La UNESCO decidió que 1972 fuera declarado Año
Internacional del Libro; esta ocurrencia, casi
ingenua, asume en la Argentina características
aterradoras. Desde que el decreto tomó estado público
no pasa un día sin que alguna mesa redonda, o
conferencia, o disertación, dé cuenta del suceso. La
noche del 4 de setiembre en la sala 1 del Teatro
Municipal San Martín, el periodista Pedro Larralde
decide jugar su carta y reúne para consumar el ágape
—bautizado Las Letras— a Jorge Luis Borges, Victoria
Ocampo y María Rosa Oliver. El resultado es memorable;
no porque el dúo Ocampo-Borges —actores principales—
haya perorado nada distinto de lo que vienen perorando
hace más de cincuenta años; el mérito reside en que en
menos de dos horas, fueron capaces de condensar en
unas pocas, delirantes frases, sus increíbles
boutades.
Borges comienza bien; cuando Larralde lo invita a que
se explaye sobre el motivo de la reunión, espeta: "Yo,
en principio, descreo de los años internacionales".
Fue el último guiño ingenioso de la noche, a partir de
allí la desmesura se adueña de los participantes.
Munidas de papeles en los cuales traen consignadas sus
respuestas, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver
divagan. El tono de la mesa es denso; a los pocos
minutos todo se transforma. Borges cita entonces al
doctor Samuel Johnson: "Para él —atestigua—, todo lo
que nos hace olvidar el aquí y el ahora nos
ennoblece". La Oliver se encrespa: "Yo —replica—, a
diferencia de Borges, leo los diarios. Me interesa el
aquí y el ahora y saber qué sentido puede tener mi
vida en este momento. Kipling, por ejemplo, se me hizo
profundamente antipático cuando alentaba al
imperialismo inglés y trataba de seminiños a los
indios". Borges no se amilana y contraataca: "Creo
—reflexiona— que la raza blanca y la amarilla son
superiores a la negra y, en este país, a la india. Yo
creo —insiste— que la Conquista del Desierto fue
necesaria. Si todos hubieran desertado, como Martín
Fierro, el país estaría ahora en manos del cacique
Calfucurá".
Luego de entonar endechas a los grandes imperios
—Roma, Inglaterra, "a los cuales les debemos mucho",
Borges dixit—, el artífice de El Aleph remata: "Hemos
pasado del francés al inglés y del inglés a la
ignorancia". La Oliver murmura alusivamente; se le
escuchan —adjudicados a otros personajes, Kipling
supuestamente— estigmas tales como "fascista".
Totalmente lanzado, Borges dispara una confesión
alucinante: "Durante la época de la segunda dictadura
—martiriza— me creía demócrata. Hoy ya no estoy seguro
de serlo. En realidad, quiero una dictadura ilustrada
al estilo del siglo XVIII. No creo que estemos
preparados para las elecciones. Ya vemos —susurra—
adonde nos han llevado".
Diestro —en el sentido más estricto de la palabra—,
Pedro Larralde desvía la charla: la ideología se
diluye en las aguas de la melancolía. Interroga a
Victoria Ocampo sobre los libros que más han gravitado
sobre su infancia. Después de invocar a Graham Greene
y aferrada a su papel, define su tarea: es la de
"desenterrar almas en las páginas muertas". Cuando se
sentía triste "iba y me compraba un par de alas —y
repite—, un par de alas". Los personajes preferidos de
la Ocampo —Sherlock Holmes, entre ellos— la llevan "de
las manos o quizá de las narices". Sus primeros
escarceos literarios tienen una culpable: Miss Ellis,
su institutriz inglesa. Resulta que la Ellis apoya a
las milicias inglesas contra el vandalismo de los
Boers; contra Miss Ellis, Ocampo pacta con los Boers:
de este maridaje surge su primer texto. Adolescente
ya, alguien más tangible que Holmes turba el
aprendizaje de Victoria Ocampo: es T. E. Lawrence con
sus pilares. Los de la sabiduría, se entiende: "Sus
siete pilares —afirma la Ocampo textualmente— agitaron
mi juventud". Y de un salto —¿azaroso quizá?— se larga
a ironizar contra Sigmund Freud, culpable de mancillar
la inocencia: "En aquellos años —cuando Ocampo leía
los libros de la Biblioteque Rose ("no sé si los
chicos los siguen leyendo")— no se sospechaba que las
palizas eran goces secretos —ironiza— ni que las
pasiones incestuosas nacían en la cuna".
Como el diálogo en la mesa redonda es suplido por las
cuartillas, cada participante debe reprimir sus
humores hasta que el otro, el ofensor, culmine su
discurso. Así le sucedió a María Rosa Oliver,
indignada por la apología al racismo desgranada por
Borges. Ahora, luego de señalarle que imperialismo y
racismo eran caras de una misma moneda, Oliver la
emprende contra él y contra Victoria Ocampo. A Borges
le hace notar que opiniones como las suyas son las
mismas que llevaron a los campos de concentración
alemanes; a V.O., luego de reconocer la indudable
fascinación que le provoca Lawrence, le hace saber que
ella —Oliver—, por su parte, admira, en mayor grado, a
alguien tanto o más valiente que el teniente
legendario. "Y —provoca— no necesito mencionarlo". El
público aúlla: ¿quién, quién?, quiere saber. María
Rosa accede: "Es el comandante Che Guevara".
Un frío recorre la sala; Borges cabecea, la Ocampo no
da señales de vida, el público se divide: algunos
gritan, mientras aplauden. "Bien María Rosa, bravo".
Otro grupo desafía: "Vamos, Borges, contéstele".
Astuto, Larralde vuelve a desviar la tensión. Inquiere
nuevamente a Ocampo sobre si los libros han sido lo
más importante en su vida y, como corolario de este
aquelarre contenido, la Ocampo da una respuesta
memorable: "Yo he entrado a los libros —declama— con
los papagayos de mi vida interior y he establecido en
los libros mi reinado".
Es imposible hallar, para este diálogo de fantasmas,
inventariando, un emblema más formidable que la
confesión de Victoria Ocampo. Larralde debe de haberse
dado cuenta de este broche de oro: anonadado, sólo
logró articular unas pocas preguntas insulsas para
decidir, prontamente, que —como diría Alfonso Reyes,
aclara— se ha llegado a "la región más transparente de
la noche".
En ese momento, un muchacho de estatura mediana,
ligeramente obeso, se acerca al redactor de Primera
Plana, que contempla el cuasi final del espectáculo, y
con voz tenue pregunta: "Che, ¿quiénes son éstos?" Se
le responde, pero él se resiste: "¿Y de qué diario
son?" Se le informa que no son periodistas, sino
escritores. Finge comprender e inmediatamente con más
claridad que Larralde acopla al corolario de Victoria
Ocampo un desenlace perfecto: "Decime, negro —inquiere
al redactor—, ¿no me rajarán si me pongo a vender
caramelos?"
12/IX/72 • PRIMERA PLANA Nº 502 • 31