Cada ciudad fija su imagen a través de paisajes de
postales, estereotipos, a veces simplemente de una frase
feliz. París es la Torre Eiffel, El Sena, un disco de
Edith Piaf o el rostro de Jean Gabin. Londres se ha
cristalizado en el dibujo de su Torre, los puentes sobre
el Támesis, o los morriones de la guardia real. Roma es el
Coliseo, Nápoles solo una sentencia, Viena un ritmo
peculiar.
Buenos Aires —multiforme, cambiante— tiene para cada
porteño una imagen peculiar: el paredón de la Recoleta,
una calle de barrio con sus casas petizonas, los árboles
de Palermo, la Costanera, un tango, el diálogo con algún
amigo frente a una taza de café a orillas de la madrugada,
o simplemente los ojos de una mujer.
Sin embargo una zona, un territorio de la ciudad no puede
desprenderse de una imagen: la Boca, más que la Bombonera
o La Vuelta de Rocha, más que sus casas de zinc y sus
callejones, está representada para todos los porteños en
los cuadros de Benito Quinquela Martín.
Quizá porque la realidad, los estibadores cargando las
bodegas, las chatas, las oscuras aguas del Riachuelo, no
existen más que en función de esas telas descomunales,
coloridas, habitadas por barcos de banderas extrañas y
hombres anónimos.
El propietario de esta región es un hombre calvo, de ojos
azules y frente arrugada que hace pocas semanas cumplió 80
años. Vapuleado por la crítica, ajeno a los ismos,
diariamente abre su ventanal sobre ese riacho insólito al
que alguna vez arribó Pedro de Mendoza.
Su biografía se inicia en el anonimato de la Casa Cuna,
pasa por una familia de carboneros que lo adopta. En el
pequeño negocio, con trocitos de carbón comenzó a trazar
sus primeros dibujos en las veredas, en las paredes del
barrio "y en el papel que le robaba al almacenero". Luego
estudió dibujo en una escuela nocturna del barrio y con
timidez "lleno de temores" (como recuerda ahora mientras
parece que por sus ojos cansados, desfilara toda su
biografía como en un largo filme al cual él solo pudiera
acceder), expuso por primera vez sus telas y retratos en
Witcomb 1918.
Algunos meses más —y como si con Quinquela comenzara la
historia del barrio— Boca Juniors conquistó la primera
estrella para su bandera. Dos años después obtuvo el
segundo premio en el Salón Nacional y su nombre Benito
Chinccella (el que dieron sus padres adoptivos, ahora
argentinizado) empezó a pronunciarse con respeto —y a
veces con ironía— en los corrillos plásticos. "Pero nunca
me preocupé demasiado de las opiniones de los críticos"
acota. Y es cierto. Prefirió rescatar a su manera momentos
de la ciudad, fragmentos de su barrio. Instantes fugaces
que luego quedarían fijados en enormes murales, en telas
de colores chisporroteantes. Viajó, expuso sus paisajes
portuarios en Río de Janeiro, París, La Habana, Luxemburgo
y en el Museo Metropolitano de Nueva York.
En 1929 llegó a Italia donde lo recibieron Pío XI, Víctor
Manuel III y Benito Mussolini quien lo definió con una
frase que recorrería las redacciones: "Lei é il mio
pittore".
Pero pese a las acusaciones que ha recibido de fascista —y
también a veces de comunista— él sostiene que sólo "es
hincha de Jesús"...
Su casa de tres pisos terminó por convertirse en museo.
Personalmente se dedicó a comprar a jóvenes o ignotos
pintores telas a veces deplorables. Y quizá no ignore las
carencias de sus protegidos, pero sabe que su obra tiene
más relación con la beneficencia que con el arte. Y con
ese mismo criterio donó escuelas, maternidades y facilita
diariamente su estudio a infinidad de principiantes que lo
imitan con minuciosidad.
Sus anécdotas se han convertido en leyenda: alguna vez
pintó los trolebuses que llegaban hasta la Boca de colores
refulgentes. Sugirió que el barrio se repintara según sus
gustos y la pequeña ciudad que vive dentro de Buenos Aires
se transformó en la zona más pintoresca y colorida de la
ciudad. Su último acto, el póstumo —casi una broma
macabra—, consistió en decorar su propio ataúd "al que le
quité las manijas y le puse barrotes para que lo lleven
todos los amigos que puedan". El féretro, que guarda como
uno de los mejores adornos de su casa, le requiere —de vez
en cuando— el esfuerzo de alguna nueva manito de pintura
para mantenerlo impecable.
Seguramente, la historia de las artes plásticas no ha de
dedicarle más que algunas pocas líneas, pero para Buenos
Aires y la Boca, Quinquela es ya parte de la otra historia
—mitológica— donde se mezclarán goles de Severino Varela,
tangos de Filiberto, paredes acanaladas, sirenas de los
barcos, y el griterío de una tarde de domingo.
DINAMIS • Nº 20 • MAYO DE 1970
Ir Arriba
|
|
Quinquela Martín |
|
|
|