el extremo de la pista que recibía al viento. Entonces, cuando salía, sabía dónde terminaba la pista. Y cuando llegaba, sabía que entrando por el medio de las dos latas, tenía unos cuatrocientos metros libres hacia adelante. Los que se enteraban de ese método, me llamaban loco.
Por si eso fuera poco, del lado que tenía que aterrizar había unos cables telefónicos como a cuatro metros de altura. ¿Y cómo hacía yo para ver esos cables y no quedarme colgado en ellos? Bueno, ponía unos papeles o cualquier cosa que hiciera fuego al lado de un poste de la línea, y cuando llegaba la hora que tenía que bajar, un chico los encendía. Así sabía por dónde pasaban los cables. Además de recorrer el centro, tenía que ir hasta el Hotel Tigre, que en aquel tiempo funcionaba con una ruleta. Bueno, en esa forma hice treinta vuelos nocturnos. Y aquí me tienen, vivito y coleando... Me pagaron 12 mil pesos. ¡Tres veces más de lo que me había costado el avión!

LAS LANGOSTAS ESTABAN CABRERAS
En septiembre de 1926 participé de una experiencia que sería de suma trascendencia para nuestra agricultura: la primera fumigación con arseniato de sodio, para combatir las plagas de langostas que causaban grandes perjuicios económicos al país. El Ministerio de Agricultura me encomendó la realización de los primeros experimentos. El sitio elegido fue Rafaela, provincia de Santa Fe. Bueno, hacemos las primeras pasadas y esperamos unos días: ¡No sólo las condenadas langostas no morían, sino que se mostraban más entusiasmadas! Como último recurso, antes de condenar al archivo un método que estaba en boga en Estados Unidos, Rusia y Alemania, mandamos a analizar el producto que habíamos arrojado, para ver si era el correcto. Imagínese la sorpresa nuestra al descubrir que se trataba de harina y azúcar. Ocurría que varios cientos de personas que trabajaban como langosteros, viendo peligrar su fuente de trabajo, habían boicoteado la experiencia cambiándonos, en Rosario, el contenido de nuestras bolsas. Pasado el primer momento de indignación, volvimos a levantar vuelo —esta vez con un producto efectivo— y a partir del 22 de septiembre de 1926 las langostas dejaron de ser un problema.
En esa oportunidad, perdí plata. Calculen: el Ministerio nos dio setecientos pesos para todos los gastos. Y con ellos teníamos que
mantenernos tres personas y pagar la nafta del avión. Con todos los atrasos a raíz de esa sabotaje, casi gastamos el doble. Pero no reclamamos nada: eran cosas que uno hacía con gusto, porque eran para bien de todos, salvo para los langosteros. Casi todos eran hombres acomodados por el comité. Las autoridades tendrían que haberse dado cuenta que eran peores los langosteros que las langostas y haber ordenado que primero liquidáramos a ellos.
Posiblemente, ahora a nadie llame la atención cuando menciono como una odisea un vuelo a alguna localidad del interior del país, pero esos viajes no eran cosa de todos los días. Por ejemplo, recién en 1930 se brindó por primera vez un servicio sanitario por avión a una carrera de automóviles. Para que se den una idea de lo que era la aviación en aquellos tiempos, les contaré algunos detalles. Como ser, que el servicio médico no pudo ser prestado, porque a poco de salir, el médico en cuestión se descompuso. Por más que traté de evitarlo, los mareos del facultativo fueron en aumento, y decidí aterrizar para atenderlo. Cuando vi un campo propicio, cerca de Pergamino, bajé. Unos campesinos se acercaron y, luego de reanimar al médico, lo acompañaron hasta la estación, ya que había jurado no volver a subir nunca más a un avión. Bueno, al quedarme solo vi que había gastado mucha nafta y que no me alcanzaría para volver, así que mandé a comprar cien litros. Cuando levanté vuelo, sentí que el motor comienza a hacer toda clase de ruidos. Bajé, revisé todo pero no encontré nada. Subí de nuevo y lo mismo. Casi me caigo. Fue entonces que me di cuenta: la nafta. ¡Los bestias me habían cargado nafta de autos! No sabían que existía una especial para aviones. Tuve que esperar que me fueran a buscar a otro pueblo. Fíjese qué debut del servicio sanitario: el médico se descompuso y volvió en tren y el avión llegó varias horas después de terminada la carrera.

