El film está ahí, en muchas pantallas, desde hace semanas
y tras records de público. La polémica se vuelve inútil
porque sus responsables han sabido contestarla
parapetándose en la prudencia puntillosa con que
seleccionaron el material anecdótico,en
el tono digno de sus soluciones y en la convicción de
haber conseguido una película impecable, y esta última
réplica configura una actitud muy honesta, particularmente
en Torre Nilsson. Y sin embargo miles de espectadores
vieron pasar esa tira de celuloide como una colección de
cuadros minuciosamente compuestos y ornamentados, con
constantes llamados al patriotismo y a la afectividad más
elemental, buenas batallas y un perfume a lejanía que
trasforma los hechos en evocación respetuosa y así sabotea
aquellas emociones que intentaba acicatear.
EL PRIMER LIMITE
La obra de Rojas —reforzada por connotaciones de Mitre,
José Pacífico Otero, las memorias de Colombres y Mármol,
cartas de Lafont y San Martín— dio la inflexión de quien
mira desde la base del pedestal. El guión no logra
diferenciarse por más que trate aspectos cotidianos,
conyugales y de confidencia. En ningún momento existe el
puente a la actualidad. El objetivo pareció ser la
reconstrucción fiel a sí misma, ambientada en el siglo
pasado, sin preocupaciones por tender a la persuasión, a
los puntos de referencia ubicados más adentro de la verdad
histórica, del que hoy presencia ese desfile de planes,
exaltaciones y combates. De aquí derivan las anemias
notorias del film como tal; en su respeto por la historia
aprobada oficialmente; en la falta de personajes aptos
para cimentar interpretaciones hieráticas y con
parlamentos categóricos; en diálogos dignos de manuales
escolares —pese a que fueren tomados de la correspondencia
sanmartiniana—; en los desbarrancamientos acartonados y
sensibleros de los encuentros San Martín-Remedios, por más
que respondan a los usos de la época.
LA MUERTE CONTENTA
Si no fueron admitidos los riesgos capaces de limar la
estatua, existió al menos la contención adecuada para
evitar exageraciones en el enaltecimiento. San Martín está
bien encuadrado como —simplemente— experto y obstinado
militar.
Sería ingenuo cuestionar la erudición fílmica de Torre
Nilsson. Su oficio y prolija urdimbre visual quedan, no
obstante, cercados en varios momentos por su personal y
repetida limitación para trasuntar con hondura detalles
puramente descriptivos. Se nota mucho en el film que Perú
no es el escenario auténtico; que no bastan para suplirlo
fragmentarios pormenores arquitectónicos. En la entrevista
con Bolívar, resulta anodino el plano instantáneo de naves
que intentan ambientar una localidad del Pacífico. Tampoco
basta ese pictórico travelling de retroceso desde la
figura ecuestre de San Martín, hasta abarcar el resto del
desfiladero, para tratar de escamotear la escasa cantidad
de fuerzas que simulan constituir el Ejército Libertador.
Está, en cambio, sagazmente dispuesta la conocida
parrafada del
sargento Cabral y su muerte; intercalada con escenas de
enfrentamiento, impide dar lugar a demasiadas sonrisas
irónicas.
El último cuarto de metraje, acopla los defectos generales
con brusquedad y llega a un remate envarado que la
pulcritud de la empresa no merecía. Es ése el momento de
preguntarse si el director fue tan férreamente convencido
por todo eso como por su obra maestra, La caída (1959), si
—aceptada la sinceridad del cambio de frente en la índole
de cine— cree hoy tanto en ensayos históricos como en los
dramas psicológicos.
DINAMIS • Nº 20 • MAYO DE 1970
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