Una profesión tan antigua e ignorada como la historia del
río de la Plata preside el arribo y salida de cada buque
que llega a Buenos Aires
PREFECRIOPLA A INTERSECCION 9/10 XZRP Nº 615 AN. SETIEMBRE
DOS A PARTIR 1100 HS. PROHIBIDO NAVEGAR CANALES ACCESO
BAIRES PARA BUQUES DE SALIDA POR ENTRADA "ESSO PUERTO
RICO". PONTON INTERSECCION CERRARA NAVEGACION A BUQUES DE
ENTRADA CUANDO ESTE SE PONGA EN MOVIMIENTO Y LIBERARA
CANAL EN IGUAL SENTIDO 30 MINUTOS DESPUES. DIRECTIVAS
ESPECIALES: SUBPREFECTURA DOCK SUD LIBERARA CANAL DE
ACCESO CUANDO BUQUE VIRE KM. 9,8 y CANAL SUD AMARRE
COMUNICANDO INMEDIATAMENTE CIRCUNSTANCIAS DESTINATARIOS
PRESENTES.
II commandante Vittorio Petra no se come los cigarrillos
porque saliendo de la timonera está prohibido fumar, pero
hunde las manos en un sobretodo impecable, cuyos bolsillos
ya deben estar rotos cuando los brazos se ponen derechos y
se pegan al cuerpo.
Mentalmente se está tragando el puerto. Si hablara,
repetiría la imprecación de los capitanes de ultramar
cuando entran en Buenos Aires: tutti pazzi.
Pero II commandante Vittorio Petra tiene un buen dominio
de sus nervios y guarda un silencio estoico mientras el
"Esso Puerto Rico" —bandera panameña, tripulación
italiana, carga venezolana, capital estadounidense—
abanica la popa frente a la entrada de la Dársena D de
Dock Sud, apoya en el fondo del Riachuelo, de donde surgen
borbollones de barro negro, se escora y vuelve a
enderezar, procurando un ingreso que debe ser impecable o
catastrófico: no hay términos medios con un petrolero y
gasero que desplazaba 60.000 toneladas antes de ser
alijado dos veces y guarda todavía 10.000 toneladas de
propano y butano: una especie de bomba atómica flotante.
Sólo un hombre a bordo parece no vivir el momento como las
vísperas de Hiroshima. El capitán Buhler, práctico del
puerto, calcula en términos de centímetros el
desplazamiento de una mole de 220 metros de eslora, que
sumados a los remolcadores y los cabos de remolque abarca
tres cuadras y media de largo por treinta metros de ancho.
La boca de la dársena tiene cuarenta.
—Mezzo timone —dice el capitán Buhler, porteño de por
aquí.
—Mezzo timone —repite como un eco el timonel.
El petrolero gira en cámara lenta frente a la boca de la
dársena: entra de popa para tener la salida expedita "si
pasa algo". Unos metros más, y enfrenta la piedra del
murallón.
—Avanti adagio —dice el capitán Buhler.
El remolcador de proa vuelve a su tarea de hormiga.
—Dietro molto adagio —dice el capitán Buhler.
El "Esso Puerto Rico" va a entrar finalmente en el ojo de
la aguja. Desde el puente, a 18 metros sobre el agua, la
boca de la dársena apenas se ve, tapada por el palo y la
cubierta, donde se despliega una red intestinal de
cañerías rojas, azules, verdes, amarillas entre los
botellones verticales de gas enclavados en las bodegas de
petróleo. Para saber que nos movemos hay que mirar a los
costados donde las piedras del murallón están desgastadas
por el roce de otros buques. Pero éste no puede rozar. Aun
a paso de hormiga cualquier fricción empezaría a medirse
en tonelámetros, pondría al rojo vivo las chapas de acero.
En eso no se quiere pensar: cuando se piensa en eso ya no
se habla del buque, sino de todo Dock Sud, cuyas
refinerías brillan al sol.
Desde arriba el margen a babor parece haberse reducido a
un par de metros. En la mejilla del commandante Petra
palpita un músculo.
—Tutto a sinistra —dice el capitán Buhler, manejando el
remolcador de proa con la sirena del barco, el de popa con
un silbato—. Mezza forza —dice y el telégrafo Chadburn
vuela a la sala de máquinas, regresa instantáneo con la
estridencia de la campanilla que indica entendido,
ejecutado.
