En 1966, cuando el gobierno radical entraba en el
crepúsculo, un hombre fue llamado por Arturo Mor Roig,
entonces presidente de la Cámara de Diputados, para mediar
entre los militares y la Casa Rosada: se trataba de evitar
el derrocamiento de Arturo Illia. Profesor de derecho, ex
ministro de Hacienda de la Revolución Libertadora y luego
presidente de la mesa nacional de la Federación Nacional
de Partidos del Centro, ese político era Julio César Cueto
Rúa. Severo crítico de la conducción económica del
radicalismo y, al tiempo, ardiente panegirista de Adalbert
Krieger Vasena, Cueto Rúa siempre fustigó como un desatino
la disolución de los partidos políticos, perpetrada por la
Revolución Argentina. No es casual que ahora, en tanto Mor
Roig regresa al poder para viabilizar el retorno de las
fuerzas tradicionales, Cueto Rúa trabaje por la
unificación de todas las fuerzas de la derecha. En rigor
de verdad, él fue el primer propagandista del acuerdo
nacional, una fórmula típicamente conservadora.
El eclipse de las fuerzas políticas liberales de la
política, a partir de septiembre de 1930, ha sido uno de
los factores más perturbadores de la vida pública de
nuestro país. Su paulatino debilitamiento, la confusión
generada por la incorporación de fórmulas extrañas, al
amparo de la crisis económica y financiera de la década
del 30 y por el fraude electoral, las agudas tensiones
desencadenadas por la Segunda Guerra Mundial y la
irrupción del peronismo llevaron a una artificial
simplificación de las posturas partidarias y al
desdibujamiento del liberalismo como un término de
importancia capital en la configuración de las fuerzas
políticas. Así se produjo un vacío de representación. Las
fuerzas actuantes no reflejaron con autenticidad las
preferencias de la ciudadanía. Muchas aspiraciones
insatisfechas buscaron canales inadecuados. El voto de la
frustración y el voto de la resignación comenzaron a ganar
difusión en círculos cada vez mayores, con sus secuelas de
enconos y de cuestionamiento de la legitimidad de los
gobernantes.
La Argentina perdió equilibrio. Las más absurdas
peticiones comenzaron a circular libremente, alimentadas
por las exigencias crecientes de quienes se sentían dueños
de la verdad, símbolos exclusivos de las vocaciones de
nuestro pueblo, titulares incontestables del derecho de
gobernar. Disminuyeron las posibilidades del diálogo
ilustrado, del debate esclarecedor, de la discusión
razonada de los diversos puntos de vista. Se multiplicaron
las banderas de la socialización, la estatización, la
colectivización, mientras disminuían las de quienes, en
número creciente, analizaban los perjuicios y los fracasos
ocasionados por aquéllos. Se daba la situación paradójica
de un número cada vez mayor de personas cuyas
posibilidades de expresión política era cada vez menor.
Este desajuste fue provocado, en lo principal, por las
distorsiones de la opción "peronismo-antiperonismo"
impuesto en la vida partidaria argentina a partir de 1946.
Las luchas electorales se polarizaban entre quienes
defendían al peronismo y quienes lo enfrentaban.
El radicalismo corporizó el segundo término de la opción.
Los partidos conservadores, liberales y demócratas,
debilitados por el fraude y la confusión doctrinaria de la
década del 30, y derrotados por la revolución de junio de
1943, no pudieron cumplir con eficacia su misión de
representar las ilustradas tendencias del neoliberalismo
político y económico. Así quedó marginado de la política
argentina un amplio y ponderable sector de nuestra
ciudadanía.
La condición esencial de la democracia es la de
suministrar un contexto social, cultural, económico y
político que permita la convivencia armónica de la mayoría
y de la minoría, y su pacífica alternación en el poder,
conforme con las cambiantes preferencias del electorado.
La vigencia de un mínimo de principios, reglas de
procedimiento y prácticas comunes garantizan, a todos
quienes integran un determinado grupo social —sean
mayoría, sean minoría—, una cierta continuidad en la
acción, perseverancia en la búsqueda de objetivos de
interés general y sentido de identidad y de pertenencia.
Un adecuado contexto de valores mínimos compartidos sólo
se puede lograr cuando los diversos sectores ideológicos,
doctrinarios y políticos, activos en el seno de una
determinada comunidad, se hacen sentir con regularidad,
gravitando en la formación de la voluntad política de la
Nación. En el gobierno de una democracia eficaz y justa
participan tanto la mayoría, desde los sitiales de poder
oficial, como la minoría, desde los escaños de la
oposición. Si ello no acaece, si sólo se escucha una
campana, dejan de jugar los instrumentos compensadores de
la democracia, se corre el riesgo del extremismo, y
quienes no se sienten representados, se sienten tentados a
refugiarse en el escepticismo y en el desdén por la cosa
pública, o a apelar a fórmulas no representativas de
gobierno. La Argentina ha padecido ambos males de manera
notoria.
