Migraciones
Pisando las huellas de los querandíes
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Casi de la noche a la mañana, el habitante de Buenos Aires descubrió durante los últimos meses que a su alrededor se inmovilizaban las caras indias; en mayo, había ya más de 40 mil indígenas dispersándose por las tierras bajas de la ciudad. Eran tehuelches, calchaquíes, pampas y araucanos, mansamente lanzados a una liberación de la miseria que los está corroyendo en sus parajes natales de la Patagonia, los valles del noroeste y las llanuras del centro argentino.
La información estadística fue proporcionada a PRIMERA PLANA por el único organismo del Estado con idoneidad en la materia: la Dirección Nacional de Asuntos Indígenas, una oficina movida apenas por un sacerdote y un sello de goma. El sacerdote se llama Emilio Antonio Martínez, tiene 50 años, y aunque su despacho oficial está en la avenida de Mayo 760, tercer piso (una magra habitación de 2 metros por 3), él prefiere trabajar en su propio escritorio del Colegio San Miguel.
El desvalimiento de los indígenas argentinos, si se atiende a las cifras acumuladas por el padre Martínez, es apenas menos estremecedor que la contemplación de la casi fantástica indigencia en que están sumergidos: ese funcionario y ese sello de goma son las únicas herramientas de que se dispone para mitigar la caída de 150 mil indios, cuya mas próspera imagen es la que puede ahora descubrirse a la entrada de los mercados y ferias de Buenos Aires.
Allí, en cuclillas o sentadas ante una pirámide de limones y ajos, hundiendo la cabeza entre los hombros y sin sacudirse siquiera el pelo opaco y enredado que les cubre los ojos, algunas mujeres aborígenes esperan desde el alba a que la mañana les resbale sobre el cuerpo. El aire que esas mujeres y sus familias respiran en las villas de emergencia próximas a la estación Retiro golpea corrosivamente sus pulmones, desacostumbrados a la humedad. Casi todos acaban por volverse tuberculosos. En los hospitales de Buenos Aires, algunos médicos alarmados empezaron a indicar que la marea indígena ya es un peligro en potencia, porque las salas se están llenando de tísicos. En algunos, la infección pulmonar está agravada por otros dos males atávicos en el indio argentino: el sarampión y la sífilis.
El éxodo casi masivo se explica: en Formosa es frecuente que los chiquillos y los ancianos salgan de sus toldos, al paso de los trenes, y se peleen a dentelladas, con el salvajismo de una jauría, por los pedazos de pan que los pasajeros arrojan a través de las ventanillas. En esa misma región, donde los tobas, matacos, yaguancos y churupíes (unos 80 mil en Chaco y Formosa) están reducidos a la mera animalidad, los escasos contactos con la población blanca son una forma de exterminio: algunos de los que trabajan en las zafras reciben, al fin de la estación agrícola, entre 40 y 60 mil pesos. Pero, al regresar, en las afueras de Resistencia —por ejemplo— atraviesan una original población árabe que vive en tolderías: es la llamada Villa Rebusque, donde los recién llegados son convidados con caña quemada. La primera botella es un regalo, pero para beber las siguientes deben cagar entre mil y dos mil pesos el litro. El engaño deja indiferentes a los indios, porque carecen de nociones sobre el valor del dinero.
Apenas menos castigados son los araucanos y tehuelches, que se aglomeran en las orillas del río Mapuche, de Neuquén. La magra prosperidad de que disfrutan (son poco más de 20 mil) deriva de dos hechos providenciales: mientras los chaqueños son nómades, los neuquinos se entregan al sedentarismo y a la cría de ganado; hace más de una década, durante el gobierno de Perón, empezaron a ser despaciosamente desplazados hacia una zona de pedreo, en la parte más áspera de la cordillera; ahora, el Ejecutivo provincial, de filiación neoperonista, acaba, sin embargo, de devolverles las 160 mil hectáreas de que fueron despojadas.
Las tribus del noroeste, dispersas en la puna de Atacama y en la quebrada de Humahuaca, son las que alcanzaron un mayor nivel cultural. Más de 50 mil agricultores sedentarios, descendientes puros del antiguo imperio incaico, afrontan, sin embargo, en las zafras, la humillación de los desinfectantes y fumigadores: la cifra suele crecer hasta los 70 mil cuando los braceros descienden desde las altiplanicies bolivianas, a principios del otoño, y parten rumbo a los ingenios. Se les da permiso para vivir por espacio de 6 meses en la Argentina. Pero al final del plazo prefieren emigrar hacia el sur antes que volverse. Parte de ese éxodo es absorbido por Mendoza, donde 5 mil indígenas norteños se han concentrado en Villa Nylon, un barrio de emergencia en el parque San Martín, casi sobre el centro de la ciudad.
El padre Martínez cuenta historias más espeluznantes todavía que esos desoladores datos. Por ejemplo:
•Una enorme mayoría de aborígenes carece de nombre. Los capataces de haciendas e ingenios, obligados a llamarlos de algún modo, acabaron por bautizarlos de acuerdo con sus simpatías políticas o musicales. De modo que así como en el sur de USA hay negros cuyo nombre es Cayo Julius Caesar, en las reducciones indígenas de la Argentina abundan los Carlos Gardel o los Marcelo T. de Alvear.
•En los inviernos, las muertes por gripe arrecian en el nordeste, no tanto porque los enfermos carezcan de la necesaria fortaleza para afrontarla, sino porque, a los primeros síntomas de fiebre, se sumergen en agua helada.
Lo patético de esas historias es que, por ahora, parece que no se ha arbitrado otra medida fuera de la compasión.

26 de mayo de 1964
PRIMERA PLANA-Página 26

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