DOS GRANDES ACCIDENTES DOS
Yo prefiero hablar de percances y no de accidentes. Bueno, de ésos, tuve tres. Uno de ellos, prácticamente descartable, porque me di cuenta de la falla de un motor — a punto de desprenderse— y pude aterrizar a tiempo; pero en los otros dos, la cosa fue más brava, aunque no me quejo: nunca tuve consecuencias graves para mi persona. Y los mejores accidentes son los que se pueden contar.
Nunca he roto una máquina. En este caso, como se verá, la rompió el viento. Yo operaba en Castelar, con un Curtiss y salí a volar con un piloto que había venido a tomar unas clases para adaptarse a la máquina. Era el 10 de julio de 1933, un día con mucho viento. La máquina daba unos saltos del diablo. De pronto, pega un sacudón. Ya estábamos a unos cuarenta metros de altura y como vi que el piloto no reaccionaba tomé la palanca y más o menos lo acomodé. Y siguió. Pero al rato pegó un brinco tremendo. Entonces volví a tomar la palanca, porque cuando uno pasa por arriba de los árboles se forman remolinos, como si navegara en el agua con la diferencia que en el agua se ven, pero en el aire ... Bueno, la palanca estaba floja. El avión no respondía. Mira hacia la punta del ala y veo todos los cables enrollados. ¡Mi madre!: se habían roto los cables que gobiernan el equilibrio lateral. Me había quedado solamente el 'profundor', vale decir, la cola. Bajé el motor y lo puse "en planeo", para tratar de bajar en un campo que había adelante: no se puede maniobrar si no se tiene comando. Pero al final del campo había una hilera de eucaliptus y yo tenía que hacer bajar el avión antes: ya no los podía pasar y me estrellaría contra ellos si no paraba antes. Me iba a quedar colgando de los árboles. Como el avión no tenía alerones a cada ráfaga de viento se iba de costado. Yo le pegaba una patada al timón y daba un golpe de motor. Y entonces, se enderezaba. Si se pasaba del otro lado, otra patada, y así. Al final, llegamos al suelo, pero cuando uno está por tocar tierra, hay que reducir el motor, porque el aterrizaje se produce siempre por falta de velocidad. Bueno, en ese momento, cuando ya no tenía nada con qué defenderme, vino una ráfaga de viento y el avión empezó a dar vueltas. Una punta del ala tocó el piso y todo el avión saltó por el aire. Se partió el fuselaje, justo atrás de mi asiento, se rompieron las alas, toda la parte de abajo y todo lo que va desde el motor hasta el asiento del pasajero. Lo primero que atiné a hacer fue sacar las piernas, porque mi asiento estaba sobre el tanque de nafta. Me tiré y lo encontré al otro sentado en el piso, atontado, pero bien. Entonces vi humo y le grité "¡Lárguese que nos quemamos!" Y salimos corriendo como pudimos, pero era falsa alarma: era sólo vapor de agua que escapaba del radiador roto. Lo único que me pasó, fue un raspón en la nariz. ¡La gente, al ver el avión no podía creer que viviéramos!
El otro percance ocurrió siete años después, con otro alumno, muy gordo y grandote. El volar no era para él, pero el tipo, testarudo, se empeñaba en aprender. Cada vez que el avión se iba de costado se mareaba y se agarraba de cualquier parte. Ya me tenía un poco cansado, así que le dije: "Hoy aprendés o abandonás para siempre". Hay una maniobra que se llama "pérdida de velocidad" y que consiste en llevar la máquina al máximo y después reducir el motor. Entonces, el avión se cae de golpe, pega un portazo y vuelve a subir un poco. Esto al gordo lo volvía loco. Bueno, en una de ésas, se agarró tan fuerte al acelerador, que le dobló las varillas que van al carburador y el motor se plantó en plena caída. Estábamos en el Río de la Plata, en Quilmes. En esas condiciones, conseguí hacerlo planear, pero hasta el campo de aterrizaje seguro que no llegábamos. Así que agarré para la playa. Nos soltamos los cinturones de seguridad porque en la orilla siempre hay peligro de capotar. Y efectivamente: no bien tocamos un poco de agua, las ruedas se "clavaron" y el avión se fue dando vuelta despacito, hasta quedar vertical, paradito. ¡No se rompió ni la hélice! Pero el gordo, en lugar de tratar de bajar despacio, se me cayó encima: me aplastó contra el tablero y me hizo un corte en la frente. Ese fue el único inconveniente que sufrí.
Luego de mostrar la cicatriz dejada por ese alumno torpe, Marcelino Viscarret prosigue el relato de su carrera, que con el correr del tiempo se haría más transitada, menos epopéyica. Vendrían los ascensos, los nombramientos, sus 230 discípulos eficientemente entrenados, las jefaturas de aeródromos, las inspecciones de vuelo. De a poco se va llegando a su retiro definitivo en 1960, al último vuelo piloteando, donde se le rompió el acelerador, en fin, a la lucha por conseguir el pago de su jubilación o su reconocimiento como Precursor de la aviación argentina. Pero ése parece ser otro Viscarret, alguien distinto al que, comandando sus S.A.M.L. 1914 maravillara a Buenos Aires con sus vuelos nocturnos o arrojando a un intrépido adolescente en paracaídas. Y es obvio que este MV de la actualidad prefiere al otro, lo añora. De ahí su afán de mantener vivas todas sus glorias pasadas, aunque sea a través de un amarillento álbum de fotografías.
Revista Siete Días Ilustrados
07.05.1973

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Marcelino Viscarret
En Castelar, 1931, cuando volar era una aventura: el propio piloto debía descender a cargar nafta
Marcelino Viscarret
Viscarret al comando de su espectacular Dayler "el coche de los príncipes". La fotografía data de 1932
Marcelino Viscarret
Junto a un Mercury, en 1930

Marcelino Viscarret
Caricatura del veterano piloto publicada en una revista de la época (1934) y Viscarret hoy (1973)