Aunque ya en el zaguán de la vieja casa' donde vive el
obispo de Avellaneda hay un letrero que advierte Por
recomendaciones se atiende exclusivamente martes y
viernes', la gente afluye a toda hora, las 9 de la noche o
las 8 de la mañana, en busca de una carta que le abra las
puertas de cualquier fábrica. Como si fuesen peregrinos,
los desocupados llegan por centenares. desde las chozas de
emergencia desplegadas en Quilmes, Berazategui, Florencio
Varela y los alrededores de la propia ciudad de
Avellaneda, en la provincia de Buenos Aires. Y monseñor
Jerónimo José Podestá, obispo de 1.250.000 almas desde la
Navidad de 1962, no puede sino escucharlos, quizá porque
se siente "amigo de todos ellos".
Moviéndose sin parar por los patios de su casa diocesana,
desde el escritorio de adelante hasta el pequeño comedor
del fondo, donde desemboca su dormitorio despojado (sólo
una cama, una mesa de luz, una biblioteca minúscula y un
crucifijo), monseñor Podestá no procura ser sólo el obispo
"del 90 por ciento de los católicos o del 20 por ciento de
los practicantes, sino de toda la comunidad, porque hasta
el último hombre fue redimido por la sangre de Cristo".
Lo que él quiere es hacer clara su actitud de colaboración
ante cualquier problema colectivo: puede vérselo en las
reuniones de vecinos cuando se discute la pavimentación de
una calle, o la instalación de una nueva cañería; como él
mismo dice, su voluntad cotidiana es la de servir.
Por ese camino le fue revelada su vocación sacerdotal, en
1940, cuando había cumplido 20 años. Acababa de
inscribirse entonces en el cuarto curso de la carrera de
Medicina y era un militante católico activísimo en la
parroquia de Ramos Mejía, Buenos Aires; fue el momento en
que se preguntó si Dios no le estaba pidiendo, quizá, una
consagración total de su vida, aunque eso —él lo suponía—
implicase un definitivo abandono del mundo. De todos
modos, prefirió ponerse al servicio del Evangelio, ser él
mismo de una vez por todas. Tuvo sus compensaciones: a los
44 años (los cumplirá el 8 de agosto) sigue pensando que
"la mayor alegría de mi vida fue comprobar que el
sacerdocio me ha enriquecido, me ha permitido vivir de un
modo más pleno la condición humana. Cuando la certeza de
que es así para todos los sacerdotes se haga nítida a los
ojos de la gente, crecerán las vocaciones religiosas en la
Argentina".
A fines de este mes, monseñor Podestá partirá a Roma y
participará allí de la tercera sesión del Concilio; su
posición ante los temas que se discutirán esta vez es "la
de los hombres sensatos. Son justamente las cosas sensatas
las que a veces dejan de decirse". No se desmiente cuando
opina que el capítulo sobre la libertad religiosa
(presentado ante el Concilio por el obispo Emilio Joseph
de Smedt) es básico para promover un sano ecumenismo o
cuando sostiene que la declaración sobre el pueblo judío
—postulada por el cardenal Agustín Bea— "debe ser tal que
se borre para siempre toda fundamentación de orden
religioso para la discriminación racial. De modo que
quienes quieran tomar actitudes contra la caridad y el
amor no se puedan apoyar en motivaciones de orden
religioso".
Desde que se ordenó, en setiembre de 1946, sintió una
profunda solidaridad con los desposeídos; aunque, en
rigor, esa solidaridad toca a todas las criaturas,
monseñor Podestá piensa que "hay gente sin apoyo,
absolutamente desamparada, desnuda. El derecho a trabajar
es el segundo derecho del hombre, porque el primero es el
derecho a vivir, pero la angustia elemental de algunos
pobres seres se debe, con certeza, a que sólo tienen la
vida como única arma".
La revelación de ese mundo despojado lo ha llevado a la
búsqueda de una solución de fondo: tratar de crear ahora,
en Avellaneda, una bolsa de trabajo capaz de resolver
seriamente los conflictos de desocupación. Pero el
universo de un obispo es todavía más vasto que el de los
seres a quienes debe apacentar: monseñor Podestá sabe que
los tiempos son tan otros ahora porque "si a un obispo le
hubiesen preguntado 20 años atrás cuáles eran los
problemas de su diócesis, hubiera dicho: Los de mis
parroquias. La respuesta de hoy es: Los de mi gente, pero
hay que añadirle la necesidad de forjar un equipo
sacerdotal bien solidario, de vocación profunda; la
urgencia, también, de organizar un laicado para orientarlo
en su función de servicio".
Buena parte de la gente que lo rodea son obreros, y
monseñor Podestá sigue pensando que para entenderlos mejor
no basta con verlos en sus fábricas o en sus casas, sino
también padecer junto a ellos, estar a su lado. En cierto
modo, los curas obreros son los hombres exactos para
llevar adelante esa misión: "Hubo una experiencia en
Francia que fue corregida, encauzada en otro sentido
—reflexiona monseñor Podestá—. Pueden hacerse nuevas
búsquedas con aquella primera experiencia como punto de
partida. Importa entender que no hay que hacer del
sacerdote un obrero, y menos aún un líder obrero, pero sí
un hombre capaz de comprender intensamente la realidad de
la esfera donde vive y actúa, para que su actuación
apostólica sea más fecunda."
En su diócesis hay ahora 36 parroquias y 46 sacerdotes;
monseñor Podestá espera duplicar esas cifras en un año,
pone todo su ímpetu para que así sea. Era un muchacho
tímido, con dificultades para dialogar con la gente. El
sacerdocio le ha descubierto que todos los hombres tienen
algo que dar, puertas para abrir a los demás hombres. Y se
siente dispuesto a golpear en todas.
Revista Primera Plana
04.08.1964
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