Los toques de respuesta del remolcador suenan lúgubres
como un gemido animal.
El "Esso Puerto Rico" se enhebra ahora limpiamente en el
dock, la proa deja atrás las mandíbulas de piedra. Veinte
minutos después está amarrando.
—Ferma la machina —dice el capitán Buhler.
La cara del commandante Petra está despejada, mira con
placer la silueta de Buenos Aires, el humo blanco de las
fábricas bajo el cielo celeste. Ha recuperado el juvenil
humor peninsular y el dominio de su barco. "che faceva la
campana, ding-dong", dice, riéndose al fin.
—¿A qué hora le dije que estaríamos atracados?
—A las cuatro y media —dice il commandante Petra.
El capitán Buhjer mira su reloj. Son las cuatro y
veinticinco.
Abordajes con sangre
La ansiedad del capitán italiano reproducía quizá la de su
compatriota León Pancaldo, que varó en estos mismos fondos
lodosos del Riachuelo, perdió su carga y echó la culpa (y
un pleito) al práctico Aguiar. Esto ocurría hace 430 años,
cuando Buenos Aires estaba recién fundada y antes que los
indios la desfundaran.
Durante la colonia, los prácticos del río de la Plata
dependieron de la armada española. Uno de ellos, el
teniente Oyarvide, "jefe de pilotos" con asiento en
Montevideo, realizó en 1803 los primeros estudios de
mareas, útiles hasta hoy. En 1824 se nombraron por ley
seis pilotos para Ensenada y Buenos Aires, con seiscientos
pesos anuales de sueldo. Por algún motivo no aclarado,
esos pilotos se llamaban "prácticos lemanes" y así
figuran en el reglamento de 1830.
Las tarifas del practicaje eran ya bastante elevadas el
siglo pasado, a juzgar por la "copia del arancel" que
reproducimos del diario "El Orden" (4 de agosto de 1858),
y aumentaron cuando el río se pobló de vapores que traían
las primeras máquinas y se llevaban las primeras lanas y
carnes. El gaje del práctico —una bolsita de libras
esterlinas— era un símbolo, disputado en ásperas
contiendas. Decenas de prácticos con sus cúteres salían a
la boca misma del río de la Plata a esperar los barcos.
Uruguayos y argentinos protagonizaban encuentros a menudo
sangrientos. Los cúteres argentinos sorprendidos por una
tormenta debían capearla sin poder entrar a puerto
uruguayo, donde se les negaba hasta el agua. Muchos
naufragaban. En 1895 se iba a pique el Esperanza con cinco
prácticos a bordo; catorce morían en 1898 al hundirse
frente a Punta del Este el cúter "No hay otro". Cuarto de
siglo después Leo Goti recordaba en su Cronicón del
Pilotaje en el río de la Plata que en un solo año habían
perecido cincuenta y dos prácticos argentinos: el total
existente apenas llegaría a ciento.
"Así acabaron y murieron los cúteres y los prácticos —dice
el Cronicón— en esas rutas de infierno.
El tratado argentino-uruguayo de 1891, que declaró libre
la profesión de práctico y autorizó a las embarcaciones de
ambos países a recalar en las costas del otro, acabó con
esa guerra insensata, pero en los puertos del país la
rivalidad seguía inextinguible:
"Los prácticos procedían como bárbaros —dice amargamente
el Cronicón—. Uno moría de dos tiros de revólver en una
taberna de Bahía Blanca; un cúter desaparecía en el puerto
de Ingeniero White bajo las aguas del canal con catorce
barrenos hechos a traición por la fracción contraria
durante la noche; en Buenos Aires se perseguían unos a
otros en los diques, a guisa de fieras; en Rosario venían
a las manos en los cafés... y en todos los puertos de la
República el ser práctico era ser bandolero."
Hoy cuesta imaginarlo viendo a estos hombres reposados,
casi lodos mayores de cincuenta años, que conversan
tranquilamente sus asuntos en las alfombradas oficinas de
sus mutuales. Un plumazo del almirante Rojas Torres
—prefecto general marítimo— acabó en 1915 con el caos,
imponiendo el turno obligatorio. La aventura y el drama
quedaron reducidos a los términos del oficio, se relatan
en voz baja para no molestar a los que esperando turno en
los pontones prefieren las tempestades del televisor o las
módicas emociones de un póquer liviano. Allí es posible
oír a Santiago Ottino evocando aquella noche de setiembre
en Recalada, cuando lo embarcaron en el "9 de Julio", lo
sentaron frente a un marino de anteojos oscuros y jinetas
de contralmirante, le preguntaron si podía llevar la flota
sublevada hasta el antepuerto.
—Poder, podía —dice don Santiago—, y la llevó porque no
había mucho que elegir— y así me hicieron héroe a la
fuerza —y después que piloteó la flota y trajo a bordo a
los generales de la Junta, se acabó la revolución y lo
desembarcaron haciendo sonar las sirenas de todos los
buques—. Creo que eran honores de almirante— dice, aunque
no está muy seguro ni parece importarle demasiado.
Vida en los pontones
De noche, como quien viene de Europa, es la primera luz
que se ve al entrar en el río de la Plata. De día es una
raya que se aplana contra el horizonte para esquivar los
cañonazos que le estaban destinados cuando en 1889 lo
botaron como acorazado "Independencia", vocación que el
tiempo destruyó hasta reducirlo a albergue de pilotos y
prefecturianos. Anclado en el río a la vista de Montevideo
y su cerro, bornea a la corriente que lo lame, lentamente
roído por el salitre. Medio metro de coraza bajo el agua
no atrae minas ni torpedos, sino gordos mejillones que las
corvinas devoran.
Nadie baja al barrio chino donde se herrumbran las viejas
máquinas de vapor, la oscuridad se estanca en laberintos,
el agua gorgotea despacio en las sentinas. Nadie sube al
nido de cuervos donde está el faro ni al nido de paloma de
la cofa. En la pintura roja de los flancos grandes letras
blancas anuncian: PONTON PRACTICOS RECALADA.
Los veinte hombres que al mando de un oficial operan el
pontón viven el tedio de una rutina que dura quince días,
hasta que aparece el aviso "Albatros" con el trozo de
relevo, los víveres y el agua dulce. Cuando el río se
encrespa, el viejo acorazado baila, cruje, rompe muebles y
vajilla. Hace cuatro años cortó la cadena del ancla, quedó
al garete y sin luz en la tempestad, amaneció casi sobre
la costa uruguaya. Tiempo después un carguero despistado
lo hizo víctima de ignominioso abordaje, que estuvo a
punto de partirlo en dos. Pero ya son sus últimos días: en
puerto se apresta el ex trasporte "Les Eclaireurs", que lo
reemplazará cuando asuma su final destino de hierro viejo.
En la sala de prácticos el almuerzo se sirve a las once,
la cena a las siete, el café a cualquier hora del día o de
la noche. Un pizarrón registra los buques de entrada y
salida, el nombre y el turno de los pilotos que han de
tomarlos y el camarote que ocupan. A veces hay tiempo para
dormir. A veces para un cigarrillo.
Ocho a diez veces por día un barco que entra aminora
apenas la velocidad, mientras la lancha del pontón sale a
buscarlo —un punto en el oleaje—, lo alcanza, se pone a
sotavento y lo acompaña en su avance. Por la borda, que
suele parecer altísima, recortada en el cielo, desciende
la escala real o una simple escala de gato, y el práctico
sube. Cuando hay pesto —mar agitado, noche y niebla— la
maniobra puede terminar en una costilla quebrada o en algo
peor. Cronista y fotógrafo tuvieron "mala suerte": el día
era azul, el rio tranquilo cuando volvieron a embarcar en
el "Providence", un hermoso bull-carrier noruego, de
cubierta lisa como un portaaviones, 175 metros de eslora,
en lastre a Intersección y Rosario.
—Fourteen knots. Nothing to starboard.
Aquí las órdenes se dan en inglés, se repiten sin urgencia
en la timonera soleada. Navegar a catorce nudos con apenas
veintidós pies de calado es más que nada un placer, pero
el capitán Colombani, presidente de la Asociación de
Prácticos del Río de la Plata —que excepcionalmente
pilotea en esta mañana de sol— no olvida los peligros que
oculta la faz inocente del agua rayada de gaviotas.
Saliendo de Buenos Aires el canal de acceso corre hacia el
sudeste, hasta el kilómetro 37, donde ancla el ex
acorazado "Libertad", hoy pontón Intersección, tan cargado
de años como su gemelo de Recalada. Ahí convergen el canal
de Martin García, que sirve a la navegación del Uruguay y
el Paraná, y el Intermedio.
La profundidad determinante del canal de acceso es de
veintiocho pies y medio (un pie igual a 30 centímetros),
se mantiene mediante dragado y aumenta o disminuye con la
marea. Tiene unos ochenta metros de ancho.
El canal Intermedio va del kilómetro 37 al 117. Su
profundidad y su ancho son mayores, pues se mantiene
dragado por acción de la corriente.
El canal de Punta Indio completa el sistema. Durante unas
diez millas sigue el mismo rumbo que el Intermedio. Pero a
la altura del par 21 de boyas dobla abruptamente hacia el
este, en dirección a Montevideo.
Ese lugar, el Codillo, es el que quita el sueño a los
prácticos. A partir de ahí la corriente fluye de través y
el buque debe compensar la deriva con el abatimiento:
navegar oblicuamente. Pero un abatimiento de diez grados
llega a duplicar la manga (ancho), que en algunos barcos
es ya de treinta metros. La distancia entre boyas sobre la
superficie del canal es de ochenta, pero en el fondo se
reduce a treinta y un buque grande navega prácticamente
encajonado.
—Para cruzarse con otro —dice el capitán Colombani— usted
debe ponerle proa como si lo fuera a embestir, hasta que
llega a mil metros de distancia. Sólo entonces empieza a
recostarse contra su veril. Pero después que sacó la proa,
tiene que sacar también la popa, porque el otro está
haciendo lo mismo.
Este paso de "ballet" exige una precisión absoluta. Un
error no se enmienda, porque aun dando toda máquina atrás
una mole como ésta seguirá avanzando dos kilómetros y
rompiendo lo que halle en su camino.
—Pasamos —dice el práctico Tomasevich—, pero con cada
masaje de corazón...
Los canales, se admite, fueron hechos para otro tipo de
barcos en la época dorada del trigo o las carnes. O más
bien se construía especialmente para navegar en el rio de
la Plata. Hoy las grandes empresas navieras lanzan al mar
colosos que superan las cien mil toneladas, proyectan
otros que llegarán a doscientas mil. Esos buques
simplemente no podrán entrar en Buenos Aires, ni aun
paralizando el resto del tráfico, como sucede ahora con el
"Esso Puerto Rico" o el "Eugenio C".
Barcos que calan hasta 32 pies entran en Buenos Aires, y
salen, por canales de 29 pies. Avanzan literalmente arando
el fondo, desplazando con la quilla hasta un metro de
barro.
—De golpe usted encuentra un lomo de burro, el barco se
escora a un lado y a otro. Usted mira alrededor y piensa
que hay una tormenta, pero el día está tranquilo como hoy.
Sigue tranquilo cuando en el kilómetro 83 pasamos junto a
las boyas verdes que señalan los cascos hundidos de!
"Biguá", el "Marionga Kairis", el "Ciudad de Asunción".
Ninguno de ellos, nos aclaran, llevaba práctico, y no se
registran en los últimos años accidentes graves debidos al
practicaje. Pero nadie quiere convertir esa certidumbre en
pronóstico del futuro.
Los prácticos, que suelen denominarse a si mismos "el
almirantazgo de los capitanes", están orgullosos de esa
especie de operación mágica que les permite navegar en
seco, abriendo canales por su cuenta, reemplazar por el
olfato comunicaciones defectuosas, argumentar
victoriosamente contra los pronósticos mareológicos,
argüir con un dejo de burla que lo único que sirve para
orientarse es el dedo, estacionar un gigante de tres
cuadras de largo como si fuera un Volkswagen. Pero no hay
uno solo de ellos que no tema una catástrofe, que no sueñe
con las dragas que en Maracaibo o en el Golfo abren
canales de cuarenta pies sin dejar de navegar a doce
nudos. ¿Palabras mayores? Quizá, cuando uno las oye sobre
la cubierta del acorazado que sigue meciéndose, como hace
ochenta años, ante un lejano resplandor nocturno llamado
Buenos Aires.
RODOLFO WALSH
Fotos: Pablo Alonso
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