No cuesta mucho comprender, por lo tanto, la importancia
de organizar una gran fuerza neoliberal en la Argentina
para asegurar el futuro de nuestra democracia. En su
suerte deberían interesarse, en primer término, quienes
prefieren un sistema social y cultural basado en el
pluralismo político, el intenso contacto con el mundo
externo, la propiedad privada de los medios de producción,
la economía social de mercado, la vigencia del principio
de subsidiaridad y la previsión de riesgos por la acción
solidaria de la comunidad. Pero también debería interesar
a quienes prefieren soluciones socializantes y
estatizantes. Ello en primer término, porque ayudaría a
evitar medidas exageradas, desaprensivas o imprudentes. Y,
en segundo lugar, porque permitiría la conquista de un
grado razonable de equilibrio político por la sola
circunstancia de facilitar la expresión de las diversas
tendencias importantes de la opinión política argentina.
El sistema partidario y político sería más auténtico,
porque las reflejaría con mayor precisión, y al serlo,
lograría un mayor grado de aceptación.
Si algún dato de la realidad de nuestros días justifica la
actitud de quienes observan con optimismo el futuro de
nuestra democracia, es la evidencia del pujante
resurgimiento del neoliberalismo en la Argentina. El país
asiste a un proceso de articulación política partidaria de
esa orientación, a la depuración de sus principios, a la
elaboración coherente de su programa de acción y a la
superación progresiva y firme de las divergencias que
mantuvieron separados, por razones carentes hoy de toda
vigencia, a hombres políticos, a dirigentes de la opinión
pública y a líderes partidarios, todos de tendencia
neoliberal.
Una nueva fuerza está naciendo en la política nacional. Es
nueva por el vigor de quienes la promueven, por la
fortaleza de sus convicciones, por el valor de su ideario
y por la intensidad de su capacidad de atracción y de
unificación. En tanto que grandes partidos se acercan a su
hora de cismas y divisiones, el neoliberalismo argentino
sale de su larga crisis, logra síntesis de magnitud y se
prepara para enfrentar las luchas electorales, persuadido
de su fuerza y de sus posibilidades de triunfo. Estas
perspectivas se ven multiplicadas por el esclarecimiento
de las posiciones provocado por el carácter del proceso
económico, social y político por el que ha atravesado la
República durante los últimos años. La cuestión clave que
enfrenta la ciudadanía ha ido ganando precisión: o una
Argentina socializada, estatizada, sujeta a las directivas
de los funcionarios públicos, replegada sobre sí misma,
dominada por tendencias autárquicas, desconfiada del mundo
externo, poco deseosa de competir con los demás, y
preocupada por la protección de todos los intereses y, por
lo tanto, dedicada afanosamente a la preservación del
status, o una Argentina dinámica, innovadora, reformadora,
segura de sí misma, dispuesta a competir con los demás,
confiada en la aptitud de sus ciudadanos, dispuesta a
aceptar los riesgos de la libertad, interesada en la
defensa de los derechos del individuo y de su facultad de
actuar de modo independiente, utilizando los medios de
producción de su propiedad.
Por la Argentina socializada y estatizada bregan La Hora
del Pueblo, El Encuentro de los Argentinos, la Democracia
Cristiana en sus versiones Sueldo y Allende, el comunismo
ortodoxo y el chinoísta, el nacionalismo en sus diversas
variantes, los restos de la UCRI y el MID.
Por la Argentina liberal, pluralista, competitiva y
abierta está la Nueva Fuerza.
Ahora el pueblo argentino podrá elegir con claridad. Se
trata de preferir entre dos sistemas, entre dos
concepciones del futuro nacional, entre dos formas de
considerar y tratar las aspiraciones del individuo.
De un lado, en La Hora del Pueblo, El Encuentro de los
Argentinos y restantes partidos, están quienes dudando de
la capacidad del hombre para adueñarse de su destino y
realizar su voluntad, proponen la institución de un
sistema de tutelas a cargo de funcionarios públicos.
Del otro lado, en la Nueva Fuerza, están quienes creen en
los individuos, quienes creen en los argentinos, en su
inventiva, en su talento y en su voluntad.
Esta es la verdadera y única opción que enfrenta la
ciudadanía al ser convocada al acto electoral por el
gobierno de la Revolución.
PANORAMA, NOVIEMBRE 16, 1